Read Los enamoramientos Online
Authors: Javier Marías
Podía ser, asimismo, que Luisa se encontrara todavía en la fase del egoísmo extremo, esto es, que sólo fuera capaz de mirar su propia desgracia y no tanto la de Desvern, pese a la preocupación expresada por su momento postrero, el que él tuvo que comprender que era de adiós. El mundo es tan de los vivos, y tan poco en verdad de los muertos —aunque permanezcan en la tierra todos y sin duda sean muchos más—, que aquéllos tienden a pensar que la muerte de alguien querido es algo que les ha pasado a ellos más que al difunto, que es a quien de verdad le pasó. Es él quien hubo de despedirse, casi siempre contra su voluntad, es él quien se perdió cuanto estaba por venir (quien ya no vio crecer y cambiar a sus hijos, por ejemplo, en el caso de Deverne), quien tuvo que renunciar a su afán de saber o a su curiosidad, quien dejó proyectos sin cumplir y palabras sin pronunciar para las que siempre creyó que habría tiempo más tarde, quien ya no pudo asistir; es él, si era autor, quien no pudo completar un libro o una película o un cuadro o una composición, o quien no pudo terminar de leer lo primero o de ver lo segundo o de escuchar lo cuarto, si era sólo receptor. Basta con echar un vistazo a la habitación del desaparecido para darse cuenta de cuánto ha quedado interrumpido y en vacuo, de cuánto pasa en un instante a resultar inservible y sin función: sí, la novela con su señal que ya no avanzará más páginas, pero también los medicamentos que de repente se tornan lo más superfluo de todo y que pronto habrá que tirar, o la almohada y el colchón especiales sobre los que la cabeza y el cuerpo ya no van a reposar; el vaso de agua al que no dará ni un sorbo más, y el paquete de cigarrillos prohibidos al que restaban sólo tres, y los bombones que se le compraban y que nadie osará acabarse, como si hacerlo pareciera un robo o supusiera una profanación; las gafas que a nadie más servirán y las ropas expectantes que permanecerán en su armario durante días o durante años, hasta que se atreva alguien a descolgarlas, bien armado de valor; las plantas que la desaparecida cuidaba y regaba con esmero, quizá nadie querrá hacerse cargo, y la crema que se aplicaba de noche, las huellas de sus dedos suaves se verán aún en el tarro; sí querrá alguien heredar y llevarse el telescopio con el que se entretenía observando a las cigüeñas que anidaban sobre una torre a distancia, pero lo utilizará para quién sabe qué, y la ventana por la que miraba cuando hacía un alto en el trabajo se quedará sin contemplador, o lo que es decir sin visión; la agenda en la que apuntaba sus citas y sus quehaceres no recorrerá ni una hoja más, y el día último carecerá de la anotación final, la que solía significar: ‘Ya he cumplido por hoy’. Todos los objetos que hablaban se quedan mudos y sin sentido, es como si les cayera un manto que los aquieta y acalla haciéndoles creer que la noche ha llegado, o como si también ellos lamentaran la pérdida de su dueño y se retrajeran instantáneamente con una extraña conciencia de su desempleo o inutilidad, y se preguntaran a coro: ‘¿Y ahora qué hacemos aquí? Nos toca ser retirados. Ya no tenemos amo. Nos esperan el exilio o la basura. Se nos ha acabado la misión’. Tal vez todas las cosas de Desvern se hubieran sentido así meses atrás. Luisa no era una cosa. Luisa, por tanto, no.
Llegaron dos personas, aunque ella había dicho ‘Te abro’, en singular. Oí la voz de la primera, a la que había saludado, que le anunciaba a la segunda, obviamente imprevista: ‘Hola, te traigo al Profesor Rico para no dejarlo tirado en la calle. Tiene que hacer tiempo hasta la hora de cenar. Ha quedado por esta zona y no le queda margen para regresar a su hotel y volver. No te importa, ¿verdad?’. Y a continuación los presentó: ‘El Profesor Francisco Rico, Luisa Alday’. ‘Claro que no, es un honor’, oí la voz de Luisa. ‘Tengo visita, pasad, pasad. ¿Qué queréis tomar?’
