Los gozos y las sombras (27 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Se mordió los labios y añadió:

—Una está para eso.

Apartó a Carlos suavemente y marchó sin mirarle. Había dado unos pasos y se volvió.

—Iré una de estas tardes a devolverle su regalo. Cuando sepa que está en su casa. A la de la señora no quiero volver.

Caminaba con paso seguro y armonioso. La cesta oscilaba rítmicamente sobre su cabeza, y toda ella era ritmo sosegado y profundo, que marcaba la trenza rubia al bailar sobre la espalda, golpeándola. Carlos esperó, sin dejar de mirarla, hasta que Rosario se perdió en la revuelta del camino. Luego subió al coche y fuel, sin prisa, hacia su casa. Los albañiles se habían juntado en el zaguán y hacían su yantar. El maestro de obras esperaba fuera. Subieron juntos a la torre y Carlos repitió, más o menos, las instrucciones dadas por doña Mariana.

—Con unos miles de duros, esta casa quedaba como un palacio —dijo el maestro de obras.

—Sí.

Escogió los libros para fray Ossorio y los juntó a los dibujos de fray Eugenio.

—¿Qué le digo? ¿Que está usted conforme con el proyecto?

—Claro. Si es necesario, exagera un poco y di que estoy entusiasmada; aunque la verdad, me trae sin cuidado.

—Pasaré allá la mañana.

Estaba ya cerca del monasterio cuando vio venir al prior en compañía de un lego. Llevaba el padre Fulgencio la tesa puesta y un maletín negro en la mano. El lego cargaba con una maleta de cartón.

Se detuvieron. El prior dijo que iba a coger el coche de línea para Santiago.

—Si quiere, puedo llevarle. No tengo prisa, Acepto. No por mí, que puedo caminar, sino por este hermano, que tiene que hacer en el monasterio y puede volverse.

Subió al carricoche y acomodó el equipaje. El lego te besó la mano.

—¿Iba usted a ver a fray Eugenio?

—Le llevo unos dibujos que hizo de la iglesia, ya sabrá usted, y, de paso, unos libros al otro monje.

—¡Buena pareja de locos! Bien es verdad que frailes así nunca faltan, para nuestro tormento. Aunque, la verdad, yo no tengo la culpa. Son la herencia que me dejó el difunto prior, fray Hugo, que era un santo, Dios lo tenga en su gloria, pero que no vivía en la realidad. A él se debe la ocurrencia de restaurar este monasterio, ¡en este Fin del Mundo!

Dio a Carlos unas palmadas en el hombro.

—Le agradeceré que no les caliente los cascos más de lo que los tienen.

—¿Yo? ¿Por qué yo?

—Hace tiempo que le esperan, don Carlos, uno y otro: desde que se dijo que iba usted a volver. Se conoce que ya no tienen qué decirse, y le necesitan a usted como tercero en discordia. Pero usted será, supongo, una persona sensata.

Carlos sonrió.

—No tengo una gran idea de mí mismo.

—Puede ser humildad, que es lo que a ellos les falta.

—Debo decirle, sinceramente, que uno y otro me han hecho buena impresión. Fray Ossorio me parece muy inteligente, y fray Eugenio es, por lo menos, un estupendo dibujante.

Echó mano a los dibujos y se los enseñó.

—Vea.

El prior los colocó sobre las rodillas y los fue viendo con cuidado. Retuvo luego el del presbiterio.

—Ahí tiene los sueños de esa pareja. ¿Usted piensa que la gente de hoy puede rezar en una iglesia como ésa?

—Le confieso que no entiendo gran cosa.

—Mire: este fray Ossorio era un chico de por aquí, que entró en el monasterio como todos, no por vocación, sino por huir del arado. No lo digo por censurarle: más o menos, casi todos entramos en religión por razones parecidas. Pero fray Ossorio era muy listo, y fray Eugenio se fijó en él, y convenció a fray Hugo de que le mandase a estudiar al extranjero.

