Los días de gloria (86 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Luis Herrero, al decir de Asensio, no transmitía lo suficiente, no llegaba. Los telediarios de Antena 3 se situaban en los mayores mínimos de las cadenas privadas, sin mencionar a la pública TVE-1. Es decir, como producto empresarial resultaba un fracaso. Asensio le invitó a abandonar el medio. Cualquiera puede suponer que Herrero se lo tomó muy a mal. Decidió hacerme la guerra y tratar de vender al público en general que le cesé por una especie de pacto con el Gobierno. Ni siquiera intervine. Asensio decidió, como era lógico.

A la vista de que yo no quería comprar Antena 3 Radio decidieron algo inexplicable: aun a sabiendas de que Godó controlaba el 52 por ciento de Antena 3 Radio, basándose en su coyuntural mayoría en el Consejo de Administración, cesaron al dueño del negocio. ¿Cesaron a quien tiene más del 51 por ciento? Pues sí. ¿Con qué propósito? No consigo adivinarlo. Ni aún hoy soy capaz de vislumbrar qué estrategia, qué propósito perseguían con un movimiento que estaba condenado al mayor de los fracasos. Bastaba con convocar una Junta General de accionistas y cesar a todos ellos. Pues eso fue exactamente lo que pasó. Yo me hacía cruces.

Pero eso no fue lo peor. Godó acababa de perder Antena 3 Televisión y tuvo que sufrir ese embite, absurdo pero incómodo, al que acabo de referirme. Lo malo es que provocaron a Godó y este decidió lo impensable: vender la radio a su más encarnizado enemigo: Jesús Polanco. Lo recuerdo muy bien.

El presidente Salinas, primer mandatario de México, y ya se sabe que en México los presidentes mandan con mucho más mando del normal, viajó a España por aquellos días, en una de esas giras que los políticos ejecutan para un turismo especial, el del poder, que suelen compartir con financieros y empresarios que les acompañan, intelectuales que les estimulan y medios de comunicación que les alaban, componiendo una sinfonía de poder característica del Sistema.

México constituía un mercado muy importante para Prisa y para los bancos españoles. El presidente nos citó en el Casino de Madrid. Siguiendo una costumbre ancestral —por así decir— tuvimos todos que formar una larga cola para saludar al presidente, lo que antiguamente se calificaba como el besamanos, que, de tener algún sentido, lo cobra en su majestad el Rey, pero ya se sabe que la mayor de las aficiones de los republicanos reside en imitar el boato de los monárquicos, lo que consiguen no sin una cantidad enorme de desperfectos estéticos.

Por cierto que al poco de ser rey —según él mismo me contó— don Juan Carlos acudió a mi tierra, a Galicia, a una especie de presentación con besamanos. Los gallegos, que hemos tenido rey propio por algún tiempo, no sabemos muy bien cómo manejarnos en estas cosas de los protocolos reales, quizá porque estemos más ocupados con los campos, las vacas, las siembras, los prados y no dispongamos de tiempo libre para estudiar estas formas. Así que aquel hombre gallego de toda galleguidad, empresario potente aunque desconocido, vestido como le dijeron, lo que a él le sonaba raro pero inevitable, que también somos disciplinados, se presentó en la cola, y según me contó el Rey, al llegar su turno de saludo hincó las dos rodillas en el suelo e inclinó la cabeza casi hasta los pies. El Rey, un poco atónito, le levantó tirando de él. El hombre, más bien pequeño de estatura, se quedó algo volado pero el Rey todavía más, por lo que decidió preguntarle por qué había hecho eso, y el gallego, ejemplificando un modo de pensar propio de muchos de nuestros paisanos, le dijo:

—Es que como no sabía muy bien qué hacer, pensé que era mejor arrodillarse que quedar mal.

Ahora, en el besamanos de Salinas, todo se desarrollaba conforme al orden protocolario. Poco antes de mi turno apareció Vicente Sánchez Cano, la persona que en ese momento llevaba nuestros asuntos de prensa. Venía con un color raro en la cara, como dirían los del sur, y se me acercó al oído con tal gesticulación de secretismo que parecía iba a transmitirme la fórmula de transmutación de cualquier metal en oro.

—Polanco acaba de comprar Antena 3 Radio a Godó.

Me quedé estupefacto. Miré hacia la parte de la cola en la que se encontraba Jesús Polanco. Se cruzó con mi mirada. Sonreía como un niño con zapatos nuevos. Bueno, pues a pesar de que me enteré de tan singular manera, lo cierto y verdad es que a los ojos de Antonio Herrero y de Luis Herrero el culpable tenía que ser necesariamente yo. Lo mejor, una vez más, otra, residía en buscar culpable a sus males, y si este culpable era ni más ni menos que Mario Conde, entonces la grandeza de su enemigo los convertía automáticamente en grandes.

Quedaba Martín Ferrand. A pesar de los excelentes adjetivos con los que adornó la entrada de Antonio en Antena 3, de repente, decidió, de la noche a la mañana, que le resultaba incompatible estar con el editor de Zeta. ¿Por qué? Ni la menor idea.

