Los gozos y las sombras (156 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Se sentó. Se oían dentro ruidos de alguien que ajetreaba, y por la rendija de una puerta llegaron aromas de cocina. Carlos golpeó las maderas del mostrador suavemente. Clara respondió desde dentro:

—¡Va!

Tardó en venir unos minutos.

—Me daba el corazón que eras tú.

—¿Por qué?

—Quizá por la manera de llamar.

Carlos se levantó.

—Pasábamos Juan y yo y se me ocurrió venir.

—Gracias.

—Ya he visto el cartel. ¿Va de veras?

—Tan de veras. Tengo ya dos compradores. Dos raposos que me quieren engañar. ¿Tú crees que hay derecho? Como si se hubieran puesto de acuerdo: treinta mil pesetas, pero a plazos. Y es lo que yo me digo: ¿para qué quiero el dinero a plazos? Lo que yo necesito son pesetas contantes y sonantes para disponer mi vida.

—¿Y no será para estropearla?

—Quizá.

Carlos miró la hora.

—¿Por qué no cierras la tienda y damos una vuelta? Me gustaría hablar contigo… de eso.

—Tengo la comida al fuego y mi madre está despierta. Si no acudo de vez en cuando se pondrá a chillar. Está estos días insufrible.

—De todas maneras cierra.

—¿Temes que venga alguien?

—No, pero no me gusta ser visto y escuchado. ¿Sabes que tu última conversación con Cayetano es del dominio público?

—No me importa.

Clara pasó el mostrador y cerró la puerta.

—¿Así?

—Estoy más tranquilo.

Clara cerró también las maderas de la ventana.

—Entra aquí y siéntate. Espera, que traeré algo donde eches las colillas. No me llenes el suelo de ceniza…

Trajo un platillo y lo dejó en el borde de una mesa cargada de mercancías. Carlos se sentó. Mientras preparaba un cigarrillo no dijo palabra. Clara había cogido la labor y cosía, con la cabeza inclinada y en sombra.

—¿Tienes algo determinado?

—Irme a Buenos Aires. Ya te lo dije.

—¿Por qué tan lejos?

—Porque no hay más lejos a donde pueda ir.

—¿Y allí?

—Lo que salga. Si vendo la tienda, como pretendo, pueden quedarme unas veinte mil pesetas, pagada la pensión de mamá en un asilo y descontados los gastos de viaje. Veinte mil pesetas dan para aguantar una racha de mala suerte.

—¿Y si la racha sigue?

—Entonces, dejarse llevar por ella. ¿Qué más da? Irse tan lejos es como morir, y lo que le suceda a un muerto ni a él mismo le importa.

Carlos adelantó la silla y cogió a Clara por el mentón. Clara alzó la cabeza y aguantó la mirada. inquisitiva de Carlos.

—Dime, Clara, ¿a ti te atrae el mal?

—Supongo que como a todo el mundo. Tiene sus compensaciones.

—Pero ¿te atrae de una manera particular? ¿Te atrae como única opción cuando el bien falta? ¿No piensas que exista un término medio, ese en que se mantiene todo el mundo?

—No lo he pensado.

—Pero lo sientes.

—Es posible.

Soltó la barbilla. Clara recogió la costura y cruzó los brazos.

—Porque —continuó Carlos— al menos una vez has podido tú más que el mal. Recuérdalo. Entonces era la miseria.

—Bien. ¿Y qué?

—Puedes seguir venciendo.

—¿Para qué?

Carlos se echó a reír.

—Parece como si se hubieran invertido los papeles. Hace algún tiempo tuvimos esta misma conversación, sólo que al revés. Entonces era yo el que preguntaba: ¿Para qué?

—Y ahora, ¿has cambiado de opinión?

—No. Ni por lo que a mí se refiere, ni por lo que respecta a ti. Tú tenías entonces respuesta a los para qués.