Dejó junto a los otros el último dibujo.

—Usted sabe que, de vez en cuando, corren por la Iglesia vientos de reforma. La historia de las órdenes religiosas es la de otros tantos reformadores, disconformes con la realidad, que quieren realizar sus ideales. Mi antecesor, que Dios tenga en su gloria, quiso ser uno de éstos. Se propuso, aparentemente, restaurar una Orden extinguida, pero, en el fondo, aspiraba a reformar la Cristiandad entera. Le reconozco, de buena gana, todas sus virtudes. Era rico, y gastó su fortuna en reconstruir el monasterio y en sostenerlo mientras le duró el dinero. Pero, a la vista de los resultados, ¿no hay que preguntarse si valió la pena?

El caballejo trotaba pausadamente. Carlos, flojas las riendas, miraba hacia delante. Al callarse el prior, le rogó que continuase.

—Llevo veinte años en el monasterio. De ellos, dieciocho los pasé al lado de fray Hugo. Yo era cura de la parroquia de Pueblanueva y tenía por delante una gran carrera: hubiera sido muy pronto canónigo de Santiago, quizá más. Fray Hugo empezó a hacerme la rosca: necesitaba un hombre práctico, un administrador. Me hizo la rosca y me convenció, porque su palabra era seductora. Dejé la parroquia y profesé. El entusiasmo me duró poco tiempo. Me preguntaba para qué me había traído fray Hugo, si no me hacía caso. Yo administraba, pero gobernaba él y no tenía en cuenta mis consejos. Yo le decía que la pobreza no nos permitía seguir adelante; él me respondía que con oración, trabajo y esperanza se alcanzaba todo. ¿Qué podía responderle? Pero la comunidad seguía pobre y no adelantábamos en el propósito de fray Hugo. Aunque, la verdad, todavía no sé cuáles fueron sus propósitos.

Hizo una nueva pausa y preguntó a Carlos si le interesaba. Carlos respondió que sí.

—Cuando apareció por aquí fray Eugenio le convenció, como a mí, de que entrase en la Orden, e hizo de él su confidente. Entre los dos concibieron que fray Ossorio, debidamente educado, llevaría adelante la reforma, porque fray Hugo era viejo y fray Eugenio fue siempre un incapaz. Por eso enviaron a fray Ossorio a Alemania. ¡Qué disparate! Un monasterio pobre, miserable, se sacrificó durante años para que el mocito estudiase teología y comprase libros. ¿Sabe usted qué me encargó fray Hugo antes de morir? «¡Haga usted lo necesario, padre, para mantener el monasterio con más de veinte monjes! Ya sabe usted que si baja de esa cifra, la comunidad se disuelve.» Había que mantener la comunidad hasta que fray Ossorio estuviese en condiciones de transformarla por obra de su sabiduría. «¡No me toque usted a fray Ossorio!» Y fray Ossorio, cuando volvió, no traía en la cabeza más que ideas vagas, romanticismos. ¿Sabe usted qué le dije? «Haga lo que quiera, padre, pero de mí no espere la menor ayuda. En cambio, el monasterio necesita de usted, porque he prometido a fray Hugo mantener la comunidad en pie, y usted también tiene que ayudar a mantenerla.»

Rió con risa breve y metálica.

—La reforma quedó en ese grupo de beatas que vienen todas las mañanas al monasterio a oír misa en la cripta: un verdadero grupo de chifladas.

—¿Chifladas? —repitió Carlos con sorpresa.

—Sí, en cierto modo. Chifladas y presumidas. Vienen aquí por separarse de las otras, de las Marías de los Sagrarios, de las Hijas de María, etc. Se creen superiores y distintas porque fray Ossorio les dice misa de cara a ellas y ellas responden en latín palabras que no entienden. Y cuando el fraile les predica, le escuchan extasiadas como si le comprendieran. Debo decirle —añadió— que me he tomado el trabajo de escuchar al padre Ossorio, y el contenido de su predicación es irreprochable. Llego incluso a concederle que el catolicismo deba ser como él lo explica, pero no por eso ellas dejan de ser unas locas.

