—Pues considero necesario que algún día se aclare.
—¿Por qué?
—Porque afecta al rey y a ti. A él porque da la sensación de que quita y pone a colaboradores fieles en función de que le critiquen sus errores, y bien sabes que el Rey puede, como cualquier otro, tener motivos para ser criticado.
—Sí, claro. Ser rey no equivale a inmunidad en el error, sobre todo si es de esos que llamamos humanos...
—Además, parece como si don Juan Carlos decidiera poner a un amigo tuyo para que, encima, no le hiciera semejantes reprimendas. No sé, no me gusta nada la imagen que ha quedado. Te insisto, ni para el Rey ni para ti. Es imprescindible aclararla.
—Ya, pero eso implica desvelar cosas del Rey.
—¿Y qué? Supongo que es negativo desvelar cosas que le afecten negativamente, pero desvelar para arrancar de la mente colectiva versiones que, según dices, son falsas, no solo no me aparece negativo, sino positivo y sobre todo imprescindible.
—Pero es el Rey.
—Es el Rey y eres tú, porque tú estás metido de lleno en la historia que cuentan. Va siendo hora de que se aclaren muchas cosas. Tienes que hacerlo por ti, por tu familia, por nosotros... En fin, que es claro como el agua. Y si alguien se pica, pues ya sabes.
Alfredo tenía razón. Se había vendido una historia con la intención de perjudicar al Rey y a mí de manera profunda. A su majestad por arbitrario, libertino, y no sé qué cosas más. A mí por meterme a condicionar la vida del Rey atendiendo solo a mis propios intereses. La historia, aunque duela, tiene que ser aclarada.
Inevitable, entonces, volver al patio de presos de Alcalá-Meco en pleno agosto de 2002.
—Me han dicho que el Rey ha concedido la Grandeza de España a Fernando Almansa.
—Sí, y antes el Condado de Latores a Sabino Fernández Campo, también con Grandeza —contesté.
—¿Qué opinas? —preguntó Enrique Lasarte con esa prudencia que le caracterizó siempre.
—Pues ¿qué quieres que opine, Enrique? Creo que el modo y manera con los que el Rey maneja la concesión de títulos... En fin, no soy quien para criticar. Al fin y al cabo, es el Rey el único que tiene esa facultad y, por otro lado, a día de hoy eso significa muy poco, en cuanto título me refiero, pero, bueno, mejor dejar esas cosas.
Este diálogo se celebraba en el patio de presos de Alcalá-Meco, en donde el 29 de julio de 2002, por tercera vez en mi vida y Enrique por primera y única, nos encerraron gracias a una sentencia en la que fue ponente mi compañero de patria chica, esto es, Galicia, Martín Pallín, que, según me contó Enrique, también estudió en Deusto, aunque me resultaba de todo punto imposible recordarlo. Fue el mismo magistrado que años atrás dictó un auto por el que legitimaba que Serra, el vicepresidente, utilizara fondos reservados del CESID para ordenar a una agencia extranjera, de nombre Kroll, realizar una investigación secreta sobre mi vida y la de mi familia.
En la universidad de los jesuitas formábamos un grupo compacto cuatro personas: Enrique Lasarte, Fernando Almansa, José María Rodríguez Colorado y yo. En otros cursos inferiores, pero muy próximos a nosotros, se encontraban Mariano Jaquotot y Ramiro Núñez. Colo mantenía conmigo una relación mucho más intensa que con Almansa y Lasarte, siendo en todo caso muy buena. Pero digamos que el trío por excelencia éramos Almansa, Lasarte y yo.
