Los días de gloria (44 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Conozco lo suficientemente bien a Juan como para no albergar duda seria de que la opinión que le merecen muchos, cuando menos algunos de los parlamentarios no es extraordinariamente buena. En todo caso, no lo suficiente para ponerse a reflexionar con ellos en voz alta acerca de problemas que, de una manera u otra, afectan a su propia intimidad. Ni es el lugar el Parlamento, ni el sitio la sesión de la Comisión, ni las personas los parlamentarios, a quienes, por otro lado, no les interesaba para nada la decisión de Juan sino en la exclusiva óptica de su capacidad de dañarme. Pero lo cierto es que en el ambiente enloquecido de aquel diseño de Comisión todo era posible, incluso ponerse a penetrar en esferas de intimidad de personas privadas.

A lo largo de la sesión, y aun a pesar de las intervenciones de algún parlamentario destinadas a forzar una respuesta incriminatoria contra mí, la actitud de Juan no es agresiva, y, sustancialmente, al menos en lo que yo conozco, no falta a la verdad. Pero llega un momento en el que una diputada socialista, una tal señora Aroz, le pregunta acerca de mi acceso a la presidencia del banco:

—El señor Conde ha negado que tuviera planes para alcanzar la presidencia del banco y que se limitó a aceptar cuando se lo propusieron. Sin embargo, existen testimonios, evidencias publicadas de que hubo una estrategia y que se realizaron diversas gestiones para conseguir esa presidencia del banco en la última junta de diciembre de 1987. ¿Le pidió a usted colaboración para influir en los miembros del Consejo en ese objetivo?

La propia pregunta carece del menor sentido, porque lo normal, cuando se trata de la presidencia de un gran banco, es que exista algún tipo de estrategia y que lleven a cabo gestiones encaminadas a ese fin. Así sucede con cualquier cargo, desde la presidencia del Gobierno al más humilde empleado municipal, pero por lo visto para esa tal señora Aroz la cosa es de difícil comprensión... La respuesta de Juan es interesante:

—El 27 de octubre el señor Conde no tenía estrategia alguna para ser presidente. Cuando vino la OPA del Bilbao, que es una cosa inusual, absolutamente inesperada y sin precedentes, y cuando vino el 16 de diciembre, día en el que don Pablo Garnica había hecho ya pública su decisión de abandonar la presidencia del Consejo de Administración, sí se pone en marcha una estrategia definida para hacerle presidente; estrategia en la que, sorprendentemente, intervine bastante poco, no porque me quisiera quitar de en medio, sino porque me puso de bastante mal humor, pero es evidente que fue así.

—Es decir, el señor Conde le pidió que colaborara para alcanzar la presidencia de Banesto.

—No, al revés.

Al margen de las precisiones sobre la estupidez de la pregunta, con independencia de que, como digo, resulta asombroso que una señora socialista se ponga a indagar cosas así en el Parlamento, Juan contesta con sinceridad, pero con sinceridad lacerante en una frase que cuando tuve que leerla me golpeó con fuerza, porque admitió en pleno Parlamento, ante aquellas gentes que nada tenían que ver con él ni con su vida, algo brutal: «Me puso de bastante mal humor».

Creo que es un reflejo del subconsciente. Juan reconoce que mi acceso a la presidencia de Banesto «le puso de bastante mal humor». ¿Por qué? Nadie se lo preguntó. ¿Es que acaso creía que yo no reunía las condiciones adecuadas para ello? ¿Es que le parecía ilegítima mi presidencia? ¿Es que no se reforzaba con ello nuestra propia posición en el seno del banco? Tratándose de dos personas que mantenían una profunda amistad, que ambos conjuntamente decidimos invertir en Banesto, que ambos conseguimos la condición de vicepresidentes, resulta doloroso que mi nombramiento le causara un profundo mal humor. Insisto en que nadie se atrevió a formular una pregunta tan elemental como ¿por qué, señor Abelló, por qué? Teóricamente podrían los parlamentarios haber obtenido una respuesta útil, porque Juan podría haber ideado que no le parecían adecuadas mis capacidades, o algo similar. Pero nadie preguntó.

Sin embargo, esa frase de Juan me revela mi ingenuidad de aquellos días. Nunca imaginé algo así. Mucho menos que haya tenido que esperar a leerlo en las actas de una comisión parlamentaria. Pero hoy, cuando escribo estas líneas, no puedo olvidarme de las palabras de Fernando Garro, una vez concluido el Consejo de Banesto en el que me designaron presidente:

—Mario, ten cuidado. He visto los ojos de Juan y no son los de una persona normal. Ten mucho cuidado.

Ciertamente, la trayectoria de Garro ha demostrado basarse en un concepto tan superlativamente etéreo de la moral y de la lealtad que convierte su testimonio sobre cualquier asunto en materia desechable. Pero en este caso, en ese momento crucial, acertó. A la vista está que fui yo quien se equivocó.

