Los gozos y las sombras (99 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

La vieja alzó la cabeza y miró a Rosario.

—¿Qué es lo que quieres?

—Yo pongo la granja con la casa; usted, ¿qué pone?

—A Ramón.

—Eso se pone él.

—Llevará alguna ropa.

—¿Nada más?

—Dinero no tengo.

—Si Ramón va a ser el hombre de su casa, no va a llegar a ella con la chaqueta.

—Yo me quedo sin él.

—Usted bien vive.

—Un hombre en una casa siempre hace falta.

—En la mía, sobran dos.

—Entonces, ¿para qué quieres otro?

—Yo me entiendo.

El resplandor del hogar iluminaba el cabello, la oreja, la mejilla de Rosario, pero quedaban sus ojos en penumbra. La vieja dejó de mirarla.

—Bueno, pide.

—Usted puede arrendar las tierras, porque no tendrá ya quién las trabaje.

—Sí.

—Nos dará los aperos. Tampoco le hará falta el carro.

—De todo eso tiene tu padre.

—Ya le dije que no cuenta. Y cuando necesitemos la vaca, nos la podrá prestar también, hasta que tengamos una.

—Os la arriendo.

Rosario asintió con un gesto.

—Ramón me dijo que usted le tiene dinero guardado.

—¡Bah! Cosa de nada.

—Más de cien duros. Se los da.

—Ese dinero lo tengo empleado.

—Podrá recobrarlo.

La vieja se irguió, enérgica.

—Ramón lo ganó cuando era mío.

—Lo ganó para él, no para usted.

—Yo soy su madre. El dinero no lo doy.

Sostuvo la mirada de Rosario, sin pestañear, sin mover la cara. Rosario se encogió de hombros.

—Allá usted y él; pero él me dijo que teníamos ese dinero.

Se levantó.

—El domingo iremos a la iglesia. Lo del cura tiene que pagarlo él. De lo demás…

Se interrumpió, aguantó unos instantes la inquisición de la vieja.

—Bueno. Él me estará esperando.

Salió, tranquilamente. El perro fue tras ella. La vieja siguió mirándola, hasta que se borró en las sombras.

Clara había acarreado hasta la cocina los muebles que no se usaban: los de Juan, los de Inés, y lo que todavía quedaba en la sala porque nadie lo había comprado. Cuando los tuvo juntos, empezó a trasladarlos al cobertizo del corral.

Hacía una mañana fresca y luminosa. Se veía, allá abajo, el mar azul, y en la otra banda de la ría, las playitas rubias y alguna barca inmóvil. Lejos, en alguna caleta aún no alcanzada por el sol, se demoraban jirones de niebla. Por encima de los montes, el cielo estaba claro.

Cuando llegaron el
Cubano
y otros dos, el presidente y el vocal del Sindicato, Clara bajaba con dificultad un enorme jergón metálico, de mallas oxidadas. Ellos quedaron de pie en la entrada y el
Cubano
le gritó:

—¿Qué? ¿Te echamos una mano?

Clara se limpió el sudor de la frente y les sonrió.

—No me vendría mal.

—Anda. Ve tú y ayúdala —dijo el
Cubano
al presidente.

El presidente se quitó la boina y la dejó encima de un poyete. Atravesó el corral y quedó al pie de la escalera.

—Buenos días.

—Hola.

—¿Cómo está usted?

—Pues ya ves: sudando.

El presidente no sabía cómo seguir. La miró y bajó la cabeza.

—Anda. Sube y coge el jergón por abajo.

Entre los dos lo llevaron en volandas y lo dejaron bajo el alpendre.

—¿Estás de mudanza? —le preguntó el
Cubano
.

Clara explicó que había vendido la casa y que se mudaría a un bajo de la plaza. Añadió que iba a abrir una tienda.

—No sé si tendré algo que daros. Subid a la cocina.

Entraron y quedaron en pie, cerca de la puerta. Clara buscó vasos y trajo una frasca con restos de aguardiente.

—Hay eso. Ahí tenéis banquetas. Sentaos.

Se sentaron. Los marineros bebieron; el
Cubano
rechazó el aguardiente y pidió un sorbo de agua. Clara estaba junto a ellos, las manos en las caderas.

—Bueno. Vosotros diréis…

Ellos se miraron. Clara rió. «Vamos, que se decida uno.»

—Habla tú —dijo el
Cubano
al presidente.

—No. Habla tú.

—Bueno…

—Si venís a preguntarme por mi hermano no sé nada de él. Dónde vive, sí.

