Los enamoramientos (21 page)

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Authors: Javier Marías

—No hay de qué.

Entonces me puso una mano en el hombro y la noté como un peso, como si me cayera encima un enorme trozo de carne. Díaz-Varela no era especialmente grande ni fuerte aunque sí de buena estatura, pero los hombres sacan fuerza de no se sabe dónde, casi todos o la mayoría, o a nosotras siempre nos parece mucha por comparación, es muy fácil que nos atemoricen con un solo ademán amenazante o nervioso o mal medido, con que nos agarren de la muñeca o nos abracen con demasiado ímpetu o nos aplasten sobre el colchón. Me alegré de tener el hombro cubierto por el jersey, pensé que sobre la piel ese peso me habría hecho estremecer, no era un gesto habitual en él. Me lo apretó sin hacerme daño, como si fuera a darme un consejo o a confiarme algo, me hice una idea de lo que sería esa mano sobre mi cuello, una sola, no digamos las dos. Temí que con un rápido movimiento la trasladara hasta él, él debió de percibir mi alerta, mi tensión, mantuvo la presión sobre mi hombro o me pareció que la aumentó, deseaba zafarme, escurrirme, su mano derecha sobre mi hombro izquierdo, como si fuera un padre o un profesor y yo una niña, una alumna, me sentí empequeñecida, seguramente ese era el propósito, para que le contestara con sinceridad, y si no con inquietud.

—No has oído nada de lo que me ha contado, ¿verdad? Estabas dormida cuando ha llegado, ¿no? He entrado a comprobarlo antes de hablar con él y te he visto muy dormida, estabas dormida, ¿verdad? Lo que me ha contado es muy íntimo, y a él no le gustaría que se hubiera enterado nadie más. Aunque seas una desconocida para él. Hay cosas que da vergüenza que escuche nadie, hasta a mí le ha costado contármelo, y eso que venía a eso y no tenía más remedio si quería el favor. No te has enterado de nada, ¿verdad? ¿Qué es lo que te despertó?

Así que me lo preguntaba a las claras, inútilmente o no tanto: por cómo respondiera yo, él podría figurarse o deducir si le mentía o no, o eso creería. Pero sería eso a lo sumo, una deducción, una figuración, una suposición, un convencimiento, es increíble que tras tantos siglos de incesantes charlas entre las personas no podamos saber cuándo se nos dice la verdad. ‘Sí’, se nos dice, y siempre puede ser ‘No’. ‘No’, se nos dice, y siempre puede ser ‘Sí’. Ni siquiera la ciencia ni los infinitos avances técnicos nos permiten averiguarlo, no con seguridad. Y aun así él no pudo resistirse a interrogarme directamente, de qué le servía que le contestara ‘Sí’ o ‘No’. De qué le habían servido a Deverne todas las profesiones de afecto de uno de sus mejores amigos a lo largo de años, si es que no del mejor. Lo último que uno imagina es que ese lo vaya a matar, aunque sea de lejos y sin presenciarlo, sin intervenir ni mancharse un solo dedo, de tal manera que pueda pensar luego a veces, en sus días de felicidad, o serán de exultación: ‘En realidad yo no lo hice, no tuve nada que ver’.

—No, no he oído nada, no te preocupes. He tenido un sueño profundo, aunque me haya durado poco. Además, he visto que habías cerrado la puerta, no podía oíros.

La mano sobre mi hombro seguía apretando, me parecía que un poco más, algo casi imperceptible, como si me quisiera hundir en el suelo muy lentamente, sin que yo me percatara de ello. O tal vez ni siquiera apretaba, sino que al dilatarse su peso se me agudizaba la sensación de opresión. Levanté el hombro sin brusquedad, todo lo contrario, con delicadeza, con timidez, como para indicarle que lo prefería libre, que no quería aquel pedazo de carne plantado así sobre mí, había en aquel contacto desacostumbrado un vago elemento de humillación: ‘Prueba mi fuerza’, podía ser. O ‘Imagina de lo que soy capaz’. Hizo caso omiso de mi leve gesto —quizá fue demasiado leve— y volvió a su última pregunta que yo no había contestado, insistió:

—¿Qué fue lo que te despertó? Si creías que no estaba más que yo, ¿por qué te has puesto el sostén para salir? Debe de haberte llegado el rumor de nuestras voces, ¿no? Y algo habrás oído entonces, digo yo.

