Read Los enamoramientos Online
Authors: Javier Marías
‘¿Quién, Canella?’, también oí esa pregunta de Díaz-Varela con nitidez, oí el nombre como quien oye una maldición que lo sobrecoge —recordaba ese nombre, lo había leído en Internet y además lo recordaba entero, Luis Felipe Vázquez Canella, como si fuera un título pegadizo o un verso; y también percibí su sobresalto, su pánico—, o como quien oye su propia sentencia o la del ser más querido y no da crédito y a la vez que la escucha la niega y se dice que no es posible, que eso no está sucediendo, que no está oyendo lo que sí está oyendo y que no ha llegado lo que sí ha llegado, como cuando nuestro amor nos convoca con la frase universal ominosa a la que recurren todas las lenguas —‘Tenemos que hablar, María’, llamándonos además por nuestro nombre de pila que apenas usa en las demás circunstancias, ni siquiera cuando jadea dentro, su halagadora boca muy cerca, junto a nuestro cuello— y a continuación nos condena: ‘No sé lo que me está pasando, yo mismo no logro explicármelo’; o bien: ‘He conocido a otra persona’; o bien: ‘Me habrás notado algo raro y distante en los últimos tiempos’, todo son preludios de la desgracia. O como quien oye pronunciar al médico el nombre de una enfermedad ajena que no nos atañe, la que padecen otros pero no uno mismo, y esta vez nos la atribuye inverosímilmente, cómo puede ser, tiene que haber un error o lo que ha sido oído no ha sido dicho, eso a mí no me toca ni va conmigo, yo nunca he sido un desdichado, una desdichada, yo no soy de esos ni voy a serlo.
También yo me sobresalté, también yo sentí pánico momentáneo y estuve a punto de retirarme de la puerta para no oír más y así poder convencerme luego de que había oído mal o de que en realidad no había oído nada. Pero siempre sigue uno escuchando, una vez que ha empezado, las palabras caen o salen flotando y no hay quien las pare. Deseé que consiguieran bajar de una vez las voces, para que no dependiera de mi voluntad no enterarme, y se hiciera nebuloso o se difuminara todo, y me cupieran dudas; para no fiarme de mis sentidos.
‘Claro, quién va a ser’, contestó el otro con un poco de desdén y de impaciencia, como si ahora que había dado la alarma fuera él quien tuviera la sartén por el mango, el que trae una noticia siempre la tiene, hasta que la suelta entera y la traspasa y entonces ya se queda sin nada, y el que la escucha deja de necesitarlo. Al portador apenas le dura la posición dominante, sólo mientras anuncia que sabe y a la vez guarda silencio.
‘¿Y qué es lo que está diciendo? Tampoco puede decir mucho, ¿qué puede decir? ¿No? ¿Qué puede decir ese desgraciado? ¿Qué importa lo que diga un trastornado?’ Díaz-Varela se repetía la frase sobre todo a sí mismo, estaba nervioso, como si quisiera conjurar un maleficio.
Su visitante se atropelló —ya no pudo aguantarse— y al hacerlo bajó y subió el tono varias veces, involuntariamente. De su contestación sólo me alcanzaron fragmentos, pero bastantes.
‘... hablando de las llamadas, de la voz que le contaba’, dijo; ‘... del hombre de cuero, que soy yo’, dijo. ‘No me hace gracia... no es grave... pero voy a tener que jubilarlos, y bien que me gustan, los llevo desde hace la tira de años... No se le encontró ningún móvil, de eso ya me encargué yo... así que les sonará a fantasía... El peligro no es que le crean, es un chalado... Sería que a alguien se le ocurriera... no espontáneo sino instigado... Lo más probable es que no, si de algo está lleno el mundo es de perezosos... Ha pasado bastante tiempo... Era lo previsto, que se negara a hablar fue un regalo, las cosas están ahora como esperábamos al principio... nos hemos acostumbrado mal... En su momento, en caliente... peor, más creíble... Pero quería que lo supieras de inmediato, porque es un cambio, y no pequeño, aunque por ahora no nos afecte ni creo que vaya a hacerlo... Mejor que estés avisado.’
