Los enamoramientos (35 page)

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Authors: Javier Marías

Fue a partir de entonces cuando el proceso de atenuación empezó de veras, tras el primer acto de desentendimiento, tras pensar por primera vez —o sin llegar a pensarlo, quizá no tenga que ver con la mente sino con el ánimo, o con el mero aliento—: ‘En realidad a mí qué me importa, qué se me da todo esto’. Eso está al alcance de cualquiera siempre, ante cualquier hecho por cercano y grave que sea, y quienes no se sacuden los hechos es porque en el fondo no quieren, porque se alimentan de ellos y descubren que dan algún sentido a sus vidas, lo mismo que quienes cargan gustosos con el tenaz lastre de los muertos, dispuestos todos a merodear a poco que se los retenga, aspirantes todos a Chaberts pese a los sinsabores y las negaciones y los torcidos gestos con que se los recibe si se atreven a volver del todo.

Claro que el proceso es lento, claro que cuesta y que hay que poner voluntad y esforzarse, y no dejarse tentar por la memoria, que regresa de vez en cuando y se disfraza de refugio a menudo, al pasar por una calle o al oler una colonia o escuchar una melodía, o al ver que están poniendo en televisión una película que se disfrutó en compañía. Nunca vi ninguna con Díaz-Varela.

En cuanto a la literatura, en la que sí teníamos experiencias comunes, conjuré el peligro asumiéndolo, haciéndole frente en seguida: aunque la editorial suele publicar a autores contemporáneos, para frecuente desgracia de los lectores y mía, convencí a Eugeni de que preparásemos a toda prisa una edición de
El Coronel Chabert
, con traducción nueva y muy buena (la más reciente era en efecto malísima), y le añadimos tres cuentos más de Balzac para conseguir un volumen con lomo, ya que esa obra es bastante breve, lo que en francés llaman
nouvelle
. A los pocos meses estaba en las librerías y yo me deshice así de su sombra, sacándola a la luz en mi lengua en las mejores condiciones. Me acordé de ella cuanto hacía falta, mientras la editábamos, y luego ya pude olvidarla. O me aseguré, por lo menos, de que no me iba a pillar nunca a traición, ni por sorpresa.

Estuve a punto de marcharme de la editorial después de esta maniobra, para no seguir yendo a la cafetería, para ni siquiera seguir viéndola desde mi despacho, aunque me la taparan parcialmente los árboles; para que nada me recordara nada. También estaba cansada de bregar con los escritores vivos —qué delicia los que no pueden dar la lata ni intentar amañar su futuro, como Balzac, ya cumplido—; de las llamadas pegajosas de Cortezo el plasta, de las exigencias del repelente y avaro Garay Fontina, de las ínfulas cibernéticas de los falsos jóvenes, a cual más ignorante y bruto y pedante, todo a un tiempo. Pero las otras ofertas, de la competencia, no me convencieron pese a la mejora en el sueldo: en todas partes tendría que continuar tratando con escritores de ambición desmedida y que respiraban mi mismo aire. Eugeni, además, un poco perezoso e ido, delegaba cada vez más en mí y me instaba a tomar decisiones, en lo cual le hacía caso: confiaba en que pronto llegara el día en que pudiera prescindir de algún fatuo sin ni siquiera pedirle permiso, sobre todo del inminentísimo azote del Rey Carlos Gustavo, que pulía sin desmayo su discurso en lengua sueca macarrónica (quienes lo habían oído ensayar aseguraban que su acento era infame). Pero, por encima de todo, comprendí que no debía huir de aquel paisaje, sino dominarlo con mis propios medios como habría hecho Luisa con su casa, obligándose a seguir viviendo en ella y a no mudarse precipitadamente; despojarlo de sus connotaciones más sentimentales y tristes, conferirle nueva cotidianidad, recomponerlo. Sí, me daba cuenta de que aquel lugar se me había teñido de sentimiento, y a éste es imposible engañarlo o saltárselo, aunque sea semiimaginario. Sólo cabe llegar a buenos términos con él y aplacarlo.

