Los días de gloria (89 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Crecieron nuestras relaciones. Aumentó sensiblemente nuestra confianza. Hasta que llegó el verano de 1992.

El 19 de agosto de 1992, apenas las primeras luces inundaron tímidamente la bahía de Palma, el
Whitefeen
, al mando de Steve McLaren, zarpó de Puerto Portals con destino a Cala Yundal, en el suroeste de la isla de Ibiza. Esa noche, en un chiringuito situado sobre las arenas de la playa, construido rudimentariamente con maderas oscuras sin tallar y piedras toscamente cortadas de una cantera de marés, cubierto a modo de techumbre con hierbajos de color negro oscuro, todo lo cual le dotaba de un apacible encanto, cenaríamos con Fernando Garro y su mujer, Virginia, que desde años atrás habían elegido Ibiza como lugar de destino de sus vacaciones de agosto, después de consumir muchos años con nosotros en Alcudia, norte de Mallorca, la mayor de las Baleares. La víspera me acosté tarde y cuando subí a cubierta para tomarme una taza de café, sin la que mi mente y cuerpo reaccionan como meros autómatas, el sol se encontraba bastante alto. Steve me entregó los periódicos del día que había mandado comprar antes de soltar amarras y en su gesto, algo mohíno, creí descubrir que alguna de las noticias publicadas ese día le provocaba cierta inquietud. Tomé
El Mundo
en mis manos y sentí una sacudida interior. Con titulares nada despreciables y como segunda noticia de portada, el diario de Pedro J. Ramírez abordaba de manera harto descarnada, con nombre y apellidos, sin el menor pudor, las relaciones entre don Juan Carlos de Borbón, rey de España, y una mujer residente en Baleares. Una vez más la ausencia de brisa nos obligaba a sufrir el ruido del motor en una navegación plúmbea llena de un calor casi sofocante. El escenario mutó radicalmente cuando leí lo publicado. Steve, desde las cercanías del gigantesco palo del barco, me dedicó una mirada furtiva tratando de percibir si mis gestos indicaban situación de máximo peligro político, porque en el terreno náutico la tranquilidad alcanzaba cotas de insoportable aburrimiento.

En el trozo de sociedad española que consumía algunos días en Palma de Mallorca ronroneando empalagosamente al Rey y al resto de la familia real, se rumoreaba sobre posibles relaciones de su majestad, pero, o no se mentaba el asunto con nombres y apellidos o, si se comentaba, siempre se mantenían altas dosis de, como dirían los italianos,
sottovoce
. Por ello, oficializar tales relaciones en la prensa presagiaba tormentas de altura. La hipocresía, en dosis adecuada, resulta ser un ingrediente imprescindible para la estabilidad de las relaciones sociales en sus diversas manifestaciones. Por ello, mientras la relación prohibida habite en el secreto a voces de la sociedad, la dignidad femenina no se resiente excesivamente, porque siempre ocurrieron cosas así y por siempre jamás continuarán sucediendo. Ahora bien, cuando el papel impreso dota de cuerpo real a lo que no debió abandonar el cuerpo etéreo del comentario social, la propia publicidad se transmuta en cuchillo que punza lacerante el sentimiento profundo de la dignidad femenina. Al leer la noticia me preocupé seriamente.

Vino a mi memoria el mes de septiembre de 1991. Julián Lago, un periodista dotado de una arquitectura moral más que elástica, después de verse despedido de la revista
Tiempo
por Antonio Asensio, fundador del Grupo Zeta, ya fallecido a una edad temprana, decidió montar un engendro periodístico denominado
Tribuna
, en el que se dedicaba a construir todos los escándalos que pudiera, en muchos casos sin el menor rigor y sin querer comprobar la veracidad de la noticia, no fuera a ser que, como él mismo decía, la verdad le estropeara un buen reportaje. En ese mes de septiembre de 1991 construyó una portada con un artículo que tituló con el escandaloso «Los errores del Rey», en el que se dedicaba a elaborar una filípica de corte paternal sobre las equivocaciones cometidas por don Juan Carlos durante su estancia estival en Palma de Mallorca. Lo leí y subí a la Zarzuela a comentarlo con el Rey, porque nuestras relaciones ya habían sido restauradas.

Mi preocupación caminaba por dos senderos. El primero residía en que por primera vez se había roto la secular bula del Rey en la prensa, al menos en cuestiones referentes a su vida estrictamente privada. Julián Lago criticaba, fundamentalmente, a los amigos del Monarca y a este último por compartir su tiempo y diversiones con ellos. Pero más allá de este aspecto, mi preocupación residía en tratar de identificar el origen de la noticia, la fuente de la filtración, porque si lo conseguíamos, no solo identificaríamos al culpable de la destrucción de la bula, sino que, además, podíamos cortocircuitar nuevas apariciones en cuestiones semejantes. La verdad es que encontré al Rey absolutamente relajado y tranquilo, sin conceder la menor importancia a la publicación. Ciertamente, por su escasa tirada el producto de Julián Lago no traspasaba el umbral de la penuria, pero aun así para mí no dejaba de ser trascendente la ruptura del fuero aunque el huevo contaba con escasos atributos.

