Read Los enamoramientos Online
Authors: Javier Marías
Tardaba en darse cuenta de que estaba bromeando.
‘Pero yo no sé hacer eso, María, ni siquiera sé coserme un botón, y además tengo mi cita dentro de una hora y media. Ah, ya. Tú me estás tomando el pelo.’
‘¿Yo? En absoluto. Pero es mejor que recurras a unos lisos, entonces. Azul marino, si los tienes, y en ese caso te aconsejo zapato negro.’ Al final lo ayudaba un poco, dentro de lo que cabía.
Ahora estaba de peor humor, y lo despachaba en seguida, con hastío y engaños algo malintencionados: si me decía que iba a asistir a un
cocktail
de la Embajada Francesa con un traje gris oscuro, le recomendaba sin vacilar unos calcetines verde Nilo y le aseguraba que esa era la última osadía y que todo el mundo quedaría admirado, lo cual no era del todo falso.
Tampoco me salía ser amable con otro novelista, que se firmaba Garay Fontina —así, dos apellidos sin nombre de pila, debía de creerlo original y enigmático, pero sonaba a árbitro de fútbol— y que consideraba que la editorial había de resolverle cualquier dificultad o contratiempo, aunque no tuviera la menor relación con sus libros. Nos pedía que le fuéramos a recoger a casa un abrigo y se lo lleváramos a la tintorería, que le mandáramos a un técnico informático o a unos pintores o que le buscáramos alojamiento en Trincomalee o en Batticaloa y le hiciéramos los preparativos de un viaje allí particular suyo, las vacaciones con su señora tiránica, que de vez en cuando nos llamaba o aparecía en persona y no pedía, sino que ordenaba. Mi jefe tenía en mucho a Garay Fontina y lo complacía a través de nosotros, no tanto porque éste vendiera muchos ejemplares cuanto porque le había hecho creer que lo invitaban a menudo a Estocolmo —yo sabía, por un azar, que iba allí por su cuenta siempre, a intrigar en el vacío y a respirar el aire— y que le iban a dar el Nobel, pese a que nadie lo había pedido para él públicamente, ni en España ni en ningún sitio. Ni en su ciudad natal siquiera, como suele ocurrir con tantos. Él lo daba por hecho, sin embargo, ante mi jefe y sus subordinados, que nos sonrojábamos al oírle frases como ‘Me dicen mis espías nórdicos que está al caer este año o el próximo’, o ‘Ya he memorizado en sueco lo que le soltaré a Carlos Gustavo en la ceremonia. Lo voy a hacer fosfatina, no habrá oído nada tan feroz en su vida, y encima en su lengua que nadie aprende’. ‘¿Y qué es, qué es?’, le preguntaba mi jefe con excitación anticipada. ‘Lo leerás en la prensa mundial al día siguiente’, le contestaba Garay Fontina con ufanía. ‘No habrá periódico que no lo recoja, y tendrán que traducirlo todos del sueco, hasta los de aquí, ¿no tiene gracia?’ (Me parecía envidiable vivir con tanta confianza en una meta, aunque ambas fueran ficticias, la meta y la confianza.) Yo procuraba ser muy diplomática con él, no me fuera a jugar el puesto, pero ahora me costaba indeciblemente, cuando me llamaba temprano con sus pretensiones desmesuradas.
‘María’, me dijo por teléfono una mañana, ‘necesito que me consigáis un par de gramos de cocaína, para una escena del nuevo libro. Que me los acerque alguien a casa lo antes posible, pero en todo caso antes de que anochezca. Quiero verle el color a la luz del día, no vaya luego a equivocarme.’
‘Pero, señor Garay...’
