Read Los enamoramientos Online
Authors: Javier Marías
En aquella ocasión, en cambio, estuve segura de que aquella puerta no se me abriría nunca más, de que una vez que la cerrara a mi espalda y me encaminara hacia el ascensor aquella casa quedaría clausurada para mí, tanto como si su dueño se hubiera mudado o se hubiera exiliado o se hubiera muerto, uno de esos portales ante los que a partir de nuestra exclusión uno intenta no pasar, y si pasa por descuido o porque el rodeo es largo y no hay más remedio, lo mira de reojo con un estremecimiento de congoja —o es el espectro de la antigua emoción— y aviva el paso, a fin de no sumergirse en el recuerdo de lo que hubo y no hay. En la noche de mi habitación, ya acostada frente a mis árboles siempre agitados y oscuros, antes de cerrar los ojos para dormir o no, lo tuve claro y así me lo dije: ‘Ahora ya sé que no veré más a Javier, y es lo mejor, pese a que me esté entrando ya la añoranza de lo bueno que había, de lo que me gustaba tanto cuando iba allí. Eso se terminó, antes de hoy. Mañana mismo iniciaré la tarea de que deje de ser una criatura y se convierta en un recuerdo, aunque sea, durante algún tiempo, un recuerdo devorador. Paciencia, porque llegará un día en que no lo será’.
Pero al cabo de una semana, o fue menos, algo interrumpió aquel proceso, cuando aún luchaba por arrancar. Salía yo del trabajo con mi jefe Eugeni y mi compañera Beatriz, ya un poco tarde, pues procuraba pasar allí el mayor número de horas posible, en compañía y con la cabeza ocupada en cosas que no me importaban, como hace todo el mundo cuando se aplica a esa tarea lenta y a no pensar en aquello en lo que inevitablemente tiende a pensar. En seguida, mientras les decía adiós, divisé una figura alta que daba breves paseos de un lado a otro con las manos metidas en los bolsillos del abrigo, en la acera de enfrente, como si tuviera frío por llevar rato allí, cerca de aquella cafetería de la parte alta de Príncipe de Vergara en la que todas las mañanas desayunaba yo aún, siempre acordándome en algún momento de mi pareja perfecta que se había deshecho, como si aguardara a alguien con quien se hubiera citado y que le estuviera dando plantón. Y aunque no llevaba abrigo de cuero, sino uno anticuado de color camello y aun quizá de piel de ese animal, al instante lo reconocí. No podía ser una coincidencia, era seguro que me esperaba a mí. ‘Qué hace aquí’, pensé, ‘lo envía Javier’, y fue un pensamiento en el que se mezclaron —una vez más en lo relacionado con aquel Javier de última hora, con el que combinaba dos caras o el desenmascarado, por llamarlo así— un temor irracional y una tonta ilusión. ‘Lo envía para comprobar que estoy neutralizada y apaciguada, o simplemente por interés, para saber de mí, para saber cómo estoy después de sus revelaciones e historias, todavía no ha logrado apartarme de su mente, por el motivo que sea. O tal vez es una amenaza, un aviso, y Ruibérriz quiera advertirme de lo que me puede ocurrir si no permanezco callada hasta el fin de los tiempos o si me pongo a indagar y voy a ver al Doctor Vidal, Javier es de los que dan vueltas a los hechos después de que ocurran, ya lo hizo así tras mi escucha de su conversación.’ Y mientras pensaba esto, dudaba si esquivarlo y marcharme con Beatriz, acompañarla hasta donde hiciera falta, o quedarme sola, como en principio iba a hacer, y dejar que me abordara. Opté por esto último, de nuevo me pudo la curiosidad; acabé de despedirme y di siete u ocho pasos hacia la parada de mi autobús, sin mirarlo a él. Sólo siete u ocho, porque inmediatamente cruzó la calle sorteando los coches y me paró, me tocó el codo con levedad, para no asustarme, y al volverme me encontré con el estallido de su dentadura, una sonrisa tan amplia que, como había observado la primera vez, mostraba la parte interior de sus labios al doblársele el superior hacia arriba, una cosa llamativa, como si se le pusiera del revés. También mantenía su mirada masculina valorativa, pese a que en esta ocasión yo estuviera bien tapada y no en falda algo arrugada o subida y en sostén. Daba lo mismo, sin duda era un individuo con visión sintética o global: antes de que una mujer se diera cuenta, ya la habría examinado en su totalidad. No me sentí muy halagada por ello, me parecía uno de esos hombres que a medida que se hacen mayores rebajan sus niveles de apreciación, no precisan de mucho incentivo y se acaban afanando tras todo lo que se mueva con un poco de gracia.