Tenía que mantener la calma y negar. Cuanto más sospechara él, más tenía que negar. Pero debía hacerlo sin vehemencia ni énfasis de ninguna clase. A mí qué me importaba lo que se trajera entre manos con un tipo del que ni le había oído hablar, esa era mi mayor baza para convencerlo, para aplazar su certeza al menos; qué interés tenía yo en espiarlo, todo lo que sucediera fuera de aquel dormitorio me daba igual, incluso dentro cuando no estaba yo en él, eso había de quedarle claro, nuestra relación no era sólo pasajera, era reducida, estaba circunscrita a aquellos encuentros ocasionales en su casa, en una habitación o dos, qué se me daba a mí todo el resto, sus idas y venidas, su pasado, sus amistades, sus planes, sus cortejos y su vida entera, yo no había estado en ella ni tampoco iba a estar
‘hereafter’
, a partir de ahora ni más adelante, nuestros días tenían su número y nunca estuvo lejos. Y sin embargo, con ser todo eso verdad en esencia, no lo era absolutamente: había sentido curiosidad, me había despertado al captar una palabra clave —quizá ‘tía’, o ‘conoce’, o ‘mujer’, o seguramente la combinación de las tres—, me había levantado de la cama, había pegado el oído, había forzado una rendija mínima para escuchar mejor, me había alegrado cuando él y Ruibérriz habían sido incapaces de moderar sus voces, de alcanzar el susurro, se lo había impedido la excitación. Empecé a preguntarme por qué había hecho eso, e inmediatamente empecé a lamentarlo: por qué tenía que saber lo que sabía, por qué la idea, por qué ya no me era posible tenderle los brazos y rodearlo por la cintura y acercarlo a mí, habría sido tan fácil quitarme su mano del hombro con ese solo movimiento, natural y sencillo unos minutos atrás; por qué no podía obligarlo a abrazarme sin más demora ni vacilación, allí estaban sus queridos labios, como siempre deseaba besarlos y ahora no me atrevía o es que algo me repelía en ellos a la vez que aún me atraían, o lo que me repelía no estaba en ellos —los pobres, sin culpa—, sino en todo él. Lo seguía queriendo y le tenía miedo, lo seguía queriendo y mi conocimiento de lo que había hecho me daba asco; no él, sino mi conocimiento.

—Pero qué preguntas son esas —le dije con desenfado—. Yo qué sé lo que me despertó, un mal sueño, una mala postura, saber que me estaba perdiendo un rato contigo, no sé, qué más da. Y qué me iba a importar a mí lo que te contara ese hombre, ni siquiera sabía que estuviera aquí. Si me he puesto el sostén es porque no es lo mismo que me veas echada y a poca distancia, o a ráfagas, que de pie y caminando por la casa como si me creyera una modelo de Victoria’s Secret o aún mejor, al fin y al cabo ellas siempre llevan lencería. Es que todo hay que explicártelo o qué.

—¿Qué quieres decir?

En verdad pareció desconcertado, pareció no entender, y eso —el desplazamiento de su interés, su distracción— me dio una ligera y momentánea ventaja, pensé que no tardaría en dejar de hacerme preguntas torcidas y yo podría salir de allí, me urgía sacudirme aquella mano y perderlo de vista. Aunque mi yo anterior, que todavía rondaba —aún no había sido sustituido ni reemplazado, cómo podía serlo tan rápido; ni cancelado ni desterrado—, no tenía ninguna prisa por salir de allí: cada vez que se había ido había ignorado cuándo regresaría, o si ya no regresaría más.

