Los gozos y las sombras (61 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Mauricio se sentó en el borde del sofá y aceptó con un movimiento de cabeza. Cayetano fue a una mesilla y sirvió dos vasos.

—Tinto, ¿verdad?

—Sí, señor.

—¿Y un pitillo también?

—Bueno.

—Ahora dime, ¿cómo va la comparsa de este año?

Mauricio dio un respingo.

—¿Le han venido con cuentos? No nos metemos con usted. Le doy mi palabra.

Cayetano, riendo, dejó la butaca y se sentó en el sofá, junto a Mauricio. Le echó la mano por el hombro.

—Ni me han venido con cuentos, ni tenías por qué meterte conmigo. De otra manera, no te hubiera llamado.

—¡Ah!

—De modo que dime cómo va.

—Tenemos el cartela medio pintar, y la música hecha. Estamos con la letra.

—¿Lo hacéis vosotros todo?

—El cartel lo pintan fuera. Yo doy la idea, y lo tengo que pagar. La letra, este año, la hace un seminarista de Muxía que colgó la sotana. Un tío muy listo.

—¿Y cuánto te cuesta todo?

—Unos cuarenta duros. Veinte por el cartel y veinte por la letra. —De modo que lo que se dice hecho, sólo tienes la música.

—Ésa la hago yo.

—Y aún faltan unos doce días para el domingo de Carnaval.

—Aún.

—Lo primero, la letra, porque tendréis que ensayarla. El cartel con que esté aquí el día antes…

—Claro.

Cayetano dio una palmada en la rodilla de Mauricio.

—Tienes que hacerme un favor.

—¿Yo?

—Voy a darte una historia —cogió un papel escrito de encima de la mesa—. Aquí está. Hoy mismo te vas a Muxía y se la das al seminarista, y que haga una letra nueva. Después que te pinten el cartel con lo que aquí se cuenta. La música puede servir la misma.

—¿Puedo… leerlo?

—¡Claro!

Mauricio sacó del bolsillo unas gafas con armazón de acero, se las caló y empezó a leer.

—¡Ji, ji! ¡Ji! ¡Ji, ji, ji! ¿Fue cierto esto?

—¿Qué más da?

—¡Ji, ji! Claro que fue cierto. Pueden salir unas buenas coplas.

—Es lo que importa. Buenas coplas y buen cartel. Para eso, pagarás doble al seminarista y al pintor. Y con lo que sobre…

Tendió a Mauricio unos billetes.

—¿Para… nosotros?

—Con lo que sobre, de momento, merendáis. Corro con todos los gastos, y esto no es más que el anticipo.

Mauricio no se atrevía a tender la mano. Cayetano dejó el dinero encima del sofá, se levantó y dio unos pasos.

—Que esté bien ensayado. Si alguno tiene que dejar de trabajar, correré con sus jornales; y si alguno trabaja en el astillero, queda desde ahora mismo dispensado de venir.

—Sí, señor. Juan, el de Balbina, y Manolo el Pico.

—Que vengan a hablar conmigo.

Se detuvo frente a Mauricio y le miró severamente.

—Ahora bien: esto no lo sabernos más que nosotros, ¿entiendes? Tú y yo. La historia la oíste contar. El dinero te vino caído del cielo. Inventa lo que quieras. A la primera sospecha de que te has ido de la lengua, te hundo.

Mauricio, puesto de pie, bajó la cabeza.

—Sí…, señor.

—No te dejes ahí el dinero y lárgate ahora mismo a Muxía. Será mejor que alquiles un coche para llegar antes.

Buscó en el bolsillo y tendió un par de billetes más.

—Para el coche.

Dejó salir a Mauricio, dio unas vueltas, después, por la oficina. Cuando sonó la sirena, se adelantó a la salida de los obreros y marchó al Casino. Se le emparejó, a poco, Cubeiro. Entraron juntos. El juez escuchaba unos discos.

