Los gozos y las sombras (11 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Volvió a pensar en Carlos. Pensaba en él desde mucho tiempo atrás, desde que había comprendido cuál debía ser su misión personal en Pueblanueva, desde que la había aceptado y esperaba su momento. Necesitaba a Carlos, no, como pudieran pensar algunos, como colaborador, menos aún como cómplice, sino como testigo. Estaba claro que nadie en Pueblanueva —probablemente tampoco fuera de ella— entendería lo que tenía que pasar. Dirían, por ejemplo: «Aldán mató a Cayetano porque se acostó con Clara». O, acaso: «Lo mató por pura envidia; lo de Clara es el pretexto». Y estas versiones, más o menos ampliadas, más o menos mezcladas a eso que llamaban la cuestión social, saldrían en los periódicos de La Coruña y en los de Madrid, donde nadie reconocería, donde nadie recordaría al protagonista del suceso. Ni siquiera los pescadores que le escuchaban en la taberna del
Cubano
lo comprenderían enteramente, ni siquiera el
Cubano
pasaría de barruntos oscuros, aunque, eso sí, diría a sus amigos: «No está claro: hay algo que nosotros no entendemos», porque el único que podía entenderlo era Carlos. Carlos discriminaría los motivos aparentes de los reales; Carlos comprendería enteramente el suceso en toda su grandeza. Para Carlos, Juan sería el hombre que acepta el destino y lo cumple sin vacilaciones y sin apresuramientos, esperando cada día la consumación de una etapa, que se anuda a la siguiente en un proceso de necesidad inexorable. Mas, para que Carlos lo comprendiera, tenía que conocer previamente las situaciones y las personas: saber quién era Cayetano y quién era Clara. Sobre todo, saber quién era él, Juan, y cómo era, y cuáles sus circunstancias. Tenía que revelárselo poco a poco, metódicamente, para que compusiese un retrato justo, un retrato de cuerpo entero y de alma entera. Carlos tenía que saber, por ejemplo, que él era poeta. Y tenía también que hacerse una idea exacta de Clara, una idea personal: tenía que llegar a despreciarla para no sentir, después, compasión. ¡Oh, esto era muy importante! Necesitaba que Carlos, a su debido tiempo, comprendiese que si la liviandad de Clara la convertía en instrumento —Clara es liviana, Clara se vendrá cualquier día a Cayetano—, puesta en otra situación se vendería igualmente: de modo que él, Juan, no la empujaba, no la provocaba, sino que aprovechaba su libertad. Como quien dice: una conjunción de circunstancias dramáticas y de personas libres entre las cuales se desarrollan unas relaciones que terminan con la muerte de una de ellas a manos de otra. Siendo idénticos los hechos —liviandad, seducción, muerte—, su calidad moral depende de quien los realice. No es lo mismo matar a Cayetano por una simple cuestión de honra —como lo mataría, quizá, el boticario, si se atreviese—, que salvar a un pueblo de su tirano por pura fidelidad a un destino moral. Esto, que nadie entendería, que muchos tomarían a broma si se intentase explicárselo, es lo que Carlos Deza debería entender. Todo lo demás, desde las predicaciones sindicalistas en la taberna del
Cubano
a su negativa a aceptar cualquier trabajo que pudiera comprometer su libertad de acción, no eran más que puro trámite.

Entró por el patín de la cocina. Clara, de espaldas a la puerta, fregaba la loza. Inés, en un rincón, cosía, alumbrada de un quinqué. Clara, sin mirarle, respondió a su saludo; Inés se levantó en seguida.

—¡Vienes sangrando!

Él sonrió.

—No es nada. Una piedra perdida. Se me ha caído la venda.

—Ven que te ponga algo.

Rebuscó en el canastillo que tenía delante. Clara había vuelto la cabeza.

—¿Te han sacudido? —preguntó.

—Una piedra perdida.

—Un día te traerán muerto.

Inés halló un trozo de tela blanca y lo rasgó.

—No seas bruta —dijo Clara—. Hay que echarle un poco de caña.

—¿La hay en casa?

—Siempre hay caña en casa —respondió Clara con amargura. Salió de la cocina, limpiándose las manos con el mandil.

—Ha llegado Carlos Deza, ¿sabes? —dijo Juan.

—¿Quién es?

—Carlos Deza. Pariente nuestro lejano. El del pazo del Penedo.

—¡Ah!

Esperaba de pie, con la tira de percal en la mano.

—Es un muchacho excelente. Viene de Viena, donde estudió la carrera de médico. Bueno, médico de locos. Se parece algo a mí, y me ha reconocido. De niños éramos amigos.

Clara regresaba con una botellita en la mano.

—Hemos recordado que jugábamos siempre juntos.

—¿De quién hablas? —preguntó Clara.

Juan explicó mientras le vendaban. Tampoco Clara había oído hablar de Carlos.

—¿Vas a cenar?

—No. He tomado algo por ahí.

—Hueles a demonios. ¿Es que vas a darte también a la bebida? Sólo te faltaba eso.

