Read Los enamoramientos Online
Authors: Javier Marías
—No tengas tanta prisa. Descansa un poco, respira, tómate una copa, siéntate. Lo que quiero hablar contigo no se despacha en tres frases ni de pie. Anda, ten paciencia y sé generosa. Siéntate.
Así lo hice, en el sofá que solíamos ocupar cuando permanecíamos en el salón. Pero no me quité la chaqueta y me senté en el borde, como si mi presencia allí siguiera siendo provisional y un favor. Lo notaba calmado y a la vez muy concentrado, como lo están muchos actores justo antes de salir a escena, esto es, con una calma artificial, que se obligan a tener para no echar a correr e irse a casa a ver la televisión. No parecía quedar nada de la imperiosidad y el acuciamiento de la mañana, cuando me había llamado al trabajo y casi me había conminado a acudir. Debía de sentir satisfacción o alivio porque estuviera ya a su alcance, por tenerme ya allí, en cierto modo me había vuelto a poner en sus manos, no sólo en sentido figurado. Pero ahora yo estaba libre de esa clase de temor, había comprendido que él nunca me haría nada, no con sus manos y sin mediación. Con las de otro y sin estar él presente, sin enterarse de cuándo sucedía sino más tarde, cuando ya fuera un hecho y no hubiera remedio y le cupiera la posibilidad de decirse como quien oye algo de nuevas: ‘Habría habido un tiempo para semejante palabra, debería haber muerto más adelante’, eso podía ser.
Fue a la cocina y me trajo una copa y se sirvió una él. No había rastros de otras, quizá se había prohibido probar una gota durante su espera, para mantenerse despejado, tal vez la había empleado en seleccionar y ordenar lo que iba a decirme, incluso en memorizar alguna parte.
—Bien, ya estoy sentada. Tú dirás.
Tomó asiento a mi lado, demasiado cerca de mí, aunque eso no lo habría pensado cualquier otro día, me habría parecido normal o ni siquiera habría reparado en cuánta distancia había entre los dos. Me aparté un poco, sólo un poco, tampoco quería darle una impresión de rechazo, y además no lo había en lo referente a lo físico, reconocí que aún me gustaba su proximidad. Bebió un trago. Sacó un cigarrillo, encendió y apagó el mechero varias veces como si estuviera algo abstraído o se dispusiera a tomar impulso, por fin lo alumbró. Se pasó la mano por la barbilla, no se le veía azulada como casi siempre, tanto había apurado el afeitado esta vez. Ese fue todo el preámbulo, y entonces me habló, con una sonrisa que se esforzaba en hacer aparecer de tanto en tanto —como si se la aconsejara a sí mismo cada varios minutos o se la hubiera programado y se acordara de activarla tardíamente—, pero con un tono de seriedad.
—Sé que nos oíste, María, a Ruibérriz y a mí. No tiene sentido que lo niegues ni que intentes convencerme de lo contrario, como la última vez. Fue un error mío, hablar así contigo en la casa, contigo aquí, una mujer atenta a un hombre siempre tiene curiosidad por cualquier cosa relativa a él: por sus amigos, por sus negocios, sus gustos, da lo mismo. Se siente interesada por todo, sólo quiere conocerlo mejor. —‘Lo ha estado rumiando, como preveía’, pensé. ‘Habrá repasado cada detalle y cada palabra, y ha llegado a esta conclusión. Menos mal que no ha dicho “una mujer enamorada de un hombre”, aunque sea eso lo que ha querido decir y además sea la verdad. O lo haya sido, ya no sé, ya no puede ser. Pero hace dos semanas lo era, así que no le falta razón’—. Sucedió y no hay vuelta de hoja. Lo acepto, no voy a engañarme: oíste lo que no te tocaba, ni a ti ni a nadie, pero sobre todo no a ti, nos habría correspondido separarnos limpiamente, sin dejarnos ninguna marca. —‘Él lleva ahora una flor de lis’, pensé—. A partir de lo que escuchaste te habrás hecho una idea, una composición de lugar. Veamos esa idea, es mejor que rehuirla o que fingir que no está en tu mente, que no la hay. Estarás pensando lo peor de mí y no te culpo, la cosa debió sonarte fatal. Repugnante, ¿no? Es de agradecer que a pesar de todo hayas venido, habrás tenido que hacerte violencia, para volverme a ver.
