Los enamoramientos (14 page)

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Authors: Javier Marías

Conmigo Díaz-Varela no disimulaba la impaciencia que se veía obligado a ocultar ante Luisa, cuando volvíamos a su conversación favorita, la que no podía mantener con ella y la única que me parecía que de verdad le importaba, como si todo lo demás fuera aplazable y provisorio mientras ese asunto no estuviera zanjado, como si el esfuerzo invertido en él fuera tan grande que el resto de las decisiones debieran quedar en suspenso y aguardar a que aquello se resolviera en un sentido o en otro, y el conjunto de su vida futura dependiera del fracaso o el éxito de aquella obstinada ilusión suya sin fecha de cumplimiento fijada. Quizá tampoco la había de incumplimiento definitivo: ¿qué pasaría si Luisa no reaccionaba a sus solicitudes y avances, o a sus pasiones si las expresaba, pero permanecía sola? ¿Cuándo consideraría él que era ya hora de abandonar tan larga guardia? Yo no quería deslizarme hacia lo mismo insensiblemente y por eso seguía cultivando a Leopoldo, al que había preferido no informar de la existencia de Díaz-Varela. Si habría sido ridículo que mis pasos también dependieran, indirectamente, de los que diera o no diera una viuda desconsolada, más aún lo habría sido que se añadieran los de un pobre hombre inconsciente que ni siquiera la conocía y se alargara así la cadena: con un poco de mala suerte y unos cuantos más enamorados de quienes sólo se dejan querer y no rechazan ni corresponden, se habría hecho interminable. Una serie de personas como fichas de dominó alineadas esperando el vencimiento de una mujer ajena a todo, para saber junto a quién caer y quedarse, o si junto a nadie.

En ningún momento se le ocurrió a Díaz-Varela que a mí pudiera escocerme la exposición de sus afanes, si bien es cierto que nunca se presentaba a sí mismo como la salvación o el destino de Luisa; jamás decía ‘Cuando salga de su abismo y respire de nuevo a mi lado, y sonría’, menos aún ‘Cuando vuelva a casarse y será conmigo’. Él nunca se postulaba ni se incluía, pero resultaba diáfano, era el hombre inamovible que espera, de haber vivido en otra época habría contado los días que faltaban de luto, y los de semiluto o alivio o como se llamaran antiguamente, y habría consultado con las mujeres mayores —las más entendidas en estas cuestiones— qué fecha sería aceptable para que él se desenmascarara y empezara a tirarle tejos. Es lo malo de que se hayan perdido ya todos los códigos, que no sabemos cuándo toca nada ni a qué atenernos, cuándo es pronto y cuándo es tarde y nuestro tiempo ha pasado. Debemos guiarnos por nosotros mismos y así es fácil meter la pata.

No sé si es que lo veía todo a la misma luz o si se buscaba textos literarios e históricos que apoyaran sus argumentos y acudieran en su ayuda (quizá lo orientaba Rico, hombre de saber inmenso, aunque por lo que yo sé es tarea vana intentar sacar a este desdeñoso erudito del Renacimiento y la Edad Media, ya que nada de lo habido y sucedido después de 1650 le merece por lo visto respeto, incluida su propia existencia).

