Los enamoramientos (31 page)

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Authors: Javier Marías

—¿Qué pasa? ¿Quieres hacer comprobaciones? ¿Quieres ir a hablar con él y que te confirme mi versión? Hazlo, es un hombre muy afable y cordial, yo he coincidido un par de veces con él. Doctor Vidal Secanell. José Manuel Vidal Secanell, te será fácil encontrarlo, no tienes más que consultar la lista del Colegio de Médicos o como se llame, seguro que estará en Internet.

—¿Y el oftalmólogo? ¿Y el internista?

—Eso ya no lo sé. Miguel nunca los mencionó por sus nombres, o si lo hizo yo no los retuve. A Vidal sí lo conozco porque era amigo suyo desde la infancia, ya te he dicho. Pero esos otros no sé. Con todo, supongo que no te sería muy difícil averiguar quién era su oftalmólogo, si es lo que quieres, ¿vas a dedicarte a investigar? Eso sí, mejor que no se lo preguntes a Luisa directamente a menos que estés dispuesta a contárselo todo, a contarle el resto. Ella nunca ha sabido nada de esto, ni del melanoma ni nada, ese era el deseo de Miguel.

—Bastante raro eso, ¿no? Uno diría que para ella era menos traumático saber de su enfermedad que verlo cosido a navajazos y desangrándose en el suelo. Que le costaría más reponerse de una muerte tan violenta y salvaje. O reconciliarse con ella, como dice la gente ahora, ¿no?

—Tal vez —contestó Díaz-Varela—. Pero, con ser importante esa consideración, entonces era secundaria. Lo que horrorizaba a Miguel era pasar por las fases que Vidal le había descrito; también que Luisa lo contemplara, pero eso quedaba ya a cierta distancia, por fuerza era una preocupación menor en comparación. Cuando alguien es consciente de que le toca largarse, está muy metido en sí mismo y piensa poco en los demás, incluso en los más cercanos, en los más queridos, aunque se empeñe en no desentenderse, en no perderlos de vista en medio de su tribulación. Uno sabe que se va solo y que ellos se quedan, y en eso hay siempre un elemento fastidioso que lleva a sentirlos apartados y ajenos, casi a guardarles rencor. Así que sí, quería ahorrarle su agonía a Luisa, pero sobre todo quería ahorrársela él. Además, ten en cuenta que él ignoraba de qué manera repentina iba a morir. Eso me lo dejó a mí. Ni siquiera sabía si iba a haber tal muerte repentina o si no le quedaría más remedio que aguantarse y sufrir la evolución de la enfermedad hasta el final, o esperar a sacar fuerzas para tirarse por una ventana cuando ya estuviera peor y empezara a verse deformado y a sentir mucho dolor. Yo nunca le garanticé nada, nunca le dije que sí.

—¿Que sí a qué? ¿Nunca le dijiste que sí a qué?

Díaz-Varela volvió a mirarme con aquella fijeza suya que uno nunca acababa de percibir como tal, si acaso como envolvimiento. Ahora me pareció ver en sus ojos un destello de irritación. Pero como todos los destellos fue fugaz, porque en seguida me contestó, y al hacerlo se le fue esa expresión.

