Los gozos y las sombras (164 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Clara alzó la cabeza y preguntó con dulzura:

—¿Por qué me engañas? Sabes perfectamente que Juan no me quiere, y que ayer no peleó por vengarme, sino por quedar bien, por su honor de hombre. Se lo agradezco igual, y lo siento, pero no me hago ilusiones.

—Estás equivocada, Clara. Juan…

Clara le interrumpió:

—No sigas. Di de Juan lo que quieras, pero sin meterme a mí.

Lo mío es mío sólo.

Hablaba con voz intranquila, miraba con turbación. A pesar del cíngulo improvisado, se le abría el abrigo y se le veía la carne por el escote del pijama. Lo cerró con mano torpe.

—Es tan mío, que siento como si, al pelearos, me lo quisierais robar. Pero es igual. Hubierais matado a Cayetano y me sentiría lo mismo. Ni Cayetano ni nadie importa. Lo que está hecho, está hecho sin remedio.

—Queda alguno, Clara. Por lo pronto, obligar a Cayetano a que se case contigo.

Ella sonrió forzadamente. Jugaba con el cuchillo, lo había introducido en una ranura de la mesa, lo empujaba, lo soltaba, lo dejaba vibrar.

—¿Para qué?

—Puedes tener un hijo.

—¿Y qué? —agarró el cuchillo con violencia excesiva, como si fuera un puñal—. ¿Piensas que me importa que nazca sin padre? No lo sería Cayetano, aunque me casara con él. Y tampoco sé si llegaré a sentirme madre suya. Yo no lo hice. Puede que nazca dentro de mí y a costa mía, pero me preocupan más otras cosas que también pueden nacer o que quizá ya estén naciendo. Las siento aquí.

Se echó hacia atrás en el sofá y llevó la mano al corazón. Quedaba su cabeza debajo del retrato de doña Mariana. Carlos las miró alternativamente y tembló al advertir un común gesto, una común mirada.

—Hoy me desperté al amanecer. Me dolía el labio, daba vueltas en la cama, medio despierta, y sentía sed. Me levanté, fui a la cocina a beber, entré después en el cuarto de Juan y estuve un rato a su lado, sin que él lo supiera. Intentaba sentir compasión, algo común, aunque sólo fuera gratitud. Pensaba que debía sentirla, pero no la sentía. Me parecía un extraño, un desconocido.

Había adelantado el cuerpo y movía las manos de una manera desacostumbrada en ella, sin compás, sin que el gesto corroborase las palabras. El escote había vuelto a abrírsele. Carlos la escuchaba con inquietud: las manos de Clara le parecían ahora de otra persona.

—Entonces decidí venir junto a ti. Te hubiera contado mejor que ahora lo que me sucedía, pero llegué hasta esa puerta y no me atreví a entrar.

Enderezó el cuerpo, miró a Carlos francamente; las manos palmoteaban los muslos.

—¿Sabes qué me pasó anoche? Cuando recobré el sentido me pareció que este cuerpo no era el mío, que también me lo habían robado. Y esta madrugada, al despertarme, me sucedió igual. No me atrevía a tocarme. Por eso antes no quise que me vieras la carne. Si el cuerpo fuera el mío, no me hubiese importado.

Empezó a morder una corteza de pan. Carlos, sin dejar de espiar su rostro, encendió un pitillo. Ella parecía sosegarse. Sonrió.

—Comprendo que todo esto son tonterías. Mi cuerpo es el mío, claro, lo reconozco, aunque algo haya cambiado en él. Pero… —cerró los ojos y apretó las manos—. Quizá me hayan hecho un hijo, pero han sembrado también cosas malas. No sé cuáles. Estoy confusa, ¿comprendes?, y yo misma me causo extrañeza. No siento disgusto ni irritación, sino calma, y la calma me da miedo. ¿Qué es lo que va a crecer en mí ahora? Carlos, tú entiendes de eso. Dímelo.

—No entiendo de nada. No soy capaz de adivinar lo que te pasa. Me he equivocado siempre, y ahora sería terrible hacerlo una vez más.

Se levantó y se sentó al lado de Clara.

—Soy un bestia. Perdóname.

