Read Los enamoramientos Online
Authors: Javier Marías
Nada de eso iba a suceder en ningún caso. Ni siquiera si le hacía chantaje, si lo amenazaba con contarlo o era yo quien le suplicaba. Seguía metido en sus pensamientos, extrañamente ajeno, continuaba con la vista fija en el suelo. Lo saqué de su ensimismamiento en vez de aprovechar para largarme, ya era tarde: habría preferido quedarme con mis conjeturas sombrías y no saber nada seguro, después de haberle escuchado; pero ahora quería que terminara, por ver si su historia era algo menos mala, algo menos triste de lo que sonaba.
—Y tú, ¿qué es lo que pensaste? ¿De qué lograste convencerte? ¿De que no tenías arte ni parte en el asesinato de tu mejor amigo? Resulta difícil de creer, ¿no? Por mucha autosugestión que le echaras.
Alzó los ojos y se bajó de nuevo las mangas hasta los antebrazos, como si le hubiera entrado frío. Pero no lo abandonó del todo aquella especie de abatimiento o cansancio que parecía haberlo asaltado. Habló más despacio, con menos seguridad y menos brío, la mirada posada en mi rostro y a la vez un poco perdida, como si yo estuviera a gran distancia.
—No lo sé —dijo—. Sí, es verdad que uno sabe, sabe la verdad en el fondo, cómo no, cómo va a ignorarla. Sabe que uno ha puesto en marcha un mecanismo y que además podría pararlo, nada es inevitable hasta que ha sucedido y el ‘más adelante’ con que todos contamos deja de existir para alguien. Pero hay algo misterioso en la delegación, ya te lo he dicho. Yo le hice un encargo a Ruibérriz, y desde ese momento siento que la maquinación ya no es tan mía, por lo menos está compartida. Ruibérriz le ordenó a otro que le consiguiera un móvil al gorrilla y le hiciera llamadas, los dos se las hicieron, turnándose, dos voces convencen más que una y le pusieron la cabeza como un bombo; ni siquiera sé bien cómo se lo proporciona ese otro, el móvil, se lo deja en el coche en el que vivía, creo, le aparece allí como por ensalmo, y lo mismo la navaja luego, para no ser visto, era imposible anticipar el resultado de todo eso. En cualquier caso ese otro, ese tercero, no conoce mi nombre ni mi cara ni yo tampoco los suyos, y con su intervención desconocida se me aleja todo un poco más, es menos mío, y mi participación se difumina, ya no está todo en mis manos sino cada vez más repartido. Una vez que uno activa algo y lo entrega es también como si lo soltara y se deshiciera de ello, no sé si eres capaz de entenderlo, quizá no, nunca has tenido que organizar y preparar una muerte. —Reparé en la expresión empleada, ‘tenido que’; esa idea era absurda, él no había ‘tenido que’ hacer nada, nadie lo había obligado. Y había dicho ‘una muerte’, el término más neutro posible, no ‘un homicidio’ ni ‘un asesinato’ ni ‘un crimen’—. Uno recibe sucintos informes de cómo marchan las cosas y supervisa, pero no se ocupa directamente de nada. Sí, se produce un error, Canella se confunde de hombre y a mí me llega la noticia, hasta Miguel me menciona el percance sufrido por el pobre Pablo, sin sospechar que tuviera que ver con su petición, sin relacionar una cosa con otra, sin imaginarse que yo estuviera detrás, o disimuló muy bien, cómo voy a saberlo. —Me di cuenta de que me estaba perdiendo (¿qué petición? ¿qué relación? ¿qué disimulo?), pero él siguió como si hubiera tomado carrerilla de pronto, no me dejó interrumpirlo—. El idiota de Ruibérriz no se fía del tercero a partir de eso, le pago bien y me debe favores, así que toma las riendas y se presenta ante el aparcacoches, con precaución, a escondidas, es verdad que no hay nadie en esa calle de noche, pero se deja ver por él con su abrigo de cuero, espero que los haya tirado todos, para asegurarse de que no va a equivocarse de nuevo y a acabar acuchillando al pobre chófer, a Pablo, y echándolo todo por tierra. Sí, ese incidente me llega, por ejemplo, pero para mí es solamente un relato que me cuentan en mi casa, yo no me muevo de aquí, nunca piso el terreno ni me mancho, así que no