Los días de gloria (13 page)

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Authors: Mario Conde

Tags: #biografía

—Se trata de jugar en la otra cara de la moneda del capitalismo. No se puede evitar. Pero se podría controlar su expansión enloquecida. Sin embargo, el mundo vive envuelto en el glamour de los derivados financieros, fórmula exquisita de la especulación por la especulación. La economía mundial es en nuestros días un gran casino de juego cuyos crupieres reciben nombres de ejecutivos de cuentas, ejecutivos de finanzas, y otros parecidos. Es indiferente la literatura porque la realidad asoma su cabeza peluda: juego al margen de la economía real. No podrá acabar bien. Las burbujas financieras se deshilacharán con estrépito. El mundo volverá su mirada al lugar del que nunca debió alejarse: en la vida económica, como en la vida en general, lo que cuenta es ese trozo de realidad del que podemos disponer. Jugar a considerar real lo virtual es atractivo, constituye una forma sublime de alineación, pero precisamente por ello es gigantescamente peligroso.

Aquella tarde, además de los chinos y sus ordenadores, desde la inmensa cristalera de las oficinas del banco miré hacia fuera, a la bahía de Hong Kong. A esa hora podían distinguirse todavía muchos de los barcos que transportan a los chinos y visitantes entre la isla y la península, que en ocasiones aparecían ante mí de forma repentina, por detrás de los grandes edificios, magníficos, ostentosamente caros, que bordean la bahía. El espectáculo estaba siendo fascinante, pero también agotador para una mente relativamente virgen en estas cuestiones, por lo que decidí despedirme de mi anfitrión sin aceptarle su invitación a cenar, darle las gracias por su acogida y salir a la calle. Con la luz que les proporcionaba una instalación eléctrica, cientos, quizá miles de chinos trabajaban toda la noche en la construcción de nuevos edificios. En Hong Kong, como en la vieja Inglaterra, se trabaja las veinticuatro horas del día. No falta mano de obra porque la inmigración ilegal desde la China comunista era, en aquellos tiempos, muy voluminosa.

Tomé un taxi y me fui a Aberdeen, en la otra cara de la isla, a cenar en un restaurante flotante. Me habían hablado de esos lugares y aunque suelo ser enemigo de consumir productos excesivamente tópicos en mis lugares de arribada, en aquella ocasión pudo más la curiosidad. Tal vez el cansancio, no lo sé, pero acabé contratando los servicios de unos barqueros que, por cientos, quizá miles, viven en sus juncos, apiñados en las cercanías del embarcadero, encargados de transportar clientes a los restaurantes flotantes. Allí habitan familias enteras, padres, hijos, nietos y abuelos, casi hacinados en condiciones infrahumanas. Su círculo vital dispone de un radio muy limitado: en los juncos nacen, viven y mueren, siempre con el mismo cielo azul metálico adornado con las grandes nubes de los climas del trópico, y con un mar sucio, de aguas semiestancadas, llenas de excrementos humanos, en las que subsisten los peces que se alimentan de nuestras miserias. Cuando volvía de cenar y recorría la escasa distancia que separaba el lugar de mi cena y la tierra firme, en mitad de aquel espectáculo de hacinamiento humano, de miradas preñadas de miedo y lástima, de ejemplares humanos encerrados en su prisión existencial, en su trampa mortal, me acordé de las operaciones de compra y venta de oro que, tan intensamente, había vivido horas antes.

Mientras trataba de conciliar el sueño en mi habitación del hotel Mandarin, algo no demasiado fácil por los costes de las diferencias horarias, las imágenes del día circulaban en mi mente a toda velocidad, desordenadas, sin criterio, mezclando la especulación del oro con los hacinamientos de los juncos, los gritos de los chinos al perder o ganar dinero con el sepulcral silencio de los habitantes de las embarcaciones mientras dejaban consumir sus vidas envueltas en un maloliente sinsentido. No pude razonar: me di cuenta, mientras mi mirada se perdía en la silenciosa bahía a través del ventanal de mi habitación, de que en aquellos momentos la magia de los entusiasmos de lo novedoso silenciaba el sonido de las convicciones de fondo. Había que esperar.