Ella continuó:

—Esta madrugada, después de haber llegado aquí, volvía acostarme, pero no podía dormir. Me dolía el labio y me andaba por el corazón un deseo extraño. Sentía necesidad de buscar a Cayetano, de entregarle este cuerpo y que me devolviera el mío. Esto es otra tontería, ¿verdad?

—Quizá no.

—Y también pensaba que después sería capaz de matarlo, y que si no lo mataba, ya no podría vivir, porque se había apoderado de mí.

Se levantó asustada. Carlos la retuvo.

—Eso me da más miedo que nada. Más que tener un hijo. Porque yo he perdonado siempre a todos, menos a los que matan. Nunca hallé bastante justificación para una muerte, pero ahora comprendo que haya quien pueda matar.

Volvió a sentarse, recogió las manos. Le temblaban los hombros y los brazos, y parecían habérsele achicado los ojos, habérsele ensombrecido. La voz se le hizo ronca, entrecortada. Carlos le echó un brazo; ella se lo apartó.

—Quizá lo que me está naciendo dentro sea un bicho malo, peor que el que tenía. Porque aquello de antes era asunto mío, no hacía daño a nadie…

Se volvió bruscamente a Carlos, le cogió las manos.

—Aún te quiero, Carlos, pero llegaré a no quererte. Y entonces, nada me importará nada —se le ahiló la voz, le tembló—. ¡Y tú no puedes ayudarme!

Carlos gritó:

—¡Puedo casarme contigo! ¡Mañana mismo!

—¡No, Carlos, ahora no! ¡Ahora menos que nunca! ¡Podrías ser padre de un hijo, si lo tengo, pero nunca de toda esta maldad que siento dentro! ¡Esto es mío solo, ya te lo dije! ¡No puedo compartirlo con nadie, ni aun contigo! ¡Es como el placer que me daba mi vicio!

Soltó a Carlos y se llevó las manos a la cara, se levantó de un salto.

—¡Estoy endemoniada!

Carlos vio otra vez el terror en sus ojos. Le sujetó los brazos, la obligó a sentarse.

—¡Quieta! ¡No digas disparates!

Le agarró las manos con una de las suyas y con la otra cogió la botella de coñac. Clara se debatía, intentaba soltarse.

—Déjame.

Le acercó la botella a la boca. Clara gimió y bebió un trago.

—Escúchame. Si no soy capaz de remediarte, no merezco que los hombres honrados me miren a la cara.

Clara apartó la botella de la boca.

—No podrás hacer nada. ¡Si yo lograse sentir contigo lo que sentía sola…! Pero ya no te deseo… Esta madrugada, cuando vine a buscarte, quería que fueses tú quien me devolviese mi cuerpo. ¡Te había deseado tanto! Pero me horrorizó la idea. Sentía repulsión, como si fuera a entregarte un cuerpo ajeno. Escapé. ¡No tengo cuerpo para quererte, Carlos! ¡Este cuerpo no es mío! ¡Nada me queda mío más que la maldad!

Había hablado entre sollozos. Le dio un hipo violento, profundo, se echó de bruces en el sofá. Carlos la agarró por las muñecas.

—¡Clara, Clara!

Abrió la puerta. Allá lejos, en medio del pasillo, se había plantado el
Relojero
con el bastón bien asido con las manos. Lo llamó.

—Trae las pastillas de anoche y un vaso de agua. Corriendo.

—¿Sucede algo?

Volvió al lado de Clara. La congoja le sacudía el cuerpo, la levantaba sobre el pecho. La cogió en brazos y salió al pasillo. Paquito llegaba con el agua y las pastillas.

—Ven conmigo.

La echó encima de la cama, le hizo tomar los comprimidos y beber el agua.

—Cierra las ventanas y vete. No hagas ruido.

El
Relojero
dejó la habitación en penumbra y salió en puntillas. Clara gemía y se contorsionaba. Carlos se sentó en el borde de la cama y le sujetó los brazos. Poco a poco se calmó la angustia. Dejó de llorar y de retorcerse, empezó a respirar normalmente. Después se quedó dormida.

Le tomó el pulso y le escuchó el corazón. Volvió a hacerlo unos minutos más tarde.

Le quitó el abrigo y la tapó. Salió al pasillo. Paquito esperaba en el arranque de la escalera.

—Acércate. Deja la puerta abierta y no te muevas de aquí. Si la oyes, ven a avisarme.

—¿Quién tiene la culpa de todo esto, don Carlos?