Pasaron casi dos años. Conocí a otro hombre que me interesó y divirtió lo suficiente, Jacobo (no escritor tampoco, gracias al cielo), me comprometí con él a instancias suyas, hicimos pausados planes para casarnos, yo lo fui retrasando sin cancelarlo, nunca fui propensa al matrimonio, me convenció más mi edad —treinta y bastantes— que mi deseo de levantarme acompañada a diario, a eso no le veo mucho la gracia, tampoco estará mal, supongo, si se quiere al que se acuesta y duerme al lado, como es —cómo no—, como es mi caso. Hay cosas de Díaz-Varela que sigo echando de menos, eso es aparte. Lo cual no me trae mala conciencia, nada se hace incompatible en el terreno del recuerdo.

Estaba cenando con un grupo de gente en el restaurante chino del Hotel Palace cuando los vi, a una distancia de tres o cuatro mesas, digamos. Tenía buena visión de los dos, que se me ofrecían de perfil, como si yo estuviera en un patio de butacas y ellos en un escenario, sólo que a la misma altura. La verdad es que no les quité ojo —eran como un imán—, salvo cuando alguno de los comensales me dirigía la palabra, y eso no sucedía a menudo: veníamos de la presentación de una novela, varios eran amigos del autor ufano y no los conocía de nada; se distraían entre sí y no me daban apenas tabarra, yo estaba allí como representante de la editorial, y para hacerme cargo de la cuenta, claro; la mayoría eran extrañamente aflamencados, y lo que más temía era que sacaran guitarras de algún escondite raro y se arrancaran a cantar con brío, entre plato y plato. Eso, aparte del bochorno, habría hecho volverse hacia nuestra mesa a Luisa y a Díaz-Varela, que estaban demasiado atentos el uno al otro como para reparar en mi presencia en medio de una asamblea de caracolillos. Aunque pensé que tal vez ella ni me reconocería. Sólo hubo un momento en el que la novia del novelista se dio cuenta de que yo miraba sin cesar hacia un punto. Se dio media vuelta sin disimulo y se quedó observándolos, a Javier y a Luisa. Me preocupó que los alertaran sus ojos tan desinhibidos, y me vi en la necesidad de explicarle:

—Disculpa, es que es una pareja que conozco, y no los veía hacía siglos. Y entonces no eran pareja. No te lo tomes a mal, te lo ruego. Me da mucha curiosidad verlos así, ya me entiendes.

—Nada, mujer, nada —me contestó comprensiva, tras echar una nueva ojeada impertinente. Había comprendido cuál era la situación al instante, a veces debo de ser muy transparente—. Guapo él, ¿eh?, no me extraña. Nada, hija, tú a lo que importa, tú a lo tuyo. A mí ni caso.

Sí, ya lo creo que eran pareja, eso suele saltar a la vista hasta con completos desconocidos, y aquí yo lo conocía a él de sobra, a ella no, de hablar una única vez por extenso —o de que hablara ella sola, yo debí de ser intercambiable aquel día, un mero oído—, en realidad muy poco. Pero la había contemplado en actitud similar durante años, es decir, con su pareja de entonces, que llevaba ahora muerto lo bastante para que Luisa ya no pensara de sí misma en primera instancia, como algo definitorio: ‘Me he quedado viuda’ o ‘Soy viuda’, porque ya no lo sería en absoluto, y ese hecho y ese dato habrían cambiado, con ser idénticos que antes. Así que más bien se diría: ‘Perdí a mi primer marido y cada vez más se me aleja. Hace demasiado que no lo veo y en cambio este otro hombre está aquí a mi lado y además está siempre. También a él lo llamo marido, eso es extraño. Pero ha ocupado su lugar en mi cama y al yuxtaponerse lo difumina y lo borra. Un poco más cada día, un poco más cada noche’. Y los había visto juntos, también una sola vez pero suficiente para captar el enamoramiento y la solicitud de él y el caso omiso o la inadvertencia de ella. Ahora era todo muy distinto. Estaban pendientes el uno del otro, charlaban con vivacidad, se miraban de vez en cuando a los ojos sin cruzar palabra, a través de la mesa se cogían los dedos. Él llevaba alianza en el anular, se habrían casado por lo civil quién sabía cuándo, quizá muy recientemente, quizá anteayer o ayer mismo. Ella tenía mejor aspecto y él no había empeorado, allí estaba Díaz-Varela con sus labios de siempre, cuyos movimientos seguí a distancia, hay hábitos que no se pierden o que se recuperan inmediatamente, como si fueran un automatismo. Sin querer hice un gesto con la mano, como para tocárselos de lejos. La novia del novelista, la única que me echaba vistazos, reparó en ello y me preguntó con gentileza:

—Perdona, ¿quieres algo? —Tal vez creía que le había hecho una seña.

