Los enamoramientos (27 page)

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Authors: Javier Marías

De nuevo se me fue la lengua, tras haberla retenido justo antes, de qué poco me había servido. Intenté que mis frases sonaran más como un recordatorio que como una acusación, un reproche, aunque sin duda lo eran (lo intenté para no irritarlo en exceso).

—Bueno, le entregasteis una navaja, ¿no? Y no precisamente una cualquiera, sino una especialmente peligrosa y dañina, está prohibida. Eso tuvo su consecuencia, ¿no?

Díaz-Varela me miró con sorpresa un momento, lo vi desconcertado por primera vez. Se quedó callado, quizá estaba haciendo veloz memoria de si había hablado con Ruibérriz de aquella navaja mientras yo espiaba. En las dos semanas transcurridas desde entonces debía de haber reconstruido con todo detalle lo dicho por ambos en aquella ocasión, debía de haber medido con exactitud de qué y de cuánto me había enterado —a buen seguro con la colaboración de su amigo, al que habría informado del contratiempo; de pronto no me hizo ninguna gracia la idea de que éste estuviera al tanto de mi indiscreción, tal como me había mirado—, y eso que ignoraba que yo me había incorporado a la conversación con retraso y que a ratos me habían llegado tan sólo fragmentos. Se habría puesto en lo peor por si acaso, habría dado por sentado que lo había oído todo, por eso habría decidido llamarme y neutralizarme con la verdad, o con su apariencia, o con parte de ella. Y aun así no tendría registrado que se hubiera mencionado el arma, menos aún el hecho de que se la hubieran comprado y proporcionado ellos al aparcacoches. Yo misma no estaba segura y creía que no, me percaté de ello al notar su perplejidad, o la repentina desconfianza que lo había asaltado, de sus recuerdos y de sus meticulosos repasos. Era muy posible que yo lo hubiera deducido, y luego dado por descontado. Le entraron dudas, debió de preguntarse rápidamente si sabía algo más de lo que me correspondía, y cómo. A mí me dio tiempo a tomar conciencia de que, mientras yo había empleado la segunda persona del plural varias veces, incluyendo a Ruibérriz y al anónimo enviado de éste (acababa de decir ‘le entregasteis’), él hablaba siempre en primera persona del singular (acababa de decir ‘había acertado en mis azarosos planes’), como si asumiera él solo el crimen, como si fuera cosa suya exclusivamente, pese a la manipulación del ejecutor y la ayuda de por lo menos dos cómplices, los que le habían hecho el trabajo sin que él tuviera que intervenir ni mezclarse. Él había quedado muy lejos de lo sucio y sangriento, del gorrilla y sus cuchilladas, del móvil y del asfalto, del cuerpo de su mejor amigo tirado en medio de un charco. Con nada había tenido contacto; era raro que a la hora de contarlo no se aprovechara de eso, sino lo contrario. Que no distribuyera la culpa entre quienes habían participado. Eso siempre disminuye la propia, aunque esté claro quién ha movido los hilos y quién ha urdido y ha dado la orden. Lo han sabido los conspiradores desde tiempos inmemoriales, y también las turbas espontáneas y acéfalas, azuzadas por extrañas cabezas que no sobresalen y que nadie distingue: no hay nada como el reparto para salir mejor librado.

No le duró el desconcierto, se recompuso en seguida. Tras hacer memoria y no encontrar nada nítido en ella debió de pensar que en el fondo era indiferente lo que yo supiera y lo que supusiera, al fin y al cabo dependía de él en ambos terrenos ahora, como se depende siempre de quien nos cuenta algo, éste decide por dónde empieza y cuándo para, qué revela y qué insinúa y qué calla, cuándo dice verdad y cuándo mentira o si combina las dos y no permite reconocerlas, o si engaña con la primera como se me había ocurrido que quizá estaba él haciendo; no, no es tan difícil, basta con exponerla de manera que no se crea, o que cueste tanto creerla como para acabar desechándola. Las verdades inverosímiles se prestan a eso y la vida está llena de ellas, mucho más que la peor novela, ninguna se atrevería a dar cabida en su seno a todos los azares y coincidencias posibles, infinitos en una sola existencia, no digamos en la suma de las habidas y de las que aún discurren. Resulta bochornoso que la realidad no imponga límites.

