Los gozos y las sombras (166 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

—Esta mañana decías lo contrario.

—Esta mañana estaba deprimido, pero después he pensado en mi situación. Voy recobrando la moral. No lo he perdido todo y algún día ganaré.

Apoyó las nalgas en la mesa de noche y se mantuvo de pie, un poco inclinado, con la pierna rota en el aire.

—Mataré a Cayetano. Recuérdalo por si proyectas resolver la crisis de mi hermana casándola con él. Lo mataré aunque sea mi cuñado, aunque Clara haya parido un hermoso niño, pecoso y narigudo, y aunque me cueste morir, naturalmente. Con eso ya cuento.

Se llevó la mano a la cara, se palpó las heridas, recorrió el brazo inútil, trató de alcanzar la pierna rota…

—Esto no puede quedar así, y el mundo da muchas vueltas, Carlos.

—Una cada veinticuatro horas alrededor de su eje, y aproximadamente cada trescientos sesenta y cinco días otra alrededor del sol. Pero da más vueltas todavía. Ahora dicen también que el sistema solar se mueve lentamente hacia la constelación Libra, y es posible que un sistema inabarcable, del que formamos parte, gire alrededor de otra estrella más distante y, ¿por qué no admitirlo?, de una estrella muerta ya y desaparecida. La Tierra, en ese cortejo inmenso, da vueltas, y vueltas, y vueltas…

Juan se había inclinado hacia adelante, con mirada furiosa y labios apretados. Interrumpió a Carlos de un manotazo en el aire.

—Palabras, Carlos; no sigas. ¿Es ése tu sentido del humor? Palabras huecas que hacen daño. Pretendes burlarte y sólo consigues lastimar. Porque te burlas siempre del que está por debajo, del que tienes en tus manos…, como a mí ahora. Y quizá como tuviste a la pobre Germaine, a la que no sé el daño que habrás hecho.

Miraba desde arriba, y el ojo brillante se movía, terrible. Carlos aguantó la mirada sin parpadear, después se levantó.

—Os pido perdón a ti y a ella.

Echó mano a las maletas. «Llevaré esto al zaguán», y salió. Juan murmuró entre dientes: «¡Cobarde!» Luego, con la ayuda de una silla, se acercó al armario, lo abrió, rebuscó en un rincón y sacó unos billetes, que unió a los que le había dado Carlos. Miró a la puerta, los contó y los guardó en un bolsillo interior. Se oían voces en la escalera; entró Carlos seguido del loco.

—¿Dónde tienes tu abrigo?

—Ahí, en el armario; es una gabardina.

—Te hará falta.

Se la echó por encima de los hombros.

—Tú, por ese lado, Paco. A ver, el brazo sano por encima de mi hombro. No tengas miedo. ¿Y el sombrero?

—También en el armario.

—Luego subiré a buscarlo. ¡Con cuidado, Paco!

Casi en volandas lo bajaron al zaguán. Las maletas estaban en la baca del automóvil, y don Baldomero, con un abrigo anticuado, esperaba. Acomodaron a Juan en los asientos traseros, la pierna rota bien estirada y el tabaco al alcance de la mano. Carlos había subido a buscar el sombrero y se lo dio por la ventanilla.

—Suerte.

—Gracias.

—Ya te despediré de Clara…

Juan cerró los ojos. Don Baldomero sacaba una mano.

—Mañana vendré a verle, don Carlos; porque yo regreso esta noche. A no ser que encuentre por allá a algún viejo amigo. Porque, lo que yo digo, para una vez que sale uno de casa…

—Buen viaje. Y déjeme a Juan bien instalado.

—Descuide. El director del hospital fue condiscípulo mío.

—¿En el Seminario?

—¡Vaya a paseo, don Carlos! ¡Íbamos juntos de putas todos los sábados!

Ronroneó el motor, y el coche dio marcha atrás. Carlos se arrimó a la pared. El
Relojero
, en medio de la plazoleta, daba al chófer vía libre.

