Los días de gloria (63 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

Lo malo fue que el discurso continuó en la biblioteca y la mirada nerviosa de Romualdo, la inquietud latente en Matías y mi tradicional inconformismo con una situación no deseada, comenzaban a caldear algo el ambiente, hasta el extremo de que no tuvimos más alternativa que echar mano de la mala educación. Miré a Romualdo y a Matías con un gesto inequívoco de que «nos dan las tres de la mañana y no hemos hecho nada». Me entendieron. Giré la cabeza en dirección al salón, Romualdo me siguió y Matías, resignado, continuó disfrutando de las excelencias del discurso de Boyer. De esta manera, un poco ineducada, pudimos comenzar a tratar del acuerdo para cuya finalidad nos habíamos reunido.

Apenas media hora nos bastó. Todo quedó cerrado. Bueno, en realidad estaba cerrado antes de que comenzáramos nuestra conversación porque los circuitos del llamado poder real funcionaron a la perfección. Nosotros testimoniábamos la existencia del acuerdo y rematábamos algunos perfiles. Boyer sería el encargado de comunicar la buena nueva a Mariano. Es evidente que antes de sentarnos allí, antes de empezar con la discusión, con la negociación del trato, ya habíamos recibido la luz verde del poder político. Ahora las cosas funcionarían de otra manera.

Al cabo de un rato Matías se unió a nosotros durante unos escasos minutos para conocer de primera mano el avance de las negociaciones. Boyer se quedó solo en la biblioteca. Cuando Romualdo, Cortés y yo volvimos al lugar en el que se encontraba el ex ministro comprobamos que no se había percatado de que Matías le había abandonado unos minutos y seguía desgranando su imborrable discurso.

No tenía mucho tiempo, así que, lamentando extraordinariamente perderme los últimos avances en materia de política económica, me despedí. Al día siguiente, almorzaríamos todos en el Ritz.

Nos quedaba el penúltimo de los actos de la desfusión, el cese de Juan como presidente de La Unión y el Fénix, la aseguradora de Banesto. Subimos a la planta del Consejo. Penetramos en el salón de sesiones. Los consejeros aguardaban. Se percibía la tensión, aunque no todos sabían lo que iba a ocurrir de modo inmediato. Juan, como presidente, abrió el Consejo y presentó su dimisión. No quiso saber nada más. Se despidió de modo colectivo y se marchó. Ahora tocaba elegir nuevo presidente. Alfonso Escámez y yo decidimos que debería asumir esa presidencia al igual que él hacía lo propio con el Banco Vitalicio, la aseguradora del Banco Central. Era importante porque el Fénix tenía un paquete fuerte de acciones de Banesto y de otras empresas de nuestro grupo, así que mantener el control sobre esas participaciones resultaba fundamental.

De nuevo la locura. Enrique Sáinz, eterno vicepresidente de La Unión y el Fénix, ayudante del elegante Jaime Argüelles, se negó a que me nombraran presidente. Aquello era una especie de paranoia en estado comatoso. Cierto que veía como, una vez más, sin duda la última de su vida, se le escapaba de las manos la posibilidad de ser presidente de la empresa aseguradora. Cierto, claro, pero también inevitable. Y Enrique, que no parecía disponer aquel día de dosis excesivas de clarividencia, insistía en cerrar la sesión y ser presidente durante un par de minutos.

Lo único que hubiera conseguido es una nueva sesión en la que habría sido cesado de manera fulminante. Pablo Garnica, el viejo, que seguía formando parte del Consejo de la aseguradora, dejaba hacer a Enrique, comprobando, en el fondo, el ridículo al que se sometía. Félix Pastor, a la vista de que allí se podía liar una gorda, decidió tirar por la calle de en medio con una intervención de tono mayor.

—Es imprescindible que este Consejo acepte la propuesta y nombre a Mario Conde nuevo presidente. Estamos inmersos en un proceso de dominación socialista del sistema financiero. Debemos pertrecharnos y resistir. Para eso necesitamos el control de las principales unidades. Y esta empresa es una de ellas. Es cuestión vital para nuestra convivencia, para el futuro de España.

Un tanto exagerado, desde luego, pero surtió su efecto porque en ese instante Pablo Garnica, haciendo gala, una vez más, de sus acentos y modales característicos, se echó para atrás en el asiento que ocupaba y dijo:

—Bueno, bueno, bueno, tú... Pastor... no te esfuerces más... Si es así, entonces vale.

Sus palabras resultaron órdenes para Enrique, que cesó en su intento de obstaculizar mi llegada a la presidencia, lo que, lamentablemente para él y algunos otros, se produjo aquella mañana. El primer acto del proceso de desfusión comenzaba con éxito.

