Read Los enamoramientos Online
Authors: Javier Marías
‘¿Por qué no puedo ser yo como Athos o como el Conde de la Fère, que fue primero y dejó de ser?’, me preguntaba aún en Embassy, envuelta en el zumbido continuo de las señoras que hablaban a gran velocidad y de algún diplomático holgazán. ‘¿Por qué no puedo ver las cosas con la misma nitidez y actuar en consecuencia, ir a la policía o a Luisa y contarles lo que sé, suficiente para que rebusquen e indaguen y vayan a por Ruibérriz de Torres, eso al menos para empezar? ¿Por qué no soy capaz de atarle las manos a la espalda al hombre que amo y colgarlo de un árbol sin más, si me consta que ha cometido un crimen odioso, viejo como la Biblia y por un móvil rastrero, obrando además de manera cobarde, valiéndose de intermediarios que lo protejan y le oculten el rostro, de un pobre infeliz, de un trastornado, de un menesteroso sin juicio que no podía defenderse y estaría siempre a su merced? No, no me toca a mí ser drástica en esto porque yo no poseo en la tierra derecho de justicia alta ni baja, y porque además el muerto no puede hablar y el vivo sí, éste puede explicarse, y convencer y argumentar, y hasta es capaz de besarme y de hacerme el amor, mientras que aquél no ve ni oye y se pudre y no responde y ya no puede influir ni amenazar, ni procurarme el menor placer; tampoco pedirme cuentas ni mostrarse decepcionado ni mirarme acusadoramente con su infinita lástima y su dolor inmenso, ni siquiera rozarme ni echarme el aliento, nada es posible hacer con él.’
Por fin me armé de decisión, o quizá fue de aburrimiento, o del afán de dejar atrás el miedo que me asaltaba de vez en cuando, o de impaciencia por ver al antiguo yo que todavía seguía queriendo porque no se había disipado del todo y prevalecía sobre el manchado y sombrío, como la imagen viva de cualquier muerto aunque haya muerto hace ya mucho tiempo. Pedí la cuenta, pagué, salí a la calle otra vez y eché a andar en la dirección que conocía tan bien, la de aquella casa que no visité demasiadas veces y que ya no existe —o en la que ya no vive Díaz-Varela, luego no existe para mí—, pero que nunca se me va a olvidar. Mis pasos aún fueron lentos, no tenía prisa por llegar, avanzaba como si diera un paseo, más que dirigirme a un lugar concreto en el que desde hacía rato se me esperaba para hacerme una consulta, esto es, para interrogarme de nuevo o contarme algo, o tal vez para pedírmelo, o acaso para acallarme. Me vino a la memoria otra cita de
Los tres mosqueteros
, que no recitaba mi padre pero yo me sabía en español, lo que impresiona en la infancia perdura como una flor de lis grabada en nuestra imaginación: aquella mujer marcada y colgada de un árbol, en su origen Anne de Breuil, religiosa durante un breve periodo y escapada de su convento, después fugaz Condesa de la Fère y más tarde conocida como Charlotte, Lady Clarick, Lady De Winter, Baronesa de Sheffield (de niña me llamaba la atención que se pudiera cambiar tanto de nombre a lo largo de una sola existencia), fijada en la literatura como ‘Milady’ a secas, no había muerto, lo mismo que el Coronel Chabert. Pero así como Balzac explicaba con todo detalle el milagro de su supervivencia y cómo se había arrancado de la pirámide de fantasmas a la que se lo había arrojado tras la batalla, Dumas, quizá más apremiado por los plazos de entrega y por la continua demanda de acción, desde luego más desahogado o despreocupado como narrador, no se había molestado en contar —o al menos eso yo no lo recordaba— cómo diablos se había librado la joven de morir, tras el apasionado ahorcamiento dictado por la cólera y el honor herido disfrazados de derecho de justicia alta y baja correspondiente a un gran