Cuando el hermano Salvador salió del cuarto de baño, llevaba en la mano la cuchilla de afeitar que utilizaba Ricardo. La insolente mirada del diácono columpiándose de la cuchilla a los ojos de Elena y de los ojos de Elena a la cuchilla se convirtió en un interrogatorio silencioso donde se atropellaban todas las preguntas y se atoraban todas las respuestas.
—¿Y esto?
—Es una cuchilla de afeitar
—Eso ya lo veo. No me irá a decir que Lorenzo ya se afeita.
Las zozobras de Elena desembocaron en una carcajada sofocada entre las manos y la ira que se reflejaba en su rostro pudo confundirse con un sonrojo pudoroso.
—¡Ay, hermano, qué poco sabe usted de las mujeres! ¿Nunca le han dicho que nos afeitamos las piernas cuando se acerca el verano?
Ni ella misma pudo explicarse de dónde sacó la energía necesaria para guiñar un ojo y sonreír al mismo tiempo.
—Es uno de los secretos de nuestra coquetería.
—¿Usted se afeita las piernas?
—¡Claro! Casi todas las mujeres lo hacen —dijo y, como si quisiera aportar una coartada que justificara su inocencia, se levantó las faldas hasta la altura de la rodilla para mostrarle que lo que afirmaba era cierto.
Entonces fue cuando el hermano Salvador, teniendo la cuchilla de afeitar en una mano, avanzó lentamente hacia Elena mirando fijamente las piernas que dejaban ver las faldas remangadas, se inclinó ante ella y, como si fuera a rescatar un cachorro abandonado, abarcó su pantorrilla suavemente con la otra.
El contacto viscoso de aquella mano húmeda, la figura de aquel fraile acariciando reverentemente su pantorrilla, su piel erizada por el asco, el miedo a gritar, la indefensión y la ira lograron que Elena maldijera su atractivo.
En la periferia de mi universo había un solar convertido en escombrera. Estaba junto al cine Argel y desde él se oían las bandas sonoras de las películas que proyectaban a través de unas puertas de zinc que daban al descampado. No sé por qué, en el recuerdo tengo ligado aquel inhóspito paisaje al descubrimiento de lo prohibido.
Junto al portal de mi casa estaba perpetuamente
abierta una carbonería regentada por un asturiano enorme y bonachón, con una dentadura perfecta y blanca que refulgía en su rostro indefectiblemente tiznado de carbonilla. Se llamaba Ceferino Lago y le recuerdo moviendo sin cesar sacos de cisco, astillas y carbón de encina. Su mujer, Blanca, era en realidad su viuda. Siempre iba vestida de alivio, guardaba silencio y un eterno gesto compungido movía a sus clientes a darle el pésame aunque nadie supiera de alguna defunción reciente en su familia.
Los carboneros tenían dos hijos, Luis, un muchacho ya con una sabiduría engolada acerca de las cosas del mundo —era capaz de detectar una puta en una mujer que fumaba— y otro cuyo nombre no recuerdo (¿Juan?), de cuya infinita capacidad de ira nunca lograré olvidarme. Tenía los mismos dientes que su padre aunque mayores, de forma que, aun con la boca cerrada, asomaban entre los labios carnosos, flácidos y húmedos. Pues bien, este v
ástago del carbonero, siete u ocho años mayor que nosotros, se complacía en llevarnos al solar para que pudiéramos oír las bandas sonoras de las películas cuatro, es decir, gravemente peligrosas. Recuerdo que había una clasificación hecha por la autoridad eclesiástica que nunca logré entender: las películas autorizadas, que se proyectaban raramente, las tres, las tres con reparos y las cuatro.