siento que nada de eso sea enteramente responsabilidad ni obra mía, son hechos remotos. No te sorprenda, los hay que aún van más lejos: hay quienes ordenan la eliminación de alguien y luego ni siquiera quieren enterarse del proceso, de los pasos dados, del cómo. Confían en que al final venga un mandado y les comunique que ese alguien ha muerto. Ha sido víctima de un accidente, les dicen, o de una grave negligencia médica, o se ha tirado por el balcón, o lo han atropellado, o lo han atracado una noche, con tan mala pata que forcejeó y se lo cargaron. Y, por extraño que parezca, el que dictaminó esa muerte, sin especificar cómo ni cuándo, puede exclamar con sinceridad relativa, o con cierta dosis de asombro: ‘Vaya por Dios, qué tragedia’, casi como si él fuera ajeno y el destino se hubiera encargado de cumplir sus deseos. Eso procuré yo, verme lo más ajeno posible, aunque hubiera trazado el cómo en parte: Ruibérriz averiguó cuál era el drama en la vida de ese indigente, el motivo de su mayor rabia, su afrenta, por casualidad o no tanto, no sé, me vino un día con la historia de sus hijas metidas a putas a la fuerza o con engaños, él toca todas las teclas, no le faltan conexiones en ningún ámbito, y en consecuencia el plan era mío, o bueno, era de los dos, era nuestro. Pero aun así yo me mantenía lejos, apartado: estaba el propio Ruibérriz en medio, y su amigo, ese tercero, y sobre todo estaba Canella, que no sólo decidía cuándo, sino que podía decidir no hacerlo, en realidad nada estaba en mi mano. Y entonces hay tanta delegación, tanto dejado a la acción de otros, tanto al azar, tanta distancia, que uno es medio capaz de decirse, una vez que ha sucedido: ‘¿Qué tengo que ver yo con esto, con lo que ha hecho un trastornado en la calle, a una hora y en una zona seguras? Ya se ve que era un peligro público, un violento, no debería haber andado suelto, aún menos tras el aviso con Pablo. La culpa es de las autoridades que no tomaron medidas, y también de la pésima suerte, que todavía sigue existiendo’.
Díaz-Varela se levantó y dio una vuelta por el salón hasta volver a pararse detrás de mí, me puso las manos en los hombros, me los apretó suavemente, nada que ver con la que me había plantado dos semanas atrás, antes de irme, él y yo de pie, reteniéndome, era una losa. Ahora no tuve temor, lo noté como un gesto de afecto, y además su tono había cambiado. Se había teñido de una especie de pesadumbre o de leve desesperación ante lo irremediable —leve por ser ya retrospectiva— y se había desprendido del cinismo, como si éste hubiera sido impostado. También había empezado a mezclar tiempos verbales, presente de indicativo, pretérito indefinido e imperfecto, como le ocurre a veces a quien revive una mala experiencia o se está recontando un proceso del que sólo cree haber salido y no es cierto. Había adquirido un acento de verdad poco a poco, no de golpe, y eso lo hacía más creíble. Pero tal vez eso era lo fingido. Es detestable no saberlo, también todo lo anterior me había sonado a verdadero, había tenido el mismo acento o no el mismo sino otro distinto, pero igualmente de verdad en todo caso. Ahora se había callado y podía preguntarle por lo que me había resultado incomprensible, por lo que se le había escapado. O quizá no se le había escapado en absoluto, lo había introducido a conciencia y aguardaba mi reacción a ello, confiaba en que lo hubiera cazado.
—Has hablado de una petición de Deverne, y de un posible disimulo suyo. ¿Qué petición es esa? ¿Qué iba a disimular él? No he entendido. —Y al decir esto pensé: ‘¿Qué diablos estoy haciendo, cómo puedo referirme con civilidad a todo esto, cómo puedo hacerle preguntas sobre los pormenores de un asesinato? ¿Y por qué estamos hablándolo? No es tema de conversación, o sólo cuando ya han transcurrido muchos años, como en la historia de Anne de Breuil muerta por Athos cuando éste ni siquiera era Athos. En cambio Javier es Javier todavía, no le ha dado tiempo a convertirse en otro’.
