Los gozos y las sombras (58 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

—¡Ya quisiera Julia Mariño que Cayetano se fijase en ella! ¡Ya quisiera su padre! El almacén les va mal, y me han dicho que andan detrás de un préstamo de Cayetano. Si la niña se metiese por medio…

—¡Qué pueblo repugnante!

—¡Pues mira! ¡Parece que Cayetano…!

Había entrado y avanzaba pausadamente hacia el rincón donde Julia Mariño se divertía.

—¿Será capaz de quitársela a mi sobrino?

—Pero ¡no a mí!

Doña Lucía recogió el chal y atravesó el salón atropellando a las parejas. Llegó junto a Julita antes que Cayetano. Llegó a tiempo para decirle:

—Estoy asombrada, Julia. Tu conducta con ese jovencito está siendo muy comentada.

El muchacho se sacó el pitillo de la boca.

—Señora, yo…

—Vete inmediatamente.

Julia se había aplastado a la pared, pero no escuchaba a doña Lucía: miraba a Cayetano que se acercaba, que la comía con los ojos. Julia Mariño, temblorosa, se arregló el cabello.

Doña Lucía leyó en su cara o vio su temblor. Giró sobre sí misma, cubrió con el suyo el cuerpo de la muchacha y miró a Cayetano con furia.

—Gavilán. No tiene nada que hacer aquí. Tendrá que pasar por encima de mi cadáver.

Cayetano soltó una carcajada amable, al tiempo que le tendía la mano.

Ella cedió la suya, y Cayetano se la besó.

—Vengo a bailar con usted —dijo como un susurro. A doña Lucía le temblaron las piernas, y en sus ojos renació la luz.

—¡Por Dios, Cayetano, no sea atrevido! ¿Qué va a decir la gente… y mi marido?

—¿Su marido? ¿Por qué va a decir nada? Además, con pedirle permiso…

—¿Usted? ¿Pedirle permiso usted?

—¿Por qué no? Ahora mismo.

Fue hacia el reservado de los jugadores. Doña Lucía se volvió a Julia decepcionada.

—¡Ya ves mi sacrificio por guardar tu pureza, hija mía!

—Sí. Ya lo veo.

Don Baldomero arrastraba de as. Quería sacar una puesta. Cubeiro, a su lado, discutía la oportunidad del arrastre.

—Si están las cartas donde deben, la puesta es mía.

—¿Y si no están?

—¡Caray, leñe! ¡Es usted un aguafiestas!

Cubeiro, entonces, levantó la cabeza y miró por encima del boticario.

Respondió simplemente:

—Yo, no.

Cayetano puso una mano sobre el hombro de don Baldomero. El boticario se sobresaltó, dejó caer las cartas, miró al rostro de los que jugaban y, por fin, a Cayetano.

—¿Sucede algo?

—¡No pasa nada, hombre, no sé asuste! ¿O es que me tiene miedo?

—¡Como llegó usted de esa manera…!

—Prudentemente, como quien no quiere estorbar.

El boticario echó atrás la silla y se torció hacia Cayetano.

—Bueno, ¿qué quiere? ¿El sitio? Déjeme sacar la puesta y se lo cedo. Cabalmente tengo ganas de dormir.

—No quiero el sitio. Quiero rogarle que me permita bailar con su señora.

—¿Cómo?

Don Baldomero se sorprendió. Se sorprendió Cubeiro. Se sorprendieron los jugadores y los curiosos. Miraron a Cayetano, miraron al boticario. Cayetano estaba amable, sonriente. Tenía en la mano la petaca e iba a ofrecer. Pero don Baldomero le miraba con espanto. Todos se echaron a reír.

—¿Bailar con mi señora? ¿Para qué? ¿O es que es la moda?

Cayetano le puso entre los labios un puro corto y delgado y se apresuró a acercarle fuego.