señor. (Tampoco explicaba cómo un marido podía no haber visto nunca en el lecho la trágica flor de lis.) Valiéndose de su gran belleza, de su astucia y de su falta de escrúpulos —es de suponer que también de su rencor—, se había hecho poderosa, contando con el favor del mismísimo Cardenal Richelieu, y había acumulado crímenes sin remordimiento alguno. A lo largo de la novela de Dumas comete unos cuantos más, convirtiéndose posiblemente en el personaje femenino más malvado, venenoso e inmisericorde de la historia de la literatura, imitado luego hasta la saciedad. En un capítulo irónicamente titulado ‘Escena conyugal’, se produce el encuentro entre Athos y ella, que tarda unos segundos en reconocer con un estremecimiento a su antiguo marido y verdugo, a quien también daba por muerto, como él a su amadísima esposa con bastante más razón. ‘Os cruzasteis ya en mi camino’, le dice Athos, algo así, ‘creía haberos fulminado, Madame; pero, o bien me equivocaba o el infierno os ha resucitado.’ Y añade, respondiendo a su propia duda: ‘Sí, el infierno os ha hecho rica, el infierno os ha dado otro nombre, el infierno casi os ha reconstruido otro rostro; pero no os ha borrado las manchas del alma ni la mancilla de vuestro cuerpo’. Y poco después viene la cita de la que me acordé, en mi camino hacia Díaz-Varela por última o penúltima vez: ‘Me creíais muerto, ¿no es así?, como os creía yo muerta a vos. Nuestra posición es en verdad extraña; el uno y el otro hemos vivido hasta ahora tan sólo porque nos creíamos muertos, y porque un recuerdo molesta menos que una criatura, aunque a veces un recuerdo sea algo devorador’.
Si se me quedó en la memoria, o ésta la recuperó, es porque a medida que vamos viviendo esas palabras de Athos se parecen más a una verdad: se puede vivir con un remedo de paz, o simplemente continuar, cuando se cree fuera de la tierra y difunto al que nos causó enorme daño o pesar; cuando ya es sólo un recuerdo y no más una criatura, no más un ser vivo que alienta y todavía recorre el mundo con sus pasos envenenados, al que podríamos volver a encontrar y ver; alguien a quien, de saberlo emboscado —de saberlo aún por aquí—, querríamos rehuir a toda costa, o lo que es más mortificante, hacer pagar por su mal. La muerte del que nos hirió o mató en vida —expresión exagerada que ha acabado por ser común— no nos cura del todo ni nos faculta para olvidar, el propio Athos acarreaba su remota pesadumbre bajo su disfraz de mosquetero y su nueva personalidad; pero nos aplaca y nos deja vivir, respirar se hace más llevadero si nos quedan sólo una remembranza que ronda y la sensación de tener saldadas las cuentas en este mundo que es el único, por mucho que siga doliendo ese recuerdo cada vez que se lo convoca o que se presenta sin ser llamado. En cambio puede resultar insoportable saber que aún se comparte aire y tiempo con quien nos destrozó el corazón o nos engañó o traicionó, con quien nos arruinó la vida o nos abrió demasiado los ojos o con excesiva brutalidad; puede paralizarnos que esa criatura aún exista, que no haya sido fulminada ni colgada de un árbol, y pueda reaparecer. Es otra razón más para que los muertos no regresen, al menos aquellos cuya condición nos provoca alivio y nos permite avanzar, si se quiere como espectros, tras enterrar nuestro antiguo yo: a Athos como a Milady, al Conde de la Fère como a Anne de Breuil, se lo permitieron durante años sus creencias respectivas de que el otro era sólo un muerto y ya no hacía temblar ni una hoja, incapaz de respirar; también la suya a Madame Ferraud, que rehízo sin estorbos su vida porque para ella su marido, el viejo Coronel Chabert, sin duda era solamente un recuerdo, y ni siquiera devorador.
