Los gozos y las sombras (65 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

—El pecado andará suelto. Os acechará el diablo como un león rugiente. ¿Y aún preguntas si puede pasaros algo? ¡El Carnaval es el triunfo del infierno sobre el pudor y la vergüenza! El bien se hace cara a cara, pero el mal busca la máscara. Ya sé que vosotras no vais a disfrazaros. Pero, aun así, el aire de la calle contamina —hizo una pausa—. Oslo aseguro: la contaminación de la calle es peor que mi aliento, porque es el alma la que se envenena.

Intentó incorporarse. Inés acudió otra vez.

—Gracias.

Apoyada al sillón, dejó caer el brazo libre con desmayo.

—No tengo fuerzas. Es el último consejo que os doy, la última vez que me atrevo a hablaros en nombre de la Religión y la Moral. El Señor os aparta de mí: Él sabrá por qué lo hace. No han de faltaros nunca mis Oraciones en esta vida ni mis súplicas en la otra. Pero no sé si os bastarán. Hay que cooperar con la Gracia y seguir el buen consejo. Vuestra salvación, hijas mías, queda ahora en vuestras manos. ¡Mis ovejitas!

Le dio un sollozo, volvió la cabeza y escondió las lágrimas. Salió de la sala.

—Vámonos —dijo Inés, pasados unos instantes.

En la calle, Inés quedó sola. Las otras iban en dirección contraria. Clareaba la mañana y las losas mojadas reflejaban un solecillo tímido. Corrían, calle abajo, chiquillos con caretas de cartón. Más arriba, en la plaza, unas máscaras madrugadoras chillaban en el ámbito vacío. Una de ellas se acercó a Inés; pero, al mirarla, dio la vuelta y se fue.

Cuando entró en la cocina, Clara le dijo:

—El café debe de estar frío. ¿Cómo has tardado tanto?

—Nos llamó a su casa doña Lucía.

Clara empezó a cubrir la mesa.

—Me dijeron que está enferma.

—Sí.

—¿Ya no va a misa con vosotras?

Inés negó con la cabeza. «No puede moverse.» Clara la miró. Puso luego tres tazas y tres cucharas y sirvió el café.

—Voy a avisar a Juan.

Desde la puerta del pasillo dio unas voces.

—¡Eh, Juan, el café!

Juan apareció vestido, afeitado, casi pulcro. Dejó la gabardina encima de una banqueta.

—¿Vas a salir tan temprano?

—Sí. Y quizá no venga a comer.

—No irás al baile.

—¡Al baile! ¿A qué baile?

—Hoy es domingo de Carnaval.

—¡Ah!

Juan tomó un sorbo de café.

—Hoy es un día importante —dijo—. Puede ser el gran día.

—¿Para ti?

—Para el pueblo. Es decir, para los pescadores.

Echó en la taza unos trozos de pan, y los remojó con la cuchara.

—Vamos a discutir una idea mía. Si prospera…

—¿Vamos a ser ricos?

Juan rió.

—Yo nunca seré rico, ni lo deseo. Pero quizá nos alcance también el beneficio.

Inés había dejado de comer y escuchaba. Clara la señaló con un movimiento de la mano.

—Para decir medias palabras, más vale que no digas nada.

Juan extendió los brazos sobre la mesa, las palmas de las manos hacia arriba.

—Se trata de conseguir de la Vieja que ceda los barcos al sindicato para su explotación colectiva.

Cerró los puños bruscamente.

—¿Os dais cuenta de lo que eso significa? ¿Lo comprendes, Inés?

—Pero ¿cederlos cómo? ¿Alquilados? —interrogó Clara.

—No. Gratuitamente.

Clara se echó a reír.

—¡Estáis locos! Eso es como regalaros los barcos.

—Mi idea es que los ceda al sindicato durante un plazo, pongamos cinco años, y que después el sindicato los compre a un precio razonable. Naturalmente —añadió Juan— esto último es una cláusula teórica. Dentro de cinco años las cosas habrán cambiado y no habrá que pagarlos.

—¿Y si la Vieja no quiere? Que no querrá…

—Entonces iremos a la huelga.

Clara volvió a reír.

—¡Iremos! ¡Cómo si tú fueses uno de ellos! ¡Cómo si tú…!

