Read Los enamoramientos Online
Authors: Javier Marías
Ellos se fijaron en mí mucho menos, infinitamente menos que yo en ellos. Pedían su desayuno en la barra y una vez servido se lo llevaban a una mesa junto al ventanal que daba a la calle, mientras que yo tomaba asiento en una más al fondo. En primavera y verano nos sentábamos todos en la terraza y los camareros nos pasaban las consumiciones por una ventana abierta a la altura de su barra, lo cual daba pie a varias idas y venidas de unos y otros y a mayor contacto visual, porque de otra clase no hubo. Tanto Desvern como Luisa cruzaron conmigo alguna mirada, de mera curiosidad, sin intención y jamás prolongada. Él no me miró nunca de manera insinuante, castigadora o presumida, eso habría sido un chasco, y ella tampoco me mostró nunca recelo, superioridad o displicencia, eso me habría supuesto un disgusto. Eran los dos los que me caían bien, los dos juntos. No los observaba con envidia, en absoluto era eso, sino con el alivio de comprobar que en la vida real podía darse lo que a mi entender debía de ser una pareja perfecta. Y aún me parecían más esto último en la medida en que el aspecto de Luisa no casaba con el de Deverne, en cuanto a estilo y vestimenta. Junto a un hombre tan trajeado como él uno habría esperado ver a una mujer de sus mismas características, clásica y elegante, aunque no necesariamente previsible, con faldas y zapatos de tacón alto las más de las veces, con ropa de Céline, por ejemplo, y pendientes y pulseras notables pero de buen gusto. En cambio ella alternaba un estilo deportivo con otro que no sé si calificar de fresco o de desentendido, nada historiado en todo caso. Tan alta como él, era morena de piel, con una media melena castaña muy oscura, casi negra, y poquísimo maquillaje. Cuando llevaba pantalón —a menudo vaquero—, lo acompañaba de una cazadora convencional y de bota o zapato plano; cuando llevaba falda, los zapatos eran de medio tacón y sin originalidades, casi idénticos a los que calzaban muchas mujeres en los años cincuenta, o en verano sandalias finas que dejaban al descubierto unos pies pequeños para su estatura y delicados. Nunca le vi ninguna joya y sus bolsos eran de bandolera. Se la veía tan simpática y alegre como él, aunque su risa era menos sonora; pero igual de fácil y quizá más cálida, con su dentadura resplandeciente que le confería una expresión algo aniñada —habría reído de la misma forma desde los cuatro años, sin poder evitarlo—, o eran las mejillas, que se le redondeaban. Era como si hubieran adquirido la costumbre de darse un respiro juntos, antes de ir a sus respectivos trabajos, tras poner fin al ajetreo matinal de las familias con hijos pequeños. Un rato para ellos, para no desprenderse el uno del otro en medio del trajín y charlar animadamente, me preguntaba de qué hablaban o qué se contaban —cómo es que tenían tanto que contarse, si se acostaban y levantaban juntos y se mantendrían al día de sus pensamientos y andanzas—, su conversación sólo me alcanzaba en fragmentos, o en palabras sueltas. En una ocasión le oí a él llamarla ‘princesa’.
Por así decir, les deseaba todo el bien del mundo, como a los personajes de una novela o de una película por los que uno toma partido desde el principio, a sabiendas de que algo malo va a ocurrirles, de que algo va a torcérseles en algún momento, o no habría novela o película. En la vida real, sin embargo, no tenía por qué ser así y yo esperaba seguir viéndolos cada mañana tal como eran, sin descubrirlos un día con desapego unilateral o mutuo y sin saber qué decirse, impacientes por perderse de vista, con un gesto de irritación recíproca o de indiferencia. Eran el breve y modesto espectáculo que me ponía de buen humor antes de entrar en la editorial a bregar con mi megalómano jefe y sus autores cargantes. Si Luisa y Desvern se ausentaban unos días, los echaba de menos y me enfrentaba a mi jornada con más pesadumbre. En cierta medida me sentía en deuda con ellos, porque, sin saberlo ni pretenderlo, me ayudaban a diario y me permitían fantasear sobre su vida que se me antojaba sin mácula, tanto que me alegraba de no poder cerciorarme ni averiguar nada al respecto, y así no salir de mi encantamiento pasajero (yo tenía la mía con muchas máculas, y la verdad es que no volvía a acordarme de ellos hasta la mañana siguiente, mientras maldecía en el autobús por haber madrugado, eso me mata). Yo habría deseado ofrecerles algo parecido, pero no era el caso. Ellos no me necesitaban, ni probablemente a nadie, yo era casi invisible, borrada por su contento. Sólo un par de veces, al él marcharse, y tras darle el acostumbrado beso en los labios a Luisa —ella nunca esperaba ese beso sentada, sino que se ponía de pie para devolvérselo—, me hizo un ligero ademán con la cabeza, casi una inclinación, después de haber alargado el cuello y alzado la mano a media altura para despedirse de los camareros, como si yo fuera uno de éstos, pero femenina. Su mujer, observadora, me hizo un gesto parecido cuando yo me fui —siempre después que él y antes que ella— las mismas dos veces en que su marido había tenido esa deferencia. Pero cuando yo les quise corresponder con mi inclinación aún más leve, tanto él como ella habían desviado ya la mirada y no me vieron. Tan rápidos fueron, o tan prudentes.