—¡Adiós!

El coche se perdió en una vuelta de la vereda. Carlos sacó tabaco y ofreció un pitillo al
Relojero
.

—¿Podemos hablar, don Carlos? Sin testigos quiero decir.

—Estamos solos, Paco: nosotros y una mujer dormida. A no ser que te den miedo los árboles…

—Ya. ¿Podía ser aquí?

—Como quieras.

El
Relojero
sacó un atadijo de mecha amarilla, la encendió, la sopló y se la pasó a Carlos.

—¿Usted piensa matar a Cayetano?

Carlos esperó a devolverle la mecha.

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque si usted no lo mata, lo mataré yo. Ya se lo dije el otro día, pero usted me pidió que esperase. Ahora las cosas cambiaron. Usted tiene más derecho, y yo le cedo el puesto. Porque usted tiene más derecho, eso no hay que ponerlo en cuestión. Pero si usted no lo mata…

—Tú crees que es mi obligación, ¿verdad?

—Ya se lo dije esta mañana.

—No me dijiste eso, sino algo parecido. Pero contéstame, ¿es mi obligación matarlo?

El
Relojero
enrollaba la mecha y la guardaba. Hacía muecas y lanzaba los ojos uno por cada lado.

—Como obligación, y bien mirado, lo es de todo el mundo. Pero usted y yo tenemos motivos personales y más obligación que los demás.

—¿Obligación ineludible?

—¿Qué quiere decir eso?

—Que se debe cumplir caiga quien caiga.

—Eso. Caiga quien caiga.

—Tú, en mi lugar, ¿qué harías?

—Matar.

—Y si no lo mato, ¿qué pensarás de mí?

Las pupilas del
Relojero
se hundieron violentamente en los lagrimales.

—No pensaré nada bien, don Carlos; perdóneme si se lo digo con franqueza, pero entre nosotros nunca fue cuestión de hipocresía. Porque un hombre es hombre cuando cumple sus obligaciones.

—¿Y si yo tuviera otra más importante? ¿Y si ésta me impidiera cumplir la primera?

—Entonces sería cosa de estudiarlo.

—Pero no es así, Paco. No quiero engañarte. No mataré a Cayetano porque no lo considero necesario ni justo, no porque me lo impida otro deber.

—Entonces, ¿no lo tiene por culpable? —le examinó de arriba abajo, con frialdad, con disgusto, como a un desconocido.

—No.

El
Relojero
empezó a reír; pero cortó la risa, se encogió, agitó el brazo armado del bastón y silbó por lo bajo.

—Don Carlos, a usted no le parecerá mal que me mude de casa.

—No, Paco. El trato fue de que eres libre.

—Entonces, con su permiso, voy a arreglar las cosas.

—¿Tan de prisa?

—En seguida, con su permiso.

Hizo ademán de entrar; Carlos se interpuso.

—Espera un momento. Tengo curiosidad por saber cómo matarás a Cayetano.

El loco le miró con desconfianza.

—¿Por qué quiere saberlo?

—Ya te lo dije: por curiosidad.

—No me fío.

Escondió rápidamente el bastón. Carlos se apartó y le dejó pasar.

—Supongo que habrás hallado un procedimiento verdaderamente ingenioso. Porque la única persona del pueblo capaz de matar a Cayetano sin que él pueda evitarlo eres tú.

Desde el medio del zaguán Paquito se volvió. Agarraba el bastón con las dos manos, lo apretaba contra la espalda. A la sonrisa amable de Carlos respondió con un gesto hostil. En sus palabras de respuesta se matizaban la decepción y el desprecio.

—Eso que no le quepa duda. Morirá, como hay Dios, porque yo soy valiente.

Se metió en el chiscón y empezó a remover sus cacharros. Carlos se acercó y contempló el ajetreo a través del cristal polvoriento. El loco no le hacía caso. Había sacado un cajón y guardaba en él sus herramientas. El bastón colgaba de un clavo en la pared, sobre la cama.