Clara volvió al fregadero. Con un esparto untado de jabón se restregó las manos ennegrecidas. Juan se sentó junto a Inés y, mientras ella cosía, recordó los veranos en que Carlos era su amigo y jugaban juntos.

—Venía a casa muchas veces, y también ha jugado con vosotras. A ti te quería muy bien, Inés.

—No lo recuerdo.

Clara preguntó, sin volverse:

—Y a mí, ¿no me quería?

—No muy especialmente.

—Sería raro que me quisiese —respondió, como sin dar importancia a la respuesta; parecía más interesada en la limpieza de sus manos—. ¡El puñetero hollín! —dijo—. No hay dios que lo quite, por mucho que se refriegue una.

Colgó el mandil en un clavo de la pared.

—Bueno. Voy a acostar a mamá. Hasta mañana.

Desde la puerta agregó, mirando a su hermano:

—Mucho debes de querer a ese Carlos, porque jamás te he visto de tan buen humor, ni tan amable como esta noche, a pesar de la pedrada.

Y ya en el pasillo oscuro:

—A ver si dura.

Juan iba a responder, pero los pasos de Clara sonaban fuertes en el fondo de la oscuridad. Inés no había levantado la cabeza: cosía el dobladillo de un abrigo rojo.

—Es un gran muchacho y tiene porvenir. Ya ves: si un día me dijese que quería casarse contigo…

Inés se pinchó un dedo con la aguja.

—¿Conmigo? No pienso casarme.

—¿Qué sabes tú?

Inés golpeaba el lugar pinchado con el dedal.

—Conviene que lo sepas, Juan. Voy a ser monja.

Dejó de coser, y miró a su hermano intensamente, con mirada resuelta, pero llena de amor.

—Me iré de casa, cuando en conciencia, ningún deber me retenga.

Tomó entre las suyas las manos de Juan. No dejó de mirarle.

—A ella le digo que me iré cuando haya reunido dinero de la dote, pero esto no es del todo cierto. No quiero que pueda decir nadie de mí que he abandonado a mi madre, ni que puedas pensar que te he abandonado a ti.

—Yo no tengo derecho…

—No se trata de eso. Y no hablemos más, porque nosotros nos entendemos, gracias a Dios, en silencio. Pero quiero que sepas que he comprendido a tiempo la importancia del deber, y que te lo agradezco.

Se levantó y recogió la costura. Antes de irse, añadió:

—Si me marchase ahora, sería una deserción, y Dios no estimaría un sacrificio que no lo es.

También Inés se retiró. «¿No te acuestas?», —dijo al marchar; y Juan le respondió que estaba desvelado, y que se quedaría a leer un poco, acogido al rescoldo del llar. Quedó en silencio la cocina, y casi a oscuras. Lejos se oían los pasos de Clara, que iba y venía, quizá acomodando a su madre.

Aquellas tres mujeres constituían su vida privada; las mujeres y la casa. Hacía tres años que vivían allí, que se habían refugiado allí. Al llegar, la casa estaba tan vieja como ahora, pero había más muebles. Se habían vendido casi todos, antes de que Inés trabajase, para poder comer.

Hacía tres años. En agosto había hecho tres años, el trece de agosto, dos días antes de la fiesta local, pero ya con el pueblo engalanado, con barracas en la plaza y cohetería en los aires, con gentes endomingadas que esperan la llegada del autobús para comprobar que todavía las fiestas de la Virgen atraen forasteros, a pesar de la República reciente.

—¿Quiénes son éstos, mamá? —había preguntado un niño, señalándoles con el dedo; y la madre le había respondido:

—Parecen saltimbanquis que vienen a las fiestas.

Juan lo había oído. Juan había mirado a su madre y a sus hermanas, y se había mirado: enlutados, renegridos, sucios del polvo del viaje, con el escaso ajuar a cuestas. Podían ser saltimbanquis, pero eran Churruchaos. La gente lo adivinó cuando les vio desfilar camino de lo que se había llamado el pazo de Aldán, y, entonces, les volvió a mirar: con burla o compasivamente.

—Tienen que ser los de Aldán. El padre murió hace dos meses.

—¡Pobres, cómo vienen!

Enlutados, renegridos, etc.

El padre había muerto dos meses antes. «Don Remigio Aldán y de Saavedra, falleció en Madrid el 27 de mayo de 1931. Su desconsolada esposa, doña Dolores Muiño; su hija Clara, comunican a sus amistades tan sensible pérdida…»

Sólo Clara.

—¿Por qué yo sola? ¿Y vosotros?

Había tenido que explicárselo él, porque su madre se negara a hacerlo, porque se había retirado, se había escondido a llorar, quizá a beber anís, mientras él lo explicaba a Clara.

—Nosotros, Inés y yo, no somos hijos de matrimonio.

—Pero, ¿no sois, como yo, nacidos de los mismos padres? ¿No somos hermanos?

—Sí, pero sólo en cierto modo. Cuando naciste, papá y mamá ya estaban casados; pero, cuando nacimos nosotros, papá estaba casado con otra mujer. Somos adulterinos.

—Y eso, ¿qué importa? ¿No sois, de un modo u otro, hijos suyos?