Y la vida continuaba. Para algo me había desplazado a tierras tan lejanas en un avión de la que decían era la mejor compañía del mundo, la suiza Swiss Air, con billete de Gran Clase.

Al día siguiente me reunía en un destartalado despacho de un indiferente edificio del barrio de oficinas de la ciudad con un chino alto, de ojos despiertos, de andares enérgicos, rebosante de actividad, auditor de profesión, propietario de una empresa de esas que se dedican a crear sociedades instrumentales para la finalidad que antes describía: aprovecharse de los beneficios tributarios de Hong Kong, por un lado, y de la opacidad que las leyes del Trust vigentes en la colonia ofrecían para preservar el anonimato de las propiedades, una mezcla perfecta para los peregrinos del capital.

No fue demasiado difícil entendernos, a pesar de mi escaso conocimiento de la lengua inglesa y de que el estudio concienzudo de la misma se encontraba en sus compases iniciales, porque el hombre administraba cientos de sociedades —quizá miles— dedicadas a este negocio. En todas ellas el señor Young, o su hijo o hija, porque los chinos mantienen la tradición familiar en los negocios, tenía poder de firma y disponía del dinero por cuenta de sus verdaderos propietarios. Fue fascinante. Nunca me olvidaré de aquel hombre, aunque solo fuera porque en una de nuestras discusiones, ante una propuesta mía que no puedo recordar, pronunció en inglés la frase «no possibility», acentuando con tal énfasis la última sílaba que al concluirla su dentadura postiza salió expulsada de su boca y se depositó con algún estrépito encima de la pequeña mesa de formica repleta de papeles a cuyos lados nos encontrábamos los dos. La escena hubiera sido altamente embarazosa, como mínimo, para cualquiera. Sin embargo, K. K. Young, sin darle la menor importancia y sin ningún gesto o aspaviento que demostrara vergüenza o algún sentimiento parecido, recogió dulcemente sus dientes, que habían caído justo al lado del cenicero, los sacudió con un gesto casi mecánico y los introdujo de nuevo en su boca como si nada hubiera ocurrido.

Puse encima de su mesa unos gráficos elaborados a mano y con diferentes colores que confeccioné a trozos en el avión y el hotel. Lo comprendió a la perfección. Seguramente porque habría visto algo muy similar cientos de veces. Lo que para mí constituía una novedad excitante, para ese chino no pasaba de ser una vulgaridad cuyo único aspecto atractivo residía en los honorarios que percibía por ejecutarla.

El chino tomó algunas notas, más bien pocas, descolgó el teléfono, susurró algo en su jerga, volvió a colgar, me miró con aire de indiferencia y forzada amabilidad, se abrió la puerta, apareció un ejemplar humano de su raza gesticulando con las manos al tiempo que flexionaba casi sin descanso el tronco hacia delante en señal de respeto, recibió las instrucciones de su amo, se despidió manteniendo idéntica gesticulación, permanecí con el silencio pastoso de una espera sin nada que comentar, hasta que, por fin, volvió a sonar la puerta y otro chino distinto, pero de gestos idénticos, penetró en la estancia.

Tiempo después, con ocasión de un viaje a Japón, un ejecutivo de Abelló y yo nos detuvimos en Hong Kong. El hombre quería como fuera conseguir una cita en algún lugar dedicado a la prostitución. Se supone que China debía ser especialmente sofisticada en este territorio. Yo carecía de experiencia porque nunca he sido un aficionado a semejantes materias. Pero el hombre insistía. Al final, en su inglés un tanto especial, porque lo hablaba con acento estruendosamente madrileño, consiguió del encargado de recepción del hotel una dirección, una cita concreta y me pidió que fuera con él. Acepté.

