Volé a Madrid y descansé unos días mientras por dentro trataba de poner en orden los acontecimientos vividos. Realmente descubrir ese mundo era a la vez fascinante. Estaba convencido de que más tarde o más temprano esas reglas de juego se acabarían volviendo contra el propio sistema que las impulsaba, pero en aquellos días mi misión era entender, conocer, ver, contemplar el funcionamiento, al menos teórico, de esos comportamientos que no reflejaban sino el cinismo estructural del Sistema. Me quedaba lo peor.
¿Qué pasaría con las materias primas fabricadas en Suecia? ¿Aceptarían los suecos el modelo? La respuesta no tardó en llegar: más o menos lo mismo, solo que en lugar de una empresa de Asia los suecos preferían trabajar, en el caso de que algo se hiciera, con la más próxima Holanda, donde, como diré, los fenicios diseñaron un modelo fiscal muy peculiar. Se ve que, como digo, el asunto no es propio de una picaresca latina, sino uniforme en el modelo occidental y en el oriental japonés. Empecé a darme cuenta de que el cinismo moral es sustancia de vida: los países llamados avanzados, los nórdicos, dueños de una supuesta democracia idílica en la que los impuestos se utilizaban como instrumento al servicio de una cacareada igualdad humana, se comportaban de idéntica manera a unos truhanes latinos, a unos voluptuosos panameños, a unos gélidos japoneses y a unos inteligentes chinos. Todos oficiaban en la hermandad del cinismo al servicio del dinero. Doble moral con el dinero, con el sexo, con la familia, con el trabajo. Si algo define a las sociedades modernas, es la absoluta necesidad de la doble moral para soportarse a sí mismas. Cioran lo dijo: lo malo de un pensamiento conceptualmente estructurado es que más tarde o más temprano tendrá necesidad de mentir para seguir instalado.
Bueno, pues a Ámsterdam. Me encantó la ciudad, a pesar de que llegué a los canales impulsado por la misma prosaica finalidad de investigar la viabilidad de un nuevo y teórico circuito de tráfico de mercancías. En un precioso despacho de abogados holandeses nos informaron del modelo propio del país de los tulipanes. Se constituiría una sociedad holandesa cuyo dueño sería otra compañía, esta vez creada en las Antillas Holandesas, en Curaçao para ser más precisos, gracias a los buenos oficios del tal Carlos D’Abreu Da Paulo, un Steven Samos en versión de la famosa isla caribeña.
Había oído hablar de Curaçao algunas veces en mi vida, aunque no conseguiría localizarla a la primera. Su nombre, como dije, me sonaba a licor exótico y poco más. Lo de las Antillas Holandesas es ya un poco para nota. Pero lo que no sospechaba es que la razón de ser de estas islas, con independencia de que las morenas de Bonaire dicen que son extraordinariamente guapas —no pude comprobarlo in situ—, no es, desde luego, el turismo, ni la pesca, sino el trato fiscal que se les dispensa, y para que nadie se llame a engaño, hay que saber que Estados Unidos, los americanos, tan absolutamente intransigentes con temas que afecten al fisco, resulta que admitían la existencia privilegiada de dichas islas como instrumentos al servicio, legal o paralegal, de la evasión de impuestos. Eso sí, de otros Estados soberanos distintos al suyo. Por ello, precisamente por ello —me decía—, en esa isla se encontraba construida, instalada y funcionando ni más ni menos que la refinería de la Shell. En fin, cosas del Sistema.