—A qué va a ser. A su petición. ‘Quítame de en medio’, me pidió. ‘No me digas cómo ni cuándo ni dónde, que me venga de sorpresa, tenemos mes y medio o dos meses, busca una manera y ponla en práctica. No me importa cuál sea. Cuanto más rápida mejor. Cuanto menos sufra y menos daño mejor. Cuanto menos me la espere mejor. Haz lo que quieras, contrata a alguien que me pegue un tiro, haz que me atropellen al cruzar una calle, que se me derrumbe un muro encima o no me funcionen los frenos del coche, o los faros, no sé, no lo quiero saber ni pensar, piénsalo tú, lo que sea, lo que esté en tu mano, lo que se te ocurra. Tienes que hacerme este favor, tienes que salvarme de lo que me aguarda si no. Ya sé que es mucho pedir, pero yo no soy capaz de matarme, ni de trasladarme a un sitio en Suiza a sabiendas de que voy hasta allí nada más que para morir entre desconocidos, quién podría someterse a un viaje tan lúgubre, camino de su ejecución, sería como morirse varias veces durante el trayecto y la estancia, sin cesar. Prefiero amanecer aquí cada día con una mínima apariencia de normalidad, y seguir con mi vida mientras me sea posible con el temor y la esperanza de que ese día sea el último. Pero sobre todo con la incertidumbre, la incertidumbre es lo único que me puede ayudar; y lo que sé que puedo soportar. Lo que no puedo es saber que depende de mí. Tiene que depender de ti. Quítame de en medio antes de que sea tarde, tienes que hacerme este favor.’ Eso fue más o menos lo que me vino a decir. Estaba desesperado y también muerto de miedo. Pero no estaba fuera de sí. Lo había meditado mucho. Si cabe decirlo, con frialdad. Y no veía otra solución. En verdad no la veía.

—¿Y tú qué le contestaste? —le pregunté, y nada más preguntárselo volví a caer en la cuenta de que algo de crédito estaba dando a su historia, aunque fuera un crédito hipotético y pasajero, aunque yo me dijera que en realidad mi pregunta había sido: ‘Y en el supuesto de que todo esto hubiera sido así, pongámonos en ello un instante, ¿tú qué le contestaste?’. Pero lo cierto es que no se la formulé de este modo, desde luego que no.

—Al principio me negué en redondo, sin darle opción a insistir. Le dije que eso no podía ser, que en efecto era demasiado pedir, que no podía encomendarle a nadie una tarea que sólo le correspondía a él. Que encontrara valor o contratara él mismo a un sicario, no sería la primera vez que alguien encargase y pagase su propia ejecución. Dijo que sabía de sobra que carecía de ese valor y que tampoco se veía capaz de contratar él a nadie, que eso equivalía a saber con antelación, a estar enterado del cómo y casi del cuándo: una vez que estableciera el contacto el sicario se pondría en marcha, son gente expeditiva y que no se da aplazamientos, hacen lo que tienen que hacer y a otra cosa. Eso no era muy distinto de la visita a Suiza, dijo, seguía siendo una decisión suya, era poner una fecha concreta y renunciar al pequeño consuelo de la incertidumbre, y si de algo se sentía incapaz era de decidir si hoy o mañana o pasado. Iría dejando la cosa de un día para otro, le irían pasando sin atreverse, no vería nunca el momento y entonces acabaría por pillarlo la virulencia de la enfermedad, lo que a toda costa debía evitar... Y sí, yo le entendía, en esas circunstancias es muy fácil decirse: ‘Aún no, aún no. Quizá mañana. Sí, de mañana no pasa. Pero esta noche voy a dormir aún en casa, en mi cama, voy a dormir aún con Luisa. Solamente un día más’. —‘Debería morir más adelante, entretenerme pálidamente’, pensé. ‘Al fin y al cabo, después ya no podré volver. Y aunque pudiera: los muertos hacen mal en regresar’—. Miguel tenía muchas virtudes, pero era débil e indeciso. Posiblemente lo seríamos casi todos en una situación así. Supongo que yo también.

Díaz-Varela se quedó callado y abstrajo la mirada, como si se estuviera poniendo en el lugar de su amigo o rememorara el tiempo en que lo había hecho. Tuve que sacarlo de su estupor, formara éste parte de una representación o no.

—Eso fue al principio, has dicho. ¿Y después? ¿Qué te hizo cambiar de opinión?