—Qué torpes sois los hombres a veces —dije con deliberación, me pareció aconsejable soltar algún tópico y desviar la conversación, llevarla al territorio más vulgar, que también suele ser el más inofensivo y el que más invita a confiarse y a bajar la guardia—. Hay zonas en las que las mujeres nos creemos ya envejecidas a los veinticinco o treinta años, no digamos con diez más. Por comparación con nosotras mismas, guardamos memoria de cada año que se fue. Así que no nos gusta exponer esas zonas de manera intempestiva y frontal. Bueno, a mí no me hace gracia, la verdad es que a muchas les da lo mismo, y las playas están llenas de exposiciones no ya frontales sino brutales, catastróficas, incluidas las de quienes se han colocado un par de leños bien rígidos y creen haber solucionado todo problema con eso. La mayoría dan dentera. —Me reí brevemente por la palabra elegida, añadí otra similar—: Dan repelús.

—Ah —dijo él, y se rió brevemente también, era una buena señal—. A mí no me parece que ninguna zona tuya esté envejecida, yo las veo todas bien.

‘Está más tranquilo’, pensé, ‘menos preocupado y suspicaz, porque tras el susto necesita estar así. Pero más tarde, cuando se quede a solas, volverá a convencerse de que sé lo que no me tocaba saber, lo que nadie más que Ruibérriz debía saber. Repasará mi actitud, recordará mi prematuro sonrojo al salir de la alcoba y mi fingida ignorancia de todo este rato, se dirá que tras las fogosidades lo normal habría sido que me trajera sin cuidado cómo me viera, qué sostén ni qué sostén, uno se relaja, se desprotege mucho después; dejará de creerse la explicación que ahora acepta por sorprendente, porque no se le había pasado por la imaginación que algunas mujeres pudiéramos estar tan pendientes de nuestro aspecto en todo momento, de lo que tapamos o permitimos ver y hasta de la intensidad de nuestros jadeos, o que nunca perdamos del todo el pudor, ni siquiera en medio de la mayor agitación. Le dará vueltas de nuevo y no sabrá qué le conviene hacer, si alejarme paulatinamente y con naturalidad o interrumpir bruscamente todo trato conmigo o seguir como si nada para vigilarme de cerca, para controlarme, para calibrar cada día el peligro de una delación, esa es una situación angustiosa, tener que interpretar a alguien sin cesar, a alguien que nos tiene en su mano y que nos puede buscar la ruina o nos puede chantajear, no se aguanta mucho tiempo una zozobra así, se la intenta remediar como sea, se miente, se intimida, se engaña, se paga, se pacta, se quita de en medio, esto último es lo más seguro a la larga —es lo definitivo— y lo más arriesgado en el instante, también lo más difícil ahora y después y en cierto sentido lo más perdurable, uno se vincula al muerto para siempre jamás, se expone a que se le aparezca vivo en los sueños y uno crea no haber acabado con él, y entonces sienta alivio por no haberlo matado o sienta espanto y amenaza y planee volverlo a hacer; se expone a que ese muerto ronde todas las noches su almohada con su vieja cara sonriente o ceñuda y los ojos bien abiertos que fueron cerrados hace siglos o anteayer, y le susurre maldiciones o súplicas con su voz inconfundible que ya no oye nadie más, y a que la tarea le parezca siempre inconclusa y agotadora, un infinito quehacer, cada mañana pendiente antes de despertar. Pero todo eso será más adelante, cuando él rumie lo sucedido o lo que temerá que haya sucedido. Quizá decida entonces enviarme a Ruibérriz con algún pretexto, para que me sondee, para que me sonsaque, esperemos que no para algo más grave, para que un intermediario difumine o debilite el vínculo, tampoco yo podré vivir en paz a partir de hoy. Pero no es ahora el momento y ya se verá, he de aprovechar que lo he distraído de sus recelos y le he hecho un poco de gracia, y salir ya de aquí.’