—Ahora no la veo clara. ¿Qué quieres que te diga? Entonces, esperaba; ahora, ya no. Entonces, aún luchaba contra mí; ahora, estoy vencida. Y, créeme, no es mala cosa abandonarse. Es un modo de vivir en paz como otro cualquiera: todo consiste en que lo aceptes de antemano. Y también en el abandono nace una esperanza. En eso que tú llamas el mal tiene que haber también alguna manera de ser feliz; quizá sólo en el mal se encuentre la felicidad. Yo buscaba otra cosa, bien lo sabes, que me parecía mejor, e incluso me irritaba la felicidad como una engañifa; es posible que, en el fondo, siga creyéndola mentira, pero, al menos, es agradable.

Se levantó, fue hacia el mostrador y se reclinó en él.

—Tienes que pensar que, el día que me embarque, habrán muerto, o habré matado, todos mis buenos deseos. Se me figura que ese día embarcará conmigo todo lo malo que hay en mí, y nada más. Entonces seré otra mujer y tendré ideas distintas. Lo que ahora me da dolor o me causa vergüenza, lo aceptaré como natural. También me atreveré a hacer lo que aquí me es imposible. Incluso daño, si se tercia.

Hablaba con tranquilidad, con calma. Movía las manos pausadamente, y su voz salía limpia, sin un temblor. Carlos inclinó la cabeza unos instantes, miró la ceniza del cigarrillo, la sacudió sobre el plato que Clara le había traído.

—O César, o nada —dijo.

—No te entiendo.

—Hay un demonio en los extremos que parece creado exclusivamente para nosotros. Lo conozco muy bien, y hasta somos amigos desde hace tiempo. Pero no tengo buena opinión de él. Creí que el que a ti te rondaba era otra clase de demonio, mucho más llevadero, y que un día te librarías de él sin esfuerzo: un día, claro está, en que milagrosamente dejases de estar rodeada de estúpidos. Al otro, al mío, que quizá es también el de Juan, y el de tu hermana, y el que persigue al padre Eugenio, lo tenía bien entretenido con mi tira y afloja, con mis largos diálogos, en los que creí enredarle, con los que creí retenerle. Tuve la vanidad de pensar que, mientras no me venciera del todo, me consideraría víctima exclusiva.

Clara sonrió dulcemente.

—Carlos, todo eso son palabras.

—Sí. Palabras que ocultan una verdad.

—A mí no me resuelven nada.

—Ni a mí tampoco. Pero al decirlas y al saber que la verdad se enmascara en ellas me dan ganas de desenmascararlas y averiguar la verdad.

—Hazlo.

Carlos alzó la mirada lentamente. Trazó con los dedos de la mano un garabato en el aire, un garabato a medias, porque la mano se detuvo.

—No puedo —remató el garabato—. No puedo todavía. No basta la inteligencia. Hace falta coraje. Pero ¿quién duda que algún día seré capaz de hacerlo? Y ese día…

—No lo harás nunca.

—Es fatal que lo haga, Clara. Estoy metido en mí mismo como un huevo en su cáscara; pero algún día la romperé.

—¿Cuando ya estés podrido?

Carlos bajó la cabeza.

—Es un proceso interior en el que estoy envuelto y que yo mismo no sé en qué consiste; pero esas cosas terminan…

Clara se acercó a él y le puso las manos en los hombros. Carlos se estremeció y buscó los ojos de Clara.

—Las cosas entre hombres y mujeres —dijo ella— suelen ser más sencillas. Dos que se gustan, que se juntan y, quizá, que se casan. No piden más, y por eso encuentran lo que apetecen. Pero lo mío nunca fue tan fácil. Yo pido que me salven. Tengo la impresión de llevar tiempo colgada de una maroma, y la mar debajo. Entonces tú apareces y me explicas por qué no puedes echarme una mano; y llega luego Cayetano y me propone que nos dejemos caer juntos a la mar. Pero ninguno de los dos advierte que se me cansan los brazos, que se me desgarran. A ninguno se le ocurre que pueda ser un placer abrir las manos y dejarse ir. ¿Por qué me sucede esto? Soy un pingajo que necesita ser lavado, remendado y planchado. Algo que ni tú ni él os sentís dispuestos a hacer.

—¿Por qué tienes de ti esa idea falsa, Clara?