—¿Hay partida?

—¿Sólo de tres?

Alguien más vendrá.

Llegó en seguida don Lino. Armaron la partida. A eso de las doce y media apareció don Baldomero y se sentó a mirar. Cayetano poco más hizo que responderle al saludo: parecía muy metido en el juego. Se discutió una jugada: Cayetano no llevaba razón y arrojó las cartas.

—Allá ustedes. Dejo el puesto al boticario. Sí está de humor para jugar…

—¿Por qué no he de estarlo?

—Me dijeron que su señora llegó ayer muy enferma. Por cierto, ¿qué le sucede?

Don Baldomero ocupó el puesto que Cayetano dejaba vacante.

—¿Qué va a pasarle? Lo que a la gente que no se cuida. Tiene dos cavernas en los pulmones que le caben dos puños. Me lo dijo el médico por teléfono esta mañana. ¡Todo por no ir a tiempo a hacerse las neumotórax! Fue a Santiago y volvió medio muerta de miedo. Ahora tiene que ir una temporada a la montaña, pero de poco le servirá.

—¡Vaya por Dios! Y usted quedará triste.

—¿Quién? ¿Éste? —intervino Cubeiro—. ¡Ya verá qué triste queda! El buey suelto bien se lame.

—Me refería al motivo —dijo Cayetano—. ¿Y cuándo marcha?

—¡Vaya usted a saber! Está en la cama y anda muy preocupada por esas chicas que van con ella al monasterio. Le da pena dejarlas solas.

—Su señora es una santa… Si necesita usted el coche para el viaje, lo pongo a su disposición.

Don Baldomero dejó caer las cartas que acababan de servirle.

—¿Lo dice de veras?

—En casos como éste, querido don Baldomero, se olvidan las rivalidades políticas. Si usted quiere mi coche, dígamelo, y podrá disponer de él, con chófer, todo el tiempo que quiera. Bastará que me avise un par de días antes.

Cayetano se levantó y cogió el impermeable.

—Salude a su señora de mi parte y dígale cuánto lo siento…

Salió de prisa. Llevaba las manos en los bolsillos y la cabeza agachada. Al llegar a la playa fue bordeando el malecón, lentamente, sin mirar a nadie, sin contestar a los saludos. Pasaban los trabajadores hacia el astillero, le miraban ensimismado, hablaban entre sí. Llegó al final del muelle, se arrimó a la farola, y así se estuvo un rato. A veces sonreía.

Cambió luego de rumbo, cruzó las calles bajas y subió al mercado. Empezaba a vaciarse de gente; pero Paquito el
Relojero
estaba todavía en su caseta, con un reloj en la mano y una lente en el ojo derecho. Al verle la dejó caer.

—¿Qué me quiere? Ya no tenemos que ver nada.

—No te pongas así, hombre. Es un recado para tu amo.

—No tengo amo, ya se lo dije otro día.

—Para tu casero, entonces. Le dices que, si no prefiere que vaya yo a su casa, que esta noche le espero a tomar café en la mía. Si no recibo aviso, le esperaré a las diez.

Paquito se colocó la lente.

—Está bien.

—Y este año, ¿no vas junto a tu novia?

Paquito respondió secamente:

—Aún no llegó la primavera.

Cayetano bajó al astillero. Hizo que buscasen a su chófer.

—Te vas a casa de Mauricio, el de Xoane, y si no lo encuentras, averiguas el coche que cogió para ir a Muxía y sales a la carretera a buscarlo. Corre lo que haga falta y cógelo antes de que llegue. Le dices que no hay nada de lo dicho, que me traiga personalmente el papel y que el dinero que le di lo considere como regalo.

Encendió un cigarrillo y bebió un trago. Una campana avisó la hora de comer. Fue a buscar a su madre y la llevó del brazo hasta el comedor.Don Jaime esperaba de pie, junto a su silla, y no se sentó hasta que doña Angustias lo hubo hecho. Cayetano le miró con rencor.