—Yo.

Paquito sonrió y meneó la cabeza.

—Usted sabe que no, don Carlos. El que quiere mandar más que Dios, ése tiene la culpa.

Juan se había sentado en la cama. Le dolía la pierna. Tenía un ojo tapado por la hinchazón, la nariz deformada y esparadrapos en todas partes. No podía mover un brazo y había hecho cabestrillo del escote de la camiseta. Con la otra mano fumaba.

—¿Qué le pasa a Clara?

—Aguantó mecha con demasiada serenidad, y ahora se le soltaron los nervios y acabó desmoronándose. Lo natural.

Arrastró una silla y se sentó cerca de la cama.

—A ver. Saca esa pierna.

—Debo tenerla rota.

Estaba hinchada y oscura. Carlos palpó la hinchazón, y Juan dio un grito. Se le cayó el cigarrillo, y Carlos se agachó a recogerlo.

—No sé. Habrá que esperar a don Baldomero. Quizá él entienda de eso más que yo.

—Me duele. Me duele todo el cuerpo.

Dejó el pitillo en la mesa de noche y con la mano libre agarró a Carlos.

—Estamos hundidos. Nunca podremos ser ya nada en Pueblanueva.

Carlos le miró con dureza.

—¿Y qué?

—En esas condiciones todo me da igual.

—Yo no pienso en nosotros, Juan. No quiero hacerlo, no puedo hacerlo, porque tendría que reconocerme culpable, y eso quizá no me resultase cómodo y sobre todo me obligaría a hacer algo que no deseo.

—Desconozco tus relaciones con mi hermana; pero en lo que a ella se refiere no me siento sin culpa. En cuanto a Cayetano…, ¡en fin! Es el culpable universal. A este respecto, tiene razón el loco.

—Estoy dispuesto a atribuirle menos culpa que a nosotros.

—¿Por qué le pegaste entonces?

—Ese es otro cantar.

Juan hizo una mueca de dolor y cambió de postura.

—No entiendo.

—¡Si yo lograse entenderme! Pero es una cuestión que de momento ha dejado de interesarme. Está el problema de tu hermana.

—¿Qué pretendes? ¿Que coja una pistola y obligue a Cayetano a casarse con ella? No lo haré jamás, porque sería la paz entre nosotros, y yo no la deseo. Mataré a Cayetano, ¿sabes? No sé cuándo ni cómo, pero lo mataré, aunque para hacerlo necesite revolucionar al pueblo. ¡Es una buena idea, ya ves!

—Sobre todo, una idea nueva. ¿Te has fijado en lo poco que cambiaron las cosas desde mi llegada? Entonces esperabas que Clara te sirviera de pretexto para matar a Cayetano. Ahora ya lo tienes, pero tampoco lo matarás.

—¡Qué poco me conoces!

—Quizá. En todo caso, no me importa. Cayetano Salgado ha dejado de existir. Debo decirte que Clara no pretende que le obligues a casarse con ella.

—Lo celebro. Así las cosas quedarán más claras. Cayetano y yo. Si quieres, incluso sin pretexto. Por otra parte…

Había resbalado una almohada. Carlos acudió a arreglársela.

—Por otra parte, no puede parecerme mal que te desligues de nosotros, porque tú, lo que se dice una cuestión personal con Cayetano, no la has tenido nunca. Ni le has odiado, ni él te odió a ti. Llegaste, caíste a nuestro lado a causa de tu amistad con la Vieja: eso fue todo. Pero tanto a ti como a él os hubiera gustado ser amigos. Esto lo sé hace mucho tiempo. Y me parece natural, no creas. En cuanto a Clara, me abstengo de juzgarla. Ese capítulo lo dejo enteramente en tus manos, ya que tanto te interesas por ella.

Carlos buscaba algo en los bolsillos.

—Me gustaría recordar ahora, punto por punto, lo que dijiste en Madrid una de las veces que comimos juntos.

—En Madrid me vi obligado a contar muchas mentiras.

Carlos, por fin, encontró un paquete de tabaco con un solo cigarrillo. Lo ofreció a Juan con un gesto; Juan lo rechazó y señaló su cajetilla.

—Coge de ahí. Casi no tienes.

Carlos, mientras encendía, continuó:

—Fue una vez en que uno y otro nos sentíamos especialmente sinceros.