La cara del Profesor Rico la conocía bien, ha salido numerosas veces en la televisión y en la prensa, con su boca muelle, su calva limpia y muy bien llevada, sus gafas un poco grandes, su elegancia negligente —algo inglesa, algo italiana—, su tono desdeñoso y su actitud entre indolente y mordaz, quizá una forma de disimular una melancolía de fondo que se le nota en la mirada, como si fuera un hombre que, sintiéndose ya pasado, deplorara tener que tratar todavía con sus contemporáneos, ignorantes y triviales en su mayoría, y al mismo tiempo lamentara anticipadamente verse obligado a dejar de tratarlos un día —tratarlos sería también un descanso—, cuando por fin su sentimiento coincidiera con la realidad. Lo primero que hizo fue rebatir lo que su acompañante había dicho:
—Mira, Díaz-Varela, yo nunca estoy tirado en la calle aunque me encuentre en la calle sin saber efectivamente qué hacer, cosa que me pasa con frecuencia, por lo demás. A menudo salgo en Sant Cugat, donde vivo —y esta aclaración nos la dirigió con sendas miradas oblicuas a Luisa y a mí, que aún no había sido presentada—, y de repente me doy cuenta de que no sé para qué he salido. O me acerco hasta Barcelona y una vez allí no recuerdo el motivo de mi desplazamiento. Entonces me quedo quieto un buen rato, no vagabundeo ni doy pasitos en el sitio, hasta que me viene a la memoria el propósito. Pues bien, ni siquiera en esas ocasiones estoy tirado en la calle, de hecho soy una de las pocas personas que saben estar en la calle inactivas y desconcertadas sin causar esa impresión. Sé perfectamente que la impresión que doy es, por el contrario, la de estar muy concentrado: como si dijéramos, siempre al borde de hacer un descubrimiento crucial o de completar en mi mente un soneto de alto nivel. Si algún conocido me divisa en esas circunstancias, ni siquiera se atreve a saludarme aunque me vea solo y quieto en mitad de la acera (nunca me apoyo en la pared, eso sí da la sensación de que a uno le han dado un plantón), por temor a interrumpir un razonamiento exigente o una honda meditación. Tampoco estoy nunca expuesto a ningún atropello, porque mi aire severo y absorto disuade a los maleantes. Perciben que soy un individuo con mis facultades intelectivas alerta y en pleno funcionamiento (a tope, en lenguaje vulgar), y no osan meterse conmigo. Notan que sería peligroso para ellos, que reaccionaría con inusitadas violencia y celeridad. He dicho.
A Luisa se le escapó una risa y creo que a mí también. Que ella pasara tan rápidamente de las angustias que me había relatado a sentirse divertida por alguien que acababa de conocer me hizo pensar de nuevo que tenía una enorme capacidad para disfrutar y —cómo decirlo— ser cotidiana o momentáneamente feliz. No hay mucha, pero hay gente así, personas que se impacientan y aburren en la desdicha y con las que ésta tiene poco futuro, aunque durante una temporada se haya cebado en ellas, a todas luces y objetivamente. Por lo que había visto de él, Desvern debía de ser también así, y se me ocurrió que, de haber muerto Luisa y haber continuado él con vida, era probable que hubiera tenido una reacción parecida a la de su mujer ahora. (‘Si él siguiera vivo, viudo, yo no estaría aquí’, pensé.) Sí, hay quienes no soportan la desgracia. No porque sean frívolos ni cabezas huecas. La padecen cuando les llega, claro está, seguramente como el que más. Pero están abocados a sacudírsela pronto y sin poner gran empeño, por una especie de incompatibilidad. Está en su naturaleza ser ligeros y risueños y no ven prestigio en el sufrimiento, a diferencia de la mayor parte de la pesada humanidad, y nuestra naturaleza nos da alcance siempre, porque casi nada la puede torcer ni quebrar. Tal vez Luisa era un mecanismo sencillo: lloraba cuando la hacían llorar y reía cuando la hacían reír, y lo uno podía seguir a lo otro sin solución de continuidad, ella respondía al estímulo que tocara. La sencillez no está reñida con la inteligencia, eso además. No me cabía duda de que ella poseía esta última. Su falta de malicia y su risa pronta no se la menoscababan en absoluto, son cosas que no dependen de ella sino del carácter, que es otra categoría y otra esfera.