—Ande, fume y no se asuste. Si quiero bailar con su señora es porque la tiene usted abandonada en un rincón. Y como yo quiero bailar, no me parece correcto hacerlo sin invitarla antes a ella, que es la más distinguida del Casino.

Guiñó un ojo; lo guiñó encogiéndose un poco para que le quedase el rostro en la zona de la luz, a la vista de todos.

—En fin, esto es lo que se hace en los países civilizados.

—¡Ah!

—Claro está que si usted no lo permite…

Don Baldomero se levantó. Llevaba el puro entre los dientes, las manos en los bolsillos; la chaqueta abierta dejaba paso al vientre y a la cadena del reloj.

—Las señoras de los presentes son tan distinguidas como la mía.

Seis o siete voces respondieron que no: a coro y con risotadas.

—Doña Lucía es de lo más fino de Santiago —resumió el juez.

—¿Ve usted?

Cubeiro se levantó también.

—Nos pasamos la vida pidiendo que haya paz en este pueblo, y cuando el amo nos la brinda, no la queremos.

—Entonces, ¿por qué no baila el amo con tu mujer?

—Por mí no hay inconveniente.

Cayetano se situó entre los dos, les cogió de los hombros y los aproximó.

—Voy a bailar, si lo permiten, con las señoras de todos ustedes. Pero ya que por ella empezó la cosa, reclamo que doña Lucía sea la primera. Sin que eso —añadió— lo tomen por desdoro de las otras.

—¡Eso, eso! ¡Abajo las costumbres anticuadas!

Don Baldomero se encogió de hombros.

—Allá usted. Y por mí que no quede. He visto caprichos más raros.

Se sentó y recogió las cartas.

—Pero que sea pronto. En cuanto saque la puesta me voy a casa. Estoy muerto de sueño.

Los puntos y los mirones volvieron a la mesa. Las cartas no estaban donde debían estar, pero, a pesar de eso, don Baldomero sacó la puesta: los otros habían jugado mal. Había jugado mal don Lino, desastrosamente: parecía temeroso de algo. Se distraía.

—¿No va a ver cómo baila su señora? —preguntó al boticario.

—Sí. Y después le tocará a usted ver cómo baila la suya.

—¡Qué suerte que la mía sea gorda y vieja! —casi gritó Cubeiro—. No tengo por qué preocuparme, aunque baile con Cayetano toda la noche.

—No sea imbécil —cortó, seco, don Lino.

Don Baldomero se levantó. Bailaban las parejas. En el centro habían dejado un espacio libre, en el que Cayetano trazaba, con el cuerpo delgado de doña Lucía, figuras complicadas de tango reo.

—¡Es usted un exagerado, Cayetano! —murmuró ella, desfallecida.

—Respóndame. ¿Quiere verse conmigo?

—¡Soy una mujer casada!

El bandoneón trepaba por una escala de notas sentimentales; doña Lucía seguía difícilmente al bailarín.

—La espero mañana en Santiago. Cuando salga del médico.

—¡No me espere! No iré.

—A la hora del café, en el hotel Compostela. Es un sitio elegante donde pueden entrar las damas sin dar que hablar.

—¡No me espere!

—¡A la hora del café!

El tango terminaba. Doña Lucía fue devuelta a su marido. La orquesta inició un pasodoble y Cayetano se dirigió al rincón donde, esponjada como una pava, esperaba la señora de Cubeiro.

—Vámonos —dijo doña Lucía—. No puedo más.

Se apoyó en su marido. Nadie se fijó en ella, porque la señora de Cubeiro, gorda, brillante y saltarina, atraía la atención de todos. Su marido reía.

—¡Mira cómo la goza!

—Es usted un insensato —susurró don Lino a su oído.

—¿Por qué?

—¿No le parece que hay algo raro en esto? ¿No le da miedo?

Cubeiro se encogió de hombros.

—¡A mí, plin! Mi mujer está pasada de calores, y no tengo hijas.

Se volvió hacia el maestro y le empujó hacia lo oscuro de la sala de juego.