Volvió a apretarme con suavidad los hombros, era casi una caricia. Yo había hablado sin darme la vuelta, ahora no necesitaba tenerlo a la vista, no me era desconocido ni preocupante ese tacto. Me invadió una sensación de irrealidad, como si estuviéramos en otro día, un día anterior a mi escucha, cuando aún no había descubierto nada ni había ningún espanto, sólo placer provisional y resignada espera enamorada, espera a ser dada de baja o despedida de su lado cuando fuera Luisa quien se le enamorara, o por lo menos le consintiera dormirse y despertarse a diario en su cama. Ahora se me antojó figurarme que no faltaba tanto para eso, hacía mucho que no la veía, ni de lejos siquiera. Quién sabía cómo había evolucionado, si se había ido recuperando del golpe, hasta qué punto Díaz-Varela se le había inoculado, se le había hecho indispensable en su solitaria vida de viuda con niños que le pesaban a veces, cuando quería encerrarse a llorar y no hacer nada. Lo mismo que yo había intentado con él en su solitaria vida de soltero, sólo que tímidamente y sin convencimiento ni empeño, desde el principio derrotada.
En otro día habría sido posible que las manos de Díaz-Varela se hubieran deslizado desde mis hombros hasta mis pechos, y que yo no sólo lo hubiera permitido, sino que lo hubiera alentado con el pensamiento: ‘Desabróchame un par de botones y mételas bajo mi jersey o mi blusa’, ordena uno mentalmente, o suplica. ‘Vamos, hazlo ya, ¿a qué esperas?’ Me atravesó el impulso de pedírselo así, en silencio, la fuerza de la expectativa, la persistencia irracional del deseo, que a menudo hace olvidar cuáles son las circunstancias y quién es quién, y borra la opinión que uno tiene de la persona que le provoca el deseo, en aquel momento lo que me predominaba era el desprecio. Pero él no iba a ceder hoy a eso, conservaba más conciencia que yo de que no estábamos en otro día, sino en el que él había elegido para contarme su conspiración y sus actos y luego decirme adiós para siempre, después de aquella conversación no podríamos seguir viéndonos, no era posible, los dos lo sabíamos. Así que no bajó las manos lentamente sino que las levantó como quien ha sido recriminado por tomarse confianzas o aun por propasarse —pero yo no había dicho nada, ni mi actitud tampoco— y volvió a su sillón, se sentó de nuevo enfrente de mí y me miró fijamente con sus ojos nebulosos o indescifrables que jamás lograban mirar fijamente del todo y con aquella pesadumbre o desesperación retrospectiva que le había aparecido en la voz poco antes y que ya no se le iría, ni del tono ni de la mirada, como si me dijera una vez más: ‘¿Por qué no me entiendes?’, no con impaciencia sino con lástima.
—Todo lo que te he contado es cierto, en lo relativo a los hechos —me respondió—. Sólo que lo principal aún no te lo he dicho. Lo principal no lo sabe nadie, o sólo Ruibérriz a medias, que por fortuna ya no hace demasiadas preguntas; sólo escucha, complace, sigue las instrucciones y cobra. Ha aprendido. Las dificultades lo han convertido en un hombre dispuesto a muchas cosas a cambio de un sueldo, sobre todo si se lo paga un viejo amigo que no va a endosarle un marrón, ni a traicionarlo ni a sacrificarlo, hasta ha aprendido a ser discreto. Es cierto cómo lo hicimos, y que no teníamos seguridad de que el plan fuera a salir, en modo alguno, era casi una moneda al aire, pero yo no quería recurrir a un sicario, ya te lo he explicado. Tú has sacado tus conclusiones y no te lo reprocho; o algo sí, pero te comprendo en parte: las cosas pintan como pintan, si uno ignora la causa. Tampoco voy a negar que quiera a Luisa ni que piense permanecer a su lado, estar bien a mano, por si un día se olvida de Miguel y da unos pasos en mi dirección: yo estaré cerca, muy cerca, para que no le dé tiempo a pensárselo ni a arrepentirse durante el trayecto. Creo que eso sucederá antes o después, más bien antes; que se recuperará como le pasa a todo el mundo, ya te dije una vez que la gente acaba por dejar marchar a los muertos, por mucho apego que les tenga, cuando nota que su propia supervivencia está en juego y que son un gran lastre; y lo peor que éstos pueden hacer es resistirse, aferrarse a los vivos y rondarlos e impedirles avanzar, no digamos regresar si pudieran, como pudo el Coronel Chabert de la novela, amargándole la vida a su mujer y causándole un daño mayor que el de su muerte en aquella remota batalla.
