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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Los gozos y las sombras (14 page)

Se levantó.

—Ahora voy a echar la siesta. ¿Te quedarás aquí?

Carlos respondió que iría a su cuarto.

—Te llevaré una manta para que te abrigues. Hace mucho frío. ¿O prefieres que te enciendan la chimenea?

Carlos no se sentó, sino que se echó en la cama, arropado. Fumó un rato. Pensaba, repensaba las palabras de doña Mariana, intentaba aceptarlas. Se sentía, otra vez, dirigido, y pretendía mantener en su corazón una tenue resistencia. El montón de las cartas, junto a su mano, esperaba a que se determinase su voluntad. Como antes el hecho de abrir la puerta de la torre, su fantasía mitificaba conscientemente. «¿O mixtifico, quizá?», se preguntó. «¿No será dar importancia otra vez a cosas que no la tienen? Supongamos que, leídas esas cartas, descubro que mi padre fue un caballero o un canalla. ¿Y qué? ¿Por qué esto ha de influir necesariamente en mi vida? ¿Y, por qué, si obedezco una vez a doña Mariana, he de perder mi libertad, y, si la desobedezco, he de ser enteramente libre? En último término, ¿se juegan de veras mi libertad y mi destino? Y, si se juegan, ¿no he aceptado de antemano cuanto pueda acontecerme, al elegir el viaje, al abandonar a Zarah? El acto libre fue aquél, y lo que ahora haga es libre en función de aquella libertad. Se aceptan o se rechazan en bloque un hecho y sus consecuencias; no hay porqué ir analizando acto por acto, hasta convertir en problema la simple respiración.»

Todavía pensó: « Si lo analizo más, descubriré que me estoy engañando, y que todo es un sofisma. Bien. ¿Por qué me engaño? ¿Qué mueve, desde el inconsciente, mi deseo de engañarme? ¿Temor a la libertad? ¿Será que quiero ser gobernado otra vez; que la libertad, cuando la tengo, no me sirve de nada por cobardía?»

Y aún: «¡Tendría gracia que, gobernado por Mariana, llegase a hombre poderoso…!». Pero ya sus manos ordenaban por fechas las cartas del paquete. La correspondencia arrancaba de una carta de doña Mariana, escrita en Madrid en 1892. «Querido Fernando: ¿Qué disparate has hecho, y por qué? Acabo de enterarme de tu renuncia al acta de diputado y de tu marcha, que más parece fuga, sin despedirte. Papá se ha dado a los diablos y me pregunta si estás loco. Fue lo que el Ministro le preguntó esta mañana y lo que todo el mundo se pregunta. ¡Vuelve inmediatamente! Ya veremos de arreglarlo, y aunque no puedas recobrar el acta, con cualquier añagaza de prensa se disfrazará la cosa para que quedes con color y vuelvas a salir diputado en las próximas Cortes. No rechistes: haz las maletas (si has llegado a deshacerlas) y vuelve en seguida. Me costará trabajo no arañarte cuando te tenga otra vez delante. Te odio. Mariana.» Seguía inmediatamente otra carta de la misma fecha: «Fernando: te pido perdón. Hace sólo unas horas que te envié la carta anterior, y ya estoy arrepentida. Papá, a la hora de cenar, me ha contado todo: lo ha sabido en el Congreso, y lo sabe todo Madrid. Querido Fernando, ;qué voy a decirte? No he llorado porque no acostumbro a hacerlo, pero estoy pesarosa de mi culpa involuntaria. Papá decía: “No se puede hacer carrera en este Madrid de pícaros cuando se es un caballero como Fernando”; lo decía apenado, y agregó: “Esos asuntos se arreglan ahora pagando a un par de bigardos que den una paliza al deslenguado, pero no con un duelo. ¿Por qué Fernando no habló conmigo antes de meterse en el jaleo?”. Tiene razón: ya que no a mí, debiste hablarle a papá. No le hubieras disgustado, porque cualquier mujer corre el riesgo de ser calumniada, y yo, por mi carácter, más que otra cualquiera. En ese caso, además
sabemos
que todo fue tramado para meterte en un lío y arruinar tu carrera política. Has hecho el juego, sin saberlo, a tus enemigos. Es decir, se lo has hecho a medias, porque a estas horas no hay nadie en Madrid más popular que tú —según papá me asegura— y podrías casarte con la chica que te diera la gana y hacer un buen matrimonio que restaure tu fortuna. ¡Nandito! ¿Por que eres impulsivo? Y, sobre todo, ¿por qué eres tan bueno? ¡Un poco de picardía, y habrás hecho tu carrera! Vuelve a Madrid; papá y yo te esperamos. Nada más que aprovechando el viento, haremos de ti un personaje. Vuelve en seguida. Te quiere, Mariana.» La respuesta de Fernando a estas dos cartas era larga, minuciosa «y sofística», añadió Carlos. Acumulaba razones para justificar su retirada. Razones morales. «No volveré más a Madrid», terminaba.