Carlos no sabía qué responderle, y pasó un rato en silencio.

—Desconfío de todas estas novedades y purezas —continuó el prior—. Soy viejo, he visto mucho y me he llevado muchas desilusiones. Por lo pronto, el padre Ossorio no tiene licencias para confesar, y le he prohibido todo contacto con sus parroquianas que no sea desde el presbiterio. Que predique lo que quiera, que diga la misa de cara al pueblo, pero manteniendo las distancias. Tengo demasiadas preocupaciones y no quiero líos de beatas apasionadas. {Sabe usted a dónde voy? A conseguir que metan en un sanatorio a esos dos frailes jóvenes, que están tuberculosos. Ésa es la realidad: dos muchachos que aún no han hecho el servicio y que ya están reventados para toda la vida. Si se murieran habría que disolver la comunidad, y quizá usted no comprenda lo que eso supone. Porque los que están ordenados podrían acomodarse en cualquier parroquia o capellanía: no lo pasarían peor que aquí. Pero ¿y los otros? ¿Puedo dejar abandonados en el mundo a diez muchachos sin medios de ganarse la vida?

El coche se había metido por las calles y llegaba a la Plaza de Abajo: estaba como el día de la llegada de Carlos, bulliciosa. Mujeres de pañuelos amarillos, hombres de boina y traje de pana, iban y venían, afanados en el mercado, bajo la lluvia fina. En un rincón de la calle, cargaban la baca del autobús.

—Le agradezco mucho que me haya traído, don Carlos; y recuerde lo dicho. ¡No me caliente más los cascos a ese par de insensatos!

Avisados del lego, que contó el encuentro en la carretera y el favor de Carlos al prior, fray Eugenio y fray Ossorio le esperaban, paseantes, delante del monasterio por la parte del pretil que daba sobre la mar, en calma ahora, y gris, sin más que una pequeña rompiente blanca sobre los acantilados. Corrieron al coche. `:e les veía libres y jubilosos, y sus voces, al dar la bienvenida, parecían traspasadas de alegría. Llevaron en seguida a Carlos al taller de fray Eugenio, de donde habían desaparecido, arrinconados, todos los cuadros. Juntaron escabeles; Carlos dio tabaco a fray Eugenio —fray Ossorio no fumaba—, entregó los libros y devolvió los dibujos. Exageró, según lo convenido, la complacencia de doña Mariana.

—De las pinturas, ¿ha dicho algo? —preguntó fray Eugenio.

—Nada en particular. Se refirió al conjuntó.

—Las pinturas del ábside son fundamentales en una iglesia románica.

Y no cualesquiera, sino precisamente éstas.

—¿Quiere usted decir unas pinturas románicas falsificadas?

Fray Eugenio le miró asustado.

—¿Es eso lo que parecen?

—No. Lo que usted ha pintado son esquemas demasiado simples. Un Cristo, una Virgen, unos ángeles. Pero no sé exactamente la clase de pinturas que usted pondría en una iglesia cuya pureza románica se quiere restaurar.

Fray Ossorio hojeaba los libros. Cerró el que tenía entre manos.

—¿Me deja meter baza, don Carlos?

—Naturalmente.

—Hay dos modos, a mi ver, de concebir la pureza de una restauración. Una, buscando el mayor parecido con la iglesia primitiva, que no sabemos cómo fue, en este caso cabe el
pastiche
. Otra, aprovechando la belleza de la iglesia y su disposición arquitectónica para lograr otra clase de pureza, más intemporal y, por tanto, más actual. Me refiero, claro está, a la pureza litúrgica.

—Sin embargo, por lo que sé de arte, ese Cristo y esa Virgen quieren ser bastante románicos.

Fray Ossorio sonrió.

—Quizá porque el estilo románico haya creado arquetipos que no debieron abandonarse y formas de piedad cuya vigencia debe volver.

