Los días de gloria (43 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

El resultado de imagen fue razonable. Vista con la experiencia de hoy, llevando sobre mis espaldas horas y horas, cientos, quizá miles, de televisión, resultó un tanto inexperta, pero en aquellos momentos esa sensación era equivalente a frescura, a un cierto aire nuevo, que era lo que buscaba una parte de la sociedad española. Cuando no entiende el fondo de los asuntos, la opinión pública se decanta por la novedad. El refrán de más vale malo conocido que bueno por conocer es aplicado a la inversa, con exquisita perseverancia, por un sector de la opinión configurado como masa opinante. Yo era nuevo. Asiaín no. Yo era joven. Asiaín no. Yo no pertenecía al statu quo bancario. Asiaín sí. Así que debía de inspirar una mezcla de sentimientos de diverso corte y linaje, pero que en su conjunto llevaron a mucha, muchísima gente a pensar que tenía razón en mi defensa de Banesto, un banco que pocos días antes habrían insultado públicamente si les hubieran pedido su opinión. La masa es un peligro andante porque responde a emociones muy primarias. Combinada con los medios de comunicación social, es una bomba de un número infinito de megatones.

Por si fuera poco, el modelo de OPA presentado por Asiaín no cumplía las exigencias de la legislación financiera. Yo me acordaba de mis tiempos de IBYS, cuando tuvimos que hacer una oferta a plazos, lo que resultó una novedad en el viejo y rudimentario mapa financiero español. Pero siempre ofertamos dinero, nunca papelitos de Antibióticos, S. A. Asiaín no cayó en ese pequeño detalle. Si ofrecía acciones del Bilbao resultaba necesario tenerlas y era obvio que no las tenía porque lo contrario significaría disponer de una masa ingente de autocartera, así que ofertaba algo que no estaba en su ámbito de poder de disposición. Será una interpretación rigorista, pero era la que permitía la ley vigente entonces y se produjo el descalabro: la Bolsa de Madrid declaró improcedente la OPA del Bilbao, lo cual era un duro golpe, pero no definitivo, puesto que estaba claro que tenía la posibilidad de recurrir ante el ministro de Hacienda, Carlos Solchaga, quien, de manera indudable, estaba a favor del Banco de Bilbao.

La verdad es que vista mi experiencia con el valor de lo jurídico en nuestro país, todavía me sigue maravillando que la Bolsa de Madrid adoptara aquella decisión. Tan escéptico y descreído me han vuelto los avatares de mi vida que casi creo que se trató de una salida pactada, una negociación entre Asiaín y los responsables de admitir o rechazar la OPA para desplazar la responsabilidad del fracaso a una legislación obsoleta, frente a la que el Banco de Bilbao podría esgrimir, con mayor o menor éxito, el argumento de la modernidad.

De todas formas, como digo, no las tenía todas conmigo porque si el Bilbao recurría y Solchaga tenía que resolver, mis predicciones se inclinaban por la solución favorable —al menos en apariencia— al Banco de Bilbao. El ministro tuvo que estar en el origen del movimiento de Asiaín, así que ahora no debería dejarle tirado. Claro que la norma general de los políticos —al menos de muchos de ellos— consiste precisamente en dejar tiradas a las personas que les ayudan, en un ejercicio de falta de escrúpulos que no por llamativo deja de ser recurrente en su esquema de valores.

Mientras estos pensamientos ocupaban mi mente, recibí en mi casa de La Salceda la llamada de José Ángel Sánchez Asiaín. Era ya bien entrada la tarde cuando escuché sus palabras:

—Mario, quiero que sepas que acabamos de tomar la decisión de no recurrir y desistir definitivamente de este asunto.

—Creo que aciertas plenamente, José Ángel —contesté.

Muy poco más duró aquella conversación que constituía un auténtico triunfo personal.

Me resultaba a todas luces obvio que antes de decidir no presentar el recurso Asiaín había consultado con Solchaga y el ministro había aceptado la sugerencia del banquero. ¿Por qué? Seguramente porque percibió que políticamente el caso estaba cerrado y reabrirlo no tendría más que costes políticos para ellos. Por tanto, que Asiaín asumiera los costes y el Gobierno intentaría vender a la opinión pública que la guerra nunca fue con ellos.

Aparentemente la confrontación había terminado con una derrota en toda regla de las huestes del Sistema. Sin embargo, los próximos años me demostrarían hasta qué punto los depredadores del poder jamás se retiran de la escena. Se agazapan, se esconden, mienten, difaman, ofenden, pero siempre continúan, no cejan en su empeño, y si este es ni más ni menos que Banesto, la perseverancia alcanza cotas religiosas.