—Bueno, Paco. Ya que te vas…

Alargó el brazo y tocó el hombro del
Relojero
. Dejó la mano en el aire, tendida. El loco la miró, miró a Carlos en los ojos y le volvió la espalda sin decir nada. Carlos dejó caer la mano pausadamente, la metió en el bolsillo y subió las escaleras. El loco abajo arrastraba el equipaje: una punta a medio clavar arañaba las losas gastadas. Carlos entró en el salón: no había estado allí desde aquella mañana en que Germaine viniera a verle. Pasó los dedos por el teclado del piano. «¡Ya no habrá quien te afine!» Por la puerta abierta llegaban los últimos ruidos de la mudanza. Abrió la cristalera del balcón y se asomó. Paquito tardó en salir: había atado una cuerda al cajón y con ella al hombro, bien agarrada con las dos manos, lo arrastraba. Sin volver la cabeza, recorrió la vereda inclinado hacia el suelo, casi doblado. Se detuvo un par de veces a descansar, continuó tirando hasta perderse en el verdor oscuro: el cajón había dejado un rastro profundo en el camino. Carlos dio impulso al dedo y arrojó la colilla: la punta encendida trazó un círculo en el aire y se estrelló contra la arena de la plazoleta. Regresó al salón, cerró la cristalera. De los rincones huía la luz, y los muebles perdían sus reflejos. Se arrimó a la pared con los brazos cruzados y la cabeza gacha y estuvo así hasta que el salón quedó en penumbra. Se sentía como la primera vez, solo en la casa inmensa, solo ya para siempre. Todavía cerca de él Clara dormía, y quizá Clara no se fuese. Quizá. Si sabía retenerla. Pero ya se sentía solo, como si también la hubiera perdido.

El reloj del piano dio las seis. Le respondió el reloj de la consola, que tenía carillón. Otros relojes de voz delgada, de voz potente, dieron las seis, alejados o próximos. El último de ellos, el reloj inglés del pasillo, ante el que Paquito había fracasado, porque atrasaba un minuto cada veinticuatro horas. «¡Es el mejor de todos, don Carlos, y ya ve!» Paquito había gastado en los relojes las horas apacibles, las horas blancas de los amaneceres. A veces se rodeaba de todos ellos y armaba una algarabía de campanas que despertaba a Carlos antes de salir el sol. «¡Da gloria oírlos, don Carlos, todos juntos!»

Ahora Paquito se había marchado con el corazón colmado de desprecio. ¡Con qué asco había mirado la mano extendida! ¡Y con qué dolor! ¿Llegaría también Clara a despreciarle así, a despreciarle porque no se atrevía a matar, porque no aceptaba la necesidad de hacerlo? «¡Y, sin embargo, es mi primer acto justo, es la primera vez que me siento de acuerdo con mi corazón, y lo apruebo!»

Estaba rodeado de sombra. Fuera, a través de los vidrios sucios de la cristalera, se adivinaban las siluetas de los árboles contra el cielo malva. Corrió al dormitorio de Clara, se acercó a la cama, escuchó la respiración. Clara se movió, sacó un brazo y dio una ` vuelta. Carlos encendió las velas y dejó una de ellas en la mesilla de noche, otra en la consola, bajo el espejo oscuro, al lado del reloj que también había sonado. Se sentó en la esquina de la cama, recostado contra la columna del dosel, y esperó. El cabello de Clara se arremolinaba junto a su cuello, encima de la almohada: parecía de bronce oscuro. Hundió en él los dedos, y Clara volvió a moverse. Su brazo levantado dejaba al descubierto la rotura del pijama, una rotura ancha y larga, por la que se veía en el arranque del hombro la huella de un golpe o de un mordisco. Bajo la colcha se marcaba el bulto armonioso del cuerpo, las rodillas dobladas, la pierna larga.