El almuerzo en el hotel Ritz, que fue acordado en la cena en casa de Matías, se ajustó como un guante a lo pactado. Los Albertos, Boyer y yo. El ex ministro nos informó, sin cortarse un pelo, de que el acuerdo entre nosotros había merecido la aprobación del Banco de España, cosa que, por supuesto, ya sabíamos todos los comensales. Realmente era digno de mención. Mariano, que nos perseguía implacable con el tema de la autocartera, aprobó de un plumazo que compráramos los dos millones de acciones de Cartera Central, esto es, de los primos y Kio, sin que nos rozara ni un milímetro en nuestra cuenta de los recursos propios. Milagros de los circuitos del poder real, como diría Antonio Navalón. Sonreí en mi interior, no solo por ver cómo obscenamente cada uno ocupaba su papel, sino al contemplar a un ex ministro de Economía actuando como intermediario de Mariano Rubio en asuntos de tan digno porte. Concluido el almuerzo, nos desplazamos a la calle Alcalá para celebrar un Consejo de Banesto.

La tradicional tensión de todas las sesiones vividas desde que pusimos en marcha la fusión se vería esta vez sustituida por la más pastosa, falsa, hipócrita pero política calma total. Sin embargo, el plato de ese día era la dimisión de Juan Abelló. Cumplido el trámite de La Unión y el Fénix en la sesión de la mañana, le aguardaba ahora el momento verdaderamente duro.

La tensión rezumaba por todos los rincones del magnífico salón de Consejos. Juan, a mi derecha, como siempre. Abrí la sesión y, antes de abordar cualquier punto del orden del día, advertí a los consejeros que Juan Abelló deseaba comunicarles su decisión.

—Tiene la palabra el vicepresidente señor Abelló.

Apenas era capaz de articular un sonido. Durante unos interminables segundos parecía que nunca pronunciaría una sola palabra. Sus manos transmitían un ligero temblor cuando apretaron el botón que accionaba su altavoz. Sus ojos exteriorizaban esa textura vidriosa que percibí en él en tantas ocasiones cuando la ira, la pena o la rabia se apoderaban de él. Movió sus brazos pausadamente. Tragó saliva. Yo también. En ese mismo instante mi mente voló hacia otros territorios. Nuestra historia común estaba a punto de concluir. Un efecto moviola del pasado se apoderó de mí. Fueron apenas unos segundos, pero se produjo el efecto tan característico de situaciones de tensión emocional como la que en aquellos momentos estaba viviendo. Con enorme rapidez, como una película pasada a velocidad superior a la normal, veía en mi mente a Juan, en el despacho del Banco de Progreso, el día que le conocí, subiéndose los calcetines y hablando con una cierta distancia. Me contemplaba a mí mismo sentado en el aeropuerto de Madrid, cansado, abatido, esperando a Juan que llegaba de Turquía para enfrentarse con el grave problema creado a raíz de la declaración de Alfonso Martínez ante los inspectores del Banco de España. A Ana, paseando conmigo por el Retiro de Madrid, con un collarín en el cuello, mientras Juan estaba en la Costa Azul, en el barco de Gonçalves Pereira. La cara de inmensa alegría cuando le entregué su cheque por la venta de Abelló, S. A. El pánico reflejado en sus ojos cuando casi nos echan del Consejo de Antibióticos. La foto nuestra, de los dos, en la portada de
ABC
que tanto impacto le había producido. La reunión de La Salceda, las conversaciones que siguieron a ella...

Yo quería mucho a Juan. Por eso no recuerdo qué ocurrió después en aquel Consejo. Lo sucedido era demasiado importante para mí. Decidí olvidarme de lo malo y preservar los buenos recuerdos, que eran tantos, de los momentos vividos juntos. Juan ha sido un hombre muy importante en mi vida y cuando le volví a ver, mucho tiempo después, en la casa que tenía Banesto en La Moraleja, mucho más viejo, comprendí que hay cosas en la vida que no se olvidan nunca.

Y el 13 de octubre de 2007, cuando apareció por el tanatorio en que permanecían los restos de Lourdes, ese efecto moviola volvió a producirse. Pero las imágenes eran mucho menos nítidas, sus trazos más borrosos, sus contornos imprecisos... Solo flotaba un recuerdo de afecto, un rescoldo de cariño. La conciencia de que ya nunca nada podría volver a ser lo mismo, a reproducirse en términos parecidos, pero eso no importaba, al contrario, tenía que ser así, pero, como digo, lo importante seguía vivo.

Ni siquiera recuerdo las palabras de Juan, la forma que utilizó para despedirse de los consejeros. Su trago rezumaba amargura por los cuatro costados. Seguramente tendría en su memoria y en su presente en esos instantes la petición de las familias de que abandonara el Consejo y su decisión de ponerse en manos de los primos, de Cortina y Alcocer, aun a sabiendas de quién, políticamente hablando, les soportaba.

Le pedí a Juan que se despidiera nominalmente de los consejeros. Comenzó un peregrinaje alrededor de la inmensa mesa de Consejo. Argüelles ni siquiera se levantó y echando el brazo derecho hacia atrás despidió a Juan con un gesto de profundo desprecio. Me revolví por dentro. Estuve a punto de saltar, pero nada podía hacer. Decidí no perdonárselo jamás. Se cerró la puerta con un sonido seco, largo, profundo.

