Los exploradores de Pórtico (25 page)

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Authors: Frederik Pohl

Tags: #ciencia ficción

Cuando los exploradores de Pórtico empezaron a llevar tecnología Heechee aprovechable a la Tierra, la población mundial apenas superaba los diez mil millones, lo que suponía una mínima fracción de todos los seres humanos que habían vivido a lo largo de la historia. En cuanto al censo total de seres humanos, vivos y muertos, el cálculo aproximado sería de unos cien mil millones de personas.

Esa cantidad incluía a todo el mundo. Os incluía a vosotros y a vuestros vecinos y al barbero de vuestro primo. Incluía al presidente de Estados Unidos, al Papa y a la mujer que conducía el autobús escolar cuando teníais nueve años; incluía a todas las víctimas de la guerra civil, de la revolución americana y de las guerras del Peloponeso, y también a los supervivientes; a todos los Romanov, Hohenzollern y Tolomeos, al igual que a los Jukes y a los Kallikak; a Jesucristo, a César Augusto y a los posaderos de Belén; a las primeras tribus que atravesaron el istmo desde Siberia hasta el Nuevo Mundo, y también a las tribus que se quedaron atrás; a Q (nombre arbitrario asignado al primer hombre que empleó el fuego) y a X (nombre arbitrario asignado a su padre), y a la Eva africana original. Incluía a todo el mundo, vivo o muerto, cuya taxonomía fuera humana y hubiera nacido antes de aquel primer año de Pórtico.

Toda aquella gente ascendía, como ya sabemos, a un total de cien mil millones de personas (con mucho margen de error), de las cuales la gran mayoría estaba muerta.

Entonces apareció la medicina Heechee (o la inspirada en la misma) y se invirtió la tendencia.

La cantidad de gente viva en carne y hueso se duplicó, y volvió a duplicarse, y siguió duplicándose. Además, vivían más tiempo. Con la medicina moderna no morían hasta que no lo deseaban. Gracias a los avances médicos y a la desaparición de las gestaciones traumáticas, solían tener hijos, muchos por lo general. Además, cuando morían...

Bueno, cuando «morían» seguían viviendo en archivos informáticos, y entre aquella población electrónica creciente no se producían bajas.

El número de vivos aumentaba sin cesar, mientras que el número de muertos reales permanecía básicamente estático, y todo aquello apuntaba en una dirección muy concreta. Sin embargo, cuando se alcanzó el punto crítico, la gente se sorprendió igualmente. Por primera vez en la historia de la humanidad, los vivos superaban en número a los muertos.

Aquello tuvo curiosas consecuencias. La anciana de ochenta años que escribía sus memorias para adultos contando sus devaneos de juventud ya no podía dejar caer los nombres de estrellas de video, gángsteres y obispos —a menos que los devaneos fueran reales— porque las estrellas de video, los gángsteres y los obispos seguían en danza y podían corregir su relato.

En cambio los más ancianos de la red informática jugaban con ventaja. Cuando contaban sus devaneos de juventud, mencionaban nombres de personas realmente muertas y sin posibilidad de discutir las historias.

Ser una persona de carne y hueso ya no era una desgracia. La pobreza apenas existía. Bueno, al menos la gente ya no era pobre por falta de dinero, ni siquiera en la Tierra, ni tampoco por falta de posesiones. Las fábricas, con sus diligentes robots, fabricaban elegantes electrodomésticos, máquinas de juegos y videoteléfonos para hablar con cualquier parte, y trabajaban sin parar. Las ciudades crecían a pasos agigantados. Detroit iba a la cabeza de los viejos Estados Unidos, con unas megaestructuras de trescientos pisos estilo neorrenancentista que cubrían todo el territorio desde los dormitorios de la universidad de Wayne hasta el río; ciento setenta millones de personas vivían en aquel zigurat de cristal, y todos ellos poseían un televisor personal de trescientos canales y video holográfico por si se cansaban de mirar la tele. En la reserva de los indios navajos (ahora con ochenta millones de habitantes) se erguía la arcología estilo Paolo Soleri; en los cuarenta pisos inferiores se fabricaban alimentos dietéticos congelados, ropa y alfombras tejidas para el comercio turístico. Encima vivían las extensas familias navajo. En las arenas del desierto de Kalahari, los kung iniciaron una vida plácida y dichosa. La población de China alcanzó los veinte mil millones aquel año, cada familia con su propio frigorífico y
wok
eléctrico. Incluso en Moscú, los estantes del almacén del departamento de GUM estaban repletos de radiorrelojes, naipes y ropa deportiva.

Podían fabricar todo aquello que la gente desease, sin problemas. Tenían energía; las materias primas llovían del espacio. La agricultura se había convertido por fin en algo tan racionalizado como la industria: los robots sembraban los campos y recogían la cosecha (cosechas diseñadas genéticamente, enriquecidas con fertilizantes artificiales no contaminantes y regadas por goteo mediante eficaces válvulas automáticas). Siempre sin olvidar el complemento de las factorías alimentarias CHON.