—Nunca se miente más que en esas ocasiones. Debías de haberte dado cuenta.

—Es que yo aquella tarde no mentía.

Se levantó con el pitillo entre los labios y se acercó a los barrotes de la cama.

—Me desentiendo de todo lo que concierne a Cayetano, porque, a mi juicio, lo verdaderamente grave no es nuestra situación, sino la de tu hermana. Nunca he compartido tu opinión acerca de ella, y en este caso la creo libre de culpa. Por otra parte, no me parece probable que puedas resolverle nada.

Salió. El
Relojero
se había desviado de la puerta de Clara. Carlos pasó a su lado sin hablarle, pero volvió atrás.

—Paco, nos estamos quedando sin cigarrillos. Y yo no puedo bajar al pueblo.

—¿Es que no piensa matar al culpable?

—Esa es otra cuestión, Paco. De momento, los cigarrillos son más necesarios.

—Matar, en este caso, es una obligación.

—Posiblemente, pero no tengo prisa. Quizá a ese respecto te entiendas mejor con Aldán.

—Ese es un voceras.

—Lo siento, pero también lo creo. ¿Qué te parece si cogieras el coche y me trajeras tabaco? Podías, de paso, traer a don Baldomero. Le haríamos un favor, ya ves. Está demasiado gordo para subir sin cansarse.

—Hoy hace una semana que no estuve en el pueblo. Les va a chocar.

—Más les chocará verme a mí, con esta cara y con lo que se habrá contado de lo de anoche.

—Si le ven, pensarán que va a matar a Cayetano.

—Mala cosa, ¿verdad? Porque no me dejarían.

—Eso, según…

—No es cuestión de arriesgarse. Porque a Cayetano hay que matarlo a traición. Mejor aún, sin que se entere nadie.

—Va a ser difícil, pero lo de la traición es una buena idea. Estoy de acuerdo. Hay que engañarlo, ¿sabes? Hacerle creer que se le va a hacer un favor. Si no, se defenderá.

—Claro.

—Y hasta es posible que fuese él el matador. Y no le sucedería nada, por matar en legítima defensa.

—Por eso hay que tener la cosa bien estudiada y no darle tiempo a que sospeche.

Y del tabaco, ¿qué?

—Iré.

Carlos le dio dinero y entró en la habitación de Clara. Dormía, y el pulso era bueno. Se sentó cerca de ella, pero se encontró incómodo. Le dolían los golpes, el labio le daba pinchazos. Tampoco halló sosiego de pie. Tenía, además, sueño. Con mucho cuidado, se acostó atravesado, a los pies de Clara, y se quedó dormido.

La estanquera comentaba con dos comadres la victoria de Cayetano sobre los Churruchaos y se manifestaba especialmente ávida de precisiones, aunque la insistencia de su curiosidad apuntase al hecho controvertido de si el camisón de Clara estaba manchado de sangre o no. En principio, y por principio, la estanquera lo negaba. La comadre llamada Paula había oído el cuento de boca de un testigo, y la sangre figuraba entre los ingredientes más dramáticos del relato: sangre roja, sangre fresca, sangre a chorretones. Mas para la estanquera la mención resultaba demasiado imprecisa, demasiado insuficiente para establecer una verdad creíble, ya que la sangre podía proceder de una hemorragia de nariz o de otra hemorragia más sólita. La comadre llamada Ignacia, toda oídos, asentía y reforzaba con gestos el escepticismo de la estanquera, y entre las dos aniquilaban, previamente analizada y discutida en todas sus partes, la narración de Paula. «Si se dijera de otra, pase. ¡Pero de Clara…! ¡Habían de contar lo que vieron los maíces y las arenas de la playa!» Entró Paquito el
Relojero
a comprar tres cajetillas y tres cajas de cerillas. La estanquera le preguntó: «Para quién son?», y el loco le respondió: «¿Y a usted qué le importa?». Paula entonces acudió al método indirecto. «Me han dicho que los Aldán durmieron esta noche en el pazo del Penedo.» «Yo no llevo la cuenta de los huéspedes.» Ignacia de repente renunció a su mutismo: «¿Cómo se encuentra don Carlos?». «Bien. ¿Y usted?» Lo mandaron con cajas destempladas. «A éste para sacarle una palabra hay que darle aguardiente.»

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