Ninguno entendíamos a qué se debía esta clasificación, pero era un mundo que no necesitaba explicaciones. En las taquillas de los cines, con las entradas, vendían unos cartoncillos en los que había impresos unos escudos heráldicos que llamábamos emblemas y costaban una perra gorda. Tenían un troquel triangular en la parte superior para que se
sujetaran en el ojal de la solapa y una explicación en el dorso donde se decía que el precio de ese emblema era una contribución voluntaria para la reconstrucción nacional. Tampoco entendíamos qué significaba todo aquello, pero como todo el lenguaje era hiperbólico, Cruzada quería decir guerra, rojos significaba demonios, nacional quería decir vencedor, era natural que voluntario quisiera decir obligatorio, dado que, aunque se llevara la entrada en la mano, el portero no permitía entrar en la sala si el emblema no estaba bien expuesto.
Nosotros no íbamos casi nunca al cine, pero, arrastrados por la autoridad física del hijo del carbonero, nos apostábamos junto a las puertas de zinc que se utilizaban para ventilar el patio de butacas.
Escuchábamos con reverencia aquellos diálogos sin sentido y la música que envolvía aquellas voces sin comprender absolutamente nada, pero él, el hijo del carbonero cuyo nombre no recuerdo, saltaba de repente riendo nerviosamente y haciendo gestos que hoy tacharía de procaces pero entonces me parecían simplemente desvar
íos.
A través de él me llegaron los primeros conceptos de algo que tuve que ocultar a mis padres. Los secretos me unían a la gente como las raíces unen los árboles a la tierra. Nunca supe exactamente en qué consistía mi secreto, pero mientras otros niños creían en la Virgen o en Franco, o en el Papa o
en la Patria, yo creía en mis secretos. Tenía la sensación de que me estaba haciendo sabio. Comencé a comprender frases escritas en los urinarios del colegio y a detectar el porqué de ciertos gestos reflejados en las carteleras de los cines, aunque al mismo tiempo surgió la idea de mi padre haciendo
todo aquello con mi madre a mis espaldas. Que él se dejara crecer la barba, que ella se la recortara los días que encendían el fogón —y sólo ésos—, que él encaneciera, que ella se consumiera en una tristeza pegajosa y sombría, me parecían síntomas de que algo funesto se fraguaba en mi refugio. En aquel ovillo de moralidades, el cuerpo estaba proscrito y las sensaciones que a través de él percibíamos eran buenas si eran fruto del dolor o, a nada de placer que produjeran, eran malas. La salud tenía que ver con el sacrificio mientras que la enfermedad sobrevenía siempre por la satisfacción de los instintos. Algo se nos ocultaba a los niños, que no sabíamos qué hacer con nuestro cuerpo.
Aunque terminaba venciéndome el sueño, a veces fingía dormir, pero prestaba atención a
cuándo pecaban mis padres, porque, pensaba yo, algo tenían que hacer para estar tan degradados.
Ahora recuerdo con nostalgia su silencio.
¡Qué arduo, Padre, haber vencido para ser víctima de nuevo! Toda la satisfacción que me produjo durante tres años formar parte de los elegidos para encauzar el agua estigia, to
da la gloria, se fue convirtiendo poco a poco en un fracaso: fracaso al cambiar mi sotana por el uniforme del guerrero, fracaso por ocultar la altivez del cruzado tras la arrogancia de la gleba, fracaso por disfrazar mi vocación bajo la sedición de una concupiscencia incontenible y fracaso, al fin, por ignorar que aquello que quería seducir me estaba seduciendo. Mi obsesión era simplemente estar un momento solo con Elena. Por fin, un día, la encontré en su casa y le hice una visita formal para pedirle que entregara a su hijo a los cuidados paternales de la Iglesia. Mantuvimos una conversación al respecto y, de repente, sin saber cómo, me encontré postrado de hinojos ante ella. Por razones que no vienen al caso, Elena había preterido su ñoñería para mostrarse ante mí con una carnalidad inaccesible que desbarató con un solo gesto todas mis convicciones. La belleza melancólica y conmovedora del Mal, Padre, provoca más adoración que miedo. Y mi alma emprendió un camino sola
sub nocte per umbram,
¿recuerda?, abandonada en la oscuridad de una noche que yo desconocía. Porque Elena me atrajo y me rechazó al mismo tiempo. Enloquecí y no estoy seguro de haber recuperado todavía la cordura.