—No, no, descuida. —Y moví la mano como añadiendo: ‘Cosas mías’.

Me debía de notar turbada, no tanto como alterada. Por suerte los demás comensales brindaban sin parar y daban voces, sin prestarme atención alguna. Me pareció que uno de ellos empezaba a canturrear preocupantemente (‘Ay mi niña, mi niña, Virgen del Puerto’, alcancé a oír), no sé por qué ofrecían aquella estampa de tablado, el novelista no era así, era un tipo con jersey de rombos, gafas de violador o maniaco y pinta de acomplejado, que incomprensiblemente tenía una novia agradable y bien parecida y vendía bastantes libros —un timo con pretensiones, cada uno de ellos—, por eso lo habíamos llevado a un restaurante algo caro. Rogué —una jaculatoria a la Virgen del Puerto, aunque no la conociera— por que no fuera a más el canto, no deseaba ser distraída. No podía apartar los ojos de la mesa como un escenario, y de pronto empezó a repetírseme una frase de aquellos diarios ya antiguos, los que habían traído la noticia durante dos míseros días y la habían callado después para siempre: ‘Tras debatirse unas cinco horas entre la vida y la muerte, sin recobrar en ningún instante el conocimiento, la víctima falleció a primeras horas de la noche, sin que los médicos pudieran hacer nada por salvarla’.

‘Cinco horas en un quirófano’, pensé. ‘No es posible que tras cinco horas no detectaran una metástasis generalizada en todo el organismo, como dijo Javier que le había dicho Desvern.’ Y entonces creí ver claro —o más claro— que esa enfermedad nunca había existido, a no ser que el dato de las cinco horas fuera falso o erróneo, las noticias de los diarios no se ponían de acuerdo ni en el hospital al que había sido llevado el moribundo. Nada era concluyente, desde luego, y la versión de Ruibérriz no había desmentido la de Díaz-Varela, en todo caso. Tampoco eso significaba mucho, dependía de cuánta verdad le hubiera revelado éste al hacerle su sangriento encargo. Supongo que fue la irritación lo que me condujo a esa momentánea creencia —o duró más que un momento, fue un rato en el restaurante chino— de verlo ahora más claro (luego lo volví a ver más oscuro en mi casa, donde la pareja ya no estaba presente y Jacobo me aguardaba). Me fui irritando, yo creo, al comprobar que Javier se había salido con la suya, al descubrir que lo había logrado, tal como él había previsto. Al fin y al cabo le tenía algo de agravio, por mucho que jamás albergara esperanzas y que no pudiera culparlo de habérmelas dado falsas. No era indignación moral lo que sentía, tampoco afán justiciero, sino algo mucho más elemental, quizá mezquino. La justicia y la injusticia me traían sin cuidado. Sin duda me entraron celos retrospectivos, o fue despecho, me imagino que nadie está a salvo. ‘Míralos’, pensé, ‘ahí están al final de la paciencia y del tiempo: ella más o menos rehecha y contenta, él exultante, casados, olvidados de Deverne y de mí, yo ni siquiera fui un lastre. Está en mi mano arruinar ese matrimonio ahora mismo, y arruinarle a él la vida que se ha construido, como un usurpador, ese es el término. Bastaría con que me levantara y me acercara a su mesa y le dijera: “Vaya, al final lo conseguiste, quitar de en medio el obstáculo sin que ella haya sospechado”. No tendría que añadir nada más, ni dar ninguna explicación, ni contar la historia entera, me daría media vuelta y me iría. Sería suficiente con eso, con esas medias palabras, para sembrar el desconcierto en Luisa y que ella le pidiera cuentas muy arduas. Sí, es tan fácil introducirle la duda a cualquiera.’

