Los gozos y las sombras (159 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

—Ahora ese clamor se llama revolución. Es la única salida de los desesperados.

—Hay otra peor todavía: la resignación. Cuando no podamos engañar más a nuestros amigos, cuando todo haya fallado, entonces, resignados, dejarán de clamar y los dioses les enviarán una estaca para que se pongan de rodillas a adorarla.

—Si la estaca les da de comer…

—Más bien les servirá para hacerse mondadientes. El mondadientes, recuérdalo, es un símbolo de resignación, pero digna. Es la resignación que se engaña a sí misma.

Juan se estiró en la cama. Asomaron unos pies largos, huesudos; unas piernas rojizas cubiertas de vello, unas rodillas descarnadas.

—Échame esos pantalones.

Carlos se levantó.

—Mientras te vistes, iré a ponerte el desayuno.

—¿Seguimos sin servidumbre?

—El
Relojero
continúa melancólico.

Se detuvo en la puerta de la habitación y miró a Juan.

—Me da miedo. Lleva una semana sin decir palabra, escondiéndose de mí.

—Está como la bestia a la que han quitado la hembra.

—Por eso me da miedo.

Carlos salió. En la cocina, el fuego estaba apagado y los pucheros, vacíos. Prendió fuego a unas astillas. Se hizo la lumbre.

—¿Dónde habrá puesto la leche este majadero?

Vertió agua en un cazo y lo dejó en las trébedes. Luego descendió al zaguán. Paquito, de espaldas a la escalera, contemplaba el jardín: derecho sobre el umbral, sus manos meneaban el bastón. Al sentir los pasos de Carlos volvió la cabeza.

—Si busca la leche, ahí está la cazuela.

—¿Qué haces?

—Miraba la mañana.

—Yeso, ¿te divierte?

—Además, pienso.

Carlos, con la cacerola de la leche en las manos, se acercó a la puerta.

—Buenos días, Paco.

—Buenos, sin mentira. Un verdadero sábado de Gloria.

Con aire indiferente, Carlos le respondió:

—Un día de perdón. Es buena cosa ésta de que al menos una vez al año los hombres se perdonen unos a otros.

—¿Usted cree?

—Eso, al menos, exige la Resurrección. Tú, que eres tan leído, lo sabes mejor que yo.

—Hay veces en que es cuestión de hacer justicia, ¿sabe? Si usted perdona a una víbora y la deja suelta, muerde.

—Quizá el Señor perdone también a las víboras.

A mí no se me alcanzan las razones del Señor. Porque también creó las víboras y uno no deja de preguntarse para qué.

—Quizá para que sean instrumentos de su justicia.

Paquito le echó rápidamente la mano a un brazo: el puchero de la leche se tambaleó.

—¿Lo ve? Ya salió la justicia. Sin ella no hacemos nada.

—Prefiero la verdad, Paco. Cuando se conozca, muchas justicias resultarán injustas.

El loco soltó el brazo de Carlos, alzó la mano y señaló al cielo.

—Por si acaso, yo dejo la justicia en manos de Dios, que todo lo ve, y ya se valdrá para hacerla de las víboras o de los hombres, según le pete. Usted continúe con sus verdades.

Se volvió hacia el sol. Carlos contempló su perfil accidentado, los mostachos caídos, la boca apretada.

—¿No quieres desayunar? Te convido.

Paquito no contestó. Carlos regresó a la cocina. Cuando el ruido de sus pasos se perdió; Paquito enarboló el bastón, amenazante. Luego apuntó con él a una plancha claveteada de la puerta. Se oyó un ruido metálico, como de un muelle potente, y el bastón quedó clavado en la madera. Paquito empezó a reír. Dio un tirón fuerte y arrancó el bastón: de su extremo salía una punta larga, gruesa, afilada.

Habían añadido a las habituales lámparas otras dos, de tamaño mayor y bien cargadas de carburo, traídas del barco por el patrón del
Mariana II
. Daban bastante más luz que las propias de la casa, y la calva del
Cubano
relucía más que nunca, un poco tostada la piel por la parte que separa la frente del cuero cabelludo. Conforme iban entrando, los pescadores se colocaban en bancos, apretados unos contra otros y con las boinas en la mano. Orden de fumar lo menos posible, y una ventana abierta para la ventilación. Podía cada cual tomar un vaso por cuenta de don Carlos Deza, uno solo, y alguna cosa de comer, «y no porque el señor Deza sea agarrado, sino para evitar borracheras y voces destempladas», había explicado Carmiña; y rechazó las monedas particulares de alguno que pretendió doblar la dosis por cuenta propia. La mesa de la presidencia constaba exactamente de tres mesas pequeñas, puestas una junto a otra, y las habían tapado con un mantel de hule que todavía estaba húmedo. Sobre el mantel, siete vasos y tres botellas: de blanco, de tinto y de aguardiente, a elegir. La lámpara de luz más fuerte, precisamente encima, colgaba de una viga por una piola embreada a la que habían hecho un nudo marinero.