Fernando Almansa provenía del sur, concretamente de Almería, aunque en aquellos días su familia vivía en Granada. Pertenecía a una familia almeriense por padre y granadina por madre. Almansa padre llevaba los títulos nobiliarios de marqués de Cadimo, vizconde del Castillo de Almansa y barón de Toga, y su hijo, mi amigo Almansa, se sentía muy orgulloso de esa ascendencia. Era un estudiante aplicado, responsable, que destacaba por su capacidad para las relaciones públicas y de tipo, digamos, político, que permanecía siempre muy atento a las opiniones ajenas, al qué dirán, y que disfrutaba de una gran capacidad de adaptación al pensamiento dominante. Algunas de sus ideas me chocaban porque me parecían de otros tiempos, de momentos superados, pero en general sabía adaptarse a aquel en que vivía sin excesivos chirridos. Su aspecto físico le hacía parecer algo mayor de su edad, y su bigote acentuaba esta sensación. Lo que desde luego no era es un revolucionario. Pero, una vez instalada la revolución, se adaptaba a ella con facilidad.
Enrique Lasarte era el equilibrio convertido en persona. Inteligente, práctico, conservador en algunas cosas e innovador en otras, hombre leal por excelencia, directo, extremadamente cuidadoso con las formas, educado, inteligente y serio. Enrique era muy meticuloso en muchas cosas. Cuidaba el detalle como corresponde a un buen Virgo/Libra, según dicen los que conceden importancia a estos análisis astrológicos de superficie. Pertenecía a una familia vasca por todos sus costados. Su padre, Nicolás Lasarte, fue alcalde de San Sebastián. Enrique era sobre todo cabal. Sabía ser vasco siendo español, moderno sin arrojar por la borda tradiciones, abierto a nuevas ideas pero sin romper todas las antiguas por el mero hecho de su antigüedad.
Cuando concluimos nuestros estudios en Deusto, cada uno tomamos nuestro camino. Almansa ingresó en la carrera diplomática y pasó temporadas fuera de España en diferentes destinos. Enrique hizo un máster en Londres y abrió despacho profesional en San Sebastián. Yo ingresé en el Cuerpo de Abogados del Estado. Enrique y yo retomamos nuestro común destino profesional en el despacho que abrimos en Madrid una vez concluida mi estancia en Abelló, S. A. Posteriormente Enrique fue consejero de Antibióticos, S. A., y pasó a formar parte del Consejo de Banesto. Le nombramos presidente del Banco de Vitoria, en donde realizó una estupenda labor, y en diciembre de 1992, a mi propuesta, el Consejo de Banesto le nombró consejero delegado, en sustitución de Juan Belloso, que prefirió dejar sus labores ejecutivas.
Mientras tanto de Almansa sabíamos poco. Encuentros esporádicos porque la vida de diplomático le obligaba a residir fuera de España. Quizá Enrique, que es más meticuloso que yo para estas cosas, mantuviera mayor intensidad o frecuencia de contactos, pero en todo caso eran complicados por razones físicas. Pues bien, el 8 de enero de 1993 almorzábamos los tres en mi casa de la calle Triana de Madrid. En ese instante yo era presidente de Banesto, Enrique, consejero delegado y Almansa acababa de ser nombrado jefe de la Casa del Rey. Tenía previsto, y cursada petición oficial, ir a la Embajada española en Washington. Algo así, cambiar ese destino por la Casa del Rey, de modo tan repentino debía tener alguna explicación. Y la tenía, claro. Precisamente por eso lo comentábamos Enrique y yo en el patio de presos, porque la explicación se tradujo muy posiblemente en un alto coste personal para nosotros.
Seguimos caminando por el patio de presos mientras nuestras mentes rumiaban pensamientos.
—La verdad —añadió Enrique— es que te metiste en un terreno peligroso y con Almansa quizá se colmara alguno de esos vasos de los políticos.
—Es muy posible que tengas razón, Enrique. Y quizá por ello tal vez esperé de Almansa un comportamiento algo diferente. Es posible que no pudiera hacer otra cosa. No lo sé.