‘No, no es pequeño, Ruibérriz’, le oí decir a Díaz-Varela, y oí bien ese apellido infrecuente, estaba demasiado excitado para moderar la voz, no la controlaba. ‘Aunque sea un chiflado, está diciendo que alguien lo convenció, en persona y con llamadas, o que le metió la idea. Está repartiendo la culpa, o ampliándola, y el siguiente eslabón eres tú, y detrás de ti ya voy yo, maldita la gracia que tiene. Supón que le enseñan una foto tuya y que te señala. Tienes antecedentes, ¿verdad? Estás fichado, ¿no? Y tú lo has dicho, llevas la vida entera con esos abrigos de cuero, todo el mundo te conoce por ellos y por tus nikis de verano, ya no tienes edad para ponértelos, por cierto. Al principio me dijiste que tú nunca irías, que no te dejarías ver, que mandarías a un tercero si hacía falta darle un empujón, envenenarlo más y enseñarle un rostro en el que confiara. Que entre él y yo habría por lo menos dos pasos, no uno, y que el más alejado ni sabría de mi existencia. Ahora resulta que estás sólo tú en medio y que podría reconocerte. Estás fichado, ¿no? Dime la verdad, no es hora de paños calientes, prefiero saber a qué atenerme.’
Hubo un silencio, quizá aquel Ruibérriz se estaba pensando si decir o no la verdad, como le había pedido Díaz-Varela, y si se lo pensaba es que estaba fichado, sus fotos en un archivo. Temí que la pausa se debiera a algún ruido que yo hubiera hecho sin darme cuenta, un pie sobre la madera, no creía, pero el temor nos obliga a no descartar nada, ni lo inexistente. Me imaginé a los dos parados, conteniendo la respiración un instante, aguzando con suspicacia el oído, mirando de reojo hacia el dormitorio, haciéndose un gesto con la mano, un gesto que significaría ‘Espera, esa tía está despierta’. Y de pronto les tuve miedo, los dos juntos me dieron miedo, quise creer que Javier a solas aún no me lo habría dado: acababa de acostarme con él, lo había abrazado y besado con todo el amor que me atrevía a manifestarle, es decir, con mucho amor retenido o disimulado, lo dejaba traslucir sólo en detalles en los que probablemente él no reparaba, lo último que deseaba era asustarlo, espantarlo antes de hora, ahuyentarlo —la hora ya llegaría, de eso estaba segura—. Noté que ese amor guardado se suspendía, en cualquiera de sus formas es incompatible con el miedo; o que se aplazaba hasta mejor momento, el del mentís o el olvido, pero no se me escapaba que ninguno de los dos era posible. Así que me aparté de la puerta por si él volvía a entrar para comprobar que seguía dormida, que no había testigo auditivo de aquella charla. Me metí en la cama, adopté una postura que me pareció convincente, aguardé, ya no oí nada, me perdí la respuesta de Ruibérriz, antes o después debió darla. Quizá permanecí allí un minuto, dos, tres, nadie entró, no pasó nada, de manera que me armé de osadía y salí de nuevo de entre las sábanas, me acerqué a la falsa rendija, siempre medio desvestida, como me había él dejado, siempre con falda. La tentación de oír no se resiste, aunque nos demos cuenta de que no nos conviene. Sobre todo cuando el conocimiento ya ha empezado.
Las voces eran menos audibles ahora, un murmullo, como si se hubieran sosegado tras el inicial sobresalto. Tal vez antes estaban los dos de pie y ahora habían tomado asiento un instante, se habla menos alto cuando se está sentado.
‘Qué te parece que hagamos’, capté por fin a Díaz-Varela. Quería zanjar el asunto.
‘No hay que hacer nada’, contestó Ruibérriz elevando el tono, acaso porque daba instrucciones y volvía a sentirse momentáneamente al mando. Sonó como si resumiera, pensé que se marcharía pronto, quizá ya había recogido su abrigo y se lo había echado al brazo, en el supuesto de que hubiera llegado a quitárselo, la suya era una visita intempestiva y relámpago, seguro que Díaz-Varela no le había ofrecido ni agua. ‘Esta información no apunta a nadie, no nos concierne, ni tú ni yo tenemos que ver con esto, cualquier insistencia por mi parte resultaría contraproducente. Olvídate, una vez enterado. Nada cambia, nada ha cambiado. Si hay alguna novedad más la sabré, pero no tendría por qué haberla. Lo más probable es que tomen nota, la archiven y no hagan nada. Por dónde van a investigar, de ese móvil no hay rastro, no existe. Canella ni siquiera supo el número nunca, por lo visto ha dado cuatro o cinco distintos, le bailan las cifras, normal, inventados todos, o soñados. Se le dio el teléfono pero nunca se le dijo el número, eso convinimos y así se hizo. ¿Qué hay de nuevo, por tanto? El fulano oyó voces, dice ahora, que le hablaban de sus hijas y le señalaban al culpable. Como tantos otros pirados. Nada tiene de particular que, en vez de en su cabeza o desde el cielo, resonaran a través de un móvil, lo tomarán por desvarío, ganas de darse importancia. Hasta los matados se enteran de los avances del mundo, hasta los locos, y el que no tiene un móvil es el más pringado. Déjalo estar. No te asustes más de la cuenta, tampoco ganamos nada con eso.’