En los inicios del verano de 1992
El Mundo
protagonizó lo que tenía todas las trazas de un ataque al Rey. Publicó que el Rey se había ausentado del país, que se encontraba fuera de España sin haber informado de ello previamente al Gobierno, sin que constara ningún motivo oficial para su desplazamiento y apuntando la hipótesis, con más descaro del necesario, de que tal vez los efluvios amorosos se encontraran en el origen de tal viaje real. Apenas si tuve tiempo de meditar la noticia porque al día siguiente de nuevo
El Mundo
volvía al ataque. Esta vez con una noticia de portada, a cuatro columnas, en la que relataba que una Ley, cuyo texto no recuerdo, había sido firmada por el Rey en un día en el que su majestad se encontraba fuera de España. Así que dado que resultaba imposible que alguien se desplazara al lugar de escondite de don Juan Carlos para llevarle el documento original sobre el que debía estampar su firma en cumplimiento del trámite constitucional de la sanción real, no quedaba más remedio que concluir que, al menos en tal parcela, el Rey se tomaba algo a la ligera sus funciones constitucionales, porque su firma se databa en la fecha que fuera o fuese aunque su majestad se encontrara en Madrid, Cuenca, Nueva York o la maravillosa ciudad helvética de Lucerna.

Me preocupé tanto que ni siquiera quise comentarlo con el Rey. Me pareció que semejante ataque no pertenecía a la órbita exclusiva de los singulares impulsos periodísticos de Pedro J. Ramírez. No. Aquello parecía tener mucho más calado. Yo lo intuía, tanto que, por si acaso, decidí no involucrarme en el origen y destino de la noticia, al menos hasta que el Rey me lo pidiera, lo que en mi fuero interno deseaba que no sucediera nunca.

Ahora, en el verano de 1992, en pleno mes de agosto y en mitad del mar me encontraba con la noticia que comentaba unas relaciones del Rey con nombre y apellidos. Es obvio que se trataba de una pieza más del modelo de ataque. Un salto cualitativo tal vez. Ciertamente una revista francesa,
Point de Vue
, y otra italiana,
Oggi
, habían aludido con anterioridad a este asunto de la intimidad del rey de España, pero ya se sabe que una noticia extranjera es inerte en España, a menos que se nacionalice en algún medio de comunicación social español. Eso fue exactamente lo que hizo Pedro J.

Un nuevo dato terminó de colmar mi preocupación: ese mismo día,
Diario 16
, dirigido entonces por José Luis Gutiérrez, encarnizado enemigo de Pedro J., publicaba el comentario de que algunos relacionaban a Mario Conde con una campaña contra el Rey. El contenido, dadas mis relaciones con don Juan Carlos, resultaba además de estéril nítidamente estúpido, pero lo trascendente residía en que ambas noticias, la de
El Mundo
y la del
Diario 16
, nacieran a la luz el mismo día, lo que evocaba una voluntad dirigiendo el entramado y, por tanto, la existencia de un ataque al Rey traspasaba los límites de lo imaginario para acercarse peligrosamente a la más pura y dura realidad. Llamé al Rey a Marivent, su residencia de verano. Estaba preocupado.

Poco después su majestad me devolvió la llamada desde el
Fortuna
, su barco de motor en el que aquella mañana, como tantas otras, había salido a consumir mar a todo trapo. La tecnología telefónica de aquellos días se encontraba en fase sustancialmente rudimentaria, a pesar de lo cual oí con nitidez el estado del Rey, sus palabras más bien fuertes, que demostraban en conjunto un cabreo descomunal, por decirlo con palabras plebeyas, y, claro, el gran culpable no era otro que Pedro J. Ramírez. Escuché con paciencia porque el Rey necesitaba descargar adrenalina, desahogarse con alguien y esa persona en aquel instante solo podía ser yo. Me pidió ayuda para cortar semejante invasión de su intimidad.

—No se preocupe, señor. Me pongo en marcha. Le informaré.

Llamé a Antonio Asensio, editor del Grupo Zeta, que, con Banesto, se había hecho con el control de Antena 3 Televisión, y a Luis María Anson, director del diario
ABC
propiedad de la familia Luca de Tena. Ambos se mostraron conformes con no dar repercusión alguna a lo relatado por Pedro J. Ramírez. Pero, en cualquier caso, la pregunta seguía viva en mi interior. ¿Qué hace Pedro J. publicando algo así? ¿Qué motivos ocultos se esconden tras una decisión tan arriesgada? De nuevo la coincidencia con
Diario 16
me llamaba a meditar, así que me decidí, tomé el teléfono y llamé a Pedro J.