Se interrumpió. Inés seguía mirando a Juan; lo miraba con amoroso entusiasmo. Clara pensó que si acababa la frase la paz de aquel domingo se rompería.

—Bueno. Que tengas suerte. ¿Y vas a ser tú quien le hables a la Vieja?

—He pensado que Carlos.

Clara torció la boca.

—¿Ése…? Aunque si sólo es cosa de hablar quizá lo haga. Es para lo único que sirve.

A Juan le brillaba la mirada. No se quejó de que el café estuviera frío, ni del pan duro, ni de que el azúcar fuese poco. Lió un cigarrillo, fue al llar, lo encendió en una brasa y se puso la gabardina. Tarareaba. Antes de salir acarició a Inés, y dio a Clara un cachete en la mejilla.

—Carlos nos ayudará, ya lo verás. Es el único amigo de la Vieja, y a nosotros nos quiere.

La casa de la
Chasca
estaba un poco más arriba, pasado el soto. Se llegaba hasta ella por un camino angosto y pino, entre setos de zarza, bajo las ramas desnudas de los castaños. Los zapatos de Clara resbalaban en las guijas, se le enganchaban los tacones en el barro arenoso.

La
Chasca
freía pestiños. Le ofreció. Le dio, con ellos, vino.

—¿Qué te trae?

—Venía a ver si tienes alguna ropa negra. Algo que sirva para un disfraz de viuda.

La
Chasca
rió con risa ancha, sensual.

—¿Para un disfraz? ¿Es que vas al baile?

—No. No es eso.

La
Chasca
apartó la sartén de la lumbre y puso en jarras los brazos.

—No te veo de máscara por la plaza, como cualquiera.

Clara se encogió de hombros.

—A veces…

—Veré si tengo algo. El luto de mi madre debe andar por el arca.

Salió. Clara se sentó en la esquina del llar, hurgó en los leños encendidos. Entró el marido de la
Chasca
, dijo «Buenas tardes» y marchó en seguida. De un leño salió disparado un haz de chispas. Al olor del aceite se mezclaba el de la miel de un frasco.

En realidad, pensaba buscar a Carlos y decirle algo. La
Chasca
regresó con un atadijo bajo el brazo.

—Ahí lo tienes. Va también el pañuelo para la cabeza.

—Te lo devolveré de noche.

—¿Vas a ir por la carretera disfrazada?

—Ya buscaré donde cambiarme.

—Yo que tú no iría sola.

—Ya veré.

Se levantó para salir. La
Chasca
la retuvo por un brazo.

—¿Va mal eso?

—¿Eso, qué?

—Lo del novio.

—No va.

La
Chasca
le soltó el brazo.

—Con el cuerpo que tienes no me diera Dios más trabajo que enganchar a un señorito.

—¿Quién te dijo que es un señorito?

—¡Vaya! Ahora con secretos. Si no es el largo ése del pazo del Penedo, que es más feo que pegarle a Dios, me dejo cortar un brazo.

Quería buscar a Carlos, pero Carlos, a lo mejor, no bajaba al pueblo aquella tarde. Quería, si lo encontraba, provocarlo. Empezaría burlándose de él.

Llegó a las cuatro en punto. Hacia la plaza, al final de la calle se veía un tumulto de gente. Preguntó a la castañera qué pasaba.

—Los de la comparsa. ¿No vas?

Clara le mostró el atadijo.

—Quería ponerme esto. Si me dejas la llave…

—Bueno.

La castañera se remangó la saya y hurgó en la faltriquera. Sacó una llave de hierro grande.

—En seguida te la traigo.

—No hace falta. La escondes en cualquier parte y, cuando quieras volver a vestirte, ya sabes dónde está. Después me la traes; yo me iré tarde.

Señaló un puchero de barro.

—La cena la tengo aquí. Con calentarla…

Salió de la plaza, bajó por una calleja. La castañera vivía en una casita baja, chica, sin más hueco que una puerta pintada de verde. Entró. No había más que una habitación, cocina y dormitorio a la vez. Cerró la puerta por dentro, echó la llave. Aquello estaba oscuro. Buscó a tientas en el vasar y halló cerillas. Encendió luego una vela.

Se quitó el traje, dejó sus ropas encima de la cama y se puso las de la
Chasca
. Le venían cortas y anchas. No había espejo donde mirarse. Las cintas del mandil, apretadas, sirvieron de ceñidor.