Elena, tenemos que escapar. Sí, nos iremos. Podemos dejar al niño con tus tíos en Méntrida. Si nos escapamos lo haremos los tres. Bueno, pero tenemos que escaparnos ya. Sí. No podemos vivir de esta manera. No, no podemos. Tenemos algo ahorrado. Mis tíos me prestarán algo de dinero. No, no les pidas nada, se pondrán a investigar qué es lo que pasa. Bueno, no les pediré. ¿Cómo lo haremos? Viajes muy cortos en autobuses de línea. Nunca más de cincuenta kilómetros. Hay menos controles en el autobús que en el tren. Tardaremos una eternidad de esa manera. Tardaremos lo que haya que tardar. Lo importante es escapar. Los tres. Los tres, mi amor. Mi amor. Tenemos que llegar a Almería, allí hay pesqueros que pasan fugitivos a Marruecos por trescientas pesetas. ¿Y de dónde vamos a sacar ese dinero? Venderé todo lo que pueda. ¿También el pez de Murano que te dejó tu padre? También. No podremos llevar nada con nosotros. Nada. Siempre has dicho que era nuestro talismán. Nuestro talismán se ha muerto. Elena, amor mío. Amor.
Al día siguiente, Lorenzo llevó una carta dirigida al hermano Arcadio advirtiendo que el niño tendría que dejar de asistir a clase porque iba a someterse a una operación de amígdalas. Un proceso infeccioso aconsejaba un tratamiento previo a la intervención y su ausencia podría prolongarse hasta dos semanas. La carta llegó a manos del hermano Salvador, que preguntó al niño por qué ya no le acompañaba su mamá al colegio.
—Mi madre también tiene anginas. A lo mejor se muere.
Por la misma razón por la que nunca pregunté por qué mi padre vivía en un armario, dado que esas cosas ocurrían en la otra parte del espejo, nunca pregunté por qué mi madre dejó de acompañarme hasta el colegio. Primero me dejaba a dos manzanas y yo recorría solo el último tramo. Luego me acompañaba hasta el cruce de Alcalá y la calle Goya, y al final ni siquiera salía de casa cuando me mandaban al colegio.
Habló con las taquilleras del Metro para que me permitieran pasar por el subsuelo el único cruce peligroso que había en el trayecto, ya que, aunque había muy pocos vehículos circulando en aquella época, allí desembocaban varias calles por las que se circulaba a mayor velocidad, seguramente por su anchura. Descubrí que el Metro olía a ropa usada, tenía la temperatura del aliento y estaba iluminado con la misma luz que suele haber en la habitación donde se mueren los enfermos.
A veces, si salía con tiempo suficiente, bajaba a los andenes y esperaba la llegada del tren. Aquellos túneles eran el lugar donde se escondían los leprosos y los chirridos de las ruedas me parecían sus gritos de dolor cuando el tren los aplastaba. Me atraían tanto como me horrorizaban los arcos de las bocas negras de los túneles porque mi mundo estaba en una encrucijada a la que podían llegar todos los males. Ahora sé que tenía miedo.
Mi padre salía cada vez menos de su armario. Se quedaba encerrado aunque estuviéramos solos en casa. A mí eso me gustaba porque al regresar del colegio me acurrucaba junto a él y su silencio. Permanecíamos así durante horas hasta que mi madre rompía la quietud para darme un mendrugo de pan con chocolate.
Sobre aquel chocolate de arenisca oscura todos mis coetáneos podríamos escribir un libro de trucos para hacerlo comestible: beber leche cuando estaba a medio masticar, mojar el pan en agua para que el polvillo del chocolate se compactara o, lo que era más frecuente, roerlo poco a poco dejando tiempo para que se segregara más saliva.