—Yo, en su lugar, no me preocuparía. Me parece que la cosa no va con nosotros.

—¿Por qué lo dice?

—Es algo que me da en las narices. O yo no conozco a Cayetano…

—¿O qué?

—Nada, nada. Pero no se preocupe.

Había mandado a Rosario sentarse a sus pies, junto al fuego. Apoyaba en sus piernas la espalda, y la cabeza en las rodillas. Le había destrenzado el cabello y jugaba con él. Lo extendía, por encima de los hombros y la espalda, y miraba los reflejos del fuego.

—Señor —dijo Rosario.

—¿Qué?

—¿Y si quedo embarazada?

—Me caso contigo.

Ella volvió la cara y le miró.

—No lo piense, señor.

—¿Por qué?

—Ya se lo dije más veces.

—Bien. Si no quieres casarte, te vienes a vivir al pazo.

—Tampoco.

—¿Entonces?

—Habría que pensar en un marido.

Rosario sintió que el cuerpo de Carlos se sacudía.

—Es lo que se hace, señor —continuó—. No habría de faltar quien lo quisiera.

Hizo una pausa leve.

—La Granja de Freame es una tentación para muchos.

—Pero la llevan tus padres…

—Sí, claro. Pero ellos han de morir, y mis hermanos… Uno quiere irse a Cuba.

Dio una vuelta y quedó arrodillada frente a Carlos.

—Hay un mozo que anda detrás de mí, un tal Ramón. Es labrador y viene por la granja. Si el señor quisiera…

—¿Qué?

—No es más que dejarle que venga un rato, después de cenar, a hablar por la ventana. También puede venir antes de cenar, y los domingos por la tarde.

Abrazó las rodillas de Carlos y hundió la cara en su regazo.

—Así el señor estaría más tranquilo…

—Rosario, tú no entiendes las razones por las que no puedo hacer eso.

—Si el señor no lo quiere… Pero es lo mejor. Es una tranquilidad.

También por mis padres. Dejarían de pegarme.

Le miró con ojos fijos, enternecidos.

—Es una inquisición, señor. No sabe qué mal me tratan. Todo porque, por mi culpa…

Carlos la cogió por los hombros y la alzó hasta sentarla en las rodillas.

—La culpa es mía. No vuelvas a hablarme de eso.

—Señor, si yo no hubiera querido…

Acercó la boca al oído de Carlos. Habló con voz queda.

—El señor sabe que yo le busqué. Desde aquel día, cuando el señor vino, que viajamos juntos en el autobús.

—¿Por qué lo hiciste?

—¿Yo qué sé? Estaba en mi suerte.

Le dio un beso y arrimó el rostro hasta acariciar el de Carlos.

—Pero nunca pensé en casarme con el señor.

—Piensas casarte con otro. Ese Ramón…

—Un día el señor se cansará de mi cuerpo. Y a mí, en mi casa, no me quieren. Así el señor es libre. También querrá casarse alguna vez y podrá, sin que yo le dé preocupaciones.

Doña Lucía se abrochó parsimoniosamente la blusa, mientras el médico encendía las luces y devolvía brillos a niqueles y porcelanas. Todo era blanco, frío, estremecedor. Sobre el esmalte de la pared brillaba la humedad rezumante. En algunas partes corrían menudas gotas. Cesó, de pronto, el ruido de los rayos X.

—¿Qué? —preguntó ella después de un silencio.

—Mucho reposo. ¿Puede pasar una temporada en la montaña?

—Sí, supongo…

—Váyase en seguida.

—Pero ¿tan mal me encuentra?

—No la encuentro bien.

Doña Lucía buscó en el bolso un pañuelito y se limpió una lágrirna.

—Dígame cómo estoy.

El médico tenía en la mano el abrigo de doña Lucía y le ayudó a ponérselo.

—Ya le escribiré a su marido. Mejor que venga a hablar conmigo.

—No puedo curarme, ¿verdad? —dijo ella con un trémolo dramático.