—Qué estupendo, María, qué casualidad —me dijo, y se llevó una mano a una ceja, remedando el gesto de quitarse un sombrero, como asimismo había hecho al despedirse la otra vez, a punto de entrar en el ascensor—. Te acuerdas de mí, ¿espero? Nos conocimos en casa de Javier, Javier Díaz-Varela. Tuve el privilegio de que no supieras que estaba allí, ¿te acuerdas? Te llevaste una sorpresa, yo me llevé un deslumbramiento, por desgracia muy fugaz.
Me pregunté a qué estaba jugando. Se permitía hacerse el encontradizo, cuando yo lo había visto en su espera y él seguramente me había visto verlo, no quitaba ojo de la puerta de la editorial mientras paseaba de un lado a otro, así habría estado desde quién sabía cuándo, quizá desde la hora teórica del fin de nuestra jornada laboral, que podía haber preguntado por teléfono y nada tenía que ver con la de verdad. Decidí seguirle la corriente, al menos en primera instancia.
—Ah, sí —contesté, y esbocé una sonrisa a mi vez, por cortesía, por corresponder—. Fue un poco embarazoso para mí. Ruibérriz, ¿verdad? No es un apellido muy común.
—Ruibérriz de Torres, es compuesto. Nada común. Una familia de militares, prelados, médicos, abogados y notarios. Si yo te contara. A mí me tienen en su lista negra, soy la oveja negra, te lo puedo asegurar, aunque hoy vaya vestido de claro. —Y se tocó la solapa del abrigo con el dorso de la mano, un gesto despectivo, como si aún no estuviera acostumbrado a él, como si lo incomodara no verse de cuero negro Gestapo. Se rió de su propio minichiste sin venir a cuento. O se hacía gracia a sí mismo o intentaba contagiar a su interlocutor. Tenía todas las trazas de un bribón, pero a primera vista parecía un bribón cordial y más bien inofensivo, costaba creer que hubiera estado metido en la fabricación de un asesinato. Al igual que a Díaz-Varela, se lo veía como a un tipo normal, cada uno en su estilo. Si había participado en aquello (y había participado muy activamente, eso era seguro, por los motivos que hubieran sido, vagamente leales o incontestablemente ruines), no parecía capaz de reincidir. Pero tal vez la mayoría de los criminales sean así, simpáticos y amables, pensé, cuando no están cometiendo sus crímenes—. Te invito a tomar algo para celebrar nuestro encuentro, ¿tienes tiempo? Aquí mismo si quieres. —Y señaló la cafetería de los desayunos—. Aunque conozco centenares de sitios infinitamente más divertidos y con más ambiente, sitios que no puedes ni imaginarte que haya en Madrid. Si luego te animas, podemos ir a alguno de ellos. O a cenar a un buen restaurante, ¿cómo andas de hambre? También podemos ir a bailar, si prefieres.
Me hizo gracia esta última proposición, ir a bailar, sonaba a otra época. ¿Y cómo me iba a ir a bailar a la salida del trabajo, a una hora absurda y con un desconocido, como si tuviera dieciséis años? Y, como me hizo gracia, me reí abiertamente.
—Qué dices, cómo me voy a ir a bailar a estas horas, y así vestida. Llevo ahí desde las nueve de la mañana. —E hice un gesto con la cabeza hacia la puerta de la editorial.
