Los enamoramientos (16 page)

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Authors: Javier Marías

Cuando alguien está enamorado, o más precisamente cuando lo está una mujer y además es al principio y el enamoramiento todavía posee el atractivo de la revelación, por lo general somos capaces de interesarnos por cualquier asunto que interese o del que nos hable el que amamos. No solamente de fingirlo para agradarle o para conquistarlo o para asentar nuestra frágil plaza, que también, sino de prestar verdadera atención y dejarnos contagiar de veras por lo que quiera que él sienta y transmita, entusiasmo, aversión, simpatía, temor, preocupación o hasta obsesión. No digamos de acompañarlo en sus reflexiones improvisadas, que son las que más atan y arrastran porque asistimos a su nacimiento y las empujamos, y las vemos desperezarse y vacilar y tropezar. De pronto nos apasionan cosas a las que jamás habíamos dedicado un pensamiento, cogemos insospechadas manías, nos fijamos en detalles que nos habían pasado inadvertidos y que nuestra percepción habría seguido omitiendo hasta el fin de nuestros días, centramos nuestras energías en cuestiones que no nos afectan más que vicariamente o por hechizo o contaminación, como si decidiéramos vivir en una pantalla o en un escenario o en el interior de una novela, en un mundo ajeno de ficción que nos absorbe y entretiene más que el nuestro real, el cual dejamos temporalmente en suspenso o en un segundo lugar, y de paso descansamos de él (nada tan tentador como entregarse a otro, aunque sólo sea con la imaginación, y hacer nuestros sus problemas y sumergirnos en su existencia, que al no ser la nuestra ya es más leve por eso). Tal vez sea excesivo expresarlo así, pero nos ponemos inicialmente al servicio de quien nos ha dado por querer, o por lo menos a su disposición, y la mayoría lo hacemos sin malicia, esto es, ignorando que llegará un día, si nos afianzamos y nos sentimos firmes, en que él nos mirará desilusionado y perplejo al comprobar que en realidad nos trae sin cuidado lo que antaño nos suscitaba emoción, que nos aburre lo que nos cuenta sin que él haya variado de temas ni éstos hayan perdido interés. Será sólo que hemos dejado de esforzarnos en nuestro entusiasta querer inaugural, no que fingiéramos y fuéramos falsas desde el primer instante. Con Leopoldo nunca hubo un ápice de ese esfuerzo, porque tampoco lo hubo de ese voluntarioso e ingenuo e incondicional querer; sí en cambio con Díaz-Varela, con quien me volqué íntimamente —es decir, con prudencia y sin agobiarlo, ni casi hacérselo notar— pese a saber de antemano que él no podría corresponderme, que él estaba a su vez al servicio de Luisa y que además llevaba por fuerza mucho tiempo esperando su oportunidad.

Me llevé la novelita de Balzac (sí, sé francés) porque él la había leído y me había hablado de ella, y cómo no interesarme por lo que le había interesado a él si estaba en la fase del enamoramiento en que éste es una revelación. También por curiosidad: quería averiguar qué le había ocurrido al Coronel, aunque ya suponía que no habría terminado bien, que no habría reconquistado a su mujer ni recuperado su fortuna ni su dignidad, que acaso habría añorado su condición de cadáver. No había leído nunca nada de ese autor, era un nombre célebre más al que como a tantos otros no me había asomado, es verdad que el trabajo en una editorial impide conocer, paradójicamente, casi todo lo valioso que la literatura ha creado, lo que el tiempo ha sancionado y autorizado milagrosamente a permanecer más allá de su brevísimo instante que cada vez se hace más breve. Pero además me intrigaba saber por qué Díaz-Varela se había fijado y detenido tanto en ella, por qué lo había llevado a esas reflexiones, por qué la utilizaba como demostración de que los muertos están bien así y nunca deben volver, aunque su muerte haya sido intempestiva e injusta, estúpida, gratuita y azarosa como la de Desvern, y aunque ese riesgo no exista, el de su reaparición. Era como si temiera que en el caso de su amigo esa resurrección fuera posible y quisiera convencerme o convencerse del error que significaría, de su inoportunidad, y aun del mal que ese regreso haría a los vivos y también al difunto, como irónicamente había llamado Balzac al superviviente y fantasmal Chabert, de los padecimientos superfluos que les causaría a todos, como si los verdaderos muertos aún pudieran padecer. Asimismo me daba la impresión de que Díaz-Varela se esforzaba por suscribir y dar por cierta la visión pesimista del abogado Derville, sus ideas sombrías sobre la capacidad infinita de los individuos normales (de ti, de mí) para la codicia y el crimen, para anteponer sus intereses mezquinos a cualquier otra consideración de piedad, afecto y hasta temor. Era como si quisiera verificar en una novela —no en una crónica ni en unos anales ni en un libro de historia—, persuadirse a través de ella de que la humanidad era así por naturaleza y lo había sido siempre, de que no había escapatoria y de que no cabía esperar más que las mayores vilezas, las traiciones y las crueldades, los incumplimientos y los engaños que brotaban y se cometían en todo tiempo y lugar sin necesidad de ejemplos previos ni de modelos que imitar, sólo que la mayoría quedaban en secreto, encubiertos, eran subrepticios y jamás salían a la luz, ni siquiera al cabo de cien años, que es justamente cuando a nadie le preocupa saber lo que aconteció tanto tiempo atrás. Y no había llegado a decirlo, pero era fácil deducir que ni siquiera creía que hubiera muchas excepciones, aunque quizá sí unas pocas de los seres cándidos, sino más bien que donde parecía haberlas lo que en verdad solía haber era mera falta de imaginación o de audacia, o bien mera incapacidad material para llevar a cabo el desvalijamiento o el crimen, o bien ignorancia nuestra, desconocimiento de lo que la gente había hecho o planeado o mandado ejecutar, conseguida ocultación.