Dejar que aquellas ideas me invadieran en un momento como el que vivía se hubiera traducido, en otros tiempos, en indudables dosis de amargura. Ya no. He cambiado. Mi alma es más dura, lo que significa conocer mejor a los humanos. Salvaje la técnica de aprendizaje, pero sin duda efectiva.
Volví a mi recinto dentro del almacén de Ingresos. En la ruidosa soledad de mi cubículo no pude impedir que mi mente volara hacia aquellos años en los que comenzó a nacer una relación con don Juan de Borbón y con su hijo el rey de España que, entre otras cosas, se tradujo en el nombramiento de Fernando Almansa como jefe de la Casa del Rey, lo que posiblemente aceleró el camino que habría de conducirme, por tres veces en mi vida, al menos hasta hoy, a esas tierras de cemento y espino.
La cuestión no fue nada fácil en aquellos días. Ciertamente muchas voces insistían en que la cercanía a Zarzuela constituía uno de los mayores peligros en los que puedes voluntariamente involucrarte en España, y no debido a alguna singularidad en la personalidad de don Juan Carlos, sino a que la proximidad borbónica acaba acarreando males para el cuerpo y el espíritu del «aproximado». Sinceramente, no sentía en mi interior ninguna especial llamada de impulso monárquico, pero sobre las convicciones personales mandan, irremediablemente, los afectos, y el cariño que llegué a sentir por don Juan de Borbón fue sencillamente inmenso, y de él se traspasó, no sin chubascos intermedios, a don Juan Carlos, su hijo, rey de España.
Además, todo lo que rodeó el nombramiento de Almansa resultó, en mi opinión, importante. Nunca supe, a pesar de mis pesares, si se trató de una iniciativa exclusiva del entonces secretario de la Casa del Rey, el general Sabino Fernández Campo, o de alguna manera directa o indirecta contó con el soporte de dirigentes gubernamentales. En las primeras luces del año 1995, mientras paseaba por el patio de presos de esa cárcel en mi primera visita, me encontré con Julián Sancristóbal, ex secretario de Estado de Seguridad con el Gobierno socialista, encarcelado preventivamente por su presunta participación en el secuestro de un ciudadano francés llamado Segundo Marey. Se supone que podía tener en su archivo informaciones de enorme trascendencia. Aquella mañana me interesaba una en concreto.
Después de relatarme con todo lujo de detalles su participación en el espionaje que ordenó Narcís Serra sobre mí y que financió con fondos del CESID, le pregunté descarnadamente a Julián si conocía la personalidad de Sabino Fernández Campo. Me contestó sin excesivas florituras que poco o muy poco, y que se entrevistó con él en aquellas ocasiones en las que tenía que entregar fondos a la Zarzuela, porque Sabino se encargaba de controlarlos, pero casi nada más. Intenté indagar sobre sus conexiones con el Gobierno socialista, y su respuesta traducía ignorancia. Apreté algo más la tuerca y la pregunta derivó sobre su participación en algún tipo de movimiento sobre el Rey en 1992.
—En aquellas fechas —dijo Julián— yo no tenía responsabilidades de Gobierno, así que no te puedo contestar con certeza. Lo que sí te aseguro es que yo personalmente he ordenado controles —por llamarlo de alguna manera— sobre el Rey, ejecutando órdenes de Narcís Serra. Decía que los Borbones eran muy peligrosos, que hasta ahora el Rey se portaba bien pero que resultaba imprescindible disponer de material sobre él para tenerlo controlado por si algún día resultaba necesario.
El «material de control» según me informó Sancristóbal afectaba a las relaciones personales del Rey. Al parecer no a materias económicas. Algo de eso sabíamos el Rey y yo y lo conversamos en una ocasión, pero, en mitad del patio de presos de Alcalá-Meco, una confesión de tal naturaleza proveniente de quien la conocía en primera persona me ratificó en el peligro en el que consumió parte de su existencia el Rey.