—Y tú, ¿por qué te empeñas en que es falsa?

—Tengo un cierto saber que me permite darte seguridades.

—Lo que a mí me sucede lo sé mejor que nadie. Si fuera sólo lo que tú piensas, lo hubiera arreglado hace tiempo acostándome con cualquiera. Pero no es eso sólo, ni siquiera es eso en primer lugar. Hay otras cosas, que no sé si son nuevas o sólo recién descubiertas.

Soltó los hombros de Carlos y se cruzó de brazos. Miraba de frente, y Carlos no pudo esquivar aquella mirada.

—He vuelto a mi vicio, ya lo sabes. Pero de una manera distinta. Ahora lo que mayor placer me causa, y al mismo tiempo lo que me da más terror, es saber que no necesito de nadie. Lo siento como un verdadero triunfo, y al mismo tiempo me da un miedo inmenso, porque, por otra parte, sé que estoy necesitada de los demás, de alguien… —se detuvo, y añadió débilmente—: de ti. Pero si me marcho, como pienso, como deseo, habré renunciado a todos y quedaré sola.

Carlos movió la cabeza.

—Sola, nunca, Clara. Con el diablo y dentro de un huevo, como yo dentro del mío.

Le dolía la espalda, apoyada contra la pared, y las piernas se le habían enfriado, pero seguía aferrado al sueño, y sólo despertó cuando el reloj de la torre dio las once. Intentó contar las campanadas, perdió la cuenta, se sobresaltó, miró la hora en su reloj: sólo pasaba un minuto, y respiró tranquilo. Era el momento elegido. Estiró las piernas y los brazos, se levantó, golpeó los pies contra las losas y se frotó las manos ateridas. A tientas, buscó el paquete escondido entre los dos enterramientos, hurgó en él, sacó una botella y echó un trago.

—¡Aaaaj! ¡La puñetera gasolina!

Escupió, rascó la garganta, volvió a escupir. Sabía a demonios aquello. Se enjuagó la boca con aguardiente y, cuando el sabor a gasolina y su hedor hubieron desaparecido, bebió: un ardor grato descendió por el esófago, un calor como un fuego que le sacudió el cuerpo y le dejó erguido y potente en mitad de las tinieblas. Sentía como si toda la fuerza del mundo le hubiese entrado por las venas, como si el coraje de los grandes paladines le hubiera sido transmitido. Se golpeó el pecho con las manos y gritó: «¡Que me echen republicanos…!». Su voz tropezaba en las paredes, los ecos se cruzaban y mezclaban. Comió un bocadillo; después, el otro. «¡Lástima no haber traído también un pollo!» Rehizo el paquete con los restos y lo dejó en el rincón. Un largo eructo le salió del estómago: requirió el aguardiente y bebió otra vez, trago tras trago, hasta vaciarla. «¡Ahora, a trabajar, Baldomero!» Pero sudaba y le pesaba el abrigo: tuvo que quitárselo y dejarlo junto al paquete y la botella vacía. «¡Qué bien me vendría ahora un pitillo!» Sacó la cajetilla del bolsillo, pero la guardó. «¡Estoy en lugar sagrado!» Las fauces resecas reclamaban, sin embargo, el humo, y se puso a pensar dónde podría echar un cigarrillo sin mengua del respeto debido a la Iglesia del Señor. La sacristía estaría cerrada… ¡La escalerilla del campanario!… Allí fumaban los sacristanes. Encendió la linterna, subió al coro, entró en la escalera de la torre: le espantó el vuelo súbito de aves nocturnas, le hizo retroceder y entrar de nuevo con precauciones. Llevaba ya el cigarrillo en la boca: lo encendió, se sentó en un escalón. El aguardiente le recorría el cuerpo, oleadas de fuego subían a la cabeza.

A ver cómo te gobiernas en medio de la curda, Baldomero. Un error sería tu perdición.

Fumó hasta que la colilla se le escapó de los dedos. La pisoteó y descendió a tientas. Recogió el abrigo y el paquete, comprobó que la botella de la gasolina estaba en un bolsillo y avanzó por el pasillo central. Se guiaba por la lámpara rojiza del Santísimo. Al llegar a su altura se arrodilló y rezó una jaculatoria:

—¡Señor mío, y Dios mío!