El esquema holandés, como decía, me llamó mucho la atención porque se podía negociar con el fisco de ese país el volumen de impuestos a pagar, antes siquiera de establecer la propia empresa. A mi formación de abogado del Estado, acostumbrada a que los impuestos son algo a pagar por voluntad exclusiva del Estado, una manifestación esencial de su poder público, absolutamente ajeno a cualquier espíritu negociador con el contribuyente, el hecho de que unos señores pudieran llegar al despacho de los inspectores de Hacienda a negociar el volumen de dinero a satisfacer por los impuestos le resultaba asombroso. Pero así era: se plantea al Estado holandés en qué consiste la actividad de la empresa que quieres montar, que en el modelo de Luis Carlos era algo tan sencillo como comprar materia prima a Suecia y vendérsela a España, sin que las mercancías pasaran siquiera por Holanda. Por tanto, la «contribución» del Estado holandés a los beneficios de la empresa es prácticamente nula. Sobre esta base, negocias el volumen de impuestos a pagar, consiguiendo una resolución que se denomina
tax ruling
, que es una especie de pacto entre la empresa y el fisco de Holanda.
Así que ni a los nórdicos les interesaba quién compraba finalmente, ni a los holandeses unos beneficios construidos de manera tan rudimentaria. En ambos casos solo subyacía un motivo: los suecos, cobrar su precio; el fisco holandés, su dinero. Este tipo de descubrimientos eran mucho más emocionantes que los propios circuitos del dinero. Descubrir al hombre, al hombre verdadero, no al autor de palabras y frases vacías, sino de hechos llenos de contenido, es mucho más emocionante que cualquier otra cosa.
Compré algunos libros destinados a profundizar en la estructura jurídica y tributaria de estos países peculiares. En esos momentos me planteé con crudeza la pregunta: ¿qué hago yo, abogado del Estado, estudiando estructuras jurídicas y financieras destinadas a conseguir reducir impuestos? Responderme que me encontraba en excedencia voluntaria y que había renunciado a ser abogado del Estado no es más que resbalar por la epidermis. Al comienzo sentía algo parecido a la incomodidad, para no dramatizar en exceso. Pero pronto me di cuenta de que esas son las reglas del modelo mundial. Los paraísos fiscales los crean y los consienten los propios Estados que implantan sistemas tributarios cercanos a lo confiscatorio. Lo cierto es que Holanda disponía de las Antillas Holandesas, Inglaterra de Hong Kong y de las islas del Canal, entre otras, y así sucesivamente. Por tanto, parecía existir un paralelismo entre la aprobación por un Estado «moderno» de leyes tributarias «modernas» y, al propio tiempo, crear un mecanismo jurídico a través del establecimiento de paraísos fiscales en territorios pertenecientes o vinculados a ese Estado «moderno» para permitir «dulcificar» el rigor de la nueva «modernidad tributaria». Descubrir lo que se esconde detrás de la llamada «modernidad» no siempre resulta especialmente reconfortante.
Si a los individuos y a las empresas se les somete a un régimen de impuestos excesivo, es lógico que traten de buscar los mecanismos adecuados para reducir el pago por sus beneficios. Siendo conceptualmente generoso, su comportamiento podría aproximarse a una legítima defensa imperfecta. Pero lo más curioso es que son los propios Estados que aprueban esas leyes tributarias los que crean regímenes especiales en determinados territorios. Así funcionan las cosas. Ya he dicho que el cinismo moral es la norma por excelencia. Claro que el acceso a este tipo de mecanismos tan sofisticados queda limitado a quienes tienen dinero y conocimientos para poderlos utilizar, con lo que las grandes fortunas pueden subsistir como tales, al menos en parte, mientras que la inmensa mayoría de los ciudadanos del país de que se trate tienen que soportar la carga tributaria íntegramente, o, al menos, las posibilidades de que disponen para reducirla son mucho más limitadas. Por ello no me extrañé cuando en un libro elaborado por un inspector de finanzas belga pude leer que desde la implantación del sistema fiscal progresivo con tipos marginales del orden del 90 por ciento se había producido el efecto contrario al pretendido, al menos en Suecia: los ricos controlaban una parte alícuota del Producto Interior Bruto de ese país superior a la que tenían cuando se implantó el nuevo modelo impositivo. Una de las razones de ello era, precisamente, el desarrollo de esos paraísos fiscales que constituían el mundo en el que me estaba moviendo en aquellos momentos. Bueno, a los espectadores siempre les quedará el consuelo de los budistas: todo es impermanente, así que ninguna fortuna será eterna. Claro que —pensarán sus dueños— mientras tanto…