Al llegar al final de la novela, a las palabras de Derville que Díaz-Varela me había recitado improvisando en español, me llamó la atención que hubiera incurrido en un error de traducción, o acaso era que había entendido mal, tal vez involuntariamente o tal vez a propósito para cargarse aún más de razón; quizá había querido o había optado por leer algo que no estaba en el texto y que, en su equivocada interpretación, deliberada o no, reforzaba lo que él trataba de suscribir y subrayaba lo despiadados que eran los hombres, o en este caso las mujeres. Él había citado así: ‘He visto a mujeres darle al niño de un primer lecho gotas que debían traerle la muerte, a fin de enriquecer al hijo del amor’. Al oír esa frase se me había helado la sangre, porque suele estar fuera de nuestras cabezas la idea de que una madre haga distinciones entre sus criaturas, más aún que las haga en función de quiénes sean los padres, de cuánto hayan amado a uno o detestado o padecido a otro, y todavía más que sea capaz de causarle la muerte al primer vástago en beneficio del preferido, administrándole a aquél con añagaza un veneno, aprovechándose de su confianza ciega en la persona que lo trajo al mundo, que lo ha alimentado y cuidado y sanado durante su existencia entera, quizá en forma de curativas gotas contra la tos. Pero no era eso lo que decía el original, en la novela no se leía
‘J’ai vu des
femmes donnant à l’enfant d’un premier lit des
gouttes qui devaient amener sa mort
...