‘Garay Fontina, querida, mira que te lo tengo dicho; Garay a secas es casi cualquiera, en el País Vasco, en México y en la Argentina. Hasta podría ser un futbolista.’ Insistía tanto en eso que yo estaba convencida de que el segundo apellido era inventado (miré en la guía de Madrid un día y no figuraba ningún Fontina, tan sólo un tal Laurence Fontinoy, nombre aún más inverosímil, como de
Cumbres borrascosas
), o tal vez lo era la conjunción entera y se llamaba en realidad Gómez Gómez o García García o cualquier otra redundancia que lo ofendía. Si se trataba de un pseudónimo, cuando lo eligió seguramente ignoraba que Fontina es un tipo de queso italiano, no sé si de vaca o de cabra, que se hace en la Val d’Aosta, me parece, y que la gente se dedica a fundir más que a otra cosa. Pero bueno, al fin y al cabo también hay unos cacahuetes que se llaman Borges, no creo que eso lo hubiera perturbado.
‘Sí, señor Garay Fontina, perdone, es por abreviar un poco. Pero mire’, no pude evitar decirle, aunque no era lo principal ni mucho menos, ‘por el color no se preocupe. Ya le puedo asegurar yo que es blanca, con luz solar y con luz eléctrica, lo sabe casi todo el mundo. Sale mucho en las películas, ¿no vio las de Tarantino en su día? ¿O aquella otra de Al Pacino en la que se ponía montículos?’
‘Hasta ahí llego, querida María’, me respondió picado. ‘Vivo en este sucio planeta, aunque pueda no parecerlo cuando estoy creando. Pero haz el favor de no subestimarte, tú que no te limitas a fabricar libros, como tu compañera Beatriz y tantos otros, sino que además los lees, y con buen tino.’ Me decía cosas así de vez en cuando, supongo que para ganárseme: yo jamás le había dado una opinión sobre ninguna novela suya, para eso no me pagaban. ‘Lo que temo es no ser exacto con los adjetivos. Vamos a ver, ¿tú puedes precisarme si es de un blanco lechoso o de un blanco calcáreo? Y la textura. ¿Es más como tiza machacada o como azúcar? ¿Como sal, como harina o como polvos de talco? A ver, dime.’
Me vi envuelta en una discusión absurda y peligrosa, dada la susceptibilidad del inminente galardonado. Yo misma me había metido.
‘Es como cocaína, señor Garay Fontina. A estas alturas no hace falta describirla, porque quien no la ha probado la ha visto. Excepto la gente vieja, quizá, que de todas formas también la ha visto en la televisión mil veces.’
‘¿Me estás diciendo cómo tengo que escribir, María? ¿Si tengo que poner o no adjetivos? ¿Qué me toca describir y qué es superfluo? ¿Le estás dando lecciones a Garay Fontina?’
‘No, señor Fontina...’ Era incapaz de llamarlo cada vez por los dos apellidos, se tardaba siglos y la combinación no era sonora ni me gustaba. Que omitiera Garay no parecía molestarlo tanto.
‘Si yo os pido dos gramos de coca para hoy, será por algo. Será porque esta noche los va a necesitar el libro, y a vosotros os interesa que haya nuevo libro y que esté sin fallas, ¿no? Lo único que os toca hacer es conseguírmelos y enviármelos, no discutirme. ¿O es que tengo que hablar personalmente con Eugeni?’
Aquí ya me planté, con cierto riesgo, y me salió un catalanismo. Me los pegaba mi jefe, que era catalán de origen y los conservaba a mantas, pese a llevar en Madrid toda la vida. Si la exigencia de Garay llegaba a sus oídos, era capaz de lanzarnos a la calle a todos a pillar droga (a malos barrios y a poblados en los que se niegan a entrar los taxis), con tal de satisfacerlo. Se tomaba demasiado en serio a su autor más presuntuoso, es inconcebible cómo este tipo de gente convence a muchos de su valía, es un fenómeno universal enigmático.
‘¿Que nos toma por camellos, señor Fontina?’, le dije. ‘Nos está pidiendo que infrinjamos la ley, no sé si se da cuenta. La cocaína no se compra en los estancos, eso sí lo sabe, ni en el bar de la esquina. Y además dos gramos, para qué los quiere. ¿Tiene idea de lo que son dos gramos, cuántas rayas salen de ahí? A ver si se va a pasar con las dosis y tenemos una gran pérdida. Para su mujer y para la literatura. Podría darle a usted un ictus. O hacerse adicto y no pensar ya en otra cosa, ni escribir más ni nada, un despojo humano incapaz de viajar, no se pueden cruzar fronteras con droga. Qué le parece, al traste la ceremonia sueca y su impertinencia a Carlos Gustavo.’