—Sí —respondió—, eso tuvo una consecuencia, pero también podía no haberla tenido. Canella era libre de rechazar la navaja, o de cogerla y después tirarla o venderla. O de conservarla y no usarla. Tampoco habría sido improbable que la perdiera o se la robaran antes de tiempo, entre los indigentes es una posesión muy preciada, porque todos se sienten amenazados e indefensos. En suma, proporcionarle a alguien un motivo y una herramienta no garantiza que se vaya a valer de ellos, en absoluto. Mis planes fueron muy azarosos incluso después de cumplidos. El hombre estuvo a punto de equivocarse de persona, en efecto. Más o menos un mes antes. Sí, claro que hubo que aleccionarlo, que insistirle, que aclarárselo, sólo habría faltado una metedura así de pata. Eso no le habría sucedido a un sicario, pero ya te he dicho los inconvenientes que pueden traer, si no a la corta, sí a la larga. Preferí arriesgarme a fallar, a que no saliera, antes que a acabar descubierto. —Se paró, como si se hubiera arrepentido de la última frase, o tal vez de haberla soltado en aquel momento, era posible que aún no tocara; quien relata algo que se ha preparado, algo ya elaborado, suele decidir con antelación qué irá antes y qué más tarde, y se preocupa de no contravenir ni alterar ese orden. Bebió, se subió las mangas ya subidas en un gesto maquinal que hacía de vez en cuando, encendió por fin su cigarrillo, fumaba unos alemanes muy ligeros fabricados por la casa Reemtsma, cuyo propietario fue secuestrado y hubo de pagar el mayor rescate de la historia de su país, una cantidad monstruosa, luego escribió un libro sobre su experiencia al que eché un vistazo en la editorial en su versión inglesa, consideramos publicarlo en España, pero al final Eugeni lo juzgó deprimente y no quiso. Supongo que los seguirá fumando a no ser que se haya quitado, no creo, no es de los que aceptan imposiciones sociales, lo mismo que su amigo Rico, por lo visto hace y dice lo que le da la gana en todas partes y las consecuencias le traen sin cuidado (a veces me pregunto si estará al tanto de lo hecho por Díaz-Varela, si se lo olerá siquiera: es improbable, me dio la impresión de no interesarse mucho por lo próximo y contemporáneo, ni de enterarse de ello). Díaz-Varela pareció dudar si continuar por ese camino. Lo hizo, muy brevemente, quizá para no subrayar su arrepentimiento con un giro demasiado brusco—. Por extraño que te parezca en un caso de homicidio, matar a Miguel era mucho menos importante que no ser pillado ni involucrado. Quiero decir que no valía la pena asegurarse de que moría entonces, ese día o cualquier otro cercano, si a cambio yo corría el más mínimo peligro de quedar expuesto o bajo sospecha alguna vez, aunque fuera de aquí a treinta años. Eso no podía permitírmelo bajo ningún concepto, ante esa posibilidad era mejor que él siguiera vivo, abandonar cualquier plan y renunciar a su muerte entonces. Dicho sea de paso, el día no lo elegí yo, desde luego, sino el gorrilla. Una vez realizada mi tarea, estaba todo en su mano. Habría sido de un mal gusto exagerado que yo hubiera escogido precisamente el de su cumpleaños. Fue una casualidad, quién sabía cuándo iba a decidirse el hombre, o si nunca iba a hacerlo. Pero todo eso te lo explicaré más tarde. Sigamos con tu idea, con tu composición de lugar, te habrá dado tiempo a asentarla en estas dos semanas.