—Gracias por el cumplido, no los sueles prodigar —le dije. Y, sin ningún esfuerzo físico y con considerable esfuerzo mental, acerqué mi cara a la suya y lo besé en los labios con los labios cerrados y secos, suavemente, tenía sed, de manera parecida a como se los había recorrido antes con la yema del dedo, mi boca acarició la suya, eso fue, creo yo. Eso fue nada más.

Levantó entonces la mano y me liberó el hombro y me quitó el odioso peso de encima, y con esa misma mano que casi me había causado dolor —o es lo que empezaba a creer sentir—, me acarició la mejilla, otra vez como si fuera una niña y él tuviera poder para castigarme o premiarme con un solo gesto, y todo dependiera de su voluntad. Estuve a punto de rehuirle esa caricia, había ahora una diferencia entre que lo tocara yo a él y me tocara él a mí, por suerte me contuve y lo dejé hacer. Y al salir de la casa unos minutos más tarde, me pregunté, como siempre, si volvería a entrar allí. Sólo que esta vez no fue sólo con esperanza y deseo, sino que se mezclaron, qué fue: no sé si fue repugnancia, o pavor, o si fue más bien desolación.

III

En toda relación desigual y sin nombre ni reconocimiento explícito, alguien tiende a llevar la iniciativa, a llamar y a proponer encontrarse, y la otra parte tiene dos posibilidades o vías para alcanzar la misma meta de no esfumarse y desaparecer en seguida, aunque crea que de todas formas será ese su destino final. Una es limitarse a esperar, no dar nunca un paso, confiar en que pueda añorársela y en que su silencio y su ausencia resulten insospechadamente insoportables o preocupantes, porque todo el mundo se acostumbra pronto a lo que se le regala o a lo que hay. La segunda vía es intentar colarse con disimulo en la cotidianidad de ese alguien, persistir sin insistir, hacerse sitio con pretextos varios, llamar no a proponer nada —eso está vedado aún— sino a consultar cualquier cosa, a pedir consejo o un favor, a contar lo que nos ocurre —la manera más eficaz y drástica de involucrar— o a dar alguna información; estar presente, actuar como recordatorio de uno mismo, tararear en la distancia, zumbar, dar lugar a un hábito que se instala imperceptiblemente y como a hurtadillas, hasta que un día ese alguien se descubre echando en falta la llamada que se ha hecho consuetudinaria, siente algo parecido al agravio —o es la sombra de un desamparo— e, impaciente, levanta el teléfono sin naturalidad, improvisa una excusa absurda y se sorprende marcando él.

Yo no pertenecía a ese segundo tipo atrevido y emprendedor, sino al primero callado, más soberbio y más sutil, pero también más expuesto a ser borrado u olvidado con prontitud, y a partir de aquella tarde me alegré de correr ese riesgo, de estar supeditada por costumbre a las solicitudes o proposiciones de quien para mí era aún Javier pero acababa de iniciar el camino de convertirse en un apellido compuesto que más bien cuesta recordar; de no tener que llamarlo ni buscarlo, y de que abstenerme de hacerlo no resultara, por tanto, sospechoso ni delator. Que yo no estableciera contacto con él no significaba que quisiera evitarlo, ni que me hubiera decepcionado —es una palabra suave—, ni que le hubiera cogido miedo, ni que deseara interrumpir todo trato con él tras enterarme de que había urdido el apuñalamiento de su mejor amigo sin ni siquiera tener la certeza de lograr con ello su fin, aún le restaba la tarea más fácil o la más ardua, eso nunca se sabe, la del enamoramiento (la más insignificante o la más sustancial). Que yo no diera señales de vida no significaba que supiera nada de eso ni nada nuevo de él, mi silencio no me traicionaba, todo era como siempre durante nuestra breve frecuentación, dependía de que él sintiera vaga añoranza o se acordara de mí y me convocara a su alcoba, sólo entonces tendría que pensar cómo conducirme y qué hacer. El enamoramiento es insignificante, su espera en cambio es sustancial.

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