—Bueno, yo decía luego, después de cenar. Pero como te apetezca, si quieres pasamos por tu casa, te duchas, te cambias y nos vamos de juerga. Tú no lo sabrás, pero hay sitios para bailar a cualquier hora. Hasta al mediodía. —Y soltó una carcajada. Su risa era disoluta—. Yo te espero lo que haga falta, o te recojo donde me digas.
Era invasivo y enredador. Tal como se comportaba, no daba la impresión de que Díaz-Varela lo hubiera enviado, aunque tenía que haber sido así. ¿Cómo, si no, sabía dónde trabajaba? Pero en verdad actuaba como si lo hiciera por iniciativa propia, como si simplemente se hubiera quedado con mi imagen ligera de ropa, unas semanas atrás, y hubiera decidido jugársela sin ningún disimulo, lanzarse en plancha, un capricho urgente, es la táctica de algunos hombres y no les suele dar mal resultado, si son joviales. Recordé haber tenido la sensación, entonces, de que no sólo registraba mi existencia al instante, sino de que consideraba ya un paso adelante o incluso una inversión el hecho de haber sido presentados, tan someramente; de que, por así decir, me anotaba en una agenda mental como si esperara volver a encontrarme muy pronto a solas o en otro lugar, o aun pensara pedirle mi teléfono más tarde a Díaz-Varela, sin cortarse un pelo. Quizá éste se había referido a mí como a ‘una tía’ porque era el único término que Ruibérriz de Torres era capaz de entender: para él desde luego era eso, exclusivamente ‘una tía’. No me molestaba, para mí también hay sujetos que son ‘tíos’ sin más. Él pertenecía a esa clase de individuos cuyo desparpajo es ilimitado, tanto que resulta desarmante a veces. Yo había asociado esa actitud con la falta de respeto que los dos se tenían, al saberse cómplices, al conocer el uno del otro las peores debilidades, al haber sido compañeros de crimen. A Ruibérriz parecía traerle sin cuidado cuál fuera mi relación con Díaz-Varela. O acaso, se me ocurrió, éste le había informado de que ya no había ninguna. Esa idea sí me fastidió, la posibilidad de que le hubiera dado luz verde sin el más mínimo duelo, sin un resto de sentido de la propiedad, por difuso que fuera —de sentido del descubrimiento, si se quiere—, sin el menor atisbo de celos, y eso me ayudó a ponerme más seria, a pararle los pies al sinvergüenza, con suavidad, sin palabras, su aparición me seguía intrigando. Acepté tomar una copa en la cafetería, brevemente; no más, se lo advertí. Nos sentamos a la mesa que quedaba junto al ventanal, la que solía ocupar la Pareja Perfecta cuando existía, pensé ‘Qué decadencia’. Él se quitó el abrigo con ademán resuelto, casi de trapecista, y nada más hacerlo hinchó el tórax, sin duda estaba orgulloso de sus pectorales, los juzgaba un activo. Se dejó puesto el
foulard
, creería que le sentaba bien y que hacía juego con sus pantalones muy entallados, ambas prendas de color crudo: distinguido color, pero más apropiado para la primavera, no debía de hacer mucho caso de lo que sugieren las estaciones.
Me iba lanzando requiebros, habló de trivialidades. Los requiebros eran directos, descaradamente aduladores, pero no de mal gusto, intentaba ligar y parecer gracioso —lo era más cuando no lo pretendía, sus bromas eran previsibles, mediocres, un poco ingenuas—, eso era todo. Me impacienté, mi amabilidad inicial fue decreciendo, me costaba ya reír, me sobrevino el cansancio de la larga jornada, tampoco dormía muy bien desde mi despedida de Díaz-Varela, acosada por las pesadillas y la agitación de mis despertares. Ruibérriz no me caía mal pese a lo que sabía —bueno, tal vez sólo había devuelto favores o ayudado a un amigo que tenía que pasar el pésimo trago de ayudar a morir rápidamente a otro amigo que debería haber muerto ayer, antes de tiempo o de su tiempo natural o fijado (de su segundo azar, son lo mismo)—, pero no me interesaba nada, carecía de pliegues, ni siquiera podía apreciar sus galanterías. No era consciente de que cumplía años, debía de estar más cerca de los sesenta que de los cincuenta, se comportaba como un hombre de treinta. Quizá en parte era culpa de que se conservara tan bien físicamente, eso era innegable, al primer golpe de vista aparentaba cuarenta y tantos.