Quería reprimirme y dejarlo hablar hasta que se cansara y hubiera acabado, pero de nuevo no fui capaz, mi cerebro había captado dos o tres cosas al vuelo, y me hervían demasiado para callármelas todas en el instante. ‘Habla de homicidio a estas alturas del cuento, y no de asesinato, ¿cómo puede ser si ya no está disimulando?’, pensé. ‘Desde el punto de vista del aparcacoches será lo primero, y también desde el de Luisa, y desde el de la policía y el de los testigos, y desde el de los lectores de prensa que se encontraron la noticia una mañana y se horrorizaron al ver lo que podía pasarle a cualquiera en una de las zonas de Madrid más seguras, y después la olvidaron porque no hubo continuidad y porque además la desgracia, una vez aplacada en sus imaginaciones, contribuyó a que se sintieran a salvo: “No he sido yo”, se dijeron, “y algo así no ocurrirá dos veces”. Pero no desde el suyo, desde el punto de vista de Javier es un asesinato, no le puede valer que su plan tuviera grandes fisuras, el elemento azaroso, que sus cálculos tal vez no se cumplieran, es inteligente como para engañarse con eso. ¿Y por qué ha dicho “entonces” y lo ha repetido? “Asegurarse de que moría entonces”, “su muerte entonces”, como si hubiera cabido aplazarla o dejarla para más adelante, es decir, para
“hereafter”
, en la certeza de que llegaría. Y “Habría sido de un mal gusto exagerado”, también ha dicho eso, como si no lo fuera bastante dar la orden de matar a un amigo.’ Me quedé con lo último, como ocurre siempre, aunque no fuera lo más llamativo; sí quizá lo más ofensivo.

—De un mal gusto exagerado —repetí—. Pero ¿qué estás diciendo, Javier? ¿Tú crees que ese detalle cambia en algo lo principal? Me estás hablando de un asesinato. —Y aproveché para darle su nombre—. ¿Crees que fijar un día u otro puede añadirle o restarle gravedad a eso? ¿Añadirle buen gusto o restarle algo de malo? No te entiendo. Bueno, tampoco aspiro a entender nada, no sé ni por qué te estoy escuchando. —Y ahora fui yo quien encendió un segundo cigarrillo y bebió, alterada; me atropellé, casi me atraganté, bebí cuando aún no había expulsado el primer humo.

