Los enamoramientos (26 page)

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Authors: Javier Marías

—No quiero que te quede una marca que no es, una que no corresponde, o sólo en lo sucedido pero no en los motivos ni en las intenciones, aún menos en la concepción, en la iniciativa. Veamos esa idea que tú te has hecho, esa composición de lugar, esa historia que te has contado: yo ordené matar a Miguel, muy a distancia. Tracé un plan no exento de riesgos (sobre todo el riesgo de que no saliera), pero que me dejaba a mí fuera de toda sospecha. Yo no me acerqué, no estuve allí, su muerte nada tuvo que ver conmigo y era imposible relacionarme con un gorrilla grillado con el que no había cruzado una palabra. Otros se encargaron de eso, de averiguar su desdicha y dirigir y manipular su mente frágil. La muerte de Miguel quedó como un terrible accidente, como un caso de pésima suerte. ¿Por qué no recurrí ni siquiera a un sicario, más seguro y más sencillo en apariencia? Hoy en día se los hace venir a propósito de cualquier sitio, de la Europa del Este o de América, y no son muy caros: el pasaje de ida y vuelta, unas dietas y tres mil euros o menos, o algo más, según, digamos tres mil si uno no quiere un chapuzas o alguien demasiado bisoño. Hacen lo suyo y se largan, cuando la policía empieza a investigar ya están en el aeropuerto o en pleno vuelo. La pega es que nada te garantiza que no repitan, que no vuelvan a España para otro trabajo o que incluso le tomen gusto y se instalen. Algunos individuos que se han valido de ellos luego son muy descuidados, a veces no se les ocurre otra cosa que recomendarles a un amigo o colega (eso sí, muy
sotto voce
) al mismo fulano que les prestó un servicio, o al mismo intermediario, que a su vez, perezoso, llama y trae al mismo fulano. Cualquiera que haya actuado aquí ya no está limpio del todo. Cuanto más pisen el territorio, más posibilidades de que al final los cacen, también más de que se acuerden de ti, o de tu testaferro, y establezcan un vínculo que puede no ser fácil cortar, hay sujetos que no se conforman con estar mano sobre mano y alargar una de vez en cuando. Y si se los caza, cantan. Hasta los que están a sueldo de alguna mafia y se quedan por eso, ya como fijos, en España hay ahora bastantes, aquí va habiendo trabajo. Los códigos de silencio se respetan poco o nada. El sentido de la camaradería ya no funciona, no hay sensación de pertenencia: si pillan a uno, allá se las componga, mala suerte, o error del que ha caído, culpa suya. Es prescindible y las organizaciones no se hacen cargo, ya han tomado sus medidas para no verse salpicadas de lleno, los sicarios cada vez van más a ciegas, conocen a un solo elemento o ni eso: una voz al teléfono, y las fotos de los objetivos se las mandan por móvil. Así que los detenidos responden con la misma moneda. Hoy todo el mundo se preocupa sólo de salvar el pellejo, de conseguir que le rebajen los cargos. Cantan lo que haga falta y luego se verá, lo principal es no hipotecarse durante mucho tiempo en la cárcel. Cuanto más estén allí, quietos y localizables, más riesgo corren de que se los ventile su propia mafia: ya son inútiles, un peso muerto, un pasivo. Y como lo que pueden cantar sobre ellas no es gran cosa, hacen méritos: ‘Verá, también le cumplí un encargo hace años a un importante empresario, o quizá fue a un político, o a un banquero. Creo que me voy acordando. Si me estrujo la memoria, ¿qué saco?’. Más de un empresario ha acabado en prisión por eso. Y algún político valenciano, ya sabes que por allí son ostentosos, lo de la discreción no lo comprenden.

