Los enamoramientos (8 page)

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Authors: Javier Marías

—¿Cómo constante? ¿Cómo más allá? ¿Cómo desde siempre?

—¿Tú no tienes hijos? —me preguntó. Negué con la cabeza—. Los hijos dan mucha alegría y todo eso que se dice, pero también dan mucha pena, permanentemente, y no creo que eso cambie ni siquiera cuando sean mayores, y eso se dice menos. Ves su perplejidad ante las cosas y eso da pena. Ves su buena voluntad, cuando tienen ganas de ayudar y de poner de su parte y no pueden, y eso te da también pena. Te la da su seriedad y te la dan sus bromas elementales y sus mentiras transparentes, te la dan sus desilusiones y también sus ilusiones, sus expectativas y sus pequeños chascos, su ingenuidad, su incomprensión, sus preguntas tan lógicas, y hasta su ocasional mala idea. Te la da pensar en cuánto les falta por aprender, y en el larguísimo recorrido al que se enfrentan y que nadie puede hacer por ellos, aunque llevemos siglos haciéndolo y no veamos la necesidad de que todo el que nace deba empezar otra vez desde el principio. ¿Qué sentido tiene que cada uno pase por los mismos disgustos y descubrimientos, más o menos, eternamente? Y claro, a ellos les ha tocado además algo infrecuente y que podían haberse ahorrado, una gran desgracia que no estaba prevista. No es normal que en nuestras sociedades le maten a uno al padre, y la tristeza que ellos sienten me es una pena añadida. No soy yo sola la que ha sufrido una pérdida, ojalá lo fuera. Me corresponde a mí explicárselo, y ni siquiera tengo una explicación que darles. Todo esto sobrepasa mis fuerzas. No les puedo decir que ese hombre odiaba a su padre, ni que era un enemigo suyo, y si les cuento que se volvió loco hasta el punto de matarlo, eso difícilmente lo entienden. Carolina sí, más, pero Nicolás nada.

—Ya. ¿Y qué les has dicho? ¿Cómo lo llevan?