—Claro que lo entiendes, María —me contestó rápidamente—, y por eso me estás escuchando, para acabar de creértelo, para comprobarlo. Te lo has contado y recontado sin cesar, todos los días y noches de estas dos semanas. Has comprendido que para mí mis anhelos están por encima de toda consideración y todo freno y todo escrúpulo. Y de toda lealtad, figúrate. Yo he tenido muy claro, desde hace algún tiempo, que quiero pasar junto a Luisa lo que me quede de vida. Que sólo hay una y que es esta y que no se puede confiar en la suerte, en que las cosas ocurran por sí solas y se aparten como por ensalmo los obstáculos y las resistencias. Uno tiene que ponerse a la faena. El mundo está lleno de perezosos y de pesimistas que nada consiguen porque a nada se aplican, después se permiten quejarse y se sienten frustrados y alimentan su resentimiento hacia lo externo: así son la mayoría de los individuos, holgazanes idiotas, derrotados de antemano, por su instalación en la vida y por sí mismos. Yo he permanecido soltero todos estos años; sí, con historias muy gratificantes, distrayéndome, a la espera. Primero a la espera de que apareciera alguien que me trajera debilidad, y por quien la tuviera. Luego... Para mí es el único modo de reconocer ese término que todo el mundo emplea con desenvoltura pero que no debería ser tan fácil puesto que no lo conocen muchas lenguas, sólo el italiano además de la nuestra, que yo sepa, claro está que yo sé pocas... Tal vez el alemán, la verdad es que lo ignoro: el enamoramiento. El sustantivo, el concepto; el adjetivo, el estado, eso sí es más conocido, por lo menos el francés lo tiene y el inglés no, pero se esfuerza y se acerca... Nos hacen mucha gracia muchas personas, nos divierten, nos encantan, nos inspiran afecto y aun nos enternecen, o nos gustan, nos arrebatan, incluso nos vuelven locos momentáneamente, disfrutamos de su cuerpo o de su compañía o de ambas cosas, como me sucede contigo y me ha sucedido otras veces, unas pocas. Hasta se nos hacen imprescindibles algunas, la fuerza de la costumbre es inmensa y acaba por suplir casi todo, incluso por suplantarlo. Puede suplantar el amor, por ejemplo; pero no el enamoramiento, conviene distinguir entre los dos, aunque se confundan no son lo mismo... Lo que es muy raro es sentir debilidad, verdadera debilidad por alguien, y que nos la produzca, que nos haga débiles. Eso es lo determinante, que nos impida ser objetivos y nos desarme a perpetuidad y nos haga rendirnos en todos los pleitos, como acabó rendido el Coronel Chabert ante su mujer en cuanto volvió a verla a solas, te hablé de esa historia, te la leíste. Lo logran los hijos, dicen, y no tengo inconveniente en creerlo, pero ha de ser de una índole distinta, son seres desprotegidos desde que aparecen, desde el primer instante, la debilidad que nos traen debe de venirnos ya impuesta por su indefensión absoluta, y al parecer permanece... En general la gente no experimenta eso con un adulto, ni en realidad lo busca. No aguarda, es impaciente, es prosaica, quizá ni siquiera lo quiere porque tampoco lo concibe, así que se junta o se casa con el primero que se le aproxima, no es tan extraño, esa ha sido la norma durante toda la vida, hay quienes piensan que el enamoramiento es una invención moderna salida de las novelas. Sea como sea, ya la tenemos, la invención, la palabra y la capacidad para el sentimiento. —Díaz-Varela había dejado alguna frase inacabada o medio en el aire, había titubeado, había estado tentado de hacer digresiones de sus digresiones, se había frenado; no quería discursear, pese a su tendencia, sino contarme algo. Se había ido echando hacia delante, estaba sentado en el borde del sillón ahora, los codos sobre las rodillas y las manos juntas; su tono se había hecho vehemente dentro de la frialdad y el orden expositivo, casi didáctico, que empleaba cuando peroraba. Y, como siempre que hablaba seguido, yo no podía apartar la vista de su cara, de sus labios que se movían veloces al soltar las palabras. No es que no me interesara lo que decía, me había interesado en todos los casos, y más ahora en que me estaba confesando lo que había hecho y por qué y cómo, o lo que él creía que yo creía, y acertaba. Pero aunque no me hubiera interesado, habría continuado oyéndolo indefinidamente, oyéndolo mientras lo miraba. Encendió otra luz, la de la lámpara que tenía al lado (se sentaba a leer en ese sillón a veces), ya había anochecido del todo y la que había no bastaba. Lo vi mejor, le vi sus pestañas bastante largas y su expresión algo ensoñada, también entonces. Su semblante no denotaba preocupación ni violencia por lo que estaba contando. De momento no le costaba. Yo tenía que recordarme cuán odiosa resultaba su tranquilidad dominante en aquellas circunstancias, porque lo cierto era que no me lo resultaba—. Uno sabe que es incondicional de esa persona —prosiguió—, que la va a ayudar y a apoyar en lo que sea, aunque se trate de un empeño horrible (por ejemplo cargarse a alguien, uno pensará que le han dado motivos o que no hay más remedio), y que hará por ella lo que se tercie. Son personas que no es que a uno le hagan gracia, en el sentido más noble del término; es que le caen en gracia, que es diferente y mucho más fuerte y duradero. Como todos sabemos, esa incondicionalidad apenas tiene que ver con la razón, ni siquiera con las causas. De hecho, es curioso, el efecto es enorme y no hay causas, no suele haberlas o no son formulables. A mí me parece que interviene no poco la decisión, una decisión arbitraria... Pero en fin, esa es otra historia. —De nuevo le había apetecido disertar, se forzaba a no caer en ello. Dentro de todo, procuraba ir al grano, y tuve la sensación de que, si aun así se espaciaba, no era contra su voluntad y porque no pudiera evitarlo, sino que buscaba algo con ello, quizá envolverme y acostumbrarme más a los hechos. De vez en cuando yo me paraba y pensaba: ‘Estamos hablando de lo que estamos hablando, un asesinato, es insólito; y yo le presto atención en vez de colgarlo de un árbol’. Y en seguida acudía a mi pensamiento la contestación de Athos a d’Artagnan cuando éste había exclamado lo mismo: ‘Sí, un asesinato, no más’. Y cada vez lo pensaba menos—. Casi nadie puede responder a esa pregunta que los demás sí se hacen sobre uno, sobre cualquiera: ‘¿Por qué se habrá enamorado de ella? ¿Qué le habrá visto?’. Sobre todo cuando es alguien que se juzga insoportable, no es el caso de Luisa, yo creo; pero bueno, no soy quién para decirlo, por lo que acabo de exponer, justamente. Pero ni tú misma, María, sin ir más lejos, sabrías responder por qué te has encaprichado de mí durante esta temporada, con todos mis defectos y a sabiendas de que mi verdadero interés estaba en otra parte desde el principio, de que tenía un objetivo irrenunciable desde hacía tiempo, de que no había posibilidad de que tú y yo fuéramos más allá de donde hemos ido. No sabrías, quiero decir, fuera del balbuceo de cuatro subjetividades imprecisas y poco airosas, tan discutibles como indiscutibles: indiscutibles para ti (¿quién osaría contradecirte?), discutibles para los otros. —‘Es verdad, no sabría’, pensé. ‘Como una estúpida. ¿Qué iba a decir, que me gustaba mirarlo y besarlo, y acostarme con él, y la zozobra de no saber si iba a hacerlo, y escucharlo? Sí, son razones idiotas y que no convencen a nadie, o así suenan siempre a oídos del que no siente lo mismo o no ha probado nada semejante en su vida. Ni siquiera son razones, como ha dicho Javier, seguramente tienen más que ver con una manifestación de fe que con ninguna otra cosa; aunque tal vez sí sean causas. Y su efecto es enorme, eso es cierto. Es invencible.’ Debí de sonrojarme levemente, o acaso me removí en el sofá con incomodidad, con vergüenza. Me molestaba que me hubiera mencionado abiertamente, que hubiera hecho referencia a mis sentimientos hacia él cuando yo había sido siempre discreta y parca en palabras, nunca lo había atosigado con peticiones ni declaraciones, ni con indirectas sutiles que lo hubieran invitado a expresarme algo de afecto, me había abstenido de hacerle sentir la menor responsabilidad u obligación o necesidad de respuesta, ni sombra de ello; tampoco había albergado esperanzas de que la situación cambiara, o sólo en la soledad de mi alcoba mirando los árboles, lejos de él, en secreto, como quien fantasea cuando empieza a venirle el sueño, todo el mundo tiene derecho a eso, a imaginarse lo imposible cuando la vigilia inicia por fin su retirada, qué menos, y se clausura el día. Me desazonaba que me hubiera incluido en todo aquello, podía habérselo ahorrado; no lo habría hecho inocentemente, alguna intención guardaría, no se le habría escapado. Otra vez me entraron ganas de levantarme y marcharme, de salir de una vez de aquella casa querida y temida y no volver; pero ahora ya sabía que no iba a irme hasta que terminara, hasta que me contara enteras su verdad o su mentira, o su verdad y su mentira, las dos juntas, no todavía. Díaz-Varela advirtió mi rubor o mi desasosiego, lo que fuese, porque se apresuró a añadir, como quien templa gaitas—: Ojo, no estoy insinuando que tú estés enamorada de mí ni que me seas incondicional ni que yo te haya caído en gracia, nada de eso. No soy tan presuntuoso. Sé bien que no es tanto, que estás muy lejos, que no puede compararse lo que tú sientes por mí desde hace poco con lo que yo siento por Luisa desde hace años. Sé que soy sólo un entretenimiento, que te he hecho gracia. Como tú a mí, no hay apenas diferencia, ¿me equivoco? Si lo menciono es como prueba de que hasta los encaprichamientos más pasajeros y leves carecen de causas. No digamos lo que es mucho más, infinitamente más que eso.

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