—He leído un libro bastante famoso que no sabía que lo fuera —me decía, y cogía el volumen francés de la estantería y lo agitaba ante mis ojos, como si con él en la mano pudiera hablarme con mayor conocimiento de causa y además me demostrara que en efecto lo había leído—. Es una novela corta de Balzac que me da la razón respecto a Luisa, respecto a lo que le ocurrirá de aquí a un tiempo. Cuenta la historia de un Coronel napoleónico que fue dado por muerto en la batalla de Eylau. Esta batalla tuvo lugar entre el 7 y el 8 de febrero de 1807 cerca de la población de ese nombre, en la Prusia Oriental, y enfrentó a los ejércitos francés y ruso con un frío del demonio, se dice que quizá sea la batalla librada con un tiempo más inclemente de toda la historia, aunque ignoro cómo puede saberse eso y menos aún afirmarse. Este Coronel, Chabert de nombre, al mando de un regimiento de caballería, recibe un brutal sablazo en el cráneo en el transcurso del combate. Hay un momento de la novela en el que, al quitarse el sombrero en presencia de un abogado, se le levanta también la peluca que lleva, y se le ve una monstruosa cicatriz transversal que le coge desde el occipucio hasta el ojo derecho, imagínate —y se señaló la trayectoria en la cabeza, pasándose lentamente el índice—, formando ‘un enorme costurón prominente’, en palabras de Balzac, quien añade que el primer pensamiento que semejante herida sugería era ‘¡Por ahí se ha escapado la inteligencia!’. El Mariscal Murat, el mismo que sofocó en Madrid el levantamiento del 2 de mayo, lanza entonces una carga de mil quinientos jinetes para socorrerlo, pero todos ellos, Murat el primero, pasan por encima de Chabert, de su cuerpo recién abatido. Se lo da por muerto, pese a que el Emperador, que le tenía aprecio, envía a dos cirujanos a verificar su defunción en el campo de batalla; pero esos dos hombres negligentes, sabedores de que le habían abierto la cabeza de parte a parte y luego lo habían pisoteado dos regimientos de caballería, no se molestan ni en tomarle el pulso y la certifican oficialmente, aunque a la ligera, y esa muerte pasa a constar en los boletines del ejército francés, en los que se consigna y detalla, y así se convierte en un hecho histórico. Se lo apila en una fosa con los demás cadáveres desnudos, según era la costumbre: había sido un vivo ilustre, pero ahora es sólo un muerto en medio del frío y todos van al mismo sitio. El Coronel, de manera inverosímil pero muy convincente tal como se la relata a un abogado parisiense, Derville, al que quiere encargar su caso, recupera el conocimiento antes de ser sepultado, cree estar muerto, se da cuenta de que está vivo, y con muchas dificultades y suerte logra salir de esa pirámide de fantasmas después de haber pertenecido a ellos quién sabe durante cuántas horas y de haber oído, o creído oír, como dice —y aquí Díaz-Varela abrió el librito y buscó una cita, las debía de tener señaladas y tal vez por eso lo había cogido, para ofrecerme alguna de vez en cuando—, ‘gemidos lanzados por el mundo de cadáveres en medio del cual yo yacía’; y añade que aún ‘hay noches en que creo oír esos suspiros ahogados’. Su mujer queda viuda, y al cabo de cierto tiempo contrae nuevas nupcias con un tal Ferraud, un Conde, del que tiene los hijos, dos, que no le había dado su primer matrimonio. Hereda de su militar caído y heroico una apreciable fortuna, se rehace y sigue adelante con su vida, aún es joven, tiene trecho por recorrer y eso es lo determinante: el trecho que previsiblemente nos resta y cómo queremos atravesarlo una vez que decidimos permanecer en el mundo y no marchar tras los espectros, que ejercen una atracción muy fuerte cuando todavía son recientes, como si trataran de arrastrarnos. Cuando mueren muchos alrededor, como en una guerra, o bien uno solo muy querido, sentimos en primera instancia la tentación de irnos con ellos, o por lo menos de cargar con su peso, de no soltarlos. La mayoría de la gente, sin embargo, los deja marchar del todo al cabo del tiempo, cuando se da cuenta de que su propia supervivencia está en juego, de que los muertos son un gran lastre e impiden cualquier avance, y aun cualquier aliento, si se vive demasiado pendiente de ellos, demasiado de su oscuro lado. Lamentablemente ya están fijos como pinturas, no se mueven, no añaden nada, no dicen nada ni jamás responden, y nos abocan al enquistamiento, a meternos en un rincón de su cuadro que no admite retoques al estar completamente acabado. La novela no cuenta la pena de esa viuda, si es que la hubo como la hay en Luisa; no habla de su dolor ni de su luto, al personaje no se lo muestra en esa época, cuando recibiera la fatal noticia, sino unos diez años más tarde, en 1817, creo, pero es de suponer que siguió todo el obligado trayecto en estos casos (estupor, desolación, tristeza y languidecimiento, apatía, sobresalto y temor al comprobar que pasa el tiempo, y recuperación entonces), puesto que tampoco aparece como una perfecta desalmada o al menos no como alguien que lo fuera desde el principio, la verdad es que no se sabe, eso queda en la penumbra.