Lo curioso sucedió años más tarde, concretamente el 10 de mayo de 1999, cuando Juan vino como testigo al juicio oral sobre el caso Banesto. Primero desnudan nuestra intimidad en el Parlamento. Ahora en la Audiencia Nacional. Parece que para consumo de magistrados y parlamentarios. Quizá no haya que escandalizarse demasiado, sino admitir, con cierta pena, que nuestro país es así, se teje con esas materias primas.

La escena tenía su gracia, porque yo me encontraba en el banquillo de los acusados y él se disponía a testificar sobre sus conocimientos acerca de mí, a sabiendas, desde luego, de que volvería a repetirse el espíritu del Congreso, es decir, tratar de obtener al precio que fuera alguna confesión incriminatoria. La señora Aroz del juicio Banesto fue el ministerio fiscal, mi lejano pariente, quien aprovechó el trámite para efectuar un repaso de nuestra vida juntos, de los hombres que nos rodeaban, tales como Romaní, Garro, Lasarte, Ducasse, Mariano Gómez de Liaño… con el objetivo de demostrar que todos ellos eran personas que me debían sus vidas y que me obedecían siempre sin rechistar. Todo ello tenía una importancia menor, pero como los soportes de la acusación contra mí resultaban peor que endebles, había que sacar cera de cualquier sitio.

Nada significativo ni acusatorio en las palabras de Juan. Volvió, más o menos, a insistir en las ideas expresadas en el Congreso de los Diputados en lo referente a la importancia de la OPA del Bilbao y cosas parecidas. El momento culminante se presentó cuando, al igual que sucedió con Aroz, tuvo que responder a las preguntas del fiscal relativas a mi ascenso a la presidencia de Banesto. Conviene detenerse en ellas.

«Fiscal: ¿Hubo alguna razón por la que usted fuera vicepresidente de Banesto y no accediera a la presidencia teniendo una participación en el banco superior al que sí asumió la presidencia, don Mario Conde?

»Abelló: Bu… eno. Hubo una facilísima: que yo no quise. Pero a mí me lo ofreció don Pablo Garnica.

»Fiscal: ¿En qué fecha se produce esa oferta?

»Abelló: Pues el… a… principios de diciembre de 1987.

»Fiscal: ¿Y la razón de que finalmente a quien se lo propusieron fue a don Mario Conde, usted la conoce?

»Abelló: Bueno, Mario Conde había hecho una defensa brillante de la OPA del Bilbao que era una OPA hostil, si no se hubiera planteado como una OPA hostil, pues hoy quizá hubiera sido un movimiento que habría triunfado; estamos viendo otros parecidos quizá con menos sentido. Aquel, pues, unía dos culturas muy complementarias y hubiera podido tener gran éxito, pero la forma en la que se planteó de OPA hostil pues lo que mandaba la tabla en aquel momento era oponerse. Don Mario Conde defendió la postura de oponerse y por lo tanto, pues salió muy reforzado de esa crisis, y cuando me ofrecieron a mí la presidencia —yo creo que sin demasiado interés por otro lado— y yo dije que… que estaba ahí don Mario Conde y que había hecho una gran labor y que yo tenía… eh… confianza en él, bueno pues que podía ser un gran presidente de Banesto y así se le nombró.»

¿Por qué Juan cambia en la Audiencia Nacional la versión dada en el Parlamento? No tiene la menor importancia procesal, claro, porque a efectos de ambas instancias resulta total y absolutamente indiferente. Pero a mí no, porque Juan Abelló forma parte de mi vida, y de una parte tan intensa que debo obtener lecciones de ella, para entenderme mejor a mí mismo y para que los que nos sigan en estas trayectorias complejas puedan aprender algo más del alma humana, de nuestros íntimos deseos y pasiones.

La versión del Congreso de los Diputados se cambia ahora de manera total y absolutamente sustancial. Entonces, ante el Parlamento, expresó el sentimiento que le embargó y, además, aclaró que él no intervino, que fue algo que sucedió al margen suyo. Ahora, a preguntas del fiscal, las cosas sucedieron de manera radicalmente distinta... Ahora asegura que «yo no quise aceptar la oferta y dije que Mario Conde, en quien yo tenía confianza, podría ser un gran presidente de Banesto y así se le nombró».

Con todo, esa dualidad de versiones es comprensible porque al fin y al cabo todos queremos tener una oportunidad de una historia alternativa. Eso es humano, demasiado humano quizá, pero humano al fin y al cabo. No creo que nadie sea capaz de asegurar que en algún momento de su vida no ha sido humano de esa humanidad. Pero ni siquiera fue lo peor ese mal humor que le produjo mi designación como presidente. El rato de mayor acidez interior lo viví cuando, a preguntas de Juan Sánchez-Calero, mi abogado defensor en el juicio Banesto, no tuvo más remedio que reconocer su participación en la conspiración que en aquellos días se urdió contra mí.

«Letrado: Pero en concreto, ¿usted se ponía de acuerdo con los representantes de Cartera Central?