Intenté protestar, sin mucho empeño; lo veía decidido a abordar el asunto y a no dejarme salida, a hablarme a las claras de su asesinato por delegación. El convencimiento absoluto de que yo estaba enterada no podía tenerlo, aun así se disponía a hacerme una confesión o algo parecido. O tal vez era a ponerme en antecedentes, a informarme de las circunstancias, a justificarse quién sabía cómo, a contarme lo que posiblemente yo preferiría ignorar. Si conocía detalles me sería aún más difícil hacer caso omiso o no hacer nada, lo que en cierto modo, sin proponérmelo, había conseguido hasta aquella tarde sin por ello descartar otra reacción futura, mañana puede cambiarnos y traer un irreconocible yo: me había quedado quieta y había dejado pasar los días, esa es la mejor manera de que se disuelvan o se descompongan las cosas en la realidad, aunque permanezcan para siempre en nuestro pensamiento y en nuestro saber, allí podridas y sólidas y despidiendo brutal hedor. Pero eso es soportable y se puede vivir con ello. Quién no acarrea algo así.
—Javier, ya hablamos de eso. Ya te dije que no había oído nada, y mi interés por ti no llega tan lejos como supones...
Me paró haciendo un movimiento de abanico con la mano a media altura (‘No me vengas con historias’, decía esa mano; ‘no me vengas con remilgos’), no me permitió continuar. Sonrió ahora con un poco de condescendencia, o quizá era ironía hacia sí mismo, por verse en la situación evitable en que se encontraba, por haber sido tan descuidado.
—No insistas. No me tomes por tonto. Aunque sin duda haya sido muy torpe. Tenía que haberme llevado a la calle a Ruibérriz en cuanto apareció. Claro que nos oíste: al entrar en el salón dijiste que no sabías que hubiera aquí nadie más, pero te habías puesto el sostén para cubrirte mínimamente ante un desconocido, no por frío ni por ningún motivo rebuscado, y ya venías sonrojada al abrir la puerta de la habitación. No te avergonzó lo que te encontraste, te habías avergonzado tú sola con anterioridad por lo que ibas a hacer, mostrarte medio desnuda ante un individuo indeseable al que nunca habías visto; pero le habías oído hablar, y no de cualquier cosa, no de fútbol ni del tiempo, ¿verdad? —‘Así que se dio cuenta de lo que yo temí que se la diera’, pensé fugazmente. ‘De nada sirvieron mi anticipación, mis pequeñas artimañas, mis precauciones ingenuas’—. La cara de sorpresa no te salió mal, tampoco lo bastante bien. Y además, lo más transparente: de pronto me tuviste miedo. Te había dejado confiada y tranquila en la cama; incluso cariñosa y contenta, me pareció. Te habías dormido apaciblemente, y al despertar y quedarte de nuevo a solas conmigo, de pronto me tenías miedo, ¿creíste que no te lo iba a notar? Siempre lo notamos, cuando infundimos temor. Quizá las mujeres no, o es que rara vez lo infundís y desconocéis la sensación, excepto con los niños, bueno: los podéis aterrorizar. Para mí no es nada agradable, aunque a muchos hombres les encante y la busquen, una sensación de fortaleza, de dominación, de momentánea y falsa invulnerabilidad. A mí me incomoda mucho que se me vea como una amenaza. Hablo de miedo físico, claro está. De otro tipo sí que lo dais las mujeres. Da miedo vuestra exigencia. Da miedo vuestra obstinación, que a menudo es sólo ofuscación. Da miedo vuestra indignación, una especie de furia moral que os asalta, a veces sin la menor razón. Desde hace dos semanas debes de haber sentido eso hacia mí. No te lo reprocho en tu caso. En tu caso era comprensible, tenías una razón. Y no del todo equivocada. Sólo a medias. —Hizo una pausa, se llevó la mano al mentón, se lo acarició con mirada ausente (por primera vez apartó los ojos de mí), como si en verdad cavilara, o se preguntara sinceramente lo que a continuación expresó—: Lo que no entiendo es por qué apareciste, por qué saliste, por qué te expusiste a que ocurriera lo que ocurre ahora. Si te hubieras quedado quieta, si me hubieras esperado en la cama, habría dado por supuesto que no nos habías oído, que no te habías enterado de nada, que todo seguía como hasta entonces, en general y entre tú y yo. Aunque lo más probable es que el miedo te lo hubiera notado igual, antes o después, aquel día u hoy. Eso no se cambia una vez que nace, y no se puede esconder.