Y por si fuera poco, si aun así alguien tenía la sensación de que la Tierra no colmaba todos sus deseos, podía recurrir al resto de la galaxia.

La gente de carne y hueso tenía todo aquello, pero los del depósito informático tenían mucho más. Lo tenían todo. Todo cuanto sus habitantes hubieran deseado jamás, y todo cuanto pudiesen imaginar.

En realidad el programa informático postmortem sólo se enfrentaba a un auténtico problema: la relatividad del tiempo.

No había modo de evitarlo. Las máquinas se mueven más rápido que el cuerpo. Cuando los habitantes del depósito informático y las personas de carne y hueso se ponían en contacto, la conversación no era muy fluida; los archivados encontraban a los vivos tremendamente aburridos.

Así pues, los vivos no tenían problema para contactar con sus seres queridos cuando éstos partían (porque en realidad sólo se habían ido al terminal del ordenador más próximo), pero la experiencia no resultaba muy divertida para nadie. En realidad era tan penoso como intentar mantener una charla amistosa con los Perezosos. Mientras la persona de carne y hueso se esforzaba por terminar una sola pregunta, el «difunto» tenía tiempo de comer algo (informatizado), jugar al golf (simulado) y «leer»
Guerra y paz.

El ritmo tan vertiginoso al que se desarrollaba la existencia de los archivados también ocasionó algunos trastornos a las viudas de carne y hueso. Resultaba desconcertante, sobre todo, en los momentos inmediatamente posteriores a la muerte. Cuando los funerales habían concluido y el viudo o la viuda se ponía en comunicación con el difunto, éste seguramente ya había tenido tiempo de emprender un relajante (aunque simulado) crucero por los fiordos noruegos, de aprender a tocar el violín (de mentira) y de hacer un centenar de amigos archivados. Cuando las lágrimas de los supervivientes aún no se habían secado, los difuntos ya casi habían olvidado su muerte.

En realidad cuando el difunto recordaba su vida en carne y hueso, tal vez sintiese nostalgia, pero también se alegraba de que todo hubiese acabado (como un anciano que recordase su infancia, llena de confusión, torpezas y agobios).

El almacenamiento informático de los difuntos tenía un pequeño inconveniente: las funerarias se estaban quedando sin trabajo. Los archivados no precisaban un mausoleo para ser recordados. Aún se celebraban ceremonias en honor al difunto, pero parecían más un convite de boda que un velatorio; hacían más negocio los del servicio de comidas que los directores de las funerarias.

El tema tuvo preocupados a los psicólogos durante un tiempo. Con los muertos vivos (más o menos) e incluso al alcance de sus seres queridos, ¿cómo se enfrentaría al dolor la desconsolada familia?

A la hora de la verdad, la cuestión se resolvió por sí sola. La pena no suponía un problema. No había gran cosa que lamentar.

Por desgracia, el estómago lleno y una vida apacible no bastan para hacer buenos a los seres humanos.

Esas cosas ayudan un poco, pero los gusanos de la ambición y la envidia que habitan en todo ser humano no se sacian fácilmente. Ya en el siglo XX se había observado que si un obrero manual conseguía medrar tanto como para cambiar su piso sin calefacción por un rancho con video y un coche deportivo, no por ello dejaría de retorcerse de envidia al saber que su vecino tenía un jacuzzi y un yate de nueve metros de eslora.

La raza humana no cambió por el mero hecho de haber adquirido la tecnología Heechee. Seguía codiciando los bienes ajenos con tanta fuerza como para intentar arrebatárselos.

El robo no desapareció, ni el amor no correspondido, ni la melancolía, ni tampoco los psicópatas de siempre que intentan reparar sus agravios mediante la violación, las agresiones o el asesinato.

En una época anterior, la sociedad se encargaba de esas personas encerrándolas en cárceles (pero resultó que las prisiones no eran más que escuelas de criminales) o condenándolas a la pena de muerte (pero ¿acaso el asesinato estaba más justificado si era el Estado el que lo cometía?).

En la Edad de Oro existían sistemas mejores. Eran menos encarnizados y quizá menos satisfactorios para los defensores del castigo a ultranza, pero el caso es que funcionaban. Por fin la sociedad estaba a salvo de sus renegados. Aunque hubiera prisiones (como era el caso), no se parecían a las antiguas, porque estaban a cargo de guardias-robot controlados por ordenadores que ni dormían ni se dejaban sobornar. Más que de cárceles se trataba de planetas de destierro, a los que se podía deportar a muchos delincuentes. Un criminal relegado a un planeta de baja tecnología seguramente podría alimentarse y seguir viviendo, pero le resultaría imposible fabricar una nave interestelar para volver a la civilización.

Para los casos peores, siempre se podía recurrir a Vida Nueva.