Mientras los vi, no supe quiénes eran ni a qué se dedicaban, aunque se trataba sin duda de gente con dinero. Tal vez no riquísimos, pero sí acomodados. Quiero decir que de haber sido lo primero, no habrían llevado a sus niños a la escuela en persona, como tenía la seguridad de que hacían antes de su pausa en la cafetería, posiblemente al colegio Estilo, que estaba muy cerca, aunque hay varios en la zona, chalets de El Viso rehabilitados, u hotelitos, como se los llamaba antiguamente, yo misma fui a uno de ellos en párvulos, en la calle Oquendo, no muy lejana; ni habrían desayunado casi a diario en aquel local de barrio, ni se habrían marchado a sus respectivos trabajos hacia las nueve, él un poco antes de esa hora, ella un poco después, según me confirmaron los camareros cuando les inquirí acerca de ellos y también una compañera de la editorial con la que comenté más adelante el suceso macabro y que, pese a conocerlos no más que yo, se las había arreglado para saber unos cuantos datos, supongo que las personas cotillas y malpensadas siempre encuentran manera de averiguar lo que quieren, sobre todo si es negativo o hay por medio una desgracia, aunque no les vaya nada en ello.
Una mañana de finales de junio no aparecieron, lo cual no tenía nada de particular, pasaba a veces, yo suponía que estarían de viaje o demasiado atareados para tomarse aquel respiro del que debían de disfrutar tanto. Luego me ausenté yo durante casi una semana, enviada por mi jefe a una estúpida Feria del Libro en el extranjero, a hacer relaciones públicas y el memo en su nombre, más que nada. A mi regreso seguían sin aparecer, ningún día, y eso me intranquilizó, más que por ellos por mí misma, que de pronto perdía mi aliciente mañanero. ‘Qué fácil resulta la esfumación de alguien’, pensaba. ‘Basta con que cambie de trabajo o de casa para que uno ya no vuelva a saber más de él ni a verlo en la vida. O incluso con que le modifiquen el horario. Qué frágiles son los vínculos tan sólo visuales.’ Eso me hizo preguntarme si acaso no debía cruzar con ellos unas palabras alguna vez, tras tanto tiempo de dotarlos de una significación alegre. No con ánimo de dar la lata ni de estropearles su ratito de compañía mutua ni de entablar trato fuera de la cafetería, claro está, eso no habría venido a cuento; sino tan sólo de mostrarles mi simpatía y mi aprecio, de darles los buenos días de entonces en adelante, y de así sentirme obligada a despedirme si era yo quien un día me largaba de la editorial y no volvía a pisar aquella zona, y de obligarlos un poco a ellos a hacer otro tanto si eran ellos quienes se trasladaban o alteraban sus hábitos, de la misma manera que un comerciante de nuestro barrio nos suele advertir de que va a cerrar o a traspasar su negocio, o que los avisamos nosotros a casi todos cuando estamos a punto de mudarnos. Por lo menos tener conciencia de que vamos a dejar de ver a gente de cada día, aunque siempre la hayamos visto a distancia o de forma utilitaria y sin apenas reparar en sus caras. Sí, eso suele hacerse.
Así que acabé por preguntar a los camareros. Me contestaron que, según tenían entendido, la pareja se había marchado ya de vacaciones. Me sonó más a suposición que a dato. Era un poco pronto, pero hay personas que prefieren no pasar julio en Madrid, cuando el calor es más de fuego, o quizá Luisa y Deverne podían permitirse salir los dos meses, parecían lo bastante adinerados y libres (tal vez sus salarios dependían de ellos mismos). Aunque lamenté no ir a disponer ya hasta septiembre de mi pequeño estímulo matutino, también me tranquilizó saber que regresaría entonces, y que no había desaparecido de la faz de mi tierra para siempre.