El Profesor Rico vestía una bonita chaqueta de color verde nazi y llevaba la corbata algo aflojada con despreocupación, una corbata más intensa y luminosa —verde sandía, quizá— sobre una camisa marfil. Iba bien entonado sin que pareciera haber mediado estudio en la acertada combinación, pese al pañuelo verde trébol que le asomaba del bolsillo de la pechera, quizá ese era un verde de más.
—Pero te atracaron una vez aquí en Madrid, Profesor —protestó el llamado Díaz-Varela—. Hace muchos años, pero lo recuerdo muy bien. En plena Gran Vía, nada más sacar dinero de un cajero automático, ¿a que fue así?
Al Profesor no le sentó bien este recordatorio. Sacó un cigarrillo y lo encendió, como si hacerlo sin consultar fuera hoy tan normal como cuarenta años atrás. Luisa le alcanzó en seguida un cenicero, que él cogió con la otra mano. Con las dos ocupadas, abrió los brazos casi en cruz y dijo como un orador agobiado por la falacia o por la estupidez:
—Eso fue completamente distinto. No tuvo nada que ver.
—¿Por qué? Estabas en la calle y el maleante no te respetó.
El Profesor hizo un gesto condescendiente con la mano en la que sostenía el cigarrillo, y al hacerlo se le cayó. Lo miró en el suelo con desagrado y curiosidad, como si fuera una cucaracha andante que no era de su responsabilidad, y esperara que alguien la recogiera o la matara de un pisotón y la apartara de un puntapié. Al no inclinarse nadie, echó mano de su cajetilla para sacar otro pitillo. No parecía importarle que el caído pudiera quemar la madera, debía de ser de esos hombres para los que nada es grave y que suponen siempre que otros lo pondrán todo en su sitio y arreglarán los desperfectos. No lo esperan por señoritismo ni por desconsideración, es sólo que su cabeza no registra las cosas prácticas, o el mundo a su alrededor. Los niños de Luisa se habían asomado al oír el timbre, ahora ya se habían colado en el salón para observar a las visitas. Fue el niño el que corrió a coger el cigarrillo del suelo, y antes de que lo tocara su madre se anticipó y lo apagó en el cenicero que había utilizado antes, para los suyos también sin consumir. Rico encendió el segundo y contestó. Ni él ni Díaz-Varela estaban muy dispuestos a interrumpir su discusión, tenerlos delante era como asistir a una función teatral, como si dos actores hubieran entrado en escena ya hablando e hicieran caso omiso del público de la sala, como por otra parte sería su deber.