Garay Fontina se quedó callado un momento, como si calibrara si se había excedido en su petición o no. Pero yo creo que le pesaba más la amenaza de no ir a hollar a la postre las alfombras de Estocolmo.
‘Hombre, camellos no’, dijo por fin. ‘Vosotros la compraríais tan sólo, no la venderíais.’
Aproveché su vacilación para aclarar de paso un importante detalle de la operación que pretendía:
‘Ah, ¿y luego, cuando se la pasáramos? Le entregaríamos los dos gramos y usted nos daría el dinero, ¿no? ¿Y eso qué es? ¿No es camelleo? Para un poli lo sería, no le quepa duda.’ No era una cuestión baladí, porque Garay Fontina no siempre nos reembolsaba el importe de la tintorería ni el estipendio de los pintores ni los gastos de las reservas en Batticaloa, o en el mejor de los casos se demoraba y mi jefe se azoraba y se ponía nervioso cuando había que reclamárselos. Sólo faltaba que también le financiáramos los vicios de su nueva novela incompleta y por tanto aún no contratada.
Noté que dudaba más. Quizá no se había parado a pensar en el dispendio, malacostumbrado como estaba. Al igual que tantos escritores, era gorrón, tacaño y sin orgullo. Dejaba tremendos pufos en los hoteles cuando iba a dar conferencias por esos mundos o más bien esas provincias. Exigía
suites
y todos los extras pagados. Se rumoreaba que se llevaba a los viajes sus juegos de sábanas y su ropa sucia, no por excentricidad ni manía, sino para aprovechar y que se los lavaran en los hoteles, hasta los calcetines sobre los que no me consultaba. Esto debía de ser falso —desplazarse con tanto peso sería un increíble engorro—, pero nadie se explicaba cómo si no, en una ocasión, los organizadores de su charla habían tenido que hacerse cargo de una descomunal factura de lavandería (unos mil doscientos euros, había corrido de boca en boca).
‘¿Tú sabes a cuánto está ahora la cocaína, María?’
No sabía bien el precio, creía que a unos sesenta euros, pero tiré por lo muy alto, para asustarlo y disuadirlo. Empezaba a pensar que podría lograrlo, o por lo menos zafarme del embolado de ir a buscársela, a saber en qué garitos o andurriales.
‘Me suena que a unos ochenta euros el gramo.’
‘Caray.’ Luego se quedó pensativo. Supuse que estaba haciendo cálculos ratoniles. ‘Ya. Quizá tengas razón. Quizá me baste con uno, o con medio. ¿Se puede comprar medio?’
‘Lo ignoro, señor Garay Fontina. Yo no uso. Pero diría que no.’ Convenía que no viera ahorro posible. ‘Lo mismo que no se puede comprar medio frasco de colonia, supongo. Ni media pera.’ Nada más decir estas frases me di cuenta de lo absurdo de las comparaciones. ‘O medio tubo de pasta de dientes.’ Esto me pareció más adecuado. Pero aún había que quitarle la idea del todo, o conseguir que se comprara él la droga por su cuenta, sin hacernos delinquir ni poner dinero por adelantado. Con él no podía descartarse que no volviéramos a verlo, y tampoco la editorial estaba para despilfarros. ‘Pero permítame preguntarle, ¿la quiere para colocarse o sólo para verla y tocarla?’
‘Todavía no lo sé. Depende de lo que el libro me pida esta noche.’
A mí me parecía ridículo que un libro pidiera nada de noche o de día, más aún cuando no estaba escrito y al que lo estaba escribiendo. Lo tomé por una expresión poética, lo dejé correr sin comentarios.