—¿Qué le ha pasado, Antonio? ¿Por qué dice ahora que es incompatible?

—Ya te dije que era una persona muy rara.

—Bueno, sí, pero no estamos jugando con coches de choque, sino con los medios de comunicación social más importantes de España y eso reclama cuando menos una explicación, ¿o no?

Convoqué en Banesto un almuerzo entre José María García, Ferrand, Asensio y yo para ver si entre todos conseguíamos arrancar los velos de esa particular Isis y descubrir las razones de una mutación tan copernicana. La irracionalidad presidió el almuerzo. García, sensato, se ruborizó en ocasiones. Ferrand, crepuscular, quería encontrar una excusa; eso era todo. Lo demás, cánticos celestiales.

Una excusa para irse, pero ¿por qué? Sencillamente, porque con Godó campaba por sus respetos dado que el editor catalán se ocupaba de sus cosas, que la verdad es que tenía muchas que merecían la pena disfrutar de ellas, pero las cuentas de Antena 3 y su gestión le aburrían sobremanera, lo que provocaba que Martín Ferrand funcionara como el auténtico dueño de facto, de programaciones y dineros.

Uno no acaba de encontrar un poco de serenidad y cordura allí donde decide poner sus pies. ¿Es que acaso esa incompatibilidad Asensio/Ferrand no podía haberse puesto encima de la mesa en mi casa, en la reunión previa en la que todo sucedió exactamente al contrario? Pues por lo visto no. Encima ese era un mundo extraño para mí. No conocía nada del modo de ser y comportarse de los periodistas y menos de aquellos que se metían a empresarios profesionales por cuenta ajena. Así que decidí preguntar a Luis María Anson, e intentar que me ilustrara porque él conoce ese mundo —y otros, desde luego— con mucha mayor precisión que yo.

Almorzamos en el comedor de Presidencia y su juicio sobre Ferrand surgió nítido, limpio, sin concesiones a la ambigüedad: es un sujeto peculiar —decía Luis María—, no respeta al capital; para él, todo propietario debe limitarse a recibir los dividendos que los gestores quieran distribuirle, porque la verdadera propiedad reside en los gestores y él, Martín Ferrand, desde luego no estaba dispuesto a trabajar para otros, sobre todo si se trataba de parásitos propietarios.

No tuve más alternativa: con su actitud y esta filosofía Martín Ferrand debía abandonar Antena 3 tal y como pidió Asensio sin dejar alternativa posible. Así sucedió y con ello pasó a engrosar el capítulo de damnificados, y con los dos Herrero decidieron crear un frente común contra mí.

Lo que verdaderamente me preocupaba en aquellos días no era que esas personas decidieran convertirme en el origen de sus males, sino algo mucho más importante: una revelación que me efectuó Polanco el propio día en el que me anunciaba la compra de la radio. Para mí carecía del menor sentido económico semejante operación, vista, desde luego, desde la perspectiva del editor de Prisa. Antena 3 en manos de Polanco no tenía otro destino distinto al cierre, y eso siempre conlleva un coste, así que alguna otra razón oculta, o, al menos, no tan aparente, debió de condicionar la voluntad de comprar esa radio. Se lo pregunté abiertamente. Sabía que la obsesión de Polanco residía en
La Vanguardia
, así que le pregunté sin el menor miramiento:

—Eso significa que te has hecho con alguna opción o derecho preferente de
La Vanguardia
, ¿no es así?

Polanco sonrió mientras me miraba fijamente y efectuaba un ligero movimiento ascendente y descendente de cabeza, eso que en la cultura occidental equivale a un «sí». En sus ojos leí: coño, ya te dije que la operación de
La Vanguardia
era cojonuda pero para hacerla yo, no tú.

Antes de ascender de nuevo por la empinada cuesta que conduce a la ermita que forma parte del conjunto de A Cerca, nos detuvimos César y yo en el bar del pueblo. Los gallegos de la localidad son especialmente pudorosos y respetuosos. En cualquier bar de Andalucía se formaría una algarabía de comentarios al verme entre ellos y cuando el nivel freático del vino alcanzara su zona superior, se terminaría con algún cante al compás de lo que fuera. En Galicia, no. Saben quién eres y sienten afecto, pero no importunan. Nos sentamos alrededor de una mesa de patas negras y tapa de piedra, la que está junto a la ventana, pegada a la chimenea de leña que en invierno se pone blanca de la cantidad de material que consume, pero que es imprescindible para sobrevivir porque el frío de esta zona, que por algo se llama las Frieiras, no es de broma. Allí seguimos comentando nuestros asuntos del pasado.

—Lo curioso —decía César— es que a pesar de que era claro que el Gobierno andaba a tortas con nosotros en todo lo que hacíamos, incluso algunos decían que teníamos pactos secretos.

—¿A qué te refieres?

—Pues a lo de Antena 3 y Antonio Asensio.

—Bueno, se ve que eso fue debido a que Antonio se decía que era buen amigo del Gobierno.

—Sí, claro.

—Pero no sé si recuerdas aquel Consejo de Barcelona en el que aprobamos precisamente la operación con él.