»Abelló: Sí, pero sobre todo, entre otras cosas, para… para preservar mi integridad en el Consejo.

»Letrado: ¿Usted estaba en una posición de oposición a don Mario Conde?

»Abelló: Estaba…, hombre, yo diría que en oposición pero con tendencia a la retirada.»

Cartera Central, léase Alberto Cortina y Alberto Alcocer como puntas de lanza y Mariano Rubio y Solchaga como soportes políticos, no planteaba una oposición sin más, sino una guerra de aniquilación. Esa guerra, en sí misma, no tiene por qué ser ilegítima, porque todo el mundo tiene derecho a aspirar a la presidencia de un banco. La ilegitimidad derivaba del apoyo político, es decir, de que una autoridad política de la envergadura del gobernador del Banco de España y del ministro de Economía se pusiera de un lado, apoyara a uno de los contendientes financieros, debido no ya a problemas de índole técnico-financiera, sino de conveniencia política. Cuando algo así aparece en el terreno económico, es claro que no se trata de una guerra de pactos, sino de aniquilación del contrario. Por ello el mismo Juan se situó en el lado opuesto. Difícil ver a Juan en ese territorio de los Solchagas, del socialismo imperante, pero la vida es una caja constante de sorpresas.

Son testimonios recogidos en documentos oficiales. Sí, de acuerdo, pero al margen de esos testimonios, la pregunta sigue siendo ¿qué sucedió? ¿Cómo es posible que por vez primera en la historia de España un hombre de treinta y nueve años recién cumplidos que entra como consejero en octubre sea elevado a presidente a comienzos de diciembre del mismo año en uno de los siete grandes bancos españoles, y seguramente el más emblemático de ellos? Pues, insisto, tengo que descargar de épica los acontecimientos, porque no entraba en mis planes ser presidente del banco. Confieso que para mi modelo de vida habría sido mejor que el presidente fuera Juan o cualquier otro.

Recuerdo la conversación en una cena entre Pablo Garnica, Juan Abelló, José María Cuevas, entonces presidente de la CEOE, y yo, en la que dejé absolutamente clara mi postura.

—Os digo con total claridad que si Juan quiere ser presidente de Banesto, eso es lo que yo considero lógico. Por mi parte no hay el menor inconveniente. Se trata de lo que creamos que puede decidir el Consejo.

Juan no se postuló. No entró a mi quite. Nunca jamás me dijo que alguien le había ofrecido ser presidente de Banesto, mucho menos Garnica. Pero una cosa es que no planteara su opción a la presidencia de Banesto y otra bien distinta es que le hubiera gustado serlo. Creo sinceramente que le habría encantado. Pero si, por las razones que fueran, no podía serlo, la peor de las soluciones para su estabilidad emocional quizá consistía en que lo fuera yo. El cambio que se había producido era demasiado brusco, excesivamente importante para ser asimilado con facilidad. Quizá no tanto por Juan como por su entorno. Se entiende la sinceridad de reconocer que mi nombramiento le puso de bastante mal humor.

La OPA de Asiaín nos pilló tan de sorpresa, nos anonadó de tal manera, que no fuimos capaces de prever la dinámica de los acontecimientos. El día en que tuve que asumir la defensa de Banesto por encargo del Consejo, cualquier diseño anterior que pudiera existir en cualquier mente, en las nuestras y en las de quienes nos rodeaban, saltó roto en mil pedazos. Era obvio que, si ganábamos, el liderazgo absoluto sería asumido por mí porque cuando una institución es capaz de salir indemne de un acontecimiento trágico, de un proceso traumático, idolatra a aquel que, justa o injustamente, personifica como el responsable del éxito. Ese hombre se llamaría inevitablemente Mario Conde. Así sucedió. La tendencia al mito es constante de la sangre hispana. Los directores del banco elevaron a ese sujeto Mario Conde a la categoría de mito porque les había salvado de ser invadidos. Eso constituía un hecho irrefutable y las consecuencias derivadas tenían la misma característica. No había opción: tenía que ser presidente. Cualquier intento de elevar a Juan a ese nivel habría resultado imposible. No sé si también lo hubiera sido en otro caso. Responder a eso les corresponde a los consejeros de entonces, pero después de la OPA y la victoria sobre el Bilbao y el Gobierno no había nada que hacer.

El 16 de diciembre de 1987, se celebró el Consejo en el que debería acceder a la presidencia. Comencé tomando la palabra:

—Señores, tiempo atrás acordasteis que asumiría la presidencia del banco en el día de hoy. Aquella fue una decisión adoptada bajo la presión de la OPA del Bilbao y con el claro propósito de defendernos frente a su intento de absorción de Banesto. Todo ello ha concluido. A día de hoy, sin perjuicio del peligro del territorio en el que nos movemos, podemos encarar el futuro con más tranquilidad. Así que quiero deciros que no hay ningún problema. Podéis reconsiderar la decisión y decidir ahora, libremente, sin ataduras ni presión, si queréis que asuma la presidencia.

—Que sí, hombre, que sí.

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