—De la piedad no puedo hablar, porque no entiendo; pero, ¿cree usted posible que una forma de arte de otro tiempo pueda volver a la vigencia? O nada entiendo de arte, o eso no es posible más que aproximadamente. El Renacimiento quiso hacerlo y no lo consiguió.

—Digo como usted: de arte no puedo hablar, porque no entiendo. Pero el padre Eugenio quizá pueda responderle.

El padre Eugenio hizo un gesto que quería decir: «¿A qué hablar de eso ahora?». Fray Ossorio insistió:

—Hágalo, padre.

Y añadió en seguida:

—Desde hace algunos años, se han hecho muchas experiencias para devolver al arte religioso su verdadera significación y su puesto en la piedad. Es posible que usted conozca algunas, pero la de fray Eugenio no la conoce nadie más que yo.

Fue a un rincón del taller y arrastró un montón de cartapacios pesados.

—Aquí está la obra de mucho tiempo. ¿Quiere usted verla?

Fray Eugenio se interpuso.

—No, no. Todavía no. Antes de verla tiene usted que saber algo. Se sentó encima de los cartapacios, quizá para proteger su secreto.

—Es una historia curiosa, el modo cómo aquí, tan lejos del mundo, se ha intentado una restauración del arte religioso.

Miró a Carlos interrogativamente. Carlos sonrió.

—Tengo verdaderos deseos de conocerla, aunque sospecho que se relacione con el otro prior.

—¿Lo sabe ya?

—He dicho que lo sospecho.

—El padre Hugo fue un hombre extraordinario —hablaba fray Ossorio—. Si le digo que fue un santo no me parece suficiente, porque hay muchas clases de santos, y él pertenecía a una clase especial, poco común.

—¿Un reformador?

Fray Ossorio le miró con sorpresa y calló. Intervino fray Eugenio.

—¿Cómo lo sabe?

—Algo de eso me dijo el padre Fulgencio esta mañana.

Los monjes se miraron.

—Era de esperar —murmuró fray Ossorio.

—No me dijo en qué consistió su reforma.

—Ni se lo dirá jamás.

Fray Ossorio miró de nuevo a fray Eugenio; era una mirada interrogante. Fray Eugenio bajó la cabeza.

—¿Por qué no le enseña sus bocetos?

—Acaban ustedes de referirse a una historia que conviene conocer previamente.

—Señor Deza —fray Ossorio se levantó y habló con voz abstracta, de matices duros—, somos religiosos y nos obliga la obediencia. Quizá lo que le dijésemos no estuviera de acuerdo con lo que el padre prior le ha dicho esta mañana.

Fray Eugenio había abierto uno de los cartapacios y empezó a sacar cartones. Fray Ossorio los fue colocando apoyados en la pared, en un lugar de buena luz. Eran apuntes, bocetos, dibujados con mano diestra, al carbón y a la sanguina; algunos, manchados de color. Parecía como si en ellos se persiguiese la perfección de un tipo —figuras de Jesús y de la Virgen, ángeles y símbolos.

Los ojos de fray Eugenio, escondidos en la penumbra de la capilla, espiaban el rostro de Carlos, registraban los mínimos destellos de su mirada.

—¿Le gustan?

—Sí, pero no sé lo que usted pretendía.

—Yo tampoco.

—Eso ya me sorprende más.

—Lo entenderá fácilmente. La mano que pintaba era la mía; la inspiración, del padre Hugo. Decía, por ejemplo, que, para pintar a Cristo, necesitábamos una nueva intuición de Cristo que sólo podía obtenerse de la experiencia religiosa, de modo que me hablaba de Cristo, pretendía llenarme de Él y luego me decía: «A ver si consigue usted pintar eso que acabo de describirle». Yo lo intentaba. «No es eso, no lo es todavía.» Y seguía hablando de Cristo. Murió hablando de Cristo, pero sin haber logrado que sus intuiciones fuesen mías para siempre.

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