—Primero: estaba de espaldas a la calle, es decir, en esa indigna posición a la que obligan los cajeros y que no es otra que cara a la pared, luego mi mirada disuasoria resultaba invisible para el atracador. Segundo: estaba ocupado tecleando demasiadas respuestas a demasiadas preguntas ociosas. Tercero: a la pregunta de en qué idioma quería comunicarme con la máquina, había contestado que en italiano (la costumbre de mis muchos viajes a Italia, me paso media vida allí), y estaba distraído memorizando los crasos errores ortográficos y gramaticales que aparecían en la pantalla, aquello estaba programado por un farsante con un italiano camelo. Cuarto: llevaba todo el día en danza con gente y no me había quedado más remedio que tomarme unas cuantas copas escalonadas en diferentes lugares; mi alerta no es la misma en esas circunstancias, fatigado y con una pizca de embriaguez, como no lo es la de nadie. Quinto: llegaba tarde a una cita ya tardía de por sí y lo hice todo descentrado y con aturullamiento, temía que la persona que me aguardaba impaciente se desesperara y se largara del local en el que íbamos a reencontrarnos, ya me había costado convencerla de que prolongara su noche para vernos a solas; ojo, tan sólo para departir. Sexto: por todo esto, el primerísimo aviso de que me iban a atracar fue notar, con los billetes ya en la mano pero todavía no en el bolsillo, la punta de una navaja en la región lumbar, con la que el individuo hizo presión y de hecho llegó a pinchar un poquito: cuando al final de la noche me desnudé en el hotel, tenía un punto de sangre aquí. Aquí. —Y, apartándose los faldones de la chaqueta, se tocó rápidamente en algún sitio por encima del cinturón, tan rápidamente que ninguno de los presentes, sin duda, pudo precisar cuál era ese lugar—. Quien no haya experimentado la sensación de ese leve pinchazo, ahí o en cualquier otra zona vital, con la conciencia de que no hay más que empujar para que esa punta se adentre en la carne sin oposición, no puede saber que lo único que cabe ante ella es entregar lo que se le pida a uno, lo que sea, y el sujeto se limitó a decir: ‘Venga eso p’acá’. Uno siente un hormigueo insoportable en las ingles, curiosamente, que desde allí se extiende a todo el cuerpo. Pero el origen no está donde se lo amenaza a uno, sino aquí. Aquí. —Y se señaló las dos ingles con sus dos dedos corazón, a la vez. Por fortuna no se llegó a tocar—. Ojo: no es en los huevos, es en las ingles, no tiene nada que ver, aunque la gente se confunda y por eso utilice la expresión ‘Se me pusieron aquí’, señalándose la garganta —y se la tocó con el índice y el pulgar—, porque el hormigueo se extiende hasta arriba. Bien, como sabe todo el mundo desde que la débil rueda del mundo se echó a girar, eso es una emboscada o un ataque a traición, contra los cuales, y esa es su condición, es imposible prevenirse ni casi defenderse. He dicho. ¿O quieres que siga con la enumeración? Porque no me cuesta nada seguir, por lo menos hasta diez. —Y al ver que Díaz-Varela no le respondía, pensó que la discusión quedaba zanjada por apabullamiento, miró por primera vez a su alrededor y reparó en mí, en los niños y casi en Luisa también, aunque ella ya lo había saludado. Realmente no debía de habernos visto con concreción, de otro modo se habría abstenido, yo creo, de emplear la palabra ‘huevos’, más que nada por los menores—. A ver, ¿a quién hay que conocer aquí? —añadió con desenfado.
Me di cuenta de que Díaz-Varela se había callado y puesto serio por la misma razón por la que Luisa dio tres pasos hasta el sofá y se tuvo que sentar sin antes invitar a los dos hombres a hacerlo, como si le hubieran flaqueado las piernas y no se pudiera en verdad sostener. De la risa espontánea de hacía un momento había pasado a una expresión de aflicción, la mirada enturbiada y la tez palidecida. Sí, debía de ser un mecanismo muy sencillo. Se llevó la mano a la frente y bajó los ojos, temí que fuera a llorar. El Profesor Rico no tenía por qué saber lo que le había sucedido hacía unos meses y cómo le había destrozado la vida una navaja que pinchó hasta la saciedad, quizá su amigo no se lo había contado —pero era extraño, las desgracias ajenas se cuentan casi sin querer—, o sí y él lo había olvidado: decía su fama (que es mucha) que tendía a retener tan sólo la información remota, la de los muy pasados siglos en los que era una autoridad mundial, y a oír lo reciente con mera tolerancia y desatención. Cualquier crimen, cualquier suceso medieval o del Siglo de Oro, le importaban mucho más que lo acontecido anteayer.