Tomamos un taxi y nos desplazamos a la península, dejando la isla de Hong Kong. Atravesamos barrios repletos de carteles en letras rojas y caracteres chinos que inundaban la geografía urbana. Debajo de esos carteles, en las calles, y encima de ellos, en balcones y terrazas, reinaba la pobreza. Casi la miseria. Por fin llegamos a un edificio con aspecto pobre. El ejecutivo me dijo que eso suele ser normal, que casas lujosas de prostitución se alojan en edificios de apariencia pobre para no llamar la atención. Si él lo decía...

No tenía siquiera ascensor y la nota del hombre de recepción decía piso tercero, así que por unas escaleras metálicas bastante peculiares subimos a la planta señalada. Una encrucijada se nos presentó al alcanzarla porque frente a nosotros se abría un abanico de posibilidades y no teníamos ni idea de por cuál de ellas optar. Menos mal que un chino de edad madura, extremadamente delgado, con el cuerpo inclinado hacia adelante, como si la reverencia hubiera pasado a formar parte de su vida de modo inalterable, se acercó a nosotros. Dijo algo en un idioma irreconocible para mí que posiblemente fuera inglés con acento chino y nos ordenó gestualmente seguirle.

Recorrimos el largo pasillo dejando puertas a nuestra derecha e izquierda. Todas ellas estaban entreabiertas y podía verse con claridad que se trataba de viviendas de familia. Allí residían familias chinas, así que no veía por dónde se podía localizar un piso dedicado a la prostitución. El chino, por fin, se detuvo.

Nos hizo entrar en una de esas casas de familia. Un hombre, una mujer, ambos de cierta edad, y dos chicas muy jóvenes. Bueno, no soy capaz de precisar la edad porque con los chinos cometo errores de bulto. Parecían muy jóvenes, pero a lo mejor no lo eran tanto. El chino hizo un gesto para que nos acercáramos al hombre mayor. Las dos chicas permanecían inmóviles con su mirada fija en el suelo. El ejecutivo de Abelló entregó la cantidad, en dólares de Hong Kong, que le había dicho el hombre de recepción en el hotel, que fue quien avisó al chino que nos recogió al llegar al piso tercero. Pagó por dos servicios.

Las dos jóvenes se levantaron sin dejar de mirar al suelo. El ejecutivo se desplazó a una habitación con una de ellas. Yo me fui a otra contigua. Ni siquiera puertas. Una cortina corrida sobre una barra de aluminio era lo que permitía sustraerse a la mirada del hombre y la mujer mayores que permanecieron impasibles en sus puestos. La chica comenzó a quitarse la ropa. Con un gesto le dije que no lo hiciera. Me miró sorprendida, casi estupefacta. Insistí en que no se desvistiera. Se sentó con un gesto chocante, entre resignado y triste, sobre la cama. Más que cama era una especie de catre singular, con unas patas muy bajas, de apenas veinte centímetros sobre el suelo y una especie de colchón muy voluminoso, como un edredón nórdico. Allí permaneció en silencio, sin sonrisas ni lágrimas, con la mirada siempre fija en el suelo. Un pastoso silencio inundó la estancia.

Al cabo de unos minutos el ruido inconfundible de que el ejecutivo de Abelló había culminado la tarea. Esperamos un poco más. Nuevos ruidos evidenciaron que ahora había regresado al salón, por decir algo, en el que seguían instalados, sin ruidos ni gestos, sin palabras ni voces, el hombre y la mujer mayores, dejando que la vida resbalara sobre sus cuerpos. Con un gesto indiqué a la chica que saliéramos, que regresáramos al punto de encuentro.