Dos frentes se abrían con esa aparentemente maravillosa victoria: el interno, en el que Juan sería destacado protagonista, y el externo, la persecución política y consecuentemente mediática desde el Ministerio de Economía y el Banco de España. No cejarían hasta verme liquidado. Tenían tiempo porque suya era la mayoría absoluta en el Parlamento y suyas las expectativas para muchas elecciones más. Hasta el momento habían fracasado por medir mal a las personas y los tiempos. Necesitaban aprender más de mí, entenderme, comprarme, asimilarme, deglutirme, y, si nada de eso se perfilaba posible, entonces no quedaría más remedio que aniquilarme. Lo peor de todo no residía en ellos, sino, precisamente, en mí. Ignoraba la radiografía real de España. Sospechaba, pero no conocía. Intuía, pero no constataba. Mi ingenuidad me llevó a creer que estarían dispuestos a aceptar nuestra victoria si demostrábamos que queríamos gestionar el banco ordenadamente y no provocar ningún tipo de desastre financiero. Que asimilarían el aire de modernidad que podíamos suponer para mucha gente en el mapa financiero español y se lo apuntarían políticamente como un tanto a su favor, algo que no era posible —dirían— mientras las fuerzas de la dictadura atenazaban sin remedio la capacidad creativa de los individuos.

Nada de eso. El único lenguaje válido del poder es el poder. Y el poder para ellos. Cualquier trozo de poder en manos de otros les convierte en enemigos, por razonable, justo, ecuánime, moderno o lo que se quiera que sea la persona o personas en cuestión. El sistema financiero debía ser para ellos. Nosotros no éramos ellos. Ni nos querían entre ellos. Así que su único objetivo fue, desde siempre, el aniquilamiento personal. Vendría su tiempo. Esperarían pacientes.

El 9 de junio de 2010 en la sede de Sacyr almorzaba mano a mano con Luis del Rivero, su presidente, principal accionista y máximo impulsor de una empresa que había crecido exponencialmente. No le conocía personalmente. La cita surgió de manera espontánea en un almuerzo que el Grupo Intereconomía había organizado en homenaje a Álvaro Uribe, el presidente de Colombia, que en breve iba a pasar a ciudadano de a pie por cumplir con los límites constitucionales de su mandato. Allí quedamos en almorzar y ese almuerzo se celebró.

Sacyr había protagonizado una ofensiva en relación con el Banco de Bilbao. Sobre el papel he de reconocer que la operación estaba muy bien planteada porque merecía la pena arriesgarse a controlar los activos industriales en poder del Bilbao, como en su día sucedió con Banesto. Ningún accionista de referencia en el Bilbao. Los bancos en ese instante estaban sobrepasados por exceso de liquidez. Las grandes constructoras se habían convertido en los líderes del mundo empresarial español. Todo cuadraba. Pero cometieron dos fallos.

Luis me explicó sus contactos políticos con un detalle exquisito, punto a punto y paso a paso. Puesto que de bancos se trataba, no podía ser que el Banco de España permaneciera ausente. Ya no estaba Mariano Rubio. Su gobernador era otra persona. Pero el tipo, modo, contenido, alcance y estilo de conversación que «los nuevos» del Banco de España mantuvieron con Sacyr a propósito de esta operación sobre el Bilbao no diferían prácticamente en nada de los que en su día mantuve con el entonces gobernador. Cada vez que escuchaba algo así me percataba más y más de que lo del Sistema es una realidad como un castillo. Pero no era cuestión de ponerse a teorizar sobre semejante cosa, así que cuando concluyó le dije:

—Creo que eso fue un error. Las operaciones de este tipo que he conseguido sacar adelante en mi vida han sido siempre callando ante los políticos o actuando contra ellos. Cuando los políticos ven riesgo se retiran. Su palabra carece de fijeza. Depende solo de cómo vean el estado de la opinión.

Luis asintió en silencio, pero a continuación añadió:

—Creo que en este caso, como en el de Repsol, nos ha faltado algo esencial: la persona. No teníamos a nadie en quien corporeizar nuestra oferta, nuestra posición.

No quise responder más que con un gesto de cabeza. Tenía toda, absolutamente toda la razón.

9

En muchas ocasiones, y todas ellas sin asomo de nostalgia, rencor o cualquier otro sentimiento de ese tipo, me he preguntado qué habría sido de mi vida en el caso de que Aznar y González no hubieran tomado la decisión de intervenir Banesto. Es verdad que formularse preguntas para las que no existe más respuesta que la no respuesta no es un deporte conveniente. Si disfrutas de una salud emocional de envergadura notable, puedes practicarlo con asiduidad, pero en todo caso cuidado, porque es más frustrante que el golf o las inversiones en Bolsa. Si careces de esos atributos emocionales, es altamente recomendable practicar la abstinencia, salvo que se trate de metafísica o mística, o cuando vislumbras que la posible respuesta, siempre abstracta, puede alegrarte el cuerpo, el alma o ambos inclusive. Mi padre me formuló la pregunta en alguna ocasión, y desde luego en el almuerzo de Ponteareas, pero los verdaderos acontecimientos que pudieron causar desperfectos de difícil o imposible reparación, como dicen los juristas, suceden, precisamente, a partir de su muerte en 1996.