Del bolso sacó un antifaz. Al salir, agarró una escoba usada y se la echó al hombro.

En vez de esconder la llave se la enganchó en la cintura.

La comparsa seguía junto al malecón. La rodeaban dos o tres filas de máscaras, chiquillos, mujeres: caretas de cartón, narigudas o chatas, lúbricas, diabólicas o bobaliconas. Los hombres escuchaban algo más lejos. Clara se abrió paso hasta quedar en la segunda fila.

Los de la comparsa se habían puesto en corro. Uno, en el medio, aguantaba una especie de estandarte donde estaban pintadas las escenas de una historia. Otro, director del cotarro, las señalaba con un puntero, conforme cantaban. Iban vestidos de pantalones blancos, chaqués cortos y chisteras de cartón charolado; en vez de antifaces llevaban narices y bigotes postizos: narices largas, gruesas, coloradas, y grandes bigotes rectos o caídos.

Galiña negra

ten un traballo

que sólo ela

pode aturar:

galos por riba,

galos por baixo,

todos a mira

de galear.

«Galiña negra», según ilustraba el cartel, era una jamona rolliza, abundante de tufos. Mientras se solazaba con uno de los galanes —el director mostraba un lecho grande bajo cuyas ropas algo enorme se escondía—,junto a la puerta, en el corral, en el tejado, en el camino, otros galanes, impacientes, esperaban el turno. Se veía, en otro cuadro del cartel, al marido de «Galiña negra» con grandes cuernos cabríos, timonel de un pesquero en mares tormentosos.

—¡Vamos, vamos, a cantar! ¡A real la copla! ¡A cantar todos!

Detrás de Clara, alguien dijo el nombre verdadero de la llamada. «Galiña negra».

«¡Esa zorra había de ser!» La gente empezó a cantar. Al terminar, estallaron las risas.

—¡Y ahora, sanseacabó! ¡Al astillero, muchachos!

Marcharon en columna de a dos. Delante, el director hacía cabriolas. Le seguía el del estandarte. Con platillos, tambor y bombo, marcaban el ritmo de la marcha.

Clara se dejó arrastrar por el gentío. Agarrada a la escoba caminaba al compás de los chiquillos. Una máscara, vestida de labriego, le tiró un viaje al pecho. Ella le respondió con un escobazo, que derribó la careta y la montera del atrevido. Quedaron al descubierto una cara imberbe y rubia, unos ojillos azules, asustados.

—¡Mira quién es!

Unas mujeres rieron. La máscara recogió la careta y quedó con ella en la mano, indecisa; luego, escapó. Clara siguió corriendo tras la comparsa. Al llegar al astillero volvió a formarse el corro, y el director se acercó al guarda jurado de la puerta y le habló unas palabras.

—Atención ahora, muchachos, a ver qué bien os sale.

Levantó la batuta. El corro era más holgado, y la chiquillería esperaba en silencio. A veces cruzaba el aire una serpentina o se escuchaba el estampido de un buscapié. Cuando Cayetano asomó por la puerta del astillero, el director hizo una pirueta de saludo y dio la señal.

Cayetano se metió entre la gente y le hicieron sitio en la primera fila. Reía. Clara se fue acercando hasta quedar junto a él. Le miró. Cayetano seguía riendo con ojos alegres. Tenia el sombrero echado atrás y la pipa colgando de los dientes.

—Es guapo —pensó Clara—. Y no parece tan malo como otras veces.

Repentinamente se apartó, salió del corro y echó a correr. Quedó lejos la música de la comparsa. Clara corría. Al llegar junto a la taberna del
Cubano
se detuvo a tomar aliento. Dentro, la voz de Juan sobresalía de otras voces. Le dieron ganas de entrar. Empujó la puerta suavemente, asomó la cabeza. La taberna estaba llena. Olía a vino, a hombres, a aceite de sardinas. Sentados o de pie, los pescadores escuchaban, y Juan hablaba, apoyado en la pared del fondo, bajo el calendario brillante con la estampa de la República. Le caía sobre la frente un mechón rojo, movía la mano con calma, con resolución, y todo él resplandecía. Clara no entendió el concepto de sus palabras.

—¡Largo! No se puede entrar.