—¿Para qué te ha enviado Javier? —le pregunté de repente, aprovechando un momento de silencio o de conversación languidecida: o no se daba cuenta de que su cortejo perdía fuelle y cualquier posibilidad de éxito o su tesón era invencible, una vez en faena.
—¿Javier? —Su sorpresa pareció auténtica—. No me ha enviado Javier, he venido yo por mi cuenta, tenía unos asuntos aquí al lado. Y aunque no hubiera sido así: no te hagas de menos, sabes que para acercarse a ti no haría falta que lo alentase a uno nadie. —No dejaba pasar ocasión de halagarme, iba al grano. Como he dicho, un capricho urgente, y también había urgencia por averiguar si podría o no satisfacerlo. Si sí, estupendo. Si no, a otra cosa, lo que no veía es que fuera individuo para probar dos veces, ni para eternizarse en una conquista. Si algo no salía a la primera embestida, renunciaría sin sensación de fracaso y no volvería a acordarse. Aquella era su primera embestida y probablemente la única, tampoco iba a perder tiempo otro día, teniendo donde elegir con sus amplias tragaderas.
—¿Ah, no? ¿Y cómo has sabido dónde trabajo? No me vengas con que pasabas por aquí casualmente. Te he visto cómo esperabas. ¿Desde qué hora estabas ahí? El día está frío para aguantar en la calle, muchas molestias para venir por tu cuenta, y tampoco soy para tanto. Cuando Javier nos presentó ni siquiera dijo mi apellido. Ya me dirás cómo me has localizado con tanta precisión, si no te ha enviado. ¿Qué quiere saber, si le he creído su historia de amistad y sacrificio?
Ruibérriz interrumpió lentamente una de sus sonrisas; o mejor dicho su sonrisa, la verdad es que en ningún instante la abandonaba, a buen seguro también consideraba un activo su relampagueante dentadura a lo Gassman, el parecido con ese actor era notable y contribuía a hacerlo simpático. O no fue lentamente, sino que el labio superior doblado hacia arriba se le quedó enganchado o pegado a la encía, eso pasa cuando falta saliva, y tardó en liberarlo más de la cuenta. Debió de ser eso, porque hizo unos gestos de roedor, un poco raros.
—Sí, no dijo tu apellido entonces —contestó con expresión de extrañeza por mi reacción—, pero luego hablamos de ti por teléfono, y se le escaparon los suficientes datos para que no me costara ni diez minutos dar contigo. No me subestimes. Investigar no se me da mal, tampoco carezco de contactos, y hoy en día, con Internet y Facebook y todo eso, no hay quien se escurra en cuanto se conoce un detalle. ¿Es que no te cabe en la cabeza que desde que te vi aparecer me gustaras un huevo? Vamos, vamos. Me gustas mogollón, María, ya lo notas. También hoy, pese a encontrarte en circunstancias y en atuendo tan distintos de la primera vez, no le va a tocar a uno siempre la lotería. Eso sí que fue un
flash
, un fogonazo. Si quieres la verdad verdadera, hace semanas que no me quito esa imagen de la cabeza. —Y recobró su sonrisa como si tal cosa. No le importaba referirse una y otra vez a aquella escena de mi semidesnudez, no le preocupaba resultar insolente, al fin y al cabo se suponía que su llegada nos había interrumpido un polvo a Díaz-Varela y a mí, o poco menos. No había sido así, pero casi. Había dicho ‘mogollón’ y ‘un
flash
’, expresiones que sonaban ya antiguas; y el verbo ‘escurrirse’ está en retirada: su vocabulario delataba su edad, más que su aspecto, conservaba cierta apostura.