A medida que pasaban los días, mi padre estaba cada vez más tiempo en el armario. Llegó un momento en que mi madre y yo comíamos en la mesa de la cocina y él en su escondite. Masticaba con una parsimonia desesperante, como si quisiera evitar el ruido que hace el pan de centeno cuando se muerde. Todo empezó a impregnarse de tristeza. Me sentí culpable porque aquel armario comenzó a adquirir el olor del Metro y a mí me parecía que eso terminaría atrayendo a los leprosos.
Sin embargo, ir y venir yo solo del colegio me proporcionaba momentos de emoción llenos de audacia. Podía detenerme en cualquier escaparate o mirar con descaro a los más débiles. Por la mañana, a la ida, solía bajar a los andenes del Metro; al regreso me paraba a observar a una anciana corcovada que cogía puntos a las medias con una aplicación tal que, si no hubiera sido por el movimiento
incesante de su mano, habría jurado que era de madera, como los santos que había en el altar de la iglesia. De regreso al colegio tras el almuerzo, volvía a descender a los infiernos del Metro y, al volver a casa por la tarde, improvisaba un camino que indefectiblemente pasaba por una explanada que todos llamaban la Plaza de Toros Vieja. Allí fue donde descubrí que el hermano Salvador me seguía vestido de paisano.
Herido, Padre, en la llaga de mi orgullo y avergonzado al mismo tiempo por las obsesiones que estaban cuestionando mi vocación sacerdotal, pedí autorización en el colegio para abandonar momentáneamente el convento y el colegio. Con la ayuda que me proporcionó mi familia, me instalé en una pensión que regentaba una anciana devota de Santa Gema. Fue entonces cuando comencé a sentirme un desposeído. Mi Fe, mi vocación, mi Victoria, mi hombría, me habían sido arrebatadas por una mujer que me negaba lo que nunca llegué a pedirle. Pero me lo estaba negando desde su fracaso, desde su impiedad, desde su derrota y, ahora lo reconozco, desde su belleza. ¿Cómo una mujer desbaratada por tantos fracasos podía permanecer insensible a todos mis desvelos? Necesitaba una respuesta.
Poco a poco los muebles que quedaban en la casa de los Mazo fueron desapareciendo. Un quincallero se llevó el perchero de castaño, una vecina amable y cómplice que vivía en el ático compró la máquina de coser, un ropavejero pagó una miseria por las sábanas de lino y una colcha de ganchillo que, desde que integraron el ajuar de su abuela, no se habían usado más que en aquella noche de bodas, en la de su madre y en la de Elena. Todavía olía a pasión y a naftalina. La pareja de esa colcha se la había regalado a su hija cuando huyó con aquel adolescente poco antes de que terminara la guerra. La mesa del comedor no la quiso nadie porque era demasiado grande y la máquina de escribir se la quedó un contable de la empresa hispanoalemana para la que hacía traducciones.
La posibilidad de que Ricardo enfermara convertía la huida en algo urgente. Todos sus amigos sin excepción habían muerto o se habían exiliado y no tendrían oportunidad de recurrir a nadie en caso de que el abatimiento de su marido degenerara en algo más grave.
Ya casi habían reunido el dinero para emprender el viaje pero aquella casa desolada iba encerrando a Ricardo en el armario hasta el punto de que ni para dormir salía. El niño, que ya no iba al colegio, se pasaba las horas junto a su padre leyéndole pasajes de Lewis Carroll para arrancarle una sonrisa y guardando silencio cada vez que el ascensor se paraba en el tercero. Y llegó un día de silencios y vacíos en que alguien llamó al timbre, aguardó la respuesta que no llegó e insistió con timbrazos prolongados que suspendieron todos los latidos. La puerta aporreada y los gritos retumbando en la escalera pusieron en marcha los mecanismos de fuga sin huida: Ricardo se encerró en su armario, Lorenzo se refugió en la cocina y Elena se atusó los cabellos antes de descorrer el resbalón. El hermano Salvador vestido de seglar, destartalado y turbio, se quedó inmóvil ante la visión de Elena sorprendida por el fragor de la visita.