‘Ya, ¿y el hombre de cuero? Tú mismo te has alarmado, Ruibérriz. Por eso has venido corriendo a contármelo. Ahora no me digas que no hay motivo. En qué quedamos.’
‘Ya, sí, cuando lo he sabido me he acojonado un poco, lo reconozco, vale. Estábamos tan tranquilos con su negativa a declarar, a decir nada. Me ha pillado por sorpresa, no me lo esperaba a estas alturas. Pero al contártelo me he dado cuenta de que en realidad no pasa nada. Y que se le presentara un hombre de cuero un par de veces, bueno, como si se le hubiera aparecido la Virgen de Fátima, a efectos prácticos. Ya te he dicho que sólo se me busca en México, si es que no ha prescrito, seguro que sí, aunque no me voy a ir allí a averiguarlo: una cosa de juventud, hace siglos. Y entonces no llevaba estos abrigos.’ Ruibérriz era consciente de que estaba en falta, de que nunca debía haberse dejado ver por el gorrilla. Quizá por eso intentaba restarle ahora peligro a la información que había traído.
‘Ya te puedes deshacer de los que tengas, en todo caso. Empezando por este. Quémalo, hazlo jirones. No vaya a haber algún listo al que se le ocurra relacionarte. No estarás fichado aquí, pero te conoce más de un poli. Esperemos que los de Homicidios no crucen datos con los de otros delitos. Bueno, aquí nadie cruza nada con nadie, por lo visto. Cada cuerpo a su bola, sería extraño.’ También Díaz-Varela procuraba ser optimista ahora, y serenarse. Sonaban como gente normal dentro de todo, como aficionados tan a tientas como yo lo habría estado. Gente desacostumbrada al crimen, o sin la suficiente conciencia de haber instigado uno, casi de haberlo encargado, por lo que colegía.
Quería ver a aquel Ruibérriz, debía de estar a punto de despedirse: su cara, y también su famoso abrigo, antes de que lo destruyera. Decidí salir, tuve el impulso de vestirme rápido. Pero si lo hacía Díaz-Varela podría sospechar que llevaba un rato avisada de que había alguien más en la casa y tal vez escuchando, espiando, por lo menos los segundos que hubiera tardado en ponerme el resto de la ropa. Si irrumpía en el salón como estaba, en cambio, daría la impresión de que acababa de despertarme y no tenía conocimiento de la presencia de nadie. Nada habría oído, estaba en la creencia de que él y yo seguíamos solos, como siempre, sin testigo posible de nuestras conjunciones ocasionales, algunas tardes. Salía a su encuentro con naturalidad, tras descubrir que durante mi sueño no había permanecido a mi lado, en la cama. Más valía que me presentara medio desvestida, sin ninguna cautela y haciendo ruido, como una inocente que continuaba en Babia.
Pero en realidad no estaba medio desvestida, sino más bien medio o casi desnuda, y el resto de la ropa significaba toda menos la falda, porque era eso lo único que había conservado, a Díaz-Varela le gustaba vérmela subida o subírmela él durante nuestros afanes, pero por placer o por comodidad acababa por quitarme las demás prendas; bueno, a veces me sugería que me calzara los zapatos de nuevo tras despojarme de las medias, sólo si eran de tacón los que llevaba, muchos hombres son fieles a ciertas imágenes clásicas, yo los entiendo —tengo las mías— y no me opongo, nada me cuesta complacerlos y aun me siento halagada de responder a una fantasía ya dotada de algún prestigio, el de su perduración a través de unas cuantas generaciones, no es poco mérito. Así que la exagerada escasez de vestimenta —la falda justo por encima de la rodilla cuando estaba en su sitio y lisa, pero es que ahora estaba arrugada y movida y parecía más exigua— me detuvo en seco y me hizo dudar, y plantearme si en el caso de creerme en efecto a solas con Díaz-Varela en su piso, habría salido de la habitación con los pechos al aire o me los habría cubierto, hay que estar muy seguro de que no han cedido, de que no nos delatan su balanceo o su brincar excesivos, para caminar así delante de nadie (nunca he entendido el desenfado de los nudistas crecidos); no es lo mismo que un hombre los vea en reposo, o en medio de un fragor confuso y cercano, que de frente y con distancia y en movimiento incontrolado. Pero no llegué a resolver la duda, porque se entrometió el pudor y prevaleció en seguida. La perspectiva de mostrarme por primera vez de ese modo ante un completo desconocido me pareció insoportable, más aún cuando se trataba de un individuo turbio y sin escrúpulos. También