—La verdad, en el fondo, más o menos, adaptada. Dudé si contarle nada al niño, es muy pequeño, pero me dijeron que sería peor si se lo soltaban los compañeros en el colegio. Como salió en la prensa, todo el mundo que nos conoce se enteró en seguida, e imagínate las versiones de críos de cuatro años, podían ser aún más truculentas y disparatadas que lo que sucedió realmente. Así que les dije que ese hombre estaba muy furioso porque le habían quitado a sus hijas, y que se confundió de persona y atacó a papá en vez de a quien se las había quitado. Me preguntaron que quién se las había quitado entonces, y les contesté que no lo sabía, y que seguramente ese hombre tampoco lo sabía y que por eso estaba así, buscando con quién enfadarse. Que no distinguía bien a las personas y que sospechaba de todo el mundo, y que por eso le había pegado a Pablo otro día, creyendo que era él el responsable. Es curioso, eso sí lo entendieron muy rápido, que alguien se pusiera furioso porque le hubieran robado a sus hijas, e incluso ahora me preguntan a veces si se sabe algo de ellas o si han aparecido, como si fuera un cuento pendiente, supongo que se las imaginan niñas. Les dije que todo había sido mala suerte. Que era como un accidente, como cuando un coche atropella a un peatón o se cae un albañil de los que trabajan en los edificios. Que su padre no tenía ninguna culpa ni le había hecho nada a nadie. El niño me preguntó si ya no iba a volver. Le contesté que no, que ahora estaba muy lejos, como cuando se iba de viaje o más lejos, tanto que regresar no era posible, pero que desde allí donde estaba seguía viéndolos a ellos y cuidándolos. También se me ocurrió decirles, para que no fuera todo tan definitivo de golpe, que yo podría hablar con él de tarde en tarde, y que si querían algo de él, algo importante, que me lo transmitiesen y yo se lo comunicaría. La niña no se creyó esta parte, me parece, porque nunca me da ningún mensaje, pero el niño sí, así que ahora me pide a veces que le cuente tal o cual cosa a su padre, tonterías del colegio que él vive como acontecimientos, y al día siguiente me pregunta si ya se lo he dicho y qué ha respondido, o si se ha puesto contento al saber que ya juega al fútbol. Yo le contesto que aún no he hablado, que hay que esperar, que no es fácil establecer contacto, dejo pasar unos días y, si se acuerda e insiste, entonces me invento algo. Cada vez dejaré pasar más tiempo hasta que se desacostumbre y se olvide, él apenas va a recordarlo a la larga. Creerá recordar, sobre todo, lo que su hermana y yo le contemos. Carolina es más preocupante. Casi no lo menciona, está más seria y más callada, y cuando le cuento a su hermano que su padre se ha reído al oír sus ocurrencias, por ejemplo, o que me ha encargado que le diga que no dé patadas a los otros niños sino sólo a la pelota, me mira con una especie de pena parecida a la que ellos me inspiran, como si mis mentiras le dieran lástima, de manera que hay momentos en los que todos nos damos pena, ellos a mí y yo a ellos, o por lo menos a la niña. Me ven triste, me ven como no me habían visto nunca, aunque yo hago esfuerzos, no te creas, por no llorar y por que no se me note mucho cuando estoy con ellos. Pero me lo han de notar, estoy segura. Sólo he llorado una vez en su presencia. —Recordé la impresión que me había causado la niña cuando los había observado a los tres por la mañana en la terraza: cómo prestaba atención a la madre y casi velaba por ella, dentro de sus posibilidades; y la fugaz caricia en la mejilla que le había hecho al despedirse—. Y además temen por mí —añadió Luisa sirviéndose otra copita con un suspiro. Hacía rato que no bebía, se había frenado, quizá era de esas personas que saben pararse a tiempo o que dosifican hasta los excesos, que bordean los peligros pero nunca caen en ellos, ni siquiera cuando sienten que ya no tienen qué perder y les da todo lo mismo. Era indudable que estaba muy desesperada, pero no lograba imaginármela en pleno abandono, de ningún tipo: ni emborrachándose bestialmente ni descuidando a los niños ni dándose a la droga ni faltando al trabajo ni entregándose a un hombre tras otro (eso más adelante) para olvidarse del que le importaba; era como si hubiera en ella un último resorte de sensatez, o de sentido del deber, o de serenidad, o de preservación, o de pragmatismo, no sabía bien lo que era. Y entonces lo vi claro: ‘Saldrá de esta’, pensé, ‘se recuperará antes de lo que cree, le parecerá irreal cuanto ha vivido estos meses y hasta volverá a casarse, tal vez con un hombre tan perfecto como Desvern, o con el que al menos volverá a formar una pareja parecida, es decir, casi perfecta’—. Han descubierto que la gente se muere, y que se mueren quienes les parecían a ellos más indestructibles, los padres. Ya no es una pesadilla, y Carolina había empezado a tenerlas, está en la edad: ya soñaba alguna noche que me moría yo o que se moría su padre, antes de que pasara nada. Nos había llamado desde su cuarto en mitad de la noche, angustiada, y nosotros la habíamos convencido de que eso era imposible. Ha visto que nos equivocábamos o quizá que le mentíamos; que tenía motivos para temer, que lo que se le había representado en sueños se ha cumplido. No me lo ha reprochado a las claras, pero al día siguiente de que Miguel fuera enterrado y ya no hubiera vuelta de hoja ni nada más que hacer sino seguir viviendo sin él, me dijo dos veces, como cargada de razón: ‘¿Lo ves? ¿Lo ves?’. Y yo le pregunté sin comprender: ‘¿Qué es lo que tengo que ver, cielo?’. Estaba demasiado aturdida para comprender. Entonces ella se replegó, y ha seguido haciéndolo desde aquel momento: ‘Nada, nada. Que papá ya no está en casa, ¿no lo ves?’, me contestó. Me faltaron las fuerzas y me senté en el borde de la cama, estábamos en mi habitación. ‘Claro que lo veo, cariño’, le dije, y se me saltaron las lágrimas. No me había visto llorar y le di pena, desde entonces se la doy. Se acercó y empezó a secármelas con su vestido. En cuanto a Nicolás, lo ha descubierto demasiado pronto, sin ni siquiera poderlo soñar y temer antes, cuando aún no tenía conciencia de la muerte, yo creo que ni se ha enterado bien de en qué consiste, aunque se va dando cuenta de que eso significa que las personas dejen de estar, que ya no se las vea nunca más. Y si su padre ha muerto y ha desaparecido de un día a otro; aún peor, si a su padre lo han matado de golpe y ha dejado de existir sin aviso, si ha resultado tan frágil como para caer abatido a la primera embestida de un desgraciado, ¿cómo no van a pensar que lo mismo puede sucederme a mí cualquier día, a la que ven menos fuerte? Sí, temen por mí, temen que me pase algo malo y que los deje solos del todo, me miran con aprensión, como si fuera yo quien estuviera en riesgo y desprotegida, más que ellos. En el niño es algo instintivo, en la niña es muy consciente. Noto cómo mira a mi alrededor cuando estamos en la calle, cómo se pone alerta ante cualquier desconocido, o más bien ante cualquier hombre desconocido. La tranquiliza que esté acompañada, de gente amiga o de mujeres. Ahora hace rato que está despreocupada, porque estoy en casa y porque estoy contigo, ya ves que no entra a vigilar con pretextos ni a dar la lata. Aunque acabe de conocerte, le inspiras confianza, eres mujer y no te ve como un peligro. Al contrario, te ve como un escudo, una defensa. Eso me preocupa un poco, que les coja miedo a los hombres, que se ponga en guardia y nerviosa ante ellos, ante los que no conoce. Espero que se le pase, no se puede ir por la vida temiendo a la mitad de la especie.