, sino
‘des goûts

, que no significa ‘gotas’ sino ‘gustos’, aunque aquí no cupiera traducirlo así, porque sería como mínimo ambiguo e induciría a confusión. Sin duda Díaz-Varela tenía mejor francés que yo, si había estudiado en el Liceo, pero me atreví a pensar que el equivalente más adecuado a lo que escribió Balzac sería algo semejante a esto: ‘He visto a mujeres inculcarle al hijo de un primer lecho aficiones’ (o quizá ‘inclinaciones’) ‘que debían acarrearle la muerte, a fin de enriquecer al hijo del amor’. Bien mirado, tampoco era demasiado clara la frase según esta interpretación, ni demasiado fácil imaginarse a qué se refería exactamente Derville. ¿Darle, inculcarle aficiones que le acarrearían la muerte? ¿Acaso la bebida, el opio, el juego, una mentalidad criminal? ¿El gusto por el lujo sin el que ya no se podría pasar y que lo llevaría a delinquir para procurárselo, la lascivia enfermiza que lo expondría a infecciones o lo impulsaría a violar? ¿Un carácter tan medroso y débil que lo empujaría al suicidio al primer revés? Sí, era oscura y casi enigmática. Fuera lo que fuese, en todo caso, cuán a largo plazo se produciría esa deseada, esa maquinada muerte, cuán lento el plan, o prolongada la inversión. Y al mismo tiempo, de ser así, el grado de perversidad de esa madre sería mucho mayor que si se limitara a darle a su primogénito unas gotas asesinas disimuladas, que tal vez sólo un médico inquisitivo y terco sabría detectar. Hay una diferencia entre educar a alguien para su perdición y su muerte y matarlo sin más, y normalmente creemos que lo segundo es más grave y más condenable, la violencia nos horroriza, la acción directa nos escandaliza más, o acaso es que en ella no hay lugar para la duda ni para la excusa, quien la ejecuta o comete no puede parapetarse en nada, ni en el equívoco ni en el accidente ni en un mal cálculo ni en ningún error. Una madre que echó a perder a su hijo, que lo malcrió o desvió intencionadamente, siempre podría decir ante las consecuencias nefastas: ‘Ah no, yo no quería. Dios mío, qué torpe fui, ¿cómo imaginar este resultado? Siempre lo hice todo por amor excesivo y con la mejor intención. Si lo protegí hasta tornarlo cobarde, o le di caprichos hasta torcerlo y convertirlo en un déspota, fue buscando siempre su felicidad. Qué ciega y dañina fui’. Y aun sería capaz de llegar a creérselo ella misma, mientras que le sería imposible pensar o contarse nada parecido si el vástago hubiera muerto a sus manos, por obra suya y en el momento decidido por ella. Es muy distinto causar la muerte, se dice quien no empuña el arma (y nosotros seguimos su razonamiento sin advertirlo), que prepararla y aguardar a que venga sola o a que caiga por su propio peso; también que desearla, también que ordenarla, y el deseo y la orden se mezclan a veces, llegan a ser indistinguibles para quienes están acostumbrados a ver aquéllos satisfechos nada más expresarlos o insinuarlos, o a hacer que se cumplan nada más concebirlos. Por eso los más poderosos y los más arteros no se manchan nunca las manos ni casi tampoco la lengua, porque así les cabe la posibilidad de decirse en sus días más autocomplacientes, o en los más acosados y fatigados por la conciencia: ‘Ah, al fin y al cabo yo no fui. ¿Acaso estaba presente, acaso cogí la pistola, la cuchara, el puñal, lo que acabara con él? Ni siquiera estaba allí cuando murió’.

Empecé no a sospechar, pero sí a preguntarme, cuando una noche, tras volver de casa de Díaz-Varela de buen humor y animada, ya acostada frente a mis árboles agitados y oscuros, me sorprendí deseando, o fue más bien fantaseando con la posibilidad de que Luisa muriera y me dejara el campo libre con él, ella que no hacía nada por ocuparlo. Nos llevábamos bien, me interesaba cuanto me contaba o yo estaba dispuesta a que me interesase sin que me costara el menor esfuerzo lograrlo, y a él era evidente que le agradaba y divertía mi compañía, desde luego en la cama pero también fuera de ella, y es esto último lo determinante, o si lo primero es necesario no basta, es insuficiente sin lo segundo, y yo contaba con ambas ventajas. En momentos vanidosos tendía a pensar que, de no tener él aquella vieja fijación, aquella antigua pasión cerebral —no me atrevía a llamarlo aquel viejo proyecto, porque eso habría implicado sospecha y ésta aún no me había asaltado—, no sólo habría estado contento conmigo, sino que me le habría hecho imprescindible paulatinamente. A veces tenía la sensación de que no podía abandonarse conmigo —es decir, entregárseme— porque había decidido en su cabeza, hacía tiempo, que era Luisa la persona elegida, y además lo había sido con el convencimiento que otorga carecer de toda esperanza, cuando no existía la más remota posibilidad de ver cumplido su sueño y ella era la mujer de su mejor amigo al que los dos tanto querían. Tal vez hasta la había convertido en un pretexto ideal para no comprometerse nunca lo bastante con nadie, para saltar de una mujer a otra y que ninguna tuviera mucha duración ni importancia, porque él estaba mirando de reojo siempre hacia otro lado, o por encima de sus hombros mientras las abrazaba despierto (por encima de nuestros hombros, yo ya debía incluirme entre las así abrazadas). Cuando uno desea algo largo tiempo, resulta muy difícil dejar de desearlo, quiero decir admitir o darse cuenta de que ya no lo desea o de que prefiere otra cosa. La espera nutre y potencia ese deseo, la espera es acumulativa para con lo esperado, lo solidifica y lo vuelve pétreo, y entonces nos resistimos a reconocer que hemos malgastado años aguardando una señal que cuando por fin se produce ya no nos tienta, o nos da infinita pereza acudir a su llamada tardía de la que ahora desconfiamos, quizá porque no nos conviene movernos. Uno se acostumbra a vivir pendiente de la oportunidad que no llega, en el fondo tranquilo, a salvo y pasivo, en el fondo incrédulo de que nunca vaya a presentarse.