Se encontraba fuera de España, en Inglaterra, pero pocos minutos después su secretaria lo ponía en contacto conmigo. Le recriminé lo publicado y pude percibir en el director de
El Mundo
una serena tranquilidad, un tono de voz y unas palabras que querían darme a entender, ante todo, que si él hubiera estado en Madrid la noticia no habría saltado de tal manera, pero que, además y sobre todo, no se trataba de un puro y duro asunto periodístico, que había algo más, que todo prendía en raíces más profundas que por ese medio inalámbrico no parecía dispuesto a desvelar. Quedamos en volver a hablar.

Vencida la tarde, cubiertos los trámites, volví a conversar con el Rey, que seguía excitado. Me decía que no eran capaces de localizar al director de
El Mundo
.

—¿Cómo que no aparece, señor?

La respuesta consistía en que teóricamente Sabino Fernández Campo, el jefe de la Casa del Rey, había intentado hablar con el director de
El Mundo
pero lo único que había obtenido era que se encontraba en Inglaterra y que no regresaría hasta los primeros días de septiembre.

Me extrañó muchísimo la respuesta porque si yo conseguí localizar a Pedro J. y se encontraba disponible para hablar conmigo, con mucho mayor motivo lo estaría para el jefe de la Casa del Rey, que para eso es el Rey y en este caso, además, el verdadero perjudicado por su noticia.

Caía la tarde y la forma anaranjada de un sol que se esconde por el poniente se dibujaba sobre la superficie del mágico peñón de Es Vedrá, en el lado suroeste de Cala Yundal. En ese instante sonó mi teléfono. Era Pedro J. Ramírez.

—He hablado con Sabino esta mañana y me ha dicho que aunque tiene que aparentar estar algo cabreado con el asunto, en el fondo es bueno porque puede servir de «vacuna» para el caso. Incluso más —añadió Pedro J.—, es posible que la Reina me conceda una entrevista a
El Mundo
.

En el mar, a la caída de la tarde, la temperatura desciende con mucha mayor brusquedad que cuando te mueves en tierra. Previsiblemente por ello las palabras de Pedro J. me provocaron un escalofrío. Traté de ordenar mis pensamientos. Ante todo, el Rey me había dicho que Sabino le había contado que no podía hablar con Pedro J., que estaba en Inglaterra y que no volvería hasta septiembre. Pedro, sin embargo, me contaba que había mantenido esa conversación con Sabino. Además, la utilización de la palabra «vacuna» demostraba un posicionamiento del jefe de la Casa del Rey no muy tranquilizador. Comencé a sentir una dosis nada despreciable de inquietud.

«Bueno, tal vez Sabino haya informado ya al Rey», pensé. «Tal vez sí y tal vez no, y como resulta capital conocerlo, tengo que telefonear nuevamente al Rey.»

—Señor, una pregunta. ¿Sabino consiguió hablar finalmente con Pedro J.?

La respuesta empeoró mi estado de ánimo, porque me decía que unos minutos antes había vuelto a obtener del jefe de su Casa la misma posición, es decir, la imposibilidad de hablar con el director de
El Mundo
, pero añadiendo algo que generaba dosis adicionales y muy cualificadas de inquietud: Sabino Fernández Campo había insistido muy encarecidamente en que bajo ningún concepto el Rey hablara conmigo de este asunto.

Delante de mí tenía un espectáculo dantesco. Además,
Diario 16
había entrado en escena el propio día con intención, tan obvia como ridícula, de desviar la atención hacia mí, y curiosamente Sabino había requerido al Rey que no hablara ni una palabra del asunto conmigo. Me armé de valor y le dije al Rey:

—Señor, pasa algo serio, créame. No hable con nadie. La semana que viene nos vemos en Madrid. Ya le contaré.

El Rey se limitó a un escueto «de acuerdo». Por muy largo que sea y por intensa que sea su capacidad de intuir, que lo es, no creo que llegara a vislumbrar el tipo de tormenta que amenazaba con descargar un pedrisco de consecuencias impredecibles.

Retorné a la playa, al chiringuito en el que alguien asaba un cordero a las brasas, mientras la placidez de la hora, la calma isleña y una noche tibia, adornada con los encantos de algunas mujeres de pelo rubio extendido sobre unos hombros desnudos en un cuerpo ataviado con productos claramente ibicencos y una música lenta predominantemente instrumental, actuaban como sedantes de un día particularmente intenso. Más tarde, solo, en la cubierta del barco, mientras los resplandores de la isla mostraban la fuerza de su vida nocturna, medité sobre Sabino Fernández Campo.

Le conocí en casa de José Antonio Martín Alonso-Martínez. Cenamos los tres. Mientras permanecimos sentados alrededor de la mesa, su comportamiento fue sereno, tranquilo, la conversación más o menos inocua, intrascendente, alejada de cualquier compromiso, lo que se correspondía con su papel institucional de jefe de la Casa del Rey y con el dato nada despreciable de que no me conocía, nada sabía de mí, de mis relaciones, posicionamientos políticos, sociales o religiosos. En todo caso, la prudencia resultaba obligada. Tratándose de semejante escenario, mucho más.

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