—¿Saben cómo murió exactamente su padre? Quiero decir —dudé, no supe si volver a traerlo—, la navaja.

—No, yo no entré nunca en detalles, sólo les dije que lo había atacado ese individuo, no les he contado nunca el modo. Pero Carolina sí debe saberlo, estoy segura de que leyó algún periódico y de que sus compañeros se lo comentaron impresionados. La idea le ha de dar tal espanto que jamás me ha hecho preguntas ni se ha referido a ello. Es como si las dos estuviéramos tácitamente de acuerdo en no hablar de eso, en no recordarlo, en borrar de la muerte de Miguel ese elemento (el elemento clave, el que se la produjo), para que pueda quedar como un hecho aislado y aséptico. Es lo que todo el mundo hace con sus muertos, por otra parte. Intenta olvidar el cómo, se queda con la imagen del vivo y si acaso con la del muerto, pero evita pensar en la frontera, en el tránsito, en la agonía, en la causa. Alguien está ahora vivo y después está muerto, y en medio nada, como si se pasara sin transición ni motivo de un estado a otro. Pero yo aún no puedo evitarlo y es lo que no me deja vivir ni empezar a recuperarme, en el supuesto de que haya recuperación para esto. —‘La habrá, la habrá’, volví a pensar, ‘antes de lo que crees. Y así te lo deseo, pobre Luisa, con toda mi alma’—. Con Carolina sí puedo hacerlo, le conviene a ella y eso me basta. Cuando estoy a solas, en cambio, no me es posible, sobre todo a estas horas, cuando ya no es de día ni tampoco es aún de noche. Pienso en esa navaja entrando y en lo que Miguel debió de sentir, y en si le dio tiempo a pensar algo, si pensó que se moría. Entonces me desespero y me pongo enferma. Y no es una manera de hablar: me pongo literalmente enferma. Y me duele todo el cuerpo.