Comprendo que el modelo es, como decía, exquisitamente cínico, pero surge como una especie de consecuencia de sí mismo. Por ello, cuando Arturo Romaní era subsecretario de Hacienda y yo ya tenía alguna experiencia en este tipo de asuntos, le propuse que estudiaran la posibilidad de convertir a Canarias en una especie de paraíso fiscal, porque otros Estados tenían los suyos y nosotros no. Jugar a eremitas en un burdel no tiene ni sentido ni porvenir. Esas islas reunían todas las condiciones adecuadas: buen clima, situación estratégica en el Atlántico, desarrollo turístico, posibilidad de que los «ejecutivos» de esas sociedades encuentren diversiones adicionales... Porque este aspecto resulta nada desdeñable: un paraíso fiscal que se precie debe disponer de un contexto más o menos exótico y de una infraestructura externa adaptable a las demandas de los «ejecutivos de cuentas». ¿Se imagina alguien el porvenir de un paraíso fiscal en plena Mancha castellana? ¿Serviría para esa finalidad un pueblo como, por ejemplo, Burriana o Retuerta del Bullaque? Creo que no, y eso, desde luego, nada tiene que ver con la belleza de esos parajes, sino, precisamente, con la necesidad de los consumidores de los paraísos fiscales.
Mi intento con Romaní ciertamente fracasó. Gobernaba UCD, que siempre sintió una especie de complejo curioso con la izquierda y que nunca entendió su verdadero papel, y, por ello, resultó imposible el proyecto. Pero no por eso dejó de funcionar el modelo en el mundo. Y sigue, claro. Mejor dicho, supongo.
Un cúmulo de circunstancias provocaron el que a pesar de la fascinación de los viajes, de los paraísos fiscales, de una vida profesional aparentemente interesante, el germen de la insatisfacción volviera a renacer en mí. Parezco un condenado a recorrer sin descanso diferentes estratos vitales, sin que ninguno de ellos retenga el suficiente atractivo como para anclarme en él. Será por mi nefasta manía de pensar, de analizar, de tratar de entender, de descubrir ese lado oculto de las cosas en el que suele residir la verdad. O tal vez porque cuando no me gusta algo procuro alejarme de su territorio.
Comencé a entender. Me di cuenta de la jerarquización real que domina la vida social española: la distinción entre propietarios y no propietarios. No es algo, desde luego, exclusivo de nuestra sociedad, sino seguramente pertenece a la esencia del modelo capitalista, aunque tal vez en aquellos países en los que se encuentra en sus primeras fases de desarrollo la distinción sea más rígida, de perfiles tan notorios que rechinan de evidencia.
Esa es la clave. Lo demás, perfumes virtuales de la vida humana. Es una línea que marca diferencias y al propio tiempo jerarquiza. Por ejemplo: yo era abogado del Estado y el jefe de mi Cuerpo era mi jefe y mandaba, en ese sentido, sobre mí, pero entre él y yo no existía diferencia cualitativa alguna. Algún día yo podría ocupar su sillón, ser el director de los abogados del Estado. Para ello no necesitaba aditamentos especiales, aparte de trabajar bien, manejarte con inteligencia y saber estar en el sitio adecuado en el momento preciso.
Pero en la empresa privada las cosas no funcionan así. Por muy inteligente que seas, por loables que parezcan tus opiniones, por intenso tu esfuerzo y trabajo, por sólida tu lealtad, con todo ello jamás conseguirás traspasar el umbral de la propiedad, nunca «ascenderás» a la categoría de propietario del medio de producción. Esa es la gran barrera, la que separa a unos de otros. Y los separa económica, social y hasta existencialmente. En Juan Abelló ese concepto vivía anclado con cadenas de hierro. Era la esencia de su comportamiento. La diferenciación básica, la jerarquización definitiva. El pilar sobre el que pivotaba su modelo de convivencia.