Se detuvo, bebió otro trago, encendió otro cigarrillo, se puso en pie y dio un par de vueltas por el salón, luego se paró detrás de mí. Al levantarse me sobresalté, di un respingo que él percibió, y cuando se quedó unos segundos inmóvil, con las manos a la altura de mi cabeza, la volví en seguida, como si no quisiera perderlo de vista o tenerlo a mi espalda. Entonces hizo un ademán con la mano abierta, como para señalar una evidencia (‘¿Lo ves?’, dijo la mano. ‘No te hace gracia no saber dónde estoy. Hace unas semanas no te habrían preocupado lo más mínimo mis movimientos a tu alrededor: ni les habrías prestado atención’). La verdad es que no había motivo para mi sobresalto ni para mi inquietud, no real. Díaz-Varela estaba hablando con calma y civilizadamente, sin irritarse ni apasionarse, sin ni siquiera regañarme o pedirme cuentas por mi indiscreción. Quizá era eso lo llamativo, que estuviera hablándome así de un crimen grave, de un asesinato cometido indirectamente o fraguado por él, algo de lo que no se habla con naturalidad o al menos no se solía, en un pasado aún no remoto, casi reciente: cuando se descubría o se reconocía una cosa semejante, no venían explicaciones ni disertaciones ni conversaciones sosegadas ni análisis, sino horror y cólera, escándalo, gritos y acusaciones vehementes, o bien se cogía una soga y se colgaba al asesino confeso de un árbol, y éste a su vez intentaba huir y mataba de nuevo si hacía falta. ‘Nuestra época es extraña’, pensé. ‘De todo se permite hablar y se escucha a todo el mundo, haya hecho lo que haya hecho, y no sólo para que se defienda, sino como si el relato de sus atrocidades tuviera en sí mismo interés.’ Y se me añadió un pensamiento que a mí misma me extrañó: ‘Esa es una fragilidad nuestra esencial. Pero contravenirla no está en mi mano, porque yo también pertenezco a esta época, y no soy más que un peón’.
Carecía de sentido seguir negando, como había dicho Díaz-Varela nada más empezar. Él ya había admitido las suficientes sombras (‘Fue un error mío’, ‘Debía haberme llevado a la calle a Ruibérriz’, ‘Tenías una razón no del todo equivocada, sólo a medias’) para que a mí no me cupiera otra opción que preguntarle de qué diablos me hablaba, si me mantenía en mi postura. Si me empecinaba en fingir que todo aquello me pillaba de nuevas y que ignoraba a qué se refería, aun así no me libraba: me tocaba exigirle su historia y oírsela, sólo que desde el principio. Más valía que me diera por enterada, para ahorrarme las repeticiones y quizá alguna invención excesiva. Todo iba a ser desagradable, todo lo era. Cuanto menos durara su relato, mejor. O acaso iba a ser una disquisición. Me quería ir, no me atreví ni a intentarlo, no me moví.