‘Ojalá Javier hubiera muerto’, me sorprendí pensando aquella tarde, mientras daba un paso y otro y otro. ‘Ojalá se muriera ahora mismo y al llamar a su timbre no me abriera, caído en el suelo y para siempre inmóvil, sin nada que consultarme, imposible hablar con él. Si estuviera muerto se disiparían mis dudas y mis temores, no tendría que escuchar sus palabras ni plantearme cómo obrar. Tampoco podría caer en la tentación de besarlo ni de acostarme con él, engañándome con la idea de que sería la última vez. Podría callar eternamente sin preocuparme de Luisa, menos aún de la justicia, y olvidarme de Deverne, al fin y al cabo yo no llegué a conocerlo, sólo de vista durante años, de vista durante el desayuno. Si quien le quitó la vida la pierde y se convierte también en recuerdo y no hay criatura a la que acusar, las consecuencias importan menos y qué más da lo que pasó. Para qué decir ni contar nada, incluso para qué averiguar, guardar silencio es lo más sosegado, no hace falta alterar más el mundo con historias de quienes ya son cadáveres y merecen algo de piedad, aunque sólo sea porque han puesto fin a su paso, han terminado y ya no existen. Ya no estamos en aquellos tiempos en que todo debía juzgarse o por lo menos saberse; hoy son incontables los crímenes que jamás se resuelven ni se castigan porque se ignora quién los puede cometer —son tantos que no hay suficientes ojos para mirar en derredor— y rara vez se encuentra a alguien a quien sentar en un banquillo con un poco de verosimilitud: atentados terroristas, asesinatos de mujeres en Guatemala o en Ciudad Juárez, ajustes de cuentas entre traficantes, matanzas indiscriminadas en África, bombardeos sobre civiles por parte de esos aviones nuestros sin piloto y por tanto sin rostro... Son aún más incontables aquellos de los que nadie se ocupa y que ni siquiera son investigados, se ve como tarea ilusa y se archivan nada más suceder; y todavía más los que no dejan rastro, los que no están registrados, los jamás descubiertos, los desconocidos. De todas estas clases los hubo siempre sin duda, y quizá durante muchos siglos sólo fueron castigados los cometidos por vasallos y pobres y desheredados, y quedaron impunes —salvo excepciones— los de los poderosos y ricos, por hablar en términos vagos y superficiales. Pero había un simulacro de justicia, y al menos de puertas afuera, al menos en la teoría, se fingía perseguirlos todos y en ocasiones se intentaba, y se sentía como “pendiente” lo que aún no estaba aclarado, y ahora en cambio no es así: de demasiadas cosas se sabe que no se pueden aclarar, y quizá tampoco se quiere, o se considera que no valen la pena el esfuerzo ni los días ni el riesgo. Qué lejos quedan aquellos tiempos en que las acusaciones se pronunciaban con solemnidad extrema y las sentencias se dictaban sin apenas temblor en la voz, como hizo Athos dos veces con su mujer Anne de Breuil, primero joven y después ya no: la segunda vez que la juzgó no estaba solo, sino en compañía de los otros tres mosqueteros, Porthos, d’Artagnan y Aramis, y de Lord De Winter, en quienes delegó, y también de un hombre embozado y envuelto en una capa roja que resultó ser el verdugo de Lille, el mismo que hacía mil años —en realidad en otra vida, a otra persona— le había grabado a fuego a Milady la infamante flor de lis. Cada uno de ellos enunció su acusación, empezando todos con una fórmula inimaginable hoy en día: “Ante Dios y ante los hombres, yo acuso a esta mujer de haber envenenado, de haber asesinado, de haber hecho asesinar, de haberme empujado a asesinar, de haber llevado a la muerte mediante una extraña enfermedad, de haber cometido sacrilegio, de haber robado, de haber corrompido, de haber incitado al crimen...”. “Ante Dios y ante los hombres.” No, esta no es época de solemnidad. Y entonces Athos, quizá para aparentar engañarse, para creer en vano que esta vez no la juzgaba ni condenaba él, les fue preguntando a los otros, uno a uno, la pena que reclamaban contra aquella mujer. A lo que fueron respondiendo uno tras otro: “La pena de muerte, la pena de muerte, la pena de muerte, la pena de muerte”. Una vez oída la sentencia, fue Athos quien se volvió hacia ella y como maestro de ceremonias le dijo: “Anne de Breuil, Condesa de la Fère, Milady De Winter, vuestros crímenes han agotado a los hombres sobre la tierra y a Dios en el cielo. Si sabéis alguna oración, decidla, porque estáis condenada y vais a morir”. Quien haya leído esta escena en su