Díaz-Varela carecía de ellos, según acababa de descubrir, y quizá en mayor grado, pero no dejaba de ser alguien que conocía cuanto de mi cuerpo es visible y no sólo eso, alguien todavía querido, sentía una mezcla de incredulidad radical y repugnancia primaria e irreflexiva, era incapaz de asumir lo que creía saber ahora —no digamos de analizarlo—, y si digo ‘creía’ es porque confiaba en haber oído mal, o en un malentendido, en que yo hubiera interpretado aquella conversación erróneamente, en que hubiera una explicación de algún tipo que me permitiera pensar más tarde: ‘Cómo he podido imaginarme eso, qué tonta e injusta he sido’. Y a la vez me daba cuenta de que ya había interiorizado, incorporado sin remedio los hechos que se desprendían de ella, estaban así registrados en mi cerebro mientras no se produjera un desmentido que yo no podría pedir sin ponerme tal vez en grave riesgo. Tenía que fingir no haberme enterado de nada no sólo para no aparecer como una espía y una indiscreta a sus ojos —en la medida en que me importaba cómo me vieran y entonces seguía importándome, pues ningún cambio es de una vez e instantáneo, ni el provocado por un descubrimiento horrendo—, sino que además me convenía, o incluso me era vital literalmente. También sentí miedo, por mí, un poco de miedo, me resultaba imposible tener mucho, calibrar la dimensión de lo sucedido y lo que entrañaba, no era fácil pasar de la placidez o el sopor
post coitum
al temor hacia la persona junto a la que se habían alcanzado. En todo aquello había algo de inverosímil, de irreal, de sueño difamatorio y aciago que nos pesa sobre el alma y no aguantamos, era incapaz de ver a Díaz-Varela de golpe como a un asesino que pudiera reincidir en el crimen una vez atravesada la raya, una vez ya probado. No lo era de hecho, quise pensar más tarde: él no había agarrado una navaja ni le había asestado puñaladas a nadie, ni siquiera había hablado con aquel Vázquez Canella, el gorrilla homicida, no le había encargado nada, con él no había tenido contacto, jamás había cruzado palabra, por lo que deducía. Acaso ni había ideado esa maquinación, podía haberle contado sus cuitas a Ruibérriz y haberlo éste planeado todo por su cuenta —deseoso de agradar, un cabeza hueca, un cabeza loca—, y aun haberle venido a él con los hechos consumados, como quien se presenta con un regalo inesperado: ‘Mira cómo te he allanado el camino, mira cómo te he despejado el campo, ahora ya está todo en tu mano’. Ni siquiera este Ruibérriz había sido el ejecutor, tampoco él había empuñado el arma ni había dado indicaciones precisas a nadie: había sido inicialmente un tercero, por lo que había entendido, un mandado, y se habían limitado a emponzoñar la desvariada imaginación del indigente y a confiar en su reacción o arranque violento algún día, lo cual podía darse o no darse nunca, si era un crimen premeditado se había dejado en exceso al azar, extrañamente. Hasta qué punto habían tenido certeza, hasta qué punto eran responsables. A menos que también le hubieran dado instrucciones u órdenes y lo hubieran coaccionado, y le hubieran procurado su navaja tipo mariposa, de siete centímetros de hoja que entran todos en la carne, no deben de conseguirse así como así puesto que en teoría están prohibidas, ni tampoco resultar baratas para quien apenas gana unas propinas y duerme en un coche desvencijado. Le habían proporcionado un móvil seguramente para hacerle ellos llamadas, no para que llamara él —tal vez no tenía ni a quién, sus hijas en paradero desconocido o deliberadamente fuera de su alcance, huyendo como de la peste de semejante padre colérico, puritano y trastornado—, para persuadirlo al oído, como quien susurra, nadie tiene presente que lo que se nos dice por teléfono no nos llega desde lejos sino desde muy cerca, y que por eso nos convence mucho más que lo escuchado a un interlocutor cara a cara, éste no nos rozará la oreja, o sólo en caso muy raro. Por lo general esta reflexión no sirve, o al contrario, es una agravante, pero a mí me sirvió momentáneamente para serenarme un poco y no sentirme amenazada, no en principio y no entonces, no en casa de Díaz-Varela, no en su dormitorio, en su cama: era seguro que él no se había manchado las manos de sangre, con la de su mejor amigo, aquel hombre que tan bien me caía a distancia, durante mis desayunos de varios años.