‘Es que verá, si se trata sólo de lo segundo y lo que quiere es describirla, pues no sé cómo explicárselo. Usted aspira a ser universal, ya lo es, y como tal tiene lectores de todas las edades. No querrá que los jóvenes piensen que para usted es una novedad esa droga, y que a buenas horas se cae del guindo, si se pone a contar cómo es y sus efectos. Y que se choteen en consecuencia. Describir la cocaína hoy en día es como ponerse a describir un semáforo. ¿Se imagina los adjetivos? ¿Verde, ámbar, rojo? ¿Estático, erguido, imperturbable, metálico? Sería cosa de risa.’
‘¿Quieres decir un semáforo, de los de la calle?’, me preguntó alarmado.
‘Los mismos.’ No sabía qué más podía significar ‘semáforo’, en lenguaje coloquial al menos.
Guardó silencio unos instantes.
‘Choteo, ¿eh? Caerse del guindo’, repitió. Me di cuenta de que la utilización de estas palabras había sido un acierto, le habían hecho mella.
‘Pero sólo en esa parte, señor Fontina, eso seguro.’
La perspectiva de que unos jóvenes pudieran chotearse de una sola línea suya le debía de resultar insoportable.
‘Bueno, déjame que me lo piense. No pasa nada porque me retrase un día. Ya te diré lo que decido mañana.’
Supe que no me diría nada, que se dejaría de experimentos y comprobaciones idiotas y que nunca más haría referencia a aquella conversación telefónica. Se las daba de anticonvencional y transcontemporáneo, pero en el fondo era como Zola y algún otro: hacía lo imposible por vivir lo que imaginaba, con lo cual todo sonaba en sus libros artificioso y trabajado.
Cuando colgué, me quedé sorprendida de haberle negado algo a Garay Fontina, y además sin consultarle a mi jefe, por mi cuenta. Había sido gracias a mi peor humor y a mi mayor desánimo, a que mis desayunos sin la pareja perfecta ya no los disfrutaba, no estaban ellos para contagiarme optimismo. Al menos le vi a la pérdida esa ventaja: me hacía más intolerante con las debilidades, los envanecimientos y las tonterías.
Esa fue la única ventaja, y desde luego no valió la pena. Los camareros estaban equivocados, y cuando dejaran de estarlo no me lo comunicaron. Desvern no volvería nunca, ni por tanto la pareja jovial, como tal había quedado también suprimida del mundo. Fue mi compañera Beatriz, que desayunaba alguna vez suelta en la cafetería, y a la que yo había llamado la atención sobre lo extraordinario de aquel matrimonio, la que una mañana me aludió a lo ocurrido, sin duda creyendo que estaría enterada, que lo habría sabido por mi propia cuenta, es decir, por los periódicos o por los empleados del establecimiento, y que además ya lo habíamos comentado, olvidándose de que yo había estado fuera en aquellos días, los siguientes al suceso. Tomábamos un café rápido en la terraza cuando se quedó pensativa, dándole vueltas inútiles con la cucharilla al suyo, y murmuró mirando hacia las otras mesas, todas llenas:
—Qué horror que te pase eso, la verdad, lo que le pasó a tu matrimonio. Empezar un día como cualquier otro, sin tener la menor idea de que se te va a acabar la vida, y además a lo bestia. Porque, aunque de otra forma, supongo que también se le habrá acabado a ella. Al menos por una larga temporada, échale años, y dudo que se pueda recuperar nunca. Una muerte tan idiota, tan de mala suerte, de esas que se puede uno pasar la existencia pensando: ¿por qué tuvo que tocarle a él, por qué a mí, habiendo en la ciudad millones? No sé. Mira que yo quiero ya poco a Saverio, pero si le pasase algo así, no creo que pudiera seguir adelante. No sólo por la pérdida, es que me sentiría como señalada, como que alguien me había puesto la proa y ya no iba a pararse, ¿sabes como te digo? —Estaba casada con un italiano achulado y parasitario al que apenas toleraba, lo sobrellevaba por los niños y porque tenía un amante que le entretenía los días con sus llamadas salaces y la perspectiva de algún que otro encuentro esporádico, les faltaban ocasiones de verse, los dos emparejados y con críos. Y un autor de la editorial le entretenía la imaginación nocturna, no precisamente Cortezo el grueso ni el repelente Garay Fontina, también repelente de aspecto.