Si la mente estaba a salvo, fielmente reproducida en un programa informático, el cuerpo era lo de menos. Podían deshacerse de ellos sin reparos. Así, la pena capital quedaba desprovista de su aspecto más deprimente: la irreversibilidad. Tras la ejecución de la sentencia, los criminales no estaban muertos. Seguían vivos —de alguna manera, al menos—, pero habían quedado reducidos a un estado de inocuidad permanente. De aquellas prisiones nadie salió jamás en libertad condicional ni consiguió escapar jamás.

Para que todas aquellas maravillas fuesen posibles, aparte de los conocimientos técnicos, sólo se requería energía. Ahí también entraban en juego los Heechees. El secreto de la electricidad Heechee se aclaró gracias al estudio del núcleo de la factoría alimentaria, y era la fusión fría. Se basaba en la misma compresión de dos átomos de hidrógeno en uno de helio que tiene lugar en el núcleo de cualquier estrella, pero no a las mismas temperaturas. El calor generado por la reacción alcanzaba los 900° Celsius —una temperatura casi ideal para generar electricidad— y el proceso era seguro.

Así que la electricidad estaba ahí. Era barata y gracias a ello se pudieron cerrar diez mil centrales eléctricas. Cesó el efecto invernadero, provocado por el dióxido de carbono, y la contaminación del aire desapareció de la noche a la mañana. Los vehículos pequeños quemaban hidrógeno o se movían mediante volantes acumuladores de energía cinética. Todo lo demás funcionaba con la energía de la red.

La Tierra se estaba convirtiendo en un lugar muy agradable para vivir, y la tecnología humana seguía avanzando.

Claro que no toda la prosperidad científica y tecnológica había que agradecérsela a los Heechees. Estaban los ordenadores, por ejemplo.

Los ordenadores humanos eran intrínsecamente mejores y más avanzados que los de los Heechees. A ellos nunca se les había ocurrido conectarlos a un ordenador central para formar una red. Sus métodos de tratamiento de datos eran totalmente distintos y en ciertos aspectos no tan buenos. En cuanto los científicos humanos empezaron a idear modos de añadir mejoras Heechees a la maquinaria humana, ya muy sofisticada, se produjo una explosión de conocimiento que salpicó de nuevas tecnologías todos los ámbitos de la vida humana.

Los aparatos de efecto quantum habían reemplazado hacía mucho a los microchips incrustados con silicona, y la mejora en cuanto a rapidez y eficacia había sido increíble. Ya nadie tenía que teclear un programa en clave. Le decía al ordenador lo que quería y éste lo hacía. Si las instrucciones resultaban inadecuadas, el ordenador le hacía las preguntas pertinentes para aclararlas. Era una comunicación cara a cara, un holograma generado informáticamente que hablaba con su jefe de carne y hueso.

Comida Heechee y electricidad Heechee... ordenadores humanos... bioquímica Heechee unida a la medicina humana...

El mundo humano ofrecía al fin una vida digna a todos cuantos vivían en él. Aun así, si alguien no tenía bastante, había toda una galaxia esperándole.

No obstante, el gran enigma de los mismos Heechees seguía sin respuesta.

Eran esquivos. Su obra estaba por todas partes, pero nadie había visto jamás un Heechee vivo, aunque todos los exploradores de Pórtico se habían esforzado al máximo y casi todos los humanos de la Tierra soñaban (o tenían pesadillas) con su posible aspecto.

Abundaban las especulaciones y también las discusiones, pero nadie conocía las respuestas. La teoría más aceptada era que, por algún motivo, los Heechees se habían extinguido, probablemente de una manera trágica. Quizá se habían matado entre sí en una guerra terrible. Tal vez, por alguna razón desconocida, habían emigrado a una galaxia lejana. Quizás habían padecido una peste universal —o habían regresado a la barbarie— o simplemente se habían cansado de viajar por el espacio interestelar.

En una cosa sí estaban todos de acuerdo: los Heechees habían desaparecido.

Y ahí era justamente donde todos se equivocaban.

DÉCIMA PARTE
EN EL NÚCLEO

No era verdad que los Heechees hubiesen desaparecido. Desde luego, no como raza. Y, aunque parezca raro, en un número de casos apabullante ni siquiera habían muerto como individuos.

Los Heechees estaban perfectamente. Si no los encontraban era, sencillamente, porque ellos no deseaban ser vistos. Tenían sus buenas razones para permanecer a cubierto de ojos indiscretos durante unos cientos de miles de años.

Su escondrijo se encontraba en el núcleo de la galaxia, en el interior de un inmenso agujero negro que contenía miles de estrellas, planetas, satélites y asteroides girando en órbita en un espacio tan mínimo que la combinación de todas aquellas masas juntas había atraído el espacio de alrededor. Los Heechees estaban allí, varios millones de ellos, y habían cubierto 350 planetas del interior de aquel núcleo para habitarlos.

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