El
Cubano
mantenía el orden, sosegaba las conversaciones, templaba a los destemplados. Iba y venía, se colaba entre los bancos, acudía a éste y prometía a aquél atenderle en seguida. Toc, toc, toc. «Carmiña, vino tinto para dos y unas sardinas.» En un rincón, tripulantes del Sarmiento I discutían con tripulantes del Sarmiento II la oportunidad de cierto viraje ordenado con el copo en la mar.

—Té digo que fue como ahuyentar el banco. Si no, a la vista está lo pescado.

—Ya están ahí —dijo uno desde la puerta.

El
Cubano
alzó los brazos y todo el mundo quedó en silencio. Por la cristalera abierta llegaban rumores de la calle, el llanto de un niño, el aire oloroso a yodo y sal. Aldán entró el primero y quedó junto al quicio hasta que apareció don Lino. Carlos Deza, detrás, no se dio muchas prisas en entrar. Don Lino se había detenido, se había quitado el sombrero, lo había levantado por encima de la cabeza, lo había agitado antes de saludar:

—Salud, ciudadanos; salud y República.

Los pescadores, de pie, le miraban con curiosidad, con desconfianza, con ironía. El
Cubano
le saludó en nombre de todos y le pidió que les hiciese el favor de sentarse entre ellos. Le fue presentada la Directiva del Sindicato y ocupó en la mesa el lugar de honor.

—¿Tinto o blanco?

—Gaseosa, nada más que gaseosa. El vino, con las comidas y en poca cantidad, salvo un día extraordinario. Pero, amigos, los días extraordinarios de un hombre modesto se cuentan por los dedos de la mano y sobran dedos.

Juan aceptó un puesto a su derecha; Carlos prefirió un extremo, el más cercano a la pared, el peor iluminado.

—Señor diputado, aunque no sea más que por acompañarnos, debía de tomar un tinto. Está entre marineros.

Don Lino se incorporó ligeramente.

—¡Marineros, dice usted bien! Una clase excepcional de ciudadanos, dotada de todos los derechos y capaz de todos los deberes, teóricamente al menos, y constitucionalmente, desde luego; pero por encima de otras clases y de otros grupos sociales y políticos, una clase a un tiempo heroica y sacrificada. Me congratulo, marineros, de encontrarme ante vosotros mano a mano, cara a cara, y para celebrar este encuentro renuncio a la higiénica gaseosa y alzo mi copa por la común prosperidad. ¡A la salud de todos!

Ingirió medio vaso de tinto y se sentó. Aldán había dejado el suyo en la mesa y permanecía en pie. Levantó una mano y acalló los murmullos. Su perfil aquilino quedaba justo bajo la lámpara, cuya sombra oscilante le borraba la nariz; en compensación, los reflejos encendían de fuego sus cabellos.

—Camaradas…

Apoyó las ruanos en la mesa y se echó un poco hacia delante. Toda su cara quedó en sombra, pero sus pupilas resplandecían. Miró con atención el mantel floreado antes de dirigirse al auditorio.

—Camaradas, la presencia de nuestro diputado en este lugar donde tanto hemos hablado, donde tanto hemos esperado, puede ser en principio una fiesta, porque es para nosotros motivo de alegría que nuestro representante en las Cortes se acerque a los más humildes, a los más sacrificados de sus electores. Pero es al mismo tiempo una ocasión dramática, porque nuestro diputado viene a nosotros para crear una nueva esperanza donde las nuestras habían naufragado. Él ha tomado a su cargo la salvación de una empresa de cuya prosperidad dependen las vidas de todos vosotros y las de vuestros hijos. Los que aquí estamos, y perdonarme si me incluyo, nos hemos esforzado en sacarla adelante porque era nuestra obra y porque era una obra buena. No se puede acusar a nadie de haber regateado su colaboración, ni a ninguno de vuestros directivos de falta de honradez. Pero ésta es la triste realidad: no hemos tenido éxito. Vuestros ingresos no han mejorado, y la empresa está en situación económica difícil, y, como último recurso, recurrimos al auxilio del Estado. Pero el Estado, ¿quién es? ¿Lo conocemos? Entre el Estado y nosotros, he ahí a nuestro valedor.

Señaló a don Lino con la mano extendida y se sentó. No hubo aplausos. El dedo de Juan apuntaba todavía a la panza del diputado. Cuando éste se levantó —entonces sí que hubo aplausos—, el dedo señalaba la bragueta.

—¡Háganme el favor, ciudadanos! ¡Todavía no, todavía no!

Pretendía interrumpir la ovación con las manos extendidas, y después que los marineros dejaron de aplaudir, las manos suplicaban que se callasen los ecos.

—¡Todavía no, todavía no!

Los marineros que no cabían en la taberna se habían quedado fuera. Se agolpaban en la ventana abierta, metían las cabezas en el tufo de los cigarrillos y empezaban a protestar.

—¡No se oye bien!

El
Cubano
franqueó la puerta de cristales y la otra ventana. Las vacantes fueron rápidamente cubiertas por cabezas rapadas, por caras curtidas, por ojos anhelantes.