En 2005, una vez recuperado el tercer grado y nueve años después de la muerte de mi padre, caminaba con mi hijo Mario por uno de los hoyos del imposible campo del nuevo Club de Campo, el que alojaron cerca del RACE, en la carretera de Burgos. Y mientras veía a mi hijo tomar el palo adecuado para una aproximación difícil —como casi todas— me pregunté si habría sido posible jugar con mi hijo al golf en un día ordinario de haber seguido siendo presidente de Banesto. Pero debí de pensar en alta voz porque Mario me respondió:

—No, claro que no, porque entre otras cosas a lo mejor te habría dado un infarto.

Volvió a su tarea, como quien dice algo tan interiorizado que se reproduce de forma semiautomática. Ni siquiera me dijo que estaba contento por que eso no hubiera sucedido; era obvio. Lo que me importó es que lo hubiera pensado mucho antes, porque era más que posible que su admonición tuviera visos de realidad. Hoy, en plena crisis financiera, desastre que no solo no parece amainar, sino que en el mejor de los casos, como sigan por el camino que recorren, conseguirán adormecerla para, muy posiblemente, despertar de nuevo repleta de violencia, cada vez que miro a los banqueros me los imagino afligidos y asustados, aunque es incluso posible que en tales atalayas ni siquiera se almacenen esos sentimientos. A lo mejor el susto o el temor es cosa de pobres, no de ricos... Yo, desde luego, lo estaría. Frente a tal dibujo existencial me veo a mí mismo contemplando el increíble paisaje que se divisa desde A Cerca, en la llamada ruta de los castaños, con las Portillas de Padornelo y A Canda al fondo, dibujando una especie de frontera natural que en demasiadas ocasiones ha contribuido a un aislamiento gallego no siempre digno de alabanza. Una vez que entiendes, que interiorizas, que incluyes en tu torrente sanguíneo el verdadero alcance de la noción de impermanencia, imaginarte en los puestos de mando financieros te resulta tan privado de auténtica sustancia, tan edulcorado con artificios, que sonríes al agradecer no tener que dedicar tu vida a estar allí. Una cosa es que los trabajos sociales —y el financiero debería serlo— son imprescindibles para la vida ordenada en sociedad. Otra diferente es que eso sea la esencia del ser humano. Y otra, que jerarquicemos cualitativamente a los hombres en función de esos roles sociales instrumentales.

Pero ¿soy realmente sincero al sostener que no me importaba demasiado ser o no presidente de Banesto? ¿Cómo fue en realidad? ¿Cómo sucedió que un chico de treinta y nueve años se encaramara en semejante posición de máximo privilegio en la escena financiera española? Ya he dicho que gracias a la OPA de Sánchez Asiaín inducida y seguramente provocada por el Gobierno. Pero hay más. Claro que cada uno cuenta las cosas a su manera y en aquellos días, y muchos otros más tarde, la pregunta de la sociedad española era muy clara; si Juan Abelló tenía más dinero, era más rico, de mayor edad, más conocido y más poderoso que Mario, ¿por qué no fue él elegido para ese puesto? ¿Acaso no quería ser presidente de Banesto? Si soñaba con ser consejero, y se alegró al llegar a vicepresidente, ¿cómo despreciar la presidencia?

A veces la vida nos lleva a construir lo que yo llamo la «historia alternativa», esto es, un modo de decirnos a nosotros mismos cómo ocurrieron las cosas para calmar nuestras angustias, para sentirnos mejor cuando tenemos que escucharnos en el ruido del silencio. Situaciones impensadas, no imaginadas pueden enfrentarnos de golpe con nuestras propias historias confeccionadas con emociones.

El 19 de septiembre de 1994, Juan Abelló acudía a declarar ante la llamada Comisión de Seguimiento de la Intervención del Banco Español de Crédito. Llevar la gestión de un banco privado a un Parlamento para ser sometido al conocimiento de sus señorías es, como mínimo, un adefesio, pero no deja de ilustrar sobre sus propósitos el dato de que fue Aznar quien propuso semejante producto parlamentario. En realidad no se trataba de conocer nada en concreto, sino de escenificar que el Estado se encontraba frente a nosotros, y que la soberanía popular, así llamada, iba a emitir veredictos a los que deberían ajustarse los jueces.

Es claro que Juan debía de ser consciente de que, dada la naturaleza y los objetivos políticos de la Comisión, no les interesaba realmente su persona, sino exclusivamente su capacidad de formular juicios negativos sobre mí, con los que añadir toda la carga posible al fuego de una hoguera en la que indefectiblemente yo tenía que ser abrasado. En esas condiciones el testimonio de Juan Abelló podría cobrar importancia. He consultado las actas de ese día, y creo que algunas de las respuestas de Juan Abelló a las preguntas de los parlamentarios son significativas, pero antes que nada, la frase con la que Juan inicia su actuación parlamentaria es interesante e ilustrativa: «Quiero agradecer a los miembros de la Comisión que hayan solicitado mi comparecencia, porque para mí supone la oportunidad de hacer algunas reflexiones con ustedes que, de paso, me sirven para recordar y para justificar más ante mí mismo la decisión que tomé en febrero de 1989».

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