Diez, quince, veinte cartas más con dimes y diretes sobre si debes venir y si no puedo ir, con reproches y súplicas, en todos los tonos. Un lapso veraniego de dos meses: por las cartas siguientes, averiguó Carlos que, tanto Mariana como su padre, habían renunciado a la temporada en Deauville por acompañar a Fernando en Pueblanueva y convencerle. No lo consiguieron. Las cartas posteriores las encabezaba Mariana, muchas veces, con «Mi querido testarudo», únicas alusiones a un pleito fallado. Ella contaba sus viajes o describía fiestas, le informaba de escándalos sociales y maniobras políticas, de enriquecimientos, ruinas, matrimonios y muertes; él, de su vida monótona, de sus trabajos. Se sorprendía Mariana de que perdiera el tiempo averiguando la vida y milagros de Churruchaos remotos. «¿Qué nos importan esas gentes? —decía—; hay que vivir hacia delante.» «A ti, querida Mariana —le respondía Fernando—, te lleva el ímpetu, ya que no la esperanza. Yo, que no soy impetuoso, soy desesperado. ¡Si supieras qué pocas cosas me importan, y de ellas, qué pocas lograré! Mientras caminas, me detengo; y por no pensar en el futuro, me refugio en el pasado. Es, ya lo sé, una renunciación. De todos modos, entre los dos formaríamos un ser completo. A mí me falta la ilusión; a ti, el recuerdo.»

Fernando necesitó de los papeles que guardaban los Sarmientos; don Pedro, el padre de Mariana, le dio la llave, y libertad para entrar, salir v resolver. «Querida Mariana, te he encontrado, en genio y figura, pero cien años más vieja. ¿Te has fijado alguna vez en Mariana Quiroga, la mujer que está en el retrato de sobre la chimenea? ¿Sabes que fue como tú, y que todo cuanto eres se lo debes? ¡Para que luego me digas que no importan estas antiguallas! Muchas veces me he preguntado de dónde habías salido, a quién te parecías. Ahora, ya lo sé. Llevas en la masa de la sangre el mismo fuego que tu tocaya.» Mariana le respondía: «Si mi bisabuela fue como yo, estoy encantada de ser su nieta. Jamás he lamentado nada de mi carácter, ni aún de mi figura. Dale las gracias al retrato por todo lo que le debo».

Por éstas y otras cosas que en las cartas se hallaban, parecía haber sido Fernando varón solitario y haber llevado con extremosa dignidad su pobreza. No se cuidaba de sus tierras; las más, alquiladas por dos cuartos; las menos, trabajadas por jornaleros en la medida necesaria para que el dueño subsistiese. No se ocupaba de los predios incultos ni de los bosques en que robaban libremente los aldeanos. «Escribe a papá el casero que de tu soto de la Frouxeira quedan diez o doce castaños, y que hubo más de cien. ¿Qué haces, criatura? ¿Por qué te dejas robar de esa manera?» A esto, Fernando no contestaba directamente, sino con una apología de la vida modesta. Ni tampoco a las insinuaciones, reiteradas, de que debía casarse. «Vas a cumplir cuarenta años. ¿Es que piensas morirte así?» «¡Tengo que hacer tantas cosas antes de pensar en los demás! ¿Sabes que en 1808, cuando vinieron los franceses, pasaron en Pueblanueva cosas notables, de las que todo el mundo se ha olvidado? ¿Sabes que tu bisabuela Mariana obligó a la gente a resistir, y que el Comandante francés la respetó por su valor, y vivió en tu casa sin llevarse ni una cuchara?» «Fernando, no consigo que me importe lo que pasó a mi bisabuela con los franceses; me importas tú.»

La correspondencia terminaba en 1899. Don Pedro Sarmiento había venido a Pueblanueva por sus negocios. La última carta, de Fernando, decía: «Tu padre está mal. Puede morir cualquier día. Debes venir cuanto antes».