—Una República, queridos ciudadanos, ejem, ejem, es una forma de gobierno en que los privilegios se han repartido tan equitativamente que se puede afirmar que no existen privilegiados. Pero en una República representativa como es la nuestra, un corto número de ciudadanos, los diputados, tienen el privilegio de representar a los demás. Pero ¿podemos decir que esto constituya un privilegio? Porque si bien se mira, si bien se analiza, el privilegio de la representación es más bien una carga; ya que la representación impone un deber inexorable, un deber duro, el deber de la verdad proclamada ante el país, al que los diputados no podemos sustraernos. Tenemos el privilegio de representar la voluntad del pueblo, tenemos el deber de que esa voluntad sea atendida y escuchada. Y de que se cumpla. Esto sobre todo, caiga quien caiga. Que se cumpla también inexorablemente. La voluntad del pueblo es fuente de toda ley, de toda autoridad, de todo gobierno. Y el que se oponga a ella debe ser expulsado del cuerpo social, quiero decir de la República.

Hizo una pausa. Su mano diestra atusó los bigotes, mientras la siniestra se aproximaba al depósito inferior de la lámpara de carburo.

—¿Qué es, pues, dentro de la República, la voluntad del Uno? ¿Qué aria canta en el concierto de unanimidades políticas esta voz discordante que pretende imponerse a las demás, sonar por encima de ellas, acallarlas y arrastrarlas? ¿Cómo debemos conceptuar en una sociedad rectamente gobernada la voluntad singular que aspira a sustituir al imperio colectivo? No yo, sino los tratadistas más eximios de derecho político, los filósofos más ilustres que han ocupado su pensamiento en el estudio de la Cosa pública, lo han dictaminado: enfermedad. La voluntad individual que se opone a la colectiva es una enfermedad política, un ántrax nacido en el cuerpo de la sociedad, una acumulación de materias infecciosas que causan fiebre, que trastornan la vida normal del cuerpo, y cuya extirpación prescribe la más usual terapéutica: rajar, limpiar, devolver la salud al miembro dolorido.

La mano había descendido y, a media altura, trazaba en el aire figuras circulares, como espirales, rematadas cada una de ellas, singularmente la última, en enérgicas rectas, en estocadas a fondo clavadas en el pecho impalpable del aire. Miró caer al enemigo traspasado y recogió las manos. La voz al mismo tiempo se hizo más suave.

—Podríamos creer que el más grave peligro de la República estriba en la pululación de voluntades individuales contra la voluntad general; en los deseos de quienes se proponen medrar a nuestra cuenta; en los trapaceros, en los francotiradores, incluso en los que pretenden realizar en su persona la sublime frase del gran repúblico francés: «Las águilas van solas; los carneros van en rebaños». Pero no. Existe un peligro todavía mayor, un peligro incomparablemente más temible, un peligro que es al de los individualistas lo que el cáncer al ántrax en el cuerpo humano. El verdadero cáncer de las sociedades. Me refiero, como todos habréis comprendido, al tirano. ¿Y qué es un tirano, señores? ¿Qué es un tirano?

Acompañó la pregunta de un engarabitamiento de dedos, de una extensión y contracción de brazos, de una distensión final, con los puños cerrados, que de pronto se abrieron y mostraron al auditorio silencioso las palmas limpias de las manos.

—No os lo voy a explicar, porque lo sabéis. Incluso mejor que yo. Porque yo he visto al tirano, lo he conocido, he llegado a entenderlo; pero vosotros habéis experimentado su tiranía, la habéis sufrido en vuestra carne, os oprime, estorba el libre ejercicio de vuestra voluntad. Y no me refiero a tiranías de antaño, afortunadamente enterradas, sino a la actual; no al pasado, sino al presente; no a los muertos, sino a los vivos; no al ayer, sino al hoy mismo. Porque respondedme: ;fue deseo vuestro que las calles de esta villa ilustre, que las miradas de los tranquilos transeúntes, fuesen ofendidas por el desfile de mascaradas anacrónicas, restos ridículos de un pasado remoto que contra toda razón y todo derecho (ya os dije antes que la fuente del derecho es la voluntad del pueblo) algunos pretenden perpetuar? ¿No fueron las repetidas precauciones, el lujo de fuerzas represivas, las armas disimuladas, otros tantos bofetones a vuestra dignidad de hombres libres y conscientes? ¡Se tomó al orden público como pretexto! Pero ¿qué debe ser el orden público sino la expresión de un orden más profundo, del orden de9 la justicia? ¿Y puede existir justicia cuando se coacciona la libertad de cada uno y de todos reunidos? ¡Durante una semana, día tras día, se nos ha insultado y no se nos ha permitido responder a los insultos! Una pesada losa de tiranía nos aplastó. Se han mofado de nosotros, nos han escarnecido, y ya no falta más que inferirnos la última de las ofensas: que los esbirros del poderoso nos arrojen a la mar y sepulten en ella nuestros cuerpos.

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