—No. No es eso.

—Como tú conoces a don Carlos…

—¡Ah! —Clara volvió a reír—. ¿Tenéis que hablarle y os da miedo?

—Miedo, no; reparo.

—Y pensáis que yo…

—Eso.

—Bueno. Pues hablad.

—Queremos que le preguntes qué piensa hacer con eso de los barcos.

—Se lo preguntaré.

—Que si va a marcharse o va a quedarse.

—Que es el pan de sesenta familias —intervino el presidente—. Pero que nosotros no queremos obligarle. Esto, sobre todo, que quede claro.

—¿Y no sería mejor que le hablaseis vosotros?

—Acabo de decir…

—Sí, lo comprendo. Y yo le diré todo esto; pero después debéis hablarle.

—Después, sí, si él quiere.

—¿Cómo no va a querer? Es su obligación.

—Nosotros no decimos tanto. Pero, claro, será necesario que nos escuche. Tú puedes explicárselo. Tú nos conoces bien. Sabes cómo vivimos; bueno, cómo viven éstos y todos los demás que andan a la mar. Además, alguna vez habrás oído a Juan… Va la vida de todos en lo que se haga con los barcos.

Siguió el
Cubano
, pero Clara había dejado de escucharle. Recordó aquella vez que había visto y oído a Juan hablar a los pescadores en la taberna. Cerró los ojos. ¡Qué bien lo hacía Juan, y qué pasión ponía en sus palabras! ¡Y cómo le escuchaban todos, como a un apóstol!

Acompañó a la comisión hasta la salida del corral.

Ahora mismo buscaré a don Carlos. Id tranquilos, que lo que yo pueda hacer…

Les tendió la mano. El presidente, al estrechársela, señaló los muebles del alpendre:

—No tiene por qué cargarlo usted. Con que nos avise, venimos dos o tres y, en un momento, hecho.

—Gracias.

—Pero mire que lo haga.

—Lo haré.

Se alejaron. Dos o tres veces volvieron la cabeza y se quitaron las boinas.

Clara subió las escaleras rápidamente, fue al cuarto de su madre, la lavó, la mudó y la dejó sentada frente a la ventana abierta, por donde entraba el sol. Después se arregló ella misma, con el traje y el abrigo negros, las medias finas y los zapatos de tacón. Dejó la casa cerrada, marchó de prisa por la carretera. Al llegar a la plaza se desvió y entró bajo los soportales. Cuatro obreros trabajaban en el arreglo del piso. Habían levantado los suelos, habían picado las paredes por alguna parte. Todo estaba lleno de polvo. Clara les habló desde la puerta:

—¿No estáis más que cuatro? ¿Es que el maestro piensa que voy a esperar un año?

Pero le satisfizo ver arrancada la, cochambre. Al fondo, la puerta del patio, abierta, dejaba pasar la luz. Clara lo imaginó todo nuevecito, los anaqueles cargados de mercancías, un mostrador suave y brillante.

—Bueno, ya volveré. Si todo queda a mi gusto a lo mejor os hago un regalo.

Por la calle empinada, Clara taconeó y descendió erguida, sin hacer caso a los que, de un lado y de otro, la miraban. Alcanzó a oír algún cuchicheo, algún piropo por lo bajo. Llegó a la playa, compró una perra de castañas y las fue comiendo hasta llegar a la casa de doña Mariana. Esperó a terminarlas en el portal, se sacudió el abrigo y llamó. La
Rucha
, hija, la hizo pasar sin apenas mirarla. Clara esperó en la salita de estar, sin sentarse. Carlos llegó en seguida. Venía sin chaqueta, con un jersey y la camisa abierta.

—Estaba en el jardín, ¿sabes? Corno está bueno el tiempo.

—Desde que murió la Vieja te das la gran vida.

—Poco me queda.

—Ya…

Le contó la visita del
Cubano
y de los pescadores. Carlos la escuchó sin interrumpirla. Luego dijo:

—Eso no tiene arreglo. Ya te dije que voy a marcharme. Además, el asunto en sí es un disparate. Aunque regalase los barcos al Sindicato, no podrían hacer nada. Para que el negocio sea rentable, para no perder al menos, hace falta un capital, un dinero con que empezar. De momento, unos cincuenta mil duros.

—Pero con eso ya contarán ellos.

—No lo sé, pero no lo creo. Esperarán que doña Mariana haya dispuesto también de ese dinero para arrancar. Pero a doña Mariana se le olvidó el detalle. Vamos, supongo, porque todavía no conozco el testamento.