—Está bien, os oí. Pero no todo lo que hablasteis, ni todo el rato. Lo bastante, eso sí, para que me entrara miedo de ti, o qué esperabas. Bien, ya lo sabes seguro, hasta ahora no podías tener la certeza absoluta, ahora sí. ¿Y qué vas a hacer? ¿Para eso me has hecho venir, para confirmarlo? Estabas más que convencido ya, podíamos haberlo dejado correr y no grabarnos más marcas, por seguir con esa palabra tuya. Como ves, yo no he hecho nada, no se lo he contado a nadie, ni siquiera a Luisa. Supongo que sería la última persona a la que se lo contaría. A menudo son los más afectados por algo los que menos lo quieren saber, los más próximos: los hijos lo que hicieron los padres, los padres lo que han hecho los hijos... Imponerles una revelación —dudé, no sabía cómo terminar la frase, corté por lo sano, simplifiqué—, eso es demasiada responsabilidad. Para alguien como yo. —‘Al fin y al cabo soy la Joven Prudente’, pensé. ‘No tuve otro nombre para Desvern’—. Seguramente no debes temerme tú a mí. Deberías haber permitido que me hiciera a un lado, que me retirara de tu vida en silencio y con discreción, más o menos como entré y como he permanecido, si es que he permanecido. Nunca ha habido nada que nos obligara a volver a vernos. Para mí cada vez era la última, jamás conté con la siguiente. Hasta nuevo aviso, hasta tu contraorden, tú siempre has llevado la iniciativa, tú siempre has propuesto. Todavía estás a tiempo de dejarme ir sin más, no sé ni qué pinto aquí.
Dio unos pasos, se movió, dejó de estar detrás de mí, pero no se sentó otra vez a mi lado, sino que se quedó de pie, parapetado ahora por un sillón, enfrente de mí. Yo no lo perdí de vista en ningún instante, esa es la verdad. Miraba sus manos y miraba sus labios, por ellos hablaba y además era la costumbre, eran mi imán. Entonces se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo, como solía hacer. Luego se subió lentamente las mangas de la camisa, y aunque eso también era normal —siempre estaba remangado en casa, con los puños abotonados lo vi sólo aquel día, y durante poco rato—, que lo hiciera me puso más en guardia, muchas veces es el gesto de quien se prepara para una faena, para un esfuerzo físico, y allí no había ninguno en perspectiva. Cuando hubo acabado de doblárselas, apoyó los brazos en lo alto del sillón, como si se dispusiera a perorar. Durante unos segundos se quedó observándome muy atentamente de una manera que le conocía, y aun así me ocurrió lo mismo que en la anterior ocasión: aparté la vista, me turbaron sus ojos inmóviles, de mirada nada transparente ni penetrante, quizá era nebulosa y envolvente o tan sólo indescifrable, suavizada en todo caso por la miopía (llevaba lentillas), era como si esos ojos rasgados me estuvieran diciendo: ‘¿Por qué no me entiendes?’, no con impaciencia sino con lástima. Y su postura no era distinta de la que había adoptado otras tardes, para hablarme de
El Coronel Chabert
o de cualquier cosa que se le ocurriera o en la que se hubiera fijado, yo le oía lo que fuera con gusto. ‘Otras tardes o atardeceres’, pensé, ‘sin duda la hora peor para Luisa como lo es para la mayoría, la de las dos luces, la más cuesta arriba, y aquellos atardeceres en los que él y yo nos veíamos’, me di cuenta en seguida de que pensaba en pasado, como si ya nos hubiéramos despedido y cada uno estuviera en el anteayer del otro; pero continué lo mismo, ‘Javier no se acercaba a su casa, no iba a visitarla ni a distraerla, no le hacía compañía ni le echaba una mano, seguramente necesitaba descansar a veces —una cada diez, doce días— de la persistente tristeza de aquella mujer que con constancia amaba, a la que con inagotable paciencia esperaba; necesitaría tomar energías de algún lugar, de mí, de otra intimidad, de otra persona, para llevárselas después a ella renovadas. Tal vez yo la había ayudado así un poco, sin proponérmelo ni imaginármelo, indirectamente, no me molestaba. De quién las sacaría él ahora, si yo me iba de su lado. No tendrá problemas para sustituirme, de eso estoy segura.’ Y al pensar esto último volví al tiempo presente.