Le cerraron la puerta. La escoba le cayó al suelo. Se agachó a recogerla, pero olvidó echarla al hombro. Con ella a rastras, se acercó a la ventana de la taberna y miró a través del vidrio turbio. En aquel momento Juan escuchaba. Tomó otra vez la palabra, movió la mano con energía, se apartó de la pared y se acercó al concurso, como queriendo convencerles uno por uno. Carmiña, la hija del
Cubano
, le trajo vino, que Juan bebió de un trago, sin mirarla, y siguió hablando.

Clara se alejó, sin prisa. Le sofocaba el antifaz, y lo alzó un poco. Unos mozos se metieron con ella:

—¡Destrozona! ¡Máscara del polvo!

Juan parecía otro.

—¡Vente conmigo, viuda, ya verás si te consuelo!

Se halló junto al Casino. Un gaitero tocaba, y una pareja de niños disfrazados bailaba una
muñeira
frenética. Se arrimó para mirar. El juez, el boticario y el dueño del cine jaleaban a la pareja. Don Baldomero hizo un guiño a sus compinches.

—¡Fíjense en la viuda! ¡Vaya caderas!

—¡Eh, tú, preciosa! ¿Se te perdió el marido? ¡Ven para aquí, que lo tenemos guardado!

—¡Anímate, prenda, y baila también un poco!

Don Baldomero dijo al juez por lo bajo: Ándese con cuidado, no vaya a ser la señora de alguno de nosotros que venga a espiar.

—La suya no puede ser, y la mía no tiene esas hechuras. ¡Si las tuviera…!

Arrojó a Clara una serpentina azul. El boticario y el dueño del cine le imitaron. Un mozalbete volcó sobre el pañuelo negro una bolsa de confeti, y un niño le aplastó en el pecho la cáscara de un huevo llena de harina. Clara escapó calle arriba, envuelta por las serpentinas. Las voces la persiguieron.

La gente llenaba la plaza. Una charanga tocaba un foxtrot, y bailaban a su son labriegos, aldeanas, destrozonas, caras en que la estupidez o la lubricidad se habían inmovilizado; bocas, narices enormes; voces broncas o en falsete. Se halló en mitad de un corro de danzantes, gritones, estrepitosos. Un marino oliendo a tinto la agarró de la cintura y la obligó a bailar: daba vueltas sobre sí mismo, y la llevaba en volandas, sin dejarle pisar el suelo. Empezó a marearse.

—Déjame ya.

Quiso soltarse, pero se sintió más fuertemente estrechada, las piernas por el aire. Cerró los ojos. El corro se había apretado y empujaban. El marinero tropezó y cayeron al suelo. Las máscaras del corro rieron, se echaron encima. Sintió una mano hurgándole en las piernas, y una voz que decía: «Es señorita. Lleva las medias finas». Dio una patada a ciegas. Alguien gritó. Pudo ponerse en pie y pretendió escapar. La agarraron. No sabía quién. Estaba en medio de un tumulto en que todo el mundo chillaba, cantaba, manoteaba. La empujaban, la abrazaban. Intentó abrirse paso a puñetazos: le devolvían risas y sofaldeos. No se reían de ella ni la acariciaban a ella, sino a cualquiera que se pusiese a tiro: manos impersonales buscaban carne impersonal, enmascarada. Le dieron ganas de llorar, pero, súbitamente, se abandonó, y fue otra vez empujada, manoseada. Oleadas de harapientos la trataban y llevaban al compás de una música de la que sólo se oían el bombo y los platillos: chin-chin-pum; chin-chin-pum; chip-chin-pum…, o algo así, que se le había metido en la cabeza y gobernaba el ritmo de la mascarada. Hasta que, sin saber cómo, se encontró aislada, en una esquina de la plaza, cerca de un grupo de señores que contemplaban la juerga, reían y jaleaban. El boticario, el juez, el dueño del cine, el de la gasolinera, Carlos. Carlos reía como los otros. Sintió un odio súbito, violento. Buscó a su alrededor y halló un montón de serpentinas sucias, pisoteadas; las recogió, hizo una pelota y la envió al rostro de Carlos. Pasó rozándole la nariz, y Carlos se volvió y la miró. Clara escapó, calle abajo, hasta la casa de la castañera. Se arrojó encima de la cama, fatigada, y lloró de rabia, de tristeza. Le dolían, además, los huesos. Después, quedó dormida.

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