Pero no era una cuestión de dinero, de modo y manera de ganarlo, sino que ello se traducía en la diferenciación cualitativa con la que se estructuraba la sociedad. Escuchaba a Juan hablar de los empresarios profesionales, esos señores que disponiendo de una profesión loable, como por ejemplo abogado del Estado, llegaban por sus méritos a ocupar puestos de presidentes de las empresas públicas, o de algunas organizaciones privadas. Para Juan y los que como él piensan, jamás se trataba de verdaderos empresarios, sino de puestos profesionales elevados. Por decirlo de una manera más clara: de empleados distinguidos. No se trataba de negarles valor, inteligencia, iniciativa, capacidad, sino de algo más prosaico y al tiempo más sustancial: no eran propietarios de los medios de producción. Punto y final.
Claro que la evolución propia del sistema de mercado iría cercenando paso a paso, pero inflexible e inexorablemente, esa rígida separación que servía de plataforma existencial para Juan. Las grandes corporaciones tenían a su frente a personas que no eran propietarios, a profesionales, en el sentir de Juan, que acumulaban mucho más poder que el de la inmensa mayoría de los llamados propietarios. Y no solo poder, sino además dinero. El fundamento conceptual de Juan comenzaba a perder sentido.
Tanto que el mundo del año 2009 se vio invadido por gigantescos abusos cometidos precisamente por esos profesionales no propietarios. Sus retribuciones superaban anualmente lo que muchos empresarios reales podían ganar en toda una vida. Sus fondos de pensiones resultaban escandalosos, financieramente y moralmente inaceptables. Cifras de cientos de millones de euros... Un enloquecimiento general que traspasaba los límites de la lógica, de la moral y yo creo que hasta del Derecho entendido en su sentido más amplio. Los banqueros americanos, y no americanos, pero sobre todo los primeros, ofrecieron al mundo un espectáculo miserable. Se fijaron a sí mismos unos
bonus
, esto es, gratificaciones por actividad que fijaban discrecionalmente de acuerdo con un volumen de negocio por ellos mismos articulado y que la experiencia demostró que, al final de la película, había de convertirse en unas pérdidas tan ingentes que condujeron a la quiebra real de las entidades por ellos dirigidas. De modo que el Estado, es decir, todos nosotros, tuvimos que salir en ayuda financiera con nuestro dinero para evitar un desastre. Ellos no devolvieron las gigantescas cantidades inmoral y antijurídicamente percibidas. Estaba claro que la avaricia y la desmesura humana volvían a causar estragos. El mercado podía funcionar, pero a condición de que personas limpias estuvieran al frente de sus instituciones esenciales.
Nos encontrábamos en los finales de la década de los años setenta del siglo pasado. Produce vértigo esto de escribir siglo pasado, pero hay que continuar. Y la separación tajante de roles que formaba parte inextinguible del esquema mental de Juan Abelló impedía una verdadera comunicación entre individuos situados en distintos planos. Juan me tenía respeto y afecto; sin la menor duda. Creía en mi inteligencia y en mi capacidad de trabajo; sin la menor duda. Se lo pasaba bien conmigo y le gustaban aquellos comentarios, algo ácidos, sobre la vida que siempre me han caracterizado; sin la menor duda. Pero la raya del propietario/no propietario impedía que una relación humana fructificara más allá, que se convirtiera en más densa, en más real. Imposible. La vida es como los palos de un gallinero: se puede mantener amistad con los que habitan en tu mismo palo, pero no con los del palo superior, por arbitraria y sin sentido aparente que sea la ubicación de uno y otro ejemplar.