—Sí, puede curarse, pero tiene que cuidarse mucho.

—Ya sé que estoy moribunda. ‘ El médico 1a empujó suavemente hacia la puerta.

—No exagere y no haga tonterías. Váyase a la montaña por unos meses.

—¿Y mi marido? ¿Quién me lo cuidará?

El médico rió.

—No se preocupe. Sabe cuidarse solo.

Doña Lucía bajó los ojos. La tembló la voz.

—Hay otros deberes de esposa…

—Ande, ande. Piense en usted. Ya escribiré a su marido. Mejor que me telefonee.

En la calle se sintió cansada. Miró el reloj: pasaba un poco de las dos. ¡Cuatro horas, todavía, hasta la salida del autobús! Llovía. El aire estaba frío, era sucio el blanco de las paredes, negra la piedra de las esquinas. Los zuecos de las aldeanas chapoteaban en los charcos de la calle: aldeanas con cestas cargadas, inverosímilmente equilibradas sobre la cabeza. Las miró, envidiosa. Aldeanas rubias, rollizas, coloradas; algunas, con los vientres hinchados de la maternidad. Hablaban a gritos de cómo les había ido en el mercado. Una de ellas la miró, y al verse mirada sintió vergüenza de su palidez. Se metió en lo oscuro del portal, pero volvió á salir. Con el paraguas abierto, arrastrando los pies, llegó al restaurante.

—Cualquier cosa…

Tuvo que precisar. Citando el mozo se alejaba, le llamó otra vez y encargó vino. Empezó a jugar con el panecillo: le recortó los cabos y las esquinas, hasta darle forma de ataúd.

—¿Le pasa algo, señora?

—No, nada. Gracias.

Un sorbo de caldo, unos trozos de pescado. No tenía ganas. Bebió un vaso de vino. Se sirvió inmediatamente otro, pero pensó que, con el estómago casi vacío, podría emborracharla. Comió un poco más. Al segundo vaso se sintió más fuerte.

—Café. Tráigame también café.

Eran las tres menos cuarto.

—¿Queda muy lejos de aquí el Compostela?

—No, señora. Ahí, a la vuelta. Ya sabe, en la misma plaza de donde salen los autobuses.

«Le diré a Cayetano que estoy muriendo, para que comprenda todo el horror de su seducción. Le diré que mis besos podrían emponzoñarle, y que abrazarme sería como abrazar a las Parcas.»

Le vino, de momento, la duda de si la Parca sería lo que pensaba, un esqueleto descarnado con guadaña, o si sería otra cosa. Lo fue pensando por el camino y la duda la distrajo. Frente a la puerta del hotel se recobró. Por un momento dejó que el cuerpo se apoyase, fatigado, en el paraguas cerrado; pero antes de subir las escaleras se irguió repentinamente, se miró en el espejo del bolso, echó unos polvos a la nariz.

—Moribunda, sí; pero fea, ¿por qué?

Un «botones» vestido de azul le abrió la puerta. No quiso preguntar nada. Vio, al fondo, las columnas del patio, los colores de la alfombra.

—Gracias. Voy allí.

Todavía vaciló entre entrar erguida o desmayada. Se encontró con que Cayetano le salía al encuentro.

—Empezaba a impacientarme. ¿Cómo está usted?

—Casi muerta. Ayúdeme.

Cayetano la empujó por la cintura hasta el sillón, la sostuvo mientras se sentaba.

—Voy a morir pronto, Cayetano. Pida usted para mí algo que me dé fuerzas.

—¿Coñac?

—Lo que usted quiera. No me hará toser, ¿verdad? Sería horrible.

Cerró los ojos.

—Estoy cansada, muy cansada —murmuró—. Tendrá usted que perdonarme.

Apoyó la cabeza en el respaldo del sillón, mantuvo los ojos cerrados sobre una sonrisa triste. Cayetano intentó cogerle una mano.

—¡No! Aquí me conoce todo el mundo.

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