‘Cómo sabrá Javier todo esto’, me pregunté mientras lo escuchaba. Y me acordé de mi única verdadera conversación con Luisa, también ella estaba algo enterada de estas prácticas, me había hablado de ellas, incluso había empleado algunas frases muy parecidas a las de su enamorado: ‘Traen a un tipo, hace su trabajo, le pagan y se larga, todo en un día o dos, nunca los encuentran...’. En su momento pensé que lo habría leído en la prensa o le habría oído hablar de ello a Deverne, al fin y al cabo era un empresario. Tal vez era a Díaz-Varela a quien había oído. Diferían, sin embargo, respecto a la eficacia del método, que para él no servía o estaba lleno de inconvenientes, sonaba mucho más informado. Luisa había añadido: ‘Si hubiera pasado algo así, ni siquiera podría odiar mucho a ese sicario abstracto... Pero sí a los inductores, tendría la posibilidad de sospechar de unos y otros, de cualquier competidor o resentido o damnificado, todo empresario hace víctimas sin querer o queriendo; y hasta de los colegas amigos, como leí el otro día una vez más, en el Covarrubias’. Lo había cogido, un voluminoso tomo verde, y me había leído parte de la definición de ‘envidia’ en 1611 nada menos, en vida de Shakespeare y de Cervantes, hacía cuatrocientos años y todavía valía, es desolador que algunas cosas no cambien nunca en esencia, aunque también es reconfortante que algo persista, que no se mueva un milímetro ni un vocablo: ‘Lo peor es que este veneno suele engendrarse en los pechos de los que nos son más amigos...’. Javier me estaba relatando o confesando ese caso, pero sólo como hipótesis, previsiblemente para negarla; estaba describiendo lo que yo imaginaba, la conclusión que había sacado tras oírles a él y a Ruibérriz, suponía que para desmentirla acto seguido. ‘Quizá me va a engañar con la verdad’, pensé por primera vez, porque no fue la única. ‘Quizá me está contando la verdad ahora para que parezca mentira. Como si lo pareciese, y como si lo fuese.’

—¿Cómo sabes todo eso?

—Me enteré. Cuando uno quiere saber algo, se entera. Averigua los pros y los contras, se entera. —Esto me lo contestó muy rápido y después se quedó callado. Pareció que iba a añadir algo más, por ejemplo cómo se había enterado. No fue así. Tuve la impresión de que mi interrupción lo había irritado, de que le había hecho perder el impulso momentáneamente, si no el hilo. Acaso estaba más nervioso de lo que aparentaba. Dio unos pasos por la habitación y se sentó en el sillón en cuyo respaldo había colgado la chaqueta y se había apoyado. Seguía enfrente de mí, pero ahora volvía a estar a mi altura. Se llevó otro cigarrillo a los labios, no lo encendió, al hablar de nuevo le bailaba. No le ocultaba la boca, sino que se la subrayaba—. Así que lo de los sicarios suena bien en principio, para quien quiere quitar a alguien de en medio. Pero resulta que siempre es peligroso entrar en contacto con ellos, por muchas precauciones que uno tome y aunque sea a través de terceros. O de cuartos o quintos; en realidad, cuanto más larga la cadena, cuantos más eslabones tenga, más fácil que se desenganche alguno, que se descontrole un elemento. En cierto sentido lo mejor sería contratar directamente y sin intermediarios: el que concibe la muerte al que va a ejecutarla. Pero claro, ningún pagador final, ningún empresario ni ningún político van a mostrarse, se expondrían demasiado al chantaje. La verdad es que no hay modo seguro, no hay forma adecuada de ordenar o pedir eso. Y además, luego están las sospechas innecesarias. Si un hombre como Miguel parece víctima de un ajuste de cuentas o de un asesinato por encargo, se empieza a mirar hacia todos lados: primero investigan a sus rivales y competidores, después a sus colegas, a todos aquellos con quienes hiciera negocios o tuviera tratos, a los empleados despedidos o prejubilados, y por último a su mujer y a sus amistades. Es mucho más aconsejable, es mucho más limpio que no parezca eso en absoluto. Que la calamidad sea tan diáfana que no haga falta interrogar a nadie. O solamente al que ha matado.