—Será mejor que te llegues a casa de Rosario y le digas que esta noche no venga, no sea el diablo que me tenga que quedar abajo, y ella me espere en balde.

Paquito le miró sin hablar. Se puso la pajilla y salió en silencio.

—Llévate un paraguas.

—No llueve.

Se perdían en el corredor los pasos del
Relojero
, cuando Carlos le llamó:

—Oye. Te pido perdón por haberte mandado a casa de Rosario. En realidad, debía de pedírtelo de favor. Yo no puedo ir, y tú eres el único que está en el secreto. Te ruego que lo hagas.

Paquito se echó a reír, saludó con el sombrero y se fue corriendo.

Carlos cambió de traje, se miró al espejo, meneó la cabeza y volvió a ponerse el que tenía. Cogió la boina en el perchero, se puso la gabardina y salió al jardín. Un viento frío barría las nubes y sacaba ruido a las copas de los árboles. A veces se descubría la luna y llenaba el jardín de sombras negras. Bajó la escalerilla, siguió por el camino de la playa hasta la calle del malecón. Empezaban a cerrarse las puertas, y la calle estaba desierta. Salía de alguna taberna la música de una canción tocada en el gramófono y coreada por la clientela. Pasó de largo por la casa de doña Mariana, cerrada también, oscuras las ventanas. Al llegar a la taberna del
Cubano
se detuvo. Dentro sonaban voces varoniles y, por encima de todas, la de Juanito Aldán. Estaba explicando el fracaso de la República por no haber realizado un programa social.

—No es cuestión de salarios altos. Salarios altos y carestía se persiguen uno a otro como el gato y el ratón, y quien pierde es el obrero. Es cuestión de propiedad de los bienes productivos, pero no por el Estado, como quieren los comunistas. El comunismo hace también política de salarios, como que el Estado es el único capitalista. El comunismo…

El murmullo apagó la perorata. Alguien objetaba:

—A mí que me doblen el jornal, y ya verán.

—A ti que te hagan propietario de los barcos a través del Sindicato, y entonces ya veremos tú y yo.

—Los barcos son de la Vieja.

—¿Pensáis que lo serán eternamente?

Carlos dejó de escuchar. Se deslizó por la acera, pegado a las paredes.

Más adelante, la calle, oscurecida, se iluminó: los faros del astillero alumbraban desde los postes altos, y en algún lugar un canalón movido por el viento hacía estridentes ruidos. Llegó a casa de Cayetano. Un guarda del astillero le salió al paso.

—Por aquí, señor.

Iba delante y alumbraba el suelo con una linterna eléctrica. Le llevó hasta la puerta del despacho privado y llamó. Abrió en seguida y dijo:

—Ya está aquí el señor que esperaba.

Se hizo a un lado. Carlos entró, y el guarda cerró la puerta sin ruido. Cayetano, de pie, le sonreía.

—Dame eso, lo pondremos en cualquier parte —dejó la gabardina y la boina de Carlos en una silla—. Has sido puntual. ¿Quieres sentarte?

Le señaló un sillón, y él se sentó en el de enfrente. Quedaba entre los dos el largo sofá vacío.

—Debía haberte enviado el coche. Perdóname que no lo haya hecho. No puedo explicarte por qué lo olvidé.

Carlos le dio las gracias. Dijo que un paseo nocturno, de vez en cuando, no le venía mal.

Estaba encendida la chimenea, y, cerca de los asientos, lucían dos estufas eléctricas. Encima de la mesilla había una bandeja con el servicio de café. Cayetano prendió la llama del infernillo.

—He preferido hacerlo yo mismo para que no nos molesten.

—Es muy buena esa cafetera. Doña Mariana me ha regalado una igual.

Hace un café excelente.

Cayetano le miró con fijeza inquisitiva.

—¿La quieres mucho? —preguntó.