La sala quedó vacía de Juan. Nuestra historia juntos en Banesto había concluido de esa manera tan abrupta. La vida es inconcebible, impensable, inabarcable. Por muy aguda que fuera mi capacidad de prever el futuro —que no lo es para este tipo de asuntos—, jamás podría haber siquiera vislumbrado que nuestra historia común, la que labramos con tanto esfuerzo, la que cementamos con momentos apasionantes en los que el vértigo del riesgo nos inundó por completo, en la que desafiamos al poder del clan y hasta del Gobierno socialista, en la que conseguimos, en mitad de vientos tan intensos y olas de semejante envergadura, construir un cariño sincero que solo factores ajenos a nosotros, con esa fístula que produce el pus del alma, fueron capaces de manipular, que todo ello se escondería en un sonido seco y largo que produjo la vieja puerta de la Sala de Consejos al cerrarse de la mano de Florián, el ordenanza que atendía la planta de Presidencia.

Nadie intervino en aquel Consejo pactado de antemano. Las imprecaciones de los representantes de Cartera Central brillaron por su ausencia. Obedecían y los amos decidieron el pacto. Aceptaron el pacto impuesto desde el poder.

En la soledad de mi despacho me sentí abatido, casi desarbolado interiormente. La suprema ironía del destino me dejaba en soledad en un banco que nunca formó parte de mis proyectos existenciales, rota mi amistad con Juan, separados nuestros patrimonios, destruida, al menos transitoriamente, la relación entre nuestras familias. Juan y yo perdíamos.

13

El calor había llegado a Chaguazoso. Cierto es que en los atardeceres el descenso térmico era apreciable y apreciado porque en el patio interior se estaba francamente bien, pero aun así, en las horas centrales del día, mejor situarse en la biblioteca, que con sus muros de un metro de ancho podía conservar buena parte de los fríos del invierno. Y allí me fui, dispuesto a seguir escribiendo, repasando estos momentos de mi vida que, debo decirlo, me producían en ocasiones verdaderos sobresaltos interiores, porque era escalofrío lo que se agitaba dentro de mí cuando repasaba las tensiones, emociones, barbaries y cariños y afectos que me rodearon.

Admito que la salida de Juan de Banesto es uno de los momentos más tristes de mi vida. No tenía sentido que yo me quedara allí y que él se fuera, sobre todo en la forma en que se marchó, porque yo llegué de su mano y por su deseo. Mi vida quería haber recorrido otro sendero. Y por esas cosas del destino, con una colaboración empresarial y política bastante poco respetable, tenía que seguir siendo presidente en solitario y Juan, volver a su casa. ¿Qué haría? ¿Qué le dirían? ¿Cómo soportaría aquello? Esas ideas me atormentaban pero tenía mucho trabajo por delante.

Pero ¿cómo había sido posible semejante cambio de actitud en el Gobierno, en los Albertos, en el Banco de España, en el Sistema en su conjunto? No solo por el hecho de que consiguieron su propósito, esto es, destruir la fusión y evitar la creación del gran grupo económico español, sino por algo más. Algo más contante y sonante.

Enero de 1989. Fin de semana del 20-21, antes del pacto con los Albertos y del crucial Consejo del día 24. Antonio Navalón y su mujer acuden a la vieja casa de La Salceda acompañados de Adolfo Suárez y la suya. La primera vez que había visto físicamente al ex presidente había sido en la isla del Pacífico de nombre Contadora, a la que había acudido después de su forzada dimisión como presidente del Gobierno. Juan Abelló y yo, camino de Argentina, habíamos decidido pasar en ella un fin de semana dedicados a la pesca. Cuando concluimos nuestra cena en aquel hotel precioso, típicamente colonial, en el que la madera barnizada en oscuro constituía un elemento primordial no solo de la arquitectura, sino también de la decoración, acudimos al casino y allí se encontraba el recién cesado presidente del Gobierno, acompañado de un hombre bastante grueso, llamado Viana, que fallecería algún tiempo después. Juan me presentó a Adolfo y mantuvimos una conversación absolutamente informal y sin trascendencia.

La naturaleza de mis problemas en Banesto era de tal envergadura que Antonio Navalón se sintió seriamente preocupado.

—Mira, Mario, por nosotros mismos no podemos conseguir más cosas. Disponemos de García Añoveros, ex ministro de UCD, hombre bien situado, con buenas relaciones con el Grupo Prisa. A través de él podemos influir en el Banco de España, porque no olvides que Miguel Martín fue subsecretario de Presupuesto y Gasto Público precisamente con Jaime García Añoveros de ministro.

—Y Arturo Romaní de Hacienda —precisé.

—Sí, desde luego, pero es distinto. Jaime controla bien a Miguel y con Arturo apenas si tiene confianza.

—Bueno, sigue.

—La fusión o desfusión, mejor dicho, de los dos primeros bancos españoles es algo que afecta a la estructura real del poder económico de España. Si somos sinceros, hay que reconocer que te tienen cercado. Boyer ha creado la imagen de ser el hombre del Gobierno en la operación. El Partido Popular no es nada en estos momentos. No tienes apoyos políticos y sin un soporte político estás condenado al fracaso.

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