Y, nada más pensar esto —pero estuve muchos minutos pensándolo, repitiéndomelo como una canción que se nos cuela, y así encendiéndome en silencio, con los ojos fijos en ellos, no sé cómo no los advirtieron, cómo no se sintieron quemados ni traspasados, mis ojos debían de ser como ascuas o como agujas—; nada más acabar de pensar esto, también sin quererlo o sin decidirlo, del mismo modo que no había querido hacer con la mano el gesto de tocarle a él los labios, me puse en pie sin soltar la servilleta y le dije a la novia del timador agasajado, la única para la que aún existía y que podría echarme en falta, si tardaba:

—Perdonad, ahora vuelvo.

En verdad no sabía qué intención me guiaba o esa intención fue cambiando a gran velocidad varias veces, mientras daba los pasos —uno, dos, tres— que separaban mi mesa de la suya. Sé que me vino a la cabeza esta idea fugaz, que necesita mucha más lentitud para expresarse, mientras caminaba sin darme cuenta —cuatro, cinco— de que llevaba mi servilleta arrugada y manchada en la mano: ‘Ella apenas me conoce y no tiene por qué identificarme hasta que yo me presente y se lo diga, tras tanto tiempo; para ella seré una desconocida que se aproxima. Es él quien me conoce bien y me reconocerá al instante, pero en teoría, a ojos de Luisa, tiene aún menos motivos para recordarme. En teoría él y yo nos hemos visto una sola vez y sin casi haber cruzado palabra, los dos de visita en casa de ella, una tarde hace más de dos años. Deberá fingir que ignora quién soy, lo contrario resultaría extraño en su caso. Así que también está en mi mano desenmascararlo en ese aspecto, las mujeres solemos percibir en seguida si otra mujer que se acerca a saludar a quien está con nosotras ha tenido con él una relación pasada. A menos que los dos disimulen a la perfección y no se delaten. Y a menos que nos equivoquemos, también es verdad que algunas tendemos a atribuirles a nuestras parejas multitud de amantes pretéritas, y que no siempre acertamos’.

Al avanzar —seis, siete, ocho, había que bordear alguna mesa y sortear a camareros chinos raudos, no era en línea recta el trayecto— los fui viendo mejor, y los vi contentos y tranquilos, enfrascados en su conversación, más bien ajenos a cuanto no fueran ellos. Sentí por Luisa, en algún paso, algo parecido a alegría, o tal vez a conformidad, o era a alivio. La última vez que la había visto, hacía ya tanto, me había inspirado gran lástima. Me había hablado del odio que no podía tenerle al gorrilla: ‘No, odiarlo no sirve, no consuela ni da fuerzas’, había dicho. Y del que tampoco le habría podido tener a un sicario recién llegado y abstracto, de haber sido uno de ellos el que hubiera matado a Deverne, por encargo. ‘Pero sí a los inductores’, había añadido, y me había leído parte de la definición de Covarrubias de ‘envidia’, fechada en 1611, lamentándose de que ni siquiera a eso pudiera achacarse la muerte de su marido: ‘Lo peor es que este veneno suele engendrarse en los pechos de los que nos son más amigos, y nosotros los tenemos por tales fiándonos dellos; y son más perjudiciales que los enemigos declarados’. Y justo después me había confesado: ‘Lo añoro sin parar, ¿sabes? Lo añoro al despertarme y al acostarme y al soñar y todo el día en medio, es como si lo llevara conmigo incesantemente, como si lo tuviera incorporado, es decir, en mi cuerpo’. Y entonces pensé, mientras ya me acercaba —nueve, diez—: ‘Ya no será así, se habrá librado de su cadáver, de su difunto, su espectro, que ha hecho bien, porque no ha vuelto. Tiene ahora a alguien enfrente y los dos podrán ocultarse mutuamente su destino, como hacen los enamorados según un verso que mal recuerdo, algo así dice ese verso antiguo que leí en mi adolescencia. Ya no estará su cama afligida, ni será ya luctuosa, en ella entrará un cuerpo vivo todas las noches, cuyo peso yo bien conozco, y era muy grato sentirlo’.

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