Recuerdo haber caído, en aquellos días, sobre un titular del periódico que hablaba de la muerte a navajazos de un empresario madrileño, y haber pasado rápidamente de página, sin leer el texto completo, precisamente por la ilustración de la noticia: la foto de un hombre tirado en el suelo en mitad de la calle, en la calzada, sin chaqueta ni corbata ni camisa, o con ella abierta y los faldones fuera, mientras los del Samur intentaban reanimarlo, salvarlo, con un charco de sangre a su alrededor y esa camisa blanca empapada y manchada, o eso me figuré al vislumbrarlo. Por el ángulo adoptado no se le veía bien la cara y en todo caso no me detuve a mirársela, detesto esa manía actual de la prensa de no ahorrarle al lector o al espectador las imágenes más brutales —o será que las piden éstos, seres trastornados en su conjunto; pero nadie pide nunca más que lo que ya conoce y se le ha dado—, como si la descripción con palabras no bastara y sin el más mínimo miramiento hacia el individuo brutalizado, que ya no puede defenderse ni preservarse de las miradas a las que no se habría sometido jamás con su conciencia alerta, como no se habría expuesto ante desconocidos ni conocidos en albornoz o en pijama, juzgándose impresentable. Y como fotografiar a un hombre muerto o agonizante, más aún si es por violencia, me parece un abuso y la máxima falta de respeto hacia quien acaba de convertirse en una víctima o en un cadáver —si aún puede vérselo es como si no hubiera muerto del todo o no fuera pasado enteramente, y entonces hay que dejarlo que se muera de veras y se salga del tiempo sin testigos inoportunos ni público—, no estoy dispuesta a participar de esa costumbre que se nos impone, no me da la gana de mirar lo que se nos insta a mirar o casi se nos obliga, y a sumar mis ojos curiosos y horrorizados a los de centenares de miles cuyas cabezas estarán pensando mientras observan, con una especie de fascinación reprimida o de seguro alivio: ‘No soy yo sino otro, este que tengo delante. No soy yo porque le veo el rostro y no es el mío. Leo su nombre en la prensa y tampoco es el mío, no coincide, así no me llamo. Le ha tocado a otro, qué habría hecho, en qué líos o deudas se habría metido o qué perjuicios terribles habría causado para que lo hayan cosido a navajazos. Yo no me meto en nada ni me creo enemigos, yo me abstengo. O sí me meto y hago mi daño, pero no me han pillado. Por suerte es otro y no soy yo el muerto que aquí se nos muestra y del que se habla, luego estoy más a salvo que ayer, ayer me he escapado. A este pobre diablo, en cambio, lo han cazado’. En ningún momento se me ocurrió asociar aquella noticia que dejé pasar de largo con el hombre agradable y risueño que veía desayunar a diario, y que con su mujer, sin darse cuenta, tenía la gentileza infinita de levantarme el ánimo.
Durante unos días, ya después de mi viaje, eché en falta al matrimonio pese a saber que no vendría. Ahora llegaba a la editorial con puntualidad (daba cuenta de mi desayuno y listo, sin motivo para el remoloneo), pero con cierto decaimiento y más desgana, es sorprendente lo mal que nuestras rutinas aceptan las variaciones, hasta las que son para bien, esta no lo era. Me daba más pereza enfrentarme a mis tareas, ver inflarse a mi jefe y recibir las pesadísimas llamadas o visitas de los escritores, lo cual, no se sabía por qué, había acabado por convertirse en uno de mis cometidos, quizá porque tendía a hacerles más caso que mis compañeros, que directamente los rehuían, sobre todo a los más engreídos y exigentes, por un lado, y por otro a los más pelmas y desorientados, a los que vivían solos, a los desastrosos, a los que coqueteaban inverosímilmente, a los que marcaban nuestro teléfono para empezar la jornada y comunicarle a alguien que aún existían, valiéndose de cualquier pretexto. Son gente rara, la mayoría. Se levantan de la misma forma que se acostaron, pensando en sus cosas imaginarias que sin embargo les ocupan tanto tiempo. Los que viven de la literatura y sus aledaños y por lo tanto carecen de empleo —y ya van siendo unos cuantos, en este negocio hay dinero, en contra de lo que se proclama, principalmente para los editores y distribuidores— no se mueven de sus casas y lo único que tienen que hacer es volver al ordenador o a la máquina —todavía hay algún pirado que sigue utilizando esta última y al que después hay que escanearle los textos, cuando los entrega— con incomprensible autodisciplina: hay que ser un poco anormal para ponerse a trabajar en algo sin que nadie se lo mande a uno. Y así, me sentía con muchos menos humor y paciencia para ayudar a vestirse, como hacía casi a diario, a un novelista llamado Cortezo que me llamaba con alguna excusa absurda para a continuación preguntarme, ‘aprovechando que te tengo al teléfono’, si me parecía que iba bien combinado con los adefesios o antiguallas que se había puesto o pensaba ponerse, y que me describía.
‘¿Tú crees que con este pantalón mil rayas y mocasines marrones con borla, ya sabes, a modo de adorno, van bien unos calcetines de rombos?’
Me guardaba de decirle que me horrorizaban los calcetines de rombos, los pantalones mil rayas y los mocasines marrones con borla, porque eso lo habría preocupado en exceso y la conversación se habría eternizado.
‘¿De qué colores son los rombos?’, le preguntaba.
‘Marrones y naranja. Pero también los tengo rojos y azules, y verdes y beige, ¿qué te parece?’
‘Mejor marrones y azules, tal como me has dicho que vas’, le contestaba.
‘Esa mezcla no la tengo. ¿Crees que debería salir a comprármela?’
Me daba una miaja de pena, aunque me irritara mucho que se permitiera hacerme estas consultas como si yo fuera su previuda o su madre, y el sujeto fuera fatuo respecto a sus escritos, que la crítica alababa y a mí me parecían tontainas. Pero no quería enviarlo a buscar por la ciudad más calcetines ignominiosos que tampoco iban a arreglarle nada.
‘No vale la pena, Cortezo. ¿Por qué no recortas los rombos azules de unos y los marrones de otros y los empalmas? Haz un
patchwork
, como se dice en español ahora. Una obra de arte del remiendo.’