—Más daño le causó ella a él —le contesté—, con su negación y sus artimañas para mantenerlo muerto y privarlo de existencia legal, para enterrarlo vivo por segunda vez, sólo que ahora no por error. Él había padecido mucho, lo suyo era suyo y no tenía culpa de seguir en el mundo, menos aún de recordar quién era. Hasta dijo aquello que me leíste, el pobre: ‘Si mi enfermedad me hubiera quitado todo recuerdo de mi existencia pasada, eso me habría hecho feliz’.
Pero Díaz-Varela ya no estaba para discutir de Balzac, quería continuar con su historia hasta el final. ‘Lo que pasó es lo de menos’, me había dicho al hablarme de
El Coronel Chabert
. ‘Es una novela, y lo que ocurre en ellas da lo mismo y se olvida, una vez terminadas.’ Quizá pensaba que con los hechos reales no sucedía así, con los de nuestra vida. Probablemente sea cierto para el que los vive, pero no para los demás. Todo se convierte en relato y acaba flotando en la misma esfera, y apenas se diferencia entonces lo acontecido de lo inventado. Todo termina por ser narrativo y por tanto por sonar igual, ficticio aunque sea verdad. Así que prosiguió como si yo no hubiera dicho nada.
—Sí, Luisa saldrá de su abismo, no te quepa duda. De hecho ya está saliendo, cada día que pasa un poco más, yo lo percibo y eso no tiene vuelta de hoja una vez iniciado el proceso de la despedida, de la segunda y definitiva, de la que es sólo mental y nos trae mala conciencia porque parece que nos descargamos del muerto, lo parece y así es. Puede haber un retroceso ocasional, según cómo le vaya a uno en la vida o por algún azar, pero nada más. Los muertos sólo tienen la fuerza que los vivos les dan, y si se la retiran... Luisa se soltará de Miguel, en mucha mayor medida de lo que es capaz de imaginarse ahora mismo, y eso él lo sabía muy bien. Es más, decidió facilitárselo dentro de sus posibilidades, y fue por eso por lo que en parte me hizo su petición. Sólo en parte. Desde luego, había una razón de más peso.
—¿De qué petición me estás hablando otra vez? ¿Qué petición? —No pude evitar impacientarme, tenía la sensación de que quería enredarme a base de curiosidad.
—A eso voy, esa es la causa —dijo—. Escucha bien. Meses antes de su muerte, Miguel sentía cierto cansancio general no muy significativo, algo insuficiente para acudir al médico, no era aprensivo y se encontraba bien de salud. Al poco le apareció un síntoma no preocupante, visión levemente borrosa en un ojo, pensó que sería pasajero y tardó en ir al oftalmólogo. Cuando por fin lo hizo, al no ceder por sí sola esa visión, éste le hizo una detenida exploración y le vino con un diagnóstico muy malo: un melanoma intraocular de gran tamaño, y lo remitió a un médico internista para un estudio general. El internista lo repasó de arriba abajo, le hizo TAC y resonancia magnética de todo el cuerpo, así como una analítica extensa. Su diagnóstico fue aún peor, fue el peor: metástasis generalizada en todo el organismo, o, como me dijo que le dijo en su jerga aséptica, ‘melanoma metastático muy evolucionado’, pese a estar Miguel por entonces casi asintomático, no había notado ningún otro malestar.