Años más tarde de esa conversación, el Parlamento español debatía en una sesión tumultuosa un escándalo de proporciones bíblicas. Se descubrió que el CESID, el centro de la inteligencia nacional, o si se prefiere, para ser más claros, el centro de espionaje, se dedicaba a grabar conversaciones privadas de personajes de la vida pública española. El diario
El Mundo
lo publicó como primicia. Ex ministros, empresarios, un apartado dedicado a la OPA del Bilbao..., en fin, un esperpento. El escándalo elevó el tono cuando el diario publicó a todo trapo, con todo el velamen periodístico izado en su portada e interiores, que entre los espiados se encontraba su majestad el Rey. No hubo manera de detener el efecto de tsunami político que el escándalo inevitable traería consigo. Al final, el gran responsable se llamaba Narcís Serra, vicepresidente del Gobierno y ex ministro de Defensa. Controlaba el CESID en el tiempo en el que fueron efectuadas esas grabaciones ilegales. De una tacada cesaron el vicepresidente Serra, el general Manglano, director del CESID, y Julián García Vargas, ministro de Defensa, y que era, en mi opinión, el único que no tenía nada que ver con esas especiales actividades. Así que la confesión de Julián Sancristóbal en el patio de presos de Alcalá-Meco se vio confirmada hasta la saciedad por los puros y duros hechos.
La casualidad quiso que me tocara a mí asistir a uno de los episodios más dolorosos, y tal vez desde entonces mi sendero vital adquirió dosis adicionales de peligro incremental.
Cuando las aguas de Banesto comenzaron a sufrir los vientos del poder político, frente al aparente distanciamiento de don Juan Carlos surgió, pétrea, la posición de don Juan, su padre. De alguna manera quiso posicionarse conmigo asistiendo a un almuerzo que organicé en Banesto con la presencia de todo el Consejo. Quise que nos tomaran algunas fotografías porque, además del recuerdo, quería regalarle un díptico de plata conteniendo la foto de su padre, don Alfonso XIII, con los antiguos consejeros de Banesto y la suya con nosotros. Quedó precioso y a don Juan le hizo mucha ilusión.
El padre del Rey, depositario de los valores históricos de la Monarquía española, y el rey don Juan Carlos, instaurado por Franco, observaban un comportamiento aparentemente distinto en un asunto de la envergadura del proyecto de fusión Banesto-Central. En el caso de don Juan se daba, además, la circunstancia de que Luis Ussía, conde de los Gaitanes y grande de España, su hombre de confianza por excelencia, con quien consumió muchos años de su vida, pertenecía al Consejo del banco que presidía el ladino Alfonso Escámez y, por ello mismo, no profesaba simpatía alguna por el modo y manera con el que los Albertos planearon su ataque a uno de los más importantes bancos españoles. Luis siempre tuvo claro el trasfondo político de la operación y en nuestras conversaciones con don Juan insistíamos en ello, no para solicitar de él ningún tipo de actuación concreta (que además le habría resultado imposible), sino para que no perdiera de vista el territorio tan peligroso en el que se movían los Albertos y en el que pretendían que penetrara el Rey.
El comportamiento aparente del Rey me producía tristeza. Quizá esa apariencia no fuera ajena a la personalidad propia de quien en aquellos días ostentaba la jefatura de la Casa de Su Majestad, el general Sabino Fernández Campo.
Don Juan siguió impenitente tratando de destruir las imágenes mentales que otros habían creado en el Rey sobre mí. Lo consiguió. Aquel día en el que subí a firmar los documentos de apertura de relaciones bancarias con Banesto por su majestad el Rey me sentí bien. Su abuelo, don Alfonso XIII, fue cuentacorrentista de nuestro banco y la tarjeta con su firma permanece viva enmarcada en plata, con una frase que siempre me encantó; dentro de la casilla destinada al «reconocimiento de firma» se escribió con letras de una caligrafía cuidada: «innecesario».