Díaz-Varela se interrumpió y bebió un trago de su whisky con hielo que se tenía servido. No se había vuelto a sentar tras levantarse a coger el libro, yo estaba en su sofá reclinada, aún no habíamos ido a su cama. Así solía ser, primero tomábamos asiento y hablábamos durante una hora al menos, y yo siempre tenía la duda de si vendría o no el segundo acto, nuestra manera inicial de comportarnos no lo preanunciaba en modo alguno, era la de dos personas que tienen cosas que contarse o sobre las que departir y que no han de pasar inevitablemente por el sexo. Yo tenía la sensación de que éste podía o no surgir y de que las dos posibilidades eran igualmente naturales y de que ninguna debía darse por descontada, como si cada vez fuese la primera y nada se acumulara de lo habido en ese campo —ni siquiera la confianza, ni siquiera la caricia en la cara—, y el mismo recorrido hubiera de empezarse desde el principio eternamente. También tenía la seguridad de que sería lo que él quisiera o más bien propusiera, porque lo cierto es que acababa proponiéndolo él sin falta, con una palabra o un gesto, pero sólo al cabo de la sesión de charla y ante mi timidez nunca vencida. Yo temía que en cualquier ocasión, en vez de hacer aquel gesto o decir aquella palabra que me invitaban a pasar a su alcoba o a disponerme a que me levantara la falda, de pronto —o tras una pausa— pusiera fin a la conversación y al encuentro como si fuéramos dos amigos que han agotado los temas o a los que aguardan quehaceres y me despachara con un beso a la calle, jamás tenía la certeza de que mi visita acabara con el enredo de nuestros cuerpos. Esta extraña incertidumbre me gustaba y no me gustaba: por una parte me hacía pensar que él disfrutaba de mi compañía en todo caso y circunstancia, y que no me veía como un mero instrumento para su higiene o su desahogo sexuales; por otra me daba rabia que pudiera resistirse durante tanto rato a mi cercanía, que no sintiera la necesidad apremiante de abalanzarse sobre mí sin preámbulos, nada más abrirme la puerta, y satisfacer su deseo; que fuera tan capaz de aplazarlo, o quizá era de condensarlo mientras yo lo miraba y oía. Pero este reparo hay que achacarlo a la inconformidad que nos domina, o sin la que no sabemos pasarnos, sobre todo porque al final siempre llegaba lo que yo temía que no se diese, y además no había queja.

—Continúa, qué pasó después, en qué te da la razón ese libro —le dije. Desde luego tenía labia y a mí me encantaba escucharlo, me hablara de lo que me hablara y aunque me relatase una historia vieja de Balzac que yo podría leer por mi cuenta, no por él inventada, seguramente sí interpretada o tal vez tergiversada. Lograba interesarme con cualquier cosa que eligiera, y aún peor, me divertía (peor porque tenía conciencia de que un día me tocaría apartarme). Ahora que ya no voy nunca a su casa, recuerdo aquellas visitas como un territorio secreto y una pequeña aventura, gracias quizá al primer acto, o más a éste que al segundo incierto, y por incierto más ansiado entonces.