Siguió pensativo unos instantes, se pasó la mano por la cara varias veces, como quien comprueba si todavía le dura el afeitado o la barba ya le ha empezado a crecer. Cuando habló de nuevo, sonó muy cansado, tal vez saturado de sus explicaciones y de aquella conversación en la que él llevaba todo el peso. Mantuvo los ojos idos y murmuró como para sí:

—No cambié de opinión. Nunca cambié de opinión. Desde el primer momento supe que no me quedaba alternativa. Que, por difícil que se me hiciera, debía satisfacer su petición. Una cosa fue lo que le dije. Otra lo que me tocaba hacer. Había que quitarlo de en medio, como él decía, porque él nunca se iba a atrever, ni activa ni pasivamente, y lo que lo aguardaba era en verdad cruel. Me insistió y me suplicó, se ofreció a firmarme un papel asumiendo la responsabilidad, hasta propuso ir a un notario. No se lo acepté. Si lo hacía él tendría la sensación de haber firmado algo más, una especie de contrato o de pacto, lo habría tomado por un sí y eso yo quería evitarlo, prefería que creyera que no. Pero al final tampoco le cerré la puerta del todo. Le dije que lo pensaría un poco más pese a estar seguro de que no iba a cambiar de idea. Que no contara con ello. Que no volviera a hablarme del asunto ni a preguntarme nada al respecto. Que lo mejor sería que no nos viéramos ni nos llamáramos de momento. Le sería imposible no insistirme, si no con palabras, sí con la mirada y el tono y con una actitud expectante, y a eso yo no estaba dispuesto: una vez y no más, aquel encargo macabro, aquella tétrica conversación. Le dije que ya me iría yo poniendo en contacto con él, para saber de su estado, no lo dejaría solo, y que mientras tanto se buscara la vida, es decir, que se buscara la muerte sin contar con mi participación. No podía involucrar a un amigo en algo así, le tocaba resolverlo a él. Pero le introduje la duda. No le di esperanza y a la vez sí se la di: suficiente para que pudiera instalarse en su salvadora incertidumbre, para que no descartara del todo mi ayuda, y tampoco sintiera por ello que había una amenaza real e inminente, que su supresión ya estaba en marcha. Sólo de ese modo sería capaz de seguir viviendo lo que le quedara de vida ‘sana’ con una mínima apariencia de normalidad, como había dicho y pretendía ilusoriamente. Pero quién sabe, quizá lo logró un poco, en la medida de lo posible. Hasta el punto de ni siquiera asociar, acaso, el ataque del gorrilla a Pablo, ni sus insultos y acusaciones, con la petición que me había hecho, no lo puedo saber, no lo sé. Yo acabé por llamarlo de vez en cuando, en efecto, para preguntarle cómo iba, si le habían aparecido el dolor y los síntomas o todavía no. Incluso nos vimos en un par de ocasiones y cumplió a rajatabla con lo que le había pedido, no volvió a sacarme el tema ni a insistirme, hicimos como si aquella conversación no hubiera tenido lugar. Pero era como si confiara en mí, yo lo notaba; como si aún aguardara que yo lo sacara del atolladero, que le diera el golpe de gracia por sorpresa, algún día antes de que fuera tarde, y aún viera en mí su salvación, si es que podía darse ese nombre a su eliminación violenta. Yo no le había dicho que sí en modo alguno, pero en el fondo tenía razón: desde el primer momento, desde que me contó su situación, mi cabeza se puso a funcionar. Hablé con Ruibérriz para que me echara una mano y se ocupara de la puesta en acción, y el resto ya lo conoces. Mi cabeza tuvo que ponerse a funcionar, a maquinar como la de un criminal. Tuve que pensar cómo matar a tiempo, cómo hacer morir dentro de un plazo a un amigo sin que pareciera un asesinato ni se sospechara de mí. Y sí, fui poniendo intermediarios, evité mancharme las manos, intervino la voluntad de otros, fui delegando, fui dejando cabos al azar y alejando el hecho de mí y de mi alcance hasta hacerme la ilusión de que no tenía que ver con él, o sólo en origen. Pero también he sabido siempre que en origen hube de pensar y actuar como un asesino. Así que en realidad no es tan extraño que esa sea la idea que hoy tienes de mí. Lo que tú creas, María, con todo, no tiene demasiada importancia. Como quizá puedas imaginar.