La sonrisa del ejecutivo contrastó violentamente con el gesto de la chica que estuvo sentada en la cama. Corrió a decir algo al hombre mayor mientras de modo visible lloraba. No esbozaba un llanto, sino que abiertamente lloraba. Era un llanto sincero, compungido, doliente. No tenía la menor idea de a qué era debido. El hombre llamó al intermediario que nos recibió y masculló algo a su oído en idioma chino. El «agente» puso cara de extrañeza, exagerando el gesto, algo a lo que son muy aficionados los chinos y más aún los japoneses. Se acercó al ejecutivo de Abelló, S. A., y le reprodujo el mensaje. Este me lo trasladó envuelto en sonrisa cómplice. Era algo así como «sentimos que no le haya gustado la chica. Ella está triste por eso. Ahora no tenemos otra, pero si quiere puede volver...».

Ni siquiera contesté. Sentí una punzada de dolor interior. Nos fuimos.

Después de comprobar con K. K. Young que el modelo podía funcionar, quedaba lo teóricamente más duro: exponer el modelo a los japoneses, uno de los laboratorios más importantes del mundo. Comprobar si ese modelo les parecía aceptable.

Nos presentamos en Osaka, la sede central de Takeda, y todavía aturdidos por un viaje interminable, penetramos en una de esas salas de reunión japonesas decoradas de manera tan absolutamente anodina que perdías la noción del lugar exacto en el que te encontrabas. La noche anterior, a pesar del agotamiento, no había conseguido dormir excesivamente bien. Me preocupaba que el asunto que iba a consultar tenía una textura algo especial y me inquietaba que los hijos del sol naciente, teóricamente serios de toda seriedad, máxime tratándose de una empresa farmacéutica de talla mundial, nos dijeran que esas cosas no encajaban bien con sus modos de pensar.

Ganar dinero con los medicamentos es algo que se presta con facilidad a la demagogia porque podrían sostener que, al fin y al cabo, la salud es un bien público y, en consecuencia, el beneficio a costa de ella carece de legitimidad. Sería un campo típico para la nacionalización. Lo cierto, sin embargo, es que las empresas farmacéuticas propiedad del Estado no habían funcionado en la práctica mejor que las privadas, es decir, que no conseguían innovar más y mejor, y mucho menos más barato. De ello tuve plena constancia con ocasión de varios viajes a Moscú. Pero una cosa es que no sea preciso nacionalizar la industria y otra… En fin, mantenía ciertas inquietudes acerca de la posición de los japoneses. Ya digo que me costaba aceptar que a cada paso que daba el cinismo se convertía en la única constante de un mundo plagado de aparentes variables.

Con la mejor de las delicadezas que supe utilizar y un pésimo inglés, arropado por unos orientales que, o no hablaban en absoluto esa lengua, o lo hacían con un vocabulario muy corto y un acento más bien cómico, expuse el modelo, mirando en ocasiones más hacia el tablero de la mesa que a los ojos de mis interlocutores japoneses, que, por cierto, siempre parecen estar ausentes, no solo del asunto a tratar, sino casi, incluso, de la propia reunión. Pero es solo un espejismo. El oriental escucha con exquisita atención. Tanto que yo creo que alguno de los asistentes a esas reuniones tiene como misión exclusiva aumentar el número de oídos, tal vez por eso de que a partir de un punto dado la cantidad se convierte en calidad.

Oyeron bien, desde luego. Comprendieron a la perfección, sin la menor duda. Y, además, con gestos inequívocos los japoneses nos indicaron que a ellos solo les importaba vender. No entraban en consideraciones ni tributarias, ni financieras, ni mucho menos morales. Les bastaba con que se les dijera a quién vender, además del pequeño detalle de disponer de una confirmación bancaria que acreditara la solvencia de la empresa intermediaria. Pragmatismo nipón. No solo nipón. Pronto comprobé que por otros territorios más gélidos y en los que vivía una llamada socialdemocracia avanzada, países que constituían el ejemplo vivo de toda una progresía de salón que comenzaba a causar efectos y desperfectos en Occidente, países del impuesto progresivo sobre la renta llevado a sus consecuencias últimas, los patrones de comportamiento se ajustarían a los japoneses como los guantes a la mano.

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