Llamaron a la puerta. La criada le dijo:

—Tiene visita.

Y doña Mariana, que le esperaba en el pasillo, precisó:

—Es Rosario, la hija de tus caseros.

—¿Qué debo hacer?

—Recibirla, naturalmente. Ahí, en la salita, que está encendido el fuego.

Yo daré una vuelta, mientras.

—¡No me deje solo con ella! ¿No ve que no he hablado nunca con aldeanos?

—Como quieras.

Rosario apareció y se quedó en la puerta. Venía bien vestida, de rojo oscuro: el mantón negro, mojado de la lluvia, le cubría la cabeza, los hombros y la espalda. De un brazo, colgado, traía un canastillo de mimbre, reluciente de limpio, bien tapado con un mantelillo blanco.

Era bonita, carnosa, atractiva; se mantenía erguida en medio de la puerta; erguida y fuerte como segura de sí misma.

—¿Hay permiso?

—Pasa, Rosario —dijo doña Mariana.

Pero Rosario, después de un «Buenas tardes» masticado, se dirigió a Carlos, sin mirar a doña Mariana, como si lo evitase.

—Siéntate.

Con un movimiento brusco, Rosario se volvió.

—¿Yo?

—Naturalmente.

Rosario miró a Carlos, como pidiéndole permiso; pero Carlos no entendía la escena. Le divertía, y su mirada no supo responder.

—En esa silla, Rosario. Vamos, siéntate.

—Sí, señora —balbució la moza.

Se apoyó en el borde de la silla, y, un poco torcido el torso, se dirigió a Carlos. Había perdido la seguridad. Hablaba muy de prisa, como queriendo acabar pronto. Su cuerpo tiraba de ella hacia arriba; tenía que esforzarse visiblemente para permanecer sentada.

—Mi madre me encarga que venga a ver al señor, porque ella está en la cama, presa del reuma. Mi padre tampoco puede venir, porque trabaja en el astillero. Mi madre pide al señor que, cuando le venga bien, pase por el lugar y lo vea. Todo está cuidado y bien labrado. Mi madre…

Lo que hacían, lo que plantaban, lo que daba la finca. —… y no haga caso el señor si mi madre se llora, porque la renta es justa y podemos pagarla. Pero la vieja no hace más que quejarse. Esto se lo dice una servidora, no de parte de mi madre.

Alargó hacia Carlos el cesto, que no había soltado.

—Pero esto se lo maneja ella, para la Nochebuena. Una pobreza. Lo mismo que llevábamos todos los años a la difunta señora, que en gloria esté. Todos los años por esta fecha.

Carlos miró a doña Mariana, interrogante.

—Acéptalo.

—Bien. Muchas gracias. Déjelo ahí y dígale a su madre que ya iré a ver la finca.

—Tengo que pedirle al señor otra vez que no me trate de usted. Una servidora…

Se levantó y caminó hacia atrás dos o tres pasos. Ya en la puerta, volvió a saludar, y añadió:

—Mañana pasaré a recoger el cestillo.

Desapareció rápidamente; sus zuecas resonaron sobre el linóleum del pasillo.

—¿Quiere usted explicarme esto, Mariana?

—Es bien sencillo. Has tenido tu primer regalo de Pascuas —revolvió en el cestillo—. Mira: una taza de manteca cocida, un pollo desplumado y limpio, huevos… ¡Lo menos dos docenas!

—Pero… ¿y lo demás? ¿Por qué no quería sentarse? ¿Y por qué tanta ceremonia?

Doña Mariana rió.

—Querido Carlos, tú puedes ser amigo de ellos, robarles o hacerles caridades, respetarlos o acostarte con sus hijas. Guardarán las distancias si permaneces sentado y ellos de pie; si dejas que te llamen señor y les tuteas.

—Entonces, ¿por qué mandó usted que se sentase?

Volvió a reír la dama.

—Hice una prueba. Quería saber si a esa niña se le subieron los humos a la cabeza por ser querida de Cayetano. Como has visto, pasó un mal rato. Desde ahora tiene toda mi simpatía. Y, por lo que veo, también la tuya.

—¿La mía? ¿Por qué la mía?

—Lo digo por tu modo de mirarla. Reconozco que es muy bonita, pero dabas la impresión de que no ves una mujer desde hace un mes.

—Simple curiosidad. Ya el otro día, en el autobús, me sorprendió.

Parece una francesa.