Entonces se levantó como si ya hubiera terminado o no tuviera ganas de proseguir, como si diera por concluida la sesión. Nunca le había visto los labios tan pálidos, pese a habérselos mirado tanto. La fatiga y el abatimiento, la desesperación retrospectiva que le habían aparecido hacía rato se le habían acentuado brutalmente. En verdad ahora parecía exhausto, como si hubiera realizado un enorme esfuerzo físico, el que casi desde el principio llevaban anunciando sus mangas subidas, y no sólo verbal. Quizá se vería igual de agotado a quien acabara de asestarle nueve puñaladas a un hombre, o tal vez diez, o dieciséis.

‘Sí, un asesinato’, pensé, ‘no más.’

IV

Esa fue la última vez que vi a solas a Díaz-Varela, como me imaginaba, y pasó bastante tiempo hasta que volví a encontrarme con él, en compañía y por casualidad. Pero durante casi todo ese tiempo rondó mis días y mis noches, al principio con intensidad, luego se demoró pálidamente,
‘palely loitering’
, como dice un medio verso de Keats. Supongo que él pensaba que no teníamos más que hablar, debió de quedarse con la sensación de que había cumplido de sobra con la inesperada tarea de darme unas explicaciones que sin duda había previsto no tener que dar a nadie jamás. Había sido imprudente con la Joven Prudente (ya no soy ni era tan joven, por lo demás), y no le había quedado más remedio que contarme su siniestra o lóbrega historia, según la versión. Después de eso no hacía falta mantener más contacto conmigo, exponerse a mis suspicacias, a mis miradas, a mis evasivas, a mis silenciosos juicios, tampoco yo habría querido someterlo a ellos, nos habría envuelto una atmósfera de taciturnidad y malestar. Él no me buscó ni lo busqué yo a él. Había habido una despedida implícita, se había llegado a un final que ninguna atracción física mutua ni ningún sentimiento no mutuo bastaban para retrasar.

Al día siguiente, pese a su fatiga, debió de sentir que se había quitado un peso de encima, o que si lo había sustituido por otro —yo ahora sabía más, había asistido a una confesión—, éste era mucho menor —resultaba aún más improbable que antes que yo acudiera a nadie con mi siempre indemostrable saber—. En todo caso me traspasó uno a mí: peor que la grave sospecha y las conjeturas quizá apresuradas e injustas, era conocer dos versiones y no saber con cuál quedarme, o más bien saber que me tenía que quedar con las dos y que ambas convivirían en mi memoria hasta que ésta las desalojara, cansada de la repetición. Cuanto a uno se le cuenta se le queda incorporado y pasa a formar parte de su conciencia, incluso si no lo cree o le consta que jamás ha sucedido y que solamente es invención, como las novelas y las películas, como la remota historia de nuestro Coronel Chabert. Y aunque Díaz-Varela había observado el viejo precepto de relatar en último lugar lo que debía figurar como verdadero, y en primero lo que se debía entender como falso, lo cierto es que esa regla no basta para borrar lo inicial o anterior. Uno lo ha oído también, y aunque momentáneamente se vea negado por lo que viene después, ya que esto lo contradice y desmiente, su recuerdo perdura, y sobre todo perdura el recuerdo de nuestra propia credulidad mientras lo escuchábamos, cuando todavía ignorábamos que lo seguiría un mentís y lo tomábamos por la verdad. Cuanto ha sido dicho se recupera y resuena, si no en la vigilia sí en la duermevela y los sueños, donde el orden no importa, y siempre permanece agitándose y latiendo como si fuera un enterrado vivo o un muerto que reaparece porque en realidad no murió, ni en Eylau ni en el camino de vuelta ni colgado de un árbol ni en ningún otro lugar. Lo dicho nos acecha y revisita a veces como los fantasmas, y entonces siempre nos parece que fue insuficiente, que la más larga conversación fue muy corta y la más cabal explicación tuvo lagunas; que debimos preguntar mucho más y prestar más atención, y fijarnos en lo que no fue verbal, que engaña un poco menos que lo que sí lo es.

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