infancia o en su primera juventud la recuerda siempre, no la puede olvidar, como tampoco la que viene a continuación: el verdugo ató de pies y manos a la mujer aún “bella como los amores”, la cogió en brazos y la condujo a una barca, con la que cruzó el río cercano hasta la otra orilla. Durante el trayecto Milady logró soltar la cuerda que le inmovilizaba los pies, y al llegar a tierra echó a correr, pero resbaló en seguida y cayó de rodillas. Debió de sentirse perdida entonces, porque ya no intentó levantarse sino que se quedó en esa postura, con la cabeza agachada y las manos juntas, no sabemos si delante o detrás, a la espalda, como cuando, siendo muy joven, hacía siglos, la habían matado por primera vez. El verdugo de Lille alzó su espada y la bajó, y así puso fin a la criatura para convertirla definitivamente en recuerdo, poco importa si devorador o no. Luego se quitó la capa roja, la tendió en el suelo, en ella acostó el cuerpo truncado y arrojó la cabeza, anudó la tela por las cuatro esquinas. Se echó el fardo al hombro y lo llevó de nuevo a la barca. De regreso, en mitad del río, en su parte más profunda, lo dejó caer. Sus jueces lo vieron hundirse desde la ribera, vieron cómo el agua se abrió un instante y se volvió a cerrar. Pero esto es una novela, como me dijo Javier cuando le pregunté qué le había pasado a Chabert: “Lo que pasó es lo de menos, y lo que ocurre en ellas da lo mismo y se olvida, una vez terminadas. Lo interesante son las posibilidades e ideas que nos inoculan y traen a través de sus casos imaginarios, se nos quedan con mayor nitidez que los sucesos reales y los tenemos más en cuenta”. No es verdad, o sí lo es muchas veces, pero no siempre se olvida lo que pasó, no en una novela que casi todo el mundo conocía o conoce, hasta los que jamás la han leído, ni en la realidad cuando lo que sucede en ella nos sucede a nosotros y va a ser nuestra historia, que puede terminar de una manera u otra sin que ningún novelista lo fije ni dependa de nadie más... Sí, ojalá Javier hubiera muerto y se hubiera convertido también en recuerdo’, volví a pensar. ‘Me ahorraría mis problemas de conciencia y mi miedo, mis dudas y mis tentaciones y tener que decidir, mi enamoramiento y mi necesidad de hablar. Y lo que me espera ahora, hacia lo que voy, que quizá sea algo parecido a una escena conyugal.’
—Bueno, a qué viene tanta urgencia —le solté a Díaz-Varela nada más abrirme él la puerta, no le di ni un beso en la mejilla, apenas lo saludé al entrar, procuré evitar una mirada de frente, aún prefería no rozarme con él. Si empezaba por pedirle cuentas, tal vez pudiera tomarle la delantera, por así decir, adquirir cierta ventaja para manejar la situación, fuera cual fuese: él la había propiciado, casi la había impuesto, yo no podía saber—. No dispongo de demasiado tiempo, he tenido un día agotador. Anda, dime, qué me querías consultar.
Estaba muy bien afeitado y acicalado, no como si llevara largo rato en casa esperando, y además sin seguridad de que no fuera en vano —eso siempre deteriora el aspecto, sin que se dé uno cuenta—, sino como si estuviera a punto de salir. Debía de haber combatido la incertidumbre y la inacción repasándose la barba una y otra vez, peinándose y despeinándose, cambiándose varias veces de camisa y de pantalón, poniéndose y quitándose la chaqueta, calculando el efecto que produciría con ella y sin ella, al final se la había dejado como si de ese modo me advirtiera acaso de que aquel encuentro no iba a ser como los otros, de que no por fuerza acabaríamos en el dormitorio al que aparentábamos trasladarnos cada vez sin intención. Al fin y al cabo llevaba una prenda más de lo habitual; aunque toda prenda se puede quitar, o ni siquiera hace falta. Ahora ya sí levanté la vista y la crucé con la suya, soñadora o miope como de costumbre, aplacada respecto a mi visita anterior o más bien a los minutos finales —cuando ya todo se había torcido— en que me puso la mano en el hombro y me dio a entender que podía hundirme con tan sólo apretar lentamente. Lo vi muy atractivo tras tantos días, la parte más elemental de mí lo había echado de menos —uno echa de menos cuanto está en su vida, hasta lo que no ha tenido tiempo de aposentarse; y hasta lo pernicioso—, mi mirada se fue en seguida hacia donde solía, nunca lo pude evitar. Cuando eso nos sucede con alguien, es una verdadera maldición. Ser incapaz de apartar los ojos: se siente uno dirigido, obediente, es casi una humillación.