Sonó el timbre y, sin imaginar quién sería, supe que la conversación y mi visita habían tocado a su fin. Luisa no había inquirido nada acerca de mí, ni siquiera había vuelto a las preguntas que me había hecho en la terraza por la mañana, en qué trabajaba y qué nombre les ponía mentalmente a Deverne y a ella cuando los observaba en el desayuno común. No estaba aún para curiosidades, no estaba para interesarse por nadie ni para asomarse a otras vidas, la suya la consumía y se le llevaba todas las fuerzas y la concentración, probablemente también la imaginación. Yo no era más que un oído sobre el que verter su desgracia y sus pensamientos tenaces, un oído virgen pero intercambiable, o quizá no del todo, esto último: al igual que a la niña, le debía de inspirar confianza y familiaridad, y acaso no se habría sincerado de la misma forma con cualquiera, no con cualquiera. Al fin y al cabo yo había visto a su marido muchas veces y por tanto le ponía rostro a su pérdida, conocía la ausencia que era causa de su desolación, la figura desaparecida de su campo visual, un día tras otro y otro más y otro más, y así monótona e irremediablemente hasta el final. En cierto sentido yo era ‘de antes’, luego capaz de echar también en falta al difunto a mi modo, aunque los dos hubieran hecho siempre caso omiso de mí y Desvern se viera obligado ya a hacerlo durante toda la eternidad, yo llegaba demasiado tarde para él, nunca sería más que la Joven Prudente en quien se había fijado muy poco y tan sólo de refilón. ‘Es su muerte, sin embargo, lo que me permite estar aquí’, pensé extrañada. ‘De no haberse producido yo no estaría en su casa, porque esta era su casa, aquí vivió y este era su salón y quizá ahora ocupo el lugar en el que tomaba asiento, de aquí salió la mañana última en que yo lo vi, la última en que también lo vio su mujer.’ Era seguro que a ella yo le caía bien, y que me percibía a su favor, compasiva y apenada; notaría vagamente que en otras circunstancias podríamos haber sido amigas. Pero ahora estaba como en el interior de un globo, habladora pero en el fondo aislada y ajena a todo lo exterior, y ese globo tardaría mucho en pincharse. Sólo entonces me podría ver de veras, sólo entonces dejaría de ser aquella Joven Prudente de la cafetería. Si en aquellos momentos le hubiera preguntado cómo me llamaba, probablemente no lo habría recordado, o si acaso sólo el nombre pero no el apellido. Tampoco sabía si nos volveríamos a ver, si habría más ocasión: cuando saliera de allí me perdería en una nebulosa.

No esperó a que contestara el servicio, había al menos una criada, que fue quien me contestó a mí al llegar. Se levantó y fue hasta la entrada y descolgó el telefonillo. Le oí decir ‘¿Sí?’ y después ‘Hola. Te abro’. Era alguien bien conocido, que ella esperaba o que solía pasarse a diario sobre aquella hora, no hubo el menor tono de sorpresa ni de emoción en su voz, hasta podía ser el chico de los ultramarinos que venía con un pedido. Aguardó con la puerta abierta a que el visitante recorriera el tramo de jardín que separaba el portal de la calle de la casa propiamente dicha, vivía en una especie de chalet u hotelito, de los que hay varias colonias en zonas céntricas de Madrid, no sólo en El Viso, también a espaldas de la Castellana y en Fuente del Berro y en otros sitios, milagrosamente escondidas del monstruoso tráfico y del perpetuo caos general. Me di cuenta entonces de que en realidad tampoco me había hablado de Deverne. No lo había evocado, ni había descrito su carácter o manera de ser, no había dicho cuánto echaba de menos tal o cual rasgo suyo o tal o cual costumbre común, o cómo la mortificaba que hubiera dejado de vivir —por ejemplo— alguien que disfrutaba tanto de la vida, la impresión que yo tenía respecto a él. Me percaté de que no sabía más de aquel hombre que antes de entrar. Hasta cierto punto era como si su muerte anómala hubiera oscurecido o borrado todo lo demás, eso ocurre a veces: el final de alguien es tan inesperado o tan doloroso, tan llamativo o tan prematuro o tan trágico —en ocasiones tan pintoresco o ridículo, o tan siniestro—, que resulta imposible referirse a esa persona sin que de inmediato la engulla o contamine ese final, sin que su aparatosa forma de morir tizne toda su existencia previa y en cierto modo la prive de ella, algo de lo más injusto. La muerte chillona se hace tan predominante en el conjunto de la figura que la sufrió, que cuesta mucho recordarla sin que sobre el recuerdo se cierna al instante ese dato último anulador, o pensarla de nuevo en los largos tiempos en que nadie sospechaba que pudiera ir a caerle tan abrupto o pesado telón. Todo se ve a la luz de ese desenlace, o, mejor dicho, la luz de ese desenlace es tan fuerte y cegadora que impide recuperar lo anterior y sonreír en la rememoración o el ensueño, y podría decirse que quienes así mueren mueren más profunda y cabalmente, o quizá es doblemente, en la realidad y en la memoria de los demás, porque ésta es una memoria para siempre deslumbrada por el hecho estúpido clausurador, amargada y distorsionada y también acaso envenenada.

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