Pese a que pudiera no hacerle gracia, me atreví a intervenir de nuevo. O, más que atreverme, se me fue la lengua, no supe aguantarme.

—Al que ha matado que no sabe nada, ni siquiera que él no lo ha decidido, que le han metido en la cabeza la idea, que lo han instigado. Al que ha estado a punto de equivocarse de hombre, leí la prensa de aquellos días; que poco antes le había pegado al chófer como podía haberlo apuñalado dando así al traste con vuestros planes, supongo que tuvisteis que llamarlo al orden: ‘Ojo, que no es ese, es el otro que coge el coche; al que has pegado no tiene culpa, es sólo un mandado’. Al que ha matado que no sabe explicarse o que le da vergüenza contarle a la policía, es decir, a la prensa y a todo el mundo, que sus hijas son prostitutas y prefiere callarse. Que se niega a declarar, tu pobre loco, y que no señala a nadie, hasta que hace dos semanas os da un susto de muerte.

Díaz-Varela me miró con una leve sonrisa, no sé cómo decirlo, cordial y simpática. No era cínica, no era paternalista, no era zumbona, no era desagradable ni siquiera en aquel contexto oscuro. Era sólo como si constatara que mi reacción era la adecuada, que todo iba por el camino previsto. Encendió el mechero un par de veces pero no el cigarrillo. Yo sí encendí ahora uno mío. Siguió hablando con el suyo en la boca, acabaría por pegársele a un labio, al superior seguramente, a mí me gustaba tocárselo. Mi interrupción no pareció molestarlo.