—Sí, claro que me acuerdo. No fue fácil porque Antonio, precisamente por sus actividades, más que por sus afinidades, levantaba algunas reticencias en ciertos consejeros...

—Inevitable, César. Pues aquella mañana antes del Consejo me citó Pujol en el palacio de la Generalitat. Y hablamos de Asensio. Y me lo puso por las nubes. Y Pujol es un hombre que puede estar coyunturalmente apoyando al Gobierno, pero en el fondo no va a olvidar que lo quisieron meter en la cárcel con lo de Banca Catalana.

—Desde luego, pero lo alucinante es que corrieran la voz de que pactábamos con el Gobierno para Antena 3 y para quitar a Herrero.

Retomamos el regreso y comenzamos el ascenso. La cuesta es empinada, pero empinada de verdad. Eso obliga a ascender muy despacio. Y el ritmo lento permite pensar, volver a los recuerdos.

¿Tuvimos algún pacto con el Gobierno en aquellos días? Resulta sonrojante tener que escribir sobre semejante tontería. El Gobierno se opuso con todas sus fuerzas a la operación con Godó. No tenía el menor sentido que ahora aceptara tranquilamente el control de Antena 3 Televisión porque, al menos en escala nacional, un manejo adecuado de la televisión podía hacerles más daño que el papel impreso del periódico catalán cuya difusión fuera del territorio del Condado de Barcelona resultaba inexistente. No hubo pacto, sencillamente porque ni lo planteamos ni nos lo pidieron. ¿Acaso no sabían que yo era perfectamente consciente de que con la ayuda de Polanco habían abortado mi acuerdo con Godó? ¿Qué razón existía para que ahora, después de conseguir sin que se enteraran el control de la televisión privada, pactara con ellos? ¿En qué consistía el pacto? ¿Qué me darían a cambio? El paso del tiempo demostraría, con la crueldad de un día tras otro, de una noche tras otra, que las alucinaciones enfermizas no dibujan, por mucho que se las reitere, un paisaje de verdad.

Quería que Antena 3 Televisión calara cada día más profundamente en el espectador medio español, que percibiera el cambio. Nuevas caras resultaban imprescindibles. Contratamos a Campo Vidal, pero solo fue un ejemplo, independientemente de que se trate de una persona que siempre me cayó muy bien. Era, obviamente, una transición, y así sucedió. Cada día nuevos espectadores ingresaban en nuestra cuota de pantalla. De los escasos ochocientos mil televidentes de Herrero ascendimos en flecha a más de dos millones. Penetrábamos en el cuerpo social. Antena 3 dejaba de ser un producto marginal para convertirse en un indudable instrumento de poder. En esos instantes la preocupación de los socialistas subió de tono.

Pero no solo los socialistas comenzaron a sentir una gigantesca inquietud por nuestro control sobre un medio que evolucionaba de forma progresivamente creciente. Luis María Anson, director de
ABC
, comenzó a comportarse de manera algo extraña. Asumió un papel de redentor y defensor de ciertos activos intangibles que no dejaba de sorprenderme sobremanera. Me insistía, un día y otro, en que con Antonio Asensio no podía llegar muy lejos, porque nació y seguía instalado en «la basura». Reconozco que en algunos miembros de mi Consejo de Administración la alianza con Asensio no cayó nada bien, precisamente por esa connotación peyorativa de los orígenes de su grupo. No quería ponerme a filosofar sobre la bondad o maldad de muchas de las grandes fortunas españolas en los momentos de su alumbramiento. Prefería operar con hechos consumados. Pero el viejo nombre de Banesto unido al de Asensio seguía concitando, en voz alta, baja o mediopensionista, muchas críticas. Las asumía como inevitables porque lo que me importaba era la eficiencia real en mis planteamientos empresariales y sociopolíticos.

Sin embargo, Luis María cada día iba más lejos. Se pasaba ciertamente, incluso para los más aguerridos contra la alianza. No quedaba más alternativa que hablar con él y el 16 de septiembre de 1992, dos días después de mi cumpleaños, le cité en Banesto y le expuse, casi sin respirar, un largo parlamento:

—Mira, Luis María. En España, nos guste o no, caminamos inexorablemente hacia una reestructuración de los medios de comunicación social. Hace tiempo que lo sostuve y no se me escuchó. Yo percibía nítidamente dos grupos: el de Polanco y «otro». ¿Quién sería ese «otro»? La respuesta daría la clave del poder mediático español. Como primera solución te confieso que pensé en
ABC
y diseñé una estrategia destinada a que Guillermo Luca de Tena fuera ese «otro». Lo consulté con don Juan, a quien la idea le pareció magnífica, e incluso pedí al señor que le explicara a Guillermo que mis ideas le parecían correctas. Trataba de aprovechar el enorme ascendiente de don Juan sobre Guillermo para llevar adelante un proyecto que debería haber necesitado muchas menos apoyaturas para culminar, porque su propia lógica interna la impulsaba como un cohete. Pero a pesar de don Juan, e incluso contra sus opiniones, Guillermo, por alguna razón que ignoro, se negó a ello.

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