Era una mala bestia sin principios, un ser primitivo y soez que sólo respondía a las incitaciones del hambre, del sexo y de la vanidad. Hablaba con desgarro de barrio bajo, con vocabulario y gestos de mercado. Su moral consistía en detestar la pobreza y quejarse de las deudas.

—Precisamente quiero que conste, a la hora de su muerte, que somos hijos suyos de otro modo que tú. Inés está conforme.

Inés no había hablado. Rezaba en un rincón, sin tristeza, serenamente. Parecía mentira que hubiese salido del mismo vientre. Pero a Inés la había hecho él. Las diferencias entre Inés y Clara las había creado él, paciente, valerosamente. Las había creado por su voluntad, para que fuesen distintas, para que nadie las confundiera.

El alma de Inés resplandecía: bastaba mirarle a los ojos; bastaba contemplarla, dulce, serena, por encima de sí misma. Juan pensaba que si él no era perfecto, si se veía obligado a simular y, a veces, a mentir, había sido, al menos, capaz de crear la perfección: Inés era la obra de sus palabras, de su paciencia, de su amor, y también de su rabia. Inés era su respuesta a la injusticia. Que, además de todo esto, fuese beata, era sólo un accidente inevitable.

Entró Clara con un lío de ropa, que arrojó a un canasto.

—¿No vas a dormir?

—Ya iré.

—Te va a coger el frío. ¿Quieres que eche unos leños al fuego?

—Bueno.

Mientras removía las cenizas, añadió:

—Encuentro a mamá peor. ¿No sería cosa de que la viese el médico?

—¿Para qué? No tiene remedio, porque de beber no va a quitarse.

No prendían los leños. Clara partió, con el hacha, unas piñas, y les puso fuego.

—¿Qué edad tiene ese amigo tuyo?

—¿Quién?

—Ese que acaba de llegar.

—La mía, más o menos.

—¿Y está soltero?

—Sí.

—No se le ocurrirá casarse en Pueblanueva.

—No creo.

Y por si Clara se hacía ilusiones, añadió:

—Aquí no hay mujer para él. Es un sabio. Todas las mujeres de aquí son toscas e ignorantes.

Clara le miró de reojo, dijo:

—¡Hasta mañana! —y salió.

La ocurrencia de Inés entristecía a Juan. Pero, en cierto modo, tenía razón para irse de monja. No había hombre para ella en Pueblanueva. ¡Oh, no la concebía casada con uno de aquellos cernícalos que jugaban al mus en el Casino y mataban el aburrimiento planeando bromas brutales! Pero ahora estaba Carlos.

Inés podía casarse con Carlos, quizá le bastase conocerlo para renunciar al monjío. A Carlos tenía que gustarle Inés, tenía que darse cuenta en seguida de que era una mujer excepcional, no sólo una mujer bonita.

Inés y Juan Aldán habían nacido de don Remigio, que pudo haber sido conde y no lo fue por andar siempre entrampado, y de Lola Muiños, coruñesa, alias la
Cigarrera
, durante el matrimonio de don Remigio con Eulalia Montenegro. Ni Juan ni Inés sabían que las escopetas de caza habían tenido que ver con su venida al mundo.

La reputación de Remigio Aldán en Madrid, allá por los últimos años del XIX, se apoyaba principalmente en sus trajes hechos en Londres y en sus escopetas de caza. Vivía para lucir los trajes y para mostrar las escopetas a sus amigos, y en estas operaciones consumía cantidades evidentemente superiores a sus ingresos. Para equilibrar sus gastos, se metió a financiero.

A los cuatro o cinco años de casado tuvo que pasar con su mujer un par de inviernos en La Coruña. Unas jugadas de Bolsa sin fortuna habían quebrantado sus ingresos, y había que ahorrar.

Pero, en La Coruña, el número de caballeros que se vestían en Londres era proporcionalmente más crecido que en Madrid, y, además, tenían la mala costumbre de apreciar más el número de pichones muertos que la calidad de las escopetas. Ahora bien, Remigio Aldán mataba muy pocos pichones, aunque él defendiese su buena fama de cazador asegurando que su especialidad eran los patos.

En general, no le creía nadie. Se daba cuenta, sufría mucho, y deseaba que el refuerzo de sus finanzas con la herencia de su mujer le permitiese el regreso a Madrid, donde la gente le creía o, al menos, aparentaba creerle. Pero su suegro llevaba tres inviernos muriéndose, y tardó otros dos en morir definitivamente.

Fue una espera larga, fueron dos años en que Remigio se sentía humillado cada vez que pisaba el Casino y alguien le preguntaba cuántos patos pensaba matar durante la temporada.

De pronto, un experto descubrió a Lola la
Cigarrera
. Había en el Casino especialistas en estos descubrimientos, verdaderos águilas husmeadores de mercados, vigilantes de salidas de talleres, zahorís de calles populares. Llegaba uno de ellos al Casino, y decía, por ejemplo:

—La hija de la Fulana se está poniendo muy buena. Habrá que pensar en ella el año que viene.

E inmediatamente todos tomaban nota, todos se proponían ponerle los puntos a la hija de la Fulana en cuanto hubiera ocasión.

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