—¿No sabes que por aquí, cuando quieren elogiar a una moza, dicen que es grande y rubia como una francesa? Hay muchas como Rosario. ¡Ya las verás de cerca, ya! Lo menos media docena de tus remeros tienen hijas mozas. Si no han venido ya a verte, es porque me tienen miedo. Pero, como quedes aquí sólo unos días, empezará la procesión, y, con ella, las lamentaciones: que si la tierra no da, que si veinte duros son muchos duros… Todo mentira, por si te ablandas.

—Rosario no dijo eso.

—Rosario es orgullosa; los otros, no. Con la hija por delante, como en ofrecimiento, te contarán toda clase de calamidades, y si te enterneces, te dejan sin un cuarto; pero si la hija te gusta, te dejan a la hija; ya se las arreglarán después para sacarte, a cuenta, un buen pedazo de tierra. Es el procedimiento acostumbrado para quedarse con las fincas; más barato, desde luego, que comprarlas.

—Y usted, ¿lo encuentra moral? Se lo pregunto por lo mismo que usted me preguntó antes si yo tenía una moral.

Doña Mariana se encogió de hombros.

—Me trae sin cuidado. La moral, como yo la entiendo, no se para en pequeñeces. Pero si un hombre no sabe dominar sus pasiones más vulgares, y le cuesta la ruina, es que se lo merece.

—Y a Cayetano, ¿también le costará la ruina?

—¡Oh, no! Ése es duro y cruel. Paga con la esclavitud. El procedimiento es el mismo, en apariencia; sólo que Cayetano, en vez de regalar predios, da trabajo en su astillero, saca a la gente de la tierra y la mete en esas casas de cemento que hizo para los trabajadores, y ahí tienes a una familia que ya depende de él para siempre; porque al que se rebela lo planta en la calle y lo deja morirse de hambre.

—Rosario, sin embargo…

—Rosario está en el principio. Ya verás cómo un día de éstos viene a verte su padre, o a mí, si te has marchado, y dice que la renta es mucha, que no puede pagarla, que sale tarde del astillero y no le queda tiempo para labrar la tierra, y que deja la finca libre. Sucederá en cuanto Cayetano lo mande. A no ser que…

Hizo una pausa.

—No. Sería raro.

Pasó la merienda sin que la conversación saliese del comentario vulgar o de la bagatela; y como doña Mariana no parecía dispuesta a traer de nuevo a las palabras el tema del mediodía, Carlos le siguió el aire, y cuando las cosas llegaron a lo frívolo, se sentó al piano y tocó para ella dos o tres canciones. Ella le dijo que si quería salir, lo hiciese sin cuidar de que la dejase sola, porque tenía algunas cartas atrasadas; Carlos lo interpretó como una invitación.

—Iré, entonces, a dar una vuelta por el pueblo.

Pensó primero llegarse hasta la taberna, por si estaba allí Aldán, al que quería dar la impresión de que la amistad infantil no había sido olvidada; pero, al pasar el puente y llegar al arco de la Virgen, donde el pueblo. viejo comenzaba, se sintió atraído por la calle pina y solitaria, enlosada y reluciente, y se metió por ella. Pasó junto a tiendas semiabiertas, de las que salían retazos de conversaciones vulgares; en alguna de ellas se asomaron para verle, y llegó a oír la voz de una muchacha que preguntaba: «¿Adónde irá?», seguida de un «cállate» autoritario. No hubiera podido contestar, porque no sabía a dónde iba y, sin embargo, su paso era enérgico y seguro, como de quien va a alguna parte. Después de un rato se halló en una plaza, alumbrada por cuatro faroles de hierro, y la recordó; reconoció sus luces y rincones: al fondo, en la oscuridad de unos castaños, se levantaban la iglesia de Santa María de la Plata, las torres agudas hundidas en la niebla, las piedras. negras y labradas de su pórtico. De niño —todo surgía ahora, de repente— le gustaba mirar las figuras de la puerta, descabezadas; imaginar —sobre los cuerpos de santos— las cabezas desaparecidas; y ahora, plantado en mitad del atrio, de espaldas al crucero, jugó con los recuerdos, hizo surgir de las sombras rostros candorosos y sonrientes, rostros barbados o lampiños, coronados y nimbados, salvo aquel de un rincón que, por femenino, siempre había imaginado con velos y cabello rizo. Veinte años antes, le hacían feliz aquellas fantasías; revividas, le hicieron feliz momentáneamente.

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