Pero ay, al mismo tiempo nadie renuncia a la oportunidad del todo, y ese picor nos desvela, o nos impide sumergirnos en el profundo sueño. Las cosas más improbables han sucedido, y eso todos lo intuimos, hasta los que no saben nada de historia ni de lo acontecido en el mundo anterior, ni siquiera de lo que ocurre en este, que avanza al mismo paso indeciso que ellos. Quién no ha asistido a algo así, a veces sin reparar en ello hasta que alguien nos lo señala con el dedo y le da formulación: el más torpe del colegio ha llegado a ministro y el holgazán a banquero, el individuo más tosco y feo tiene un éxito loco con las mejores mujeres, el más simple se convierte en escritor venerado y es candidato al Premio Nobel, como quizá lo sea de veras Garay Fontina, vendrá acaso el día en que lo llamarán de Estocolmo; la admiradora más pesada y vulgar logra acercarse a su ídolo y acaba casándose con él, el periodista corrupto y ladrón pasa por moralista y por paladín de la honradez, reina el más remoto y pusilánime de los sucesores al trono, el último de la lista y el más catastrófico; la mujer más cargante, engreída y despreciativa es adorada por las clases populares a las que aplasta y humilla desde su sillón de dirigente y que deberían odiarla, y el mayor imbécil o el mayor sinvergüenza son votados en masa por una población hipnotizada por la vileza o dispuesta a engañarse o quizá a suicidarse; el asesino político, en cuanto cambian las tornas, es liberado y aclamado como patriota heroico por la multitud que hasta entonces había disimulado su propia condición criminal, y el patán más clamoroso es nombrado embajador o Presidente de la República, o hecho príncipe consorte si por medio anda el amor, el casi siempre idiota y desatinado amor. Todos aguardan la oportunidad o se la buscan, a veces depende sólo de cuánta voluntad se ponga en la consecución de cada anhelo, cuánto afán y paciencia en la de cada propósito, por megalómano y descabellado que sea. Cómo no iba yo a acariciar la idea de que Díaz-Varela se quedara finalmente conmigo, porque se le abrieran los ojos o porque fracasara con Luisa pese a habérsele aparecido ahora la oportunidad y contar con el probable permiso, o aun con el encargo, de su difunto amigo Deverne. Cómo no iba yo a pensar que se me podría presentar la mía, si hasta el espectro anciano del Coronel Chabert creyó por un momento poder reincorporarse al estrecho mundo de los vivos y recuperar su fortuna y el afecto, aunque fuera filial, de su espantada mujer amenazada por su resurrección. Cómo no iba a pasárseme por la cabeza en noches ilusionadas, o de vaga embriaguez sentimental, si a nuestro alrededor vive gente de talento nulo que consigue convencer a sus contemporáneos de que lo posee inmenso, y majaderos y camelistas que aparentan con éxito, durante media o más vida, ser de una inteligencia extrema y se los escucha como a oráculos; si hay personas nada dotadas para aquello a lo que se dedican que sin embargo hacen en ello fulgurante carrera bajo el aplauso universal, al menos hasta su salida del mundo que acarrea su inmediato olvido; si hay gañanes descomunales que dictan la moda y la vestimenta de los educados, los cuales les hacen misterioso y absoluto caso, y mujeres y hombres desagradables y torcidos y malintencionados que levantan pasiones allí donde van; y si tampoco faltan los amores grotescos en sus pretensiones, condenados al descalabro y la burla, que acaban imponiéndose y realizándose contra todo pronóstico y razonamiento, contra toda apuesta y probabilidad. Todo puede acontecer, todo puede tener lugar, y quien más quien menos está al tanto de ello, por eso son pocos los que cejan en su gran empeño —aunque sea sesteante y venga y vaya—, entre los que tienen algún gran empeño, claro está, y esos nunca son tantos como para saturar el mundo de incesantes denuedo y confrontación.

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