Le costó trabajo levantarse. Empezaban a flaquearle las piernas y a dolerle las rodillas.

—Tenía que haber traído también un poco de agua.

Encendió otra vez la linterna y lanzó su luz contra las bóvedas, contra las naves oscurecidas; finalmente, contra las cortinas del presbiterio. Dejó en el suelo su impedimenta, y la luz buscó la pared lateral donde el Santo Cristo Crucificado se ocultaba tras un rombo de tela morada. Se dirigió hacia Él, dejó la linterna en el suelo y se arrodilló. Abrió los brazos.

—Señor, Tú que conoces la verdad de los corazones, sabes que en el mío no existe ánimo de ofensa, sino de justicia. Perdóname, por los Santos Dolores de tu Pasión. Te lo pido humildemente, con la cara hundida en el polvo y el corazón puesto a tus pies.

Hablaba en voz medianamente alta y firme. Se dejó caer hacia delante, besó las piedras frías y quedó inmóvil. Después recogió los brazos y se apoyó en ellos para levantarse. Lo consiguió difícilmente, porque se le doblaban las muñecas.

—¡Carajo! Debí de beber demasiado.

Vaciló, dio un traspiés y fue a parar a una columna, en la que halló amparo. Había dejado la. linterna en el suelo y tuvo que inclinarse a recogerla. Volvió a caer y no pudo levantarse. Se arrastró hasta el banco más próximo, se agarró fuertemente.

—Un poco de agua me vendría de perilla.

Hizo un esfuerzo y se puso en pie.

—¡Cualquiera llega hasta la sacristía…!

Empezó a reunir reclinatorios y a llevarlos hasta el presbiterio. Tropezaba, caía, volvía a levantarse. Si metía ruido se quedaba quieto hasta que el ruido se extinguía. Consiguió transportar cerca de treinta: le corría el sudor por las mejillas y jadeaba.

—Soy un bestia. Tenía que haber dejado aguardiente para ahora…

Los reclinatorios estaban allí, delante del altar. Uno a uno los colocó detrás de la cortina, los amontonó como pudo. Tuvo que descansar, tuvo que sentarse en el banco del privilegio. Sus manos recorrían el asiento.

—Si no pesara tanto también lo quemaría.

La luz de la linterna empalidecía. Le entró miedo de que la pila se agotase, de quedar a oscuras. Se levantó de un salto, se acercó a la puerta lateral de la iglesia y, con cuidado, descorrió los cerrojos. La puerta se entreabrió, y por la rendija entró un aire frío. Don Baldomero apoyó la frente y recibió el fresco en el rostro.

—Esto quiere decir que Dios está conforme conmigo y no me desampara.

Volvió al presbiterio, limpio de sillas. Se arrodilló ante el altar, inclinó el torso. Se santiguó.

—Pater noster, qui es in coelis…

Terminó el rezo, se inclinó hasta tocar el suelo con la frente, cayó de bruces en la alfombra. Cuando pudo levantarse, se acercó a la mesa del altar y retiró el Crucifijo velado. Vaciló, con él en las manos; miró a diestro y siniestro, y se decidió por el altar del Evangelio. Allí quedó el Crucifijo. Al regresar al presbiterio recogió el paquete y el abrigo y los dejó junto a la puerta entreabierta. La linterna oscilaba.

—Sea ya lo que Dios quiera…

Vertió un poco de gasolina en un extremo del cortinaje y el resto lo derramó por el suelo y encima de las sillas amontonadas. Metió la mano en un bolsillo, en el otro, en los del pantalón… Sintió frío y espanto. «¡Si yo he fumado…!» Tuvo que correr, a oscuras, hasta la capilla de los Churruchaos; allí, con los restos vacilantes de la pila eléctrica, buscar las cerillas olvidadas. Las encontró, las apretó. Otra vez, a tientas, hasta el presbiterio; tanteando, halló la tela empapada. Encendió una cerilla, la aplicó, saltó la llama.

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