—¿A quién? ¿A la Vieja?

—¿La quieres como a tu madre, Carlos?

—La quiero, simplemente.

—¿Recuerdas a tu madre? ¿Recuerdas, al menos, cómo la querías?

—¿A qué viene esto?

Cayetano sirvió el coñac y le ofreció una copa.

—Estás aquí por causa de mi madre. Entiéndeme, no porque ella me haya mandado traerte, sino porque…

Se interrumpió.

—Bueno, ya lo entenderás. Tendrás que entenderlo, aunque no quieras, porque voy a permitirme el lujo de ser totalmente sincero. Puedo hacerlo porque soy el vencedor.

Carlos llevó la copa a los labios.

—Brindemos por tu victoria. Ciento cincuenta botellas rotas y dos putas satisfechas.

—Ésa no es mi victoria.

La respuesta fue brusca, casi grosera. Carlos apartó la copa de los labios.

—Es, al menos, lo que yo conozco.

—Pues vas a enterarte de lo que no puedes saber a menos que yo lo diga. Anteayer llevé a la cama a la mujer del boticario.

Carlos dejó la copa sobre la mesa. Hizo una pausa; luego, una mueca de desdén.

—¡Una tuberculosa medio histérica!

—Yo no creía lo de la tuberculosis. Debo decirte también que, aunque la llevé a la cama, no me acosté con ella, porque se me desmayó al descubrir que tiene las tetas postizas, y yo no abuso de una mujer desmayada.

Rieron los dos al mismo tiempo.

—Yo ya sabía lo del postizo —dijo Carlos—; te lo hubiera dicho, de habérmelo preguntado.

—Yo solamente lo sospechaba, y te confieso que la curiosidad ayudó a vencer la repugnancia. Pero eso no importa. La llevé a la cama. Recuerda que me dijiste, el otro día, que nada podría contra las beatas del monasterio. Pues la capitana está en el bote, al menos moralmente. Dentro de pocos días me acostaré con alguna de las chicas. Ya lo sabrás por la gente, porque no pienso ocultarlo.

Echó el café. Carlos bebió un sorbo del suyo y ponderó el sabor.

—Lo de Lucía me iba a servir, de paso, para bajarle los humos al marido. Te aseguro que siento de veras que no pueda enterarse de que lleva unos buenos cuernos. Pero no debe saberlo.

—¿Misericordia? En un hombre como tú, la misericordia es debilidad.

—Pensaba que lo supiese todo el mundo; pensaba armar una burla de las que se recuerdan durante siglos; lo hubiera hecho como lo tenía pensado. Pero esta mañana me enteré de que Lucía tiene los pulmones agujereados y que le queda poco tiempo de vida.

—Misericordia —repitió Carlos.

—He dicho que no.

—No lo entiendo, entonces.

—Suponte que el boticario le da una buena soba al enterarse y que ella se muere de las resultas. Es lo probable. Lo sabría todo el mundo, y lo sabría mi madre.

—¿Tu madre es para ti la medida del bien y del mal?

—Exactamente.

—No pensabas en ella cuando pegaste a Rosario.

—No, y por eso hubiera hundido el mundo cuando mi madre lo supo.

Carlos alzó las cejas y cogió su tacilla de café. Intentó sonreír, le salió una muequecilla, rápidamente borrada. Tosió.

—Espero que tu madre no apruebe que te acuestes con ninguna de las beatas. Son muchachitas jóvenes, probablemente vírgenes. Seducir a una de ellas es una mala faena.

—Eso no tiene importancia.

—Quizá tu madre, que es muy religiosa, según tengo entendido, piense de otra manera.

—En todo caso, son cuentos a los que está más acostumbrada. Lo resuelve rezando por mí.

Carlos bebió de un sorbo el café y se levantó. Se acercó al Reynolds y miró. Cayetano encendió la lámpara grande. Quedó el despacho alumbrado y reluciente.

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