—El Coronel quiere recuperar su nombre, su carrera, su rango, su dignidad, su fortuna o parte de ella (lleva años viviendo en la miseria) y, lo que es más complicado, a su mujer, que resultaría ser bígama si se demostrase que Chabert es en efecto Chabert y no un impostor ni un lunático. Tal vez Madame Ferraud lo quiso de veras y lloró su muerte cuando se la anunciaron, y sintió que el mundo se le hundía; pero su reaparición está de sobra, su resurrección supone un verdadero incordio, un gran problema, una amenaza de catástrofe y de ruina, de nuevo el hundimiento del mundo en el colmo de la paradoja: ¿cómo puede volver a traerlo el regreso de aquel cuya desaparición ya lo trajo? Aquí se ve claramente que, con el paso del tiempo, lo que ha sido debe seguir siendo o debe seguir habiendo sido, como sucede siempre o casi siempre, así está concebida la vida, de manera que lo hecho nunca pueda deshacerse ni desacontecer lo acontecido; los muertos han de permanecer en su sitio y nada debe rectificarse. Nos permitimos añorarlos porque vamos sobre seguro con ellos: perdimos a tal persona, y como sabemos que no va a presentarse ni a reclamar el lugar que dejó vacante y que ha sido rápidamente ocupado, somos libres de anhelar con todas nuestras fuerzas su vuelta. La echamos de menos con la tranquilidad de que jamás van a cumplirse nuestros proclamados deseos y de que no hay posible retorno, de que ya no va a intervenir en nuestra existencia ni en los asuntos del mundo, de que ya no va a intimidarnos ni a cohibirnos ni tan siquiera a hacernos sombra, de que ya nunca más será mejor que nosotros. Lamentamos sinceramente su marcha, y es cierto que cuando se produjo queríamos que hubiera seguido viviendo; que se hizo un hueco espantoso, y aun un abismo por el que nos tentó despeñarnos tras ellos, momentáneamente. Eso es, momentáneamente, es raro que esa tentación no se venza. Luego pasan los días y los meses y los años y nos acomodamos; nos acostumbramos a ese hueco y ni siquiera nos planteamos la posibilidad de que el muerto volviera a llenarlo, porque los muertos no hacen eso y estamos a salvo de ellos, y además ese hueco se ha cubierto y por lo tanto ya no es el mismo o ha pasado a ser ficticio. De los más cercanos nos acordamos a diario, y aun nos entristecemos cada vez al pensar que no volveremos a verlos ni a oírlos ni a reír con ellos, o a besar a los que besábamos. Pero no hay muerte que no alivie algo en algún aspecto, o que no ofrezca alguna ventaja. Una vez acaecida, claro está, de antemano no se quiere ninguna, probablemente ni la de los enemigos. Se llora al padre, por ejemplo, pero nos quedamos con su herencia, con su casa, su dinero y sus bienes, que tendríamos que devolverle si regresara, poniéndonos en un aprieto y causándonos desgarradora angustia. Se llora a la mujer o al marido, pero a veces descubrimos, aunque tardemos un tiempo, que vivimos más felices y desahogados sin ellos o que podemos empezar de nuevo, si todavía no somos demasiado mayores para eso: la humanidad entera a nuestra disposición, como cuando éramos muy jóvenes; la posibilidad de elegir sin cometer viejos errores; el descanso de no tener que soportar las facetas de él o de ella que nos desagradaban, y siempre hay algo que desagrada de quien está siempre ahí, a nuestro lado o enfrente o detrás o delante, el matrimonio circunda, el matrimonio rodea. Se llora al gran escritor o al gran artista cuando mueren, pero hay cierta alegría en saber que el mundo se ha hecho un poco más vulgar y más pobre y que nuestras propias vulgaridad y pobreza quedan así más escondidas o disimuladas, que ya no está ese individuo que con su presencia nos subrayaba nuestra comparativa medianía, que el talento ha dado otro paso hacia su desaparición de la tierra o se desliza aún más hacia el pasado, del que no debería salir nunca, en el que debería quedar confinado para que no pudiera afrentarnos más que retrospectivamente si acaso, lo cual es menos lacerante y más llevadero. Hablo de la mayoría, no de todos, desde luego. Pero este regocijo se observa hasta en la actitud de los periodistas, que suelen titular ‘Muere el último genio del piano’, o ‘Cae la última leyenda del cine’, como si celebraran alborozados que por fin ya no hay más ni va a haberlos, que con la defunción de turno nos libramos de la universal pesadilla de que exista gente superior o especialmente dotada a la que a nuestro pesar admiramos; que ahuyentamos un poco más esa maldición o la rebajamos. Y por supuesto se llora al amigo, como yo he llorado a Miguel, pero también en eso hay una sensación grata de supervivencia y de mejor perspectiva, de ser uno quien asista a la muerte del otro y no a la inversa, de poder contemplar su cuadro completo y al final contar la historia, de encargarse de las personas que deja desamparadas y consolarlas. A medida que los amigos mueren uno se va sintiendo más encogido y más solo, pero a la vez va descontando, ‘Uno menos, uno menos, yo sé lo que fue de ellos hasta el último instante, y soy quien queda para contarlo. A mí, en cambio, nadie me verá morir a quien yo le importe de veras ni será capaz de relatarme entero, luego en cierto sentido estaré siempre inacabado, porque ellos no tendrán la certeza de que yo no siga vivo eternamente, si caer no me han visto’.

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