Cuando Clara despertase o un poco después se decidiría la partida en su favor o en contra: ganarla o perderla definitivamente. Esperaba que el largo sueño la hubiese devuelto a ella misma, que hubiese borrado de sus nervios las huellas demasiado inmediatas del shock. Tendría ya, seguramente, la conciencia clara y sentiría su cuerpo como suyo. Pero ¿habrían crecido entre tanto, en su cuerpo y en su alma, las «cosas malas», las huellas profundas y duraderas? No podía adivinar por la respiración hacia qué lado se inclinaría el alma de Clara despierta, ni si el demonio instalado en su cuerpo abrazaría también el espíritu y lo ganaría para siempre. Quizá la solución dependiese de las primeras palabras dichas después del sueño o de las inmediatas. Palabras imprevisibles o que al menos él no podía prever, tener dispuestas y preparadas, seguro de su efecto. No se atrevía a imaginar una escena, a inventar preguntas y respuestas, a llegar a un desenlace. Todo iba a resultar azaroso, y en todo caso se sentía inseguro, pesaba en su ánimo el recuerdo de sus torpezas, le dolía en la conciencia el saberse responsable de aquello y de mucho más. «Hubiera sido mejor que Cayetano me matase aquella noche.»

—Tengo en mis manos la vida de Cayetano —dijo inesperadamente, en voz alta; y Clara se despertó.

—¿Estás ahí? ¿Qué hora es?

Carlos se acercó a ella y le cogió la mano.

—Casi de noche. Has dormido muchas horas y estás mejor.

—No sé…

—¿No sientes hambre? Te traeré algo. Espera.

Cogió una vela y marchó a la cocina. Buscó sin saber qué: en el fondo de un vasar halló un tarro de mermelada casi vacío. Untó con ella una rebanada de pan, le añadió mantequilla, echó leche en un vaso y lo llevó a Clara. Ella comió con ganas, en silencio. De vez en cuando miraba a Carlos y sonreía.

—Después haré la cena para los dos —dijo él.

—¿Tú? ¿Vas a cocinar tú?

—Estoy acostumbrado.

—¿Y los otros?

—Se ha marchado todo el mundo. Juan tiene una pierna rota, y el boticario lo llevó al hospital. Como dormías, no pudo decirte adiós.

Añadió en seguida:

—No se lo permití. Él quiso despedirse, naturalmente.

Clara estiró los brazos.

—¿Y el loco?

—Se ha marchado también. Una de sus veleidades.

—Me gustaría levantarme.

—Bueno. Te espero en la torre.

Carlos cogió la bandeja y la devolvió a la cocina. Recorrió luego el pasillo, con la vela en la mano. Al pasar frente a la habitación de Clara, ella gritó:

—Voy en seguida.

La oyó lavarse y siguió adelante. Encendió los quinqués de la chimenea y abrió la ventana. Pueblanueva se había iluminado, y en algún lugar tocaba una charanga: el pueblo bailaba un tango en honor de la Resurrección. En el aire limpio, el faro del muelle lanzaba sus destellos: uno, dos. Oscuro. Uno, dos. Más allá, en medio de las aguas, un farol rojo y un farol verde, balanceándose a compás.

Oyó los pasos de Clara en el corredor. Se arrimó a la chimenea y cargó la pipa. Ella entró sin decir nada y se sentó en el sofá. Había recogido el pelo en una trenza y estaba vestida y con medias. Traía el abrigo al brazo y lo dejó a su lado.

—Tengo que irme, Carlos. Has sido muy bueno conmigo.

—Todavía, no.

—¿Hay algo aún?

—Quizá lo más importante.

Ella le miró alarmada. Él continuó:

—Han cambiado las cosas. Sucedió algo con lo que no contaba…

Clara se levantó y fue hacia él.

—Dime lo que sea…

—No te asustes. Es una novedad extraña, una extraña situación. No la entiendo del todo. No sé qué hacer.

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