—Eso fue un golpe de suerte inesperado, que se negara a declarar, que se cerrara en banda. Yo no contaba con eso, no contaba con tanto. Con un relato confuso sí, una explicación inconexa, con su desvarío, con que sólo sacaran en limpio que le había dado un arrebato, producto de una fijación enfermiza y absurda y de unas voces imaginarias. ¿Qué podía tener que ver Miguel con una red de prostitución, con la trata de blancas? Pero aún fue mejor que decidiera no soltar prenda, ¿verdad? Que no hubiera el más mínimo riesgo de que involucrara a terceros, aunque fueran a sonar fantasmagóricos; de que mencionara llamadas telefónicas raras a un móvil inexistente o en todo caso inencontrable y jamás registrado a su nombre, una voz al oído que le susurraba cosas, que le señalaba a Miguel, que lo persuadía de que él era el causante de la desgracia de sus hijas. Tengo entendido que las localizaron y que se negaron a ir a verlo. Al parecer no tenían trato con él desde hacía unos cuantos años, se habían llevado a matar y lo daban por imposible, se habían desentendido completamente; el gorrilla, como quien dice, llevaba tiempo solo en el mundo. Y por lo visto se dedican a la prostitución, en efecto, pero por su propia voluntad, en la medida en que la voluntad permanece intacta ante la necesidad: digamos que, entre varias servidumbres posibles, habían optado por esa y no les va mal, no se quejan. Creo que, si no de alto, son de medio
standing
, se defienden bien, no son tiradas. El padre no quiso saber más de ellas ni ellas de él, debía de ser bastante venado desde siempre. Probablemente luego, en su soledad, en su desequilibrio creciente, las recordaba de niñas más que de jóvenes, más de promesas que de decepciones, y se convenció de que habían actuado obligadas. No borró el dato pero quizá sí las razones y las circunstancias, las sustituyó por otras para él más aceptables aunque más indignantes, pero la indignación da fuerza y vida. Qué sé yo: para resguardar mejor en su imaginación a aquellas niñas, debían de ser de lo poco salvable que le quedaba, esas figuras, el mejor recuerdo de los tiempos mejores. No sé quién ni qué fue antes de ser indigente; para qué iba a hacer averiguaciones; todas esas historias son tristes, se piensa en quién fue uno de esos hombres, o aún peor, una de esas mujeres, cuando no podía prever su arrastrado futuro, y se hace doloroso echarle un vistazo al ignorante pasado de nadie. Sólo sé que era viudo desde hacía años, quizá entonces empezó su descenso. No tenía sentido que me informara de nada, se lo prohibí a Ruibérriz si se enteraba, ya me creaba mala conciencia utilizarlo como instrumento, la acallaba con la idea de que allí donde lo metieran, donde está ahora, estaría mejor que en el coche desvencijado en el que dormía. Estará mejor atendido y más cuidado, y en efecto ya se ha visto que además era un peligro. Más vale que no esté en la calle. —‘Eso le creaba mala conciencia’, pensé. ‘Tiene guasa. En medio de lo que me está contando, de lo que ya más o menos sabía, intenta no presentarse como un desaprensivo y muestra escrúpulos. Debe de ser normal, supongo que lo mismo intentan la mayoría de los que matan, sobre todo cuando son descubiertos; por lo menos los que no son sicarios, los que lo hacen una vez y basta, o eso esperan, y lo viven como una excepción, casi como un terrible accidente en el que contra su voluntad se han visto envueltos (en cierto modo como un paréntesis tras el cual puede seguirse): “No, yo no quería. Fue un momento de obnubilación, de pánico, en realidad me obligó ese muerto. Si no hubiera tirado tanto de la cuerda y llevado las cosas tan lejos, si hubiera sido más comprensivo, si no me hubiera apretado o eclipsado tanto, si hubiera desaparecido... Me causa enorme pesar, no te creas”. Sí, no debe de ser soportable la conciencia de lo que se ha hecho, y se perderá un poco, por tanto. Y sí, lleva razón, se hace doloroso mirar el ignorante pasado de nadie, por ejemplo el del pobre Desvern sin suerte la mañana de su cumpleaños, pobre hombre, mientras desayunaba con Luisa y yo los observaba con complacencia a distancia, como cualquier otra mañana inocua. Ya lo creo que tiene guasa’, me repetí, y noté que se me encendía el rostro. Pero me callé, no dije nada, me guardé mi indignación, la que él temía en las mujeres, y además me di cuenta a tiempo de que había perdido la noción, en algún instante de su parlamento (en cuál), de que lo que me contaba Díaz-Varela era todavía una hipótesis, o una glosa de mis deducciones a partir de lo que había oído, esto es, una ficción según él, seguramente. Su relato o repaso había comenzado así, como mera ilustración de mis conjeturas, verbalización de mis sospechas, e insensiblemente había adquirido para mí un aire o tono verídico, había pasado a escucharlo como si se tratara de una confesión en regla y fuera cierto. Aún cabía la posibilidad de que no lo fuera, según él, eso siempre (nunca sabría más que lo que él me dijera, luego nunca sabría nada con seguridad absoluta; sí, es ridículo que tras tantos siglos de práctica, y de increíbles avances e inventos, todavía no haya forma de saber cuándo alguien miente; claro que eso nos beneficia y perjudica por igual a todos, quizá sea el único reducto de libertad que nos queda). Me pregunté por qué había consentido, por qué había procurado que sonara como verdad lo que previsiblemente iba a ser negado más tarde. Después de sus últimas palabras, se me hacía difícil esperar a esa negación probable, anunciada (‘No quiero que te quede una marca que no es’, así había empezado); sin embargo era lo que me tocaba, ahora ya no podía marcharme: oír lo horrible, esperar aún, tener paciencia. Todos estos pensamientos me cruzaron como una ráfaga, porque él no se detuvo, se limitó a una mínima pausa—. Así que su inesperado silencio fue como una bendición, como la confirmación de que había acertado en mis azarosos planes, y lo eran mucho, date cuenta: ese Canella podía haber sido inmune a mis intrigas, o se lo podía haber convencido de que Miguel era el culpable de la perdición de sus hijas, pero nada más, eso podía no haber tenido la menor consecuencia.

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