Clara quedó pensativa unos instantes.

—Me gustaría que esto se arreglase, ante todo, por Juan, porque él fue quien lo inventó. Pero, además, porque los pescadores son la mejor gente de Pueblanueva y merecen otra vida. Tú no sabes cómo lo pasan. Cuando hay pescado, van tirando, y son alegres y generosos. Cuando no hay pescado fresco, se alimentan de sardinas secas al sol. Pero, con pescado o sin él, sus casas son sucias y miserables. Ellos, sin embargo, nunca son malos. Aguantan y callan. Fíjate qué va a ser de ellos si se venden los barcos. Hasta que a Cayetano le dé la gana de emplearlos…

Se levantó.

—¿Sabes que voy ahora, mismo a cobrar el dinero de mi casa?

Carlos la miró de arriba abajo y sonrió.

—¿Te has puesto tan guapa por eso?

—Sí, pero no por Cayetano. A él no le veré, me entiendo con Martínez. Hoy me esperan a las doce en el astillero, a firmar la escritura y a recoger la pasta.

—Enhorabuena.

Clara se acercó.

—Tengo miedo de llevar a casa tanto dinero. Alguien se enterará, y a lo mejor van de noche a robarme. ¿Me lo guardarás tú?

—Bueno.

—Entonces volveré cuando haya terminado.

Salió. Carlos fue al mirador, levantó una cortina y la vio alejarse taconeando, con aire altivo. Cerca de la lonja, Clara se detuvo, habló a una mujer, acarició a un chiquillo. Luego se perdió.

—Ésta también piensa que mi obligación es quedarme y echarme a cuestas la redención de los pescadores.

Carlos volvió al jardín, se sentó, cogió un libro, pero no pudo leer. Bajó la
Rucha
, hija, a preguntarle, de parte de su madre, si iba a comer solo. Carlos le dijo que sí. Al cabo de un rato, la
Rucha
, hija, volvió a decirle que Clara le estaba esperando. Carlos paseó por su habitación, se puso la corbata y la chaqueta. Se miró al espejo y vio los codos gastados, las bocamangas raídas. Hizo una mueca de disgusto.

Clara se había quitado el abrigo y esperaba sentada en el brazo de una butaca. La falda, subida, dejaba al aire las rodillas. Tenía en la mano un papelito alargado y verdoso.

—Me han dado esto.

Tendió a Carlos un cheque. Setenta y cinco mil pesetas.

—Como si te hubieran dado el dinero.

—Pero tendré que ir a cobrarlo a Santiago.

—Eso no será difícil.

—¿Por qué no me acompañas? Hazte cuenta. Nunca me vi con tanto dinero junto, ni metida en este lío. Además, aprovecharé para mandar su parte a mis hermanos. Si vas conmigo, me podrás ayudar.

Carlos cogió el cheque.

—Ven. Vamos a guardarlo.

La llevó al salón. Abrió las maderas de una ventana y apartó un cuadro que ocultaba una pequeña caja fuerte empotrada en el muro.

—¿Es aquí donde escondía la Vieja sus tesoros? —preguntó Clara.

—Una parte al menos.

Carlos abrió la caja, metió la mano y sacó unos cuantos estuches, pequeños, medianos y grandes.

—Mira.

Abrió uno de ellos. Clara se acercó.

—Puedes cogerlo.

Era un collar de esmeraldas, el mismo con que Sorolla había pintado a doña Mariana. Lo tuvo en el aire unos instantes.

—Muy bonito. Pero me da miedo.

Carlos balanceó el collar.

—¿Por qué?

—Me parece que es un pecado llevar esto mientras hay tanta gente pobre.

—¿No te gustaría que fuese tuyo?

—No.

—¿Por qué no te lo pones?

—No me tientes.

—Anda, póntelo.

Carlos dejó los estuches encima de una silla y desabrochó el collar. Clara se volvió de espaldas y dejó que se lo colgase. Le echó las manos, palpó las piedras; luego se acercó al espejo.

—Abre una ventana. No me veo bien.

Carlos abrió las maderas del balcón; luego, las vidrieras. Entró la luz meridiana, dio de lleno en el cuerpo de Clara, le alumbró el rostro, sacó resplandores del collar. Clara se miró.

—Si me casara contigo esto sería mío, ¿verdad?

—Podría serlo. Según dicen, doña Mariana me autoriza a escoger de sus cosas, como recuerdo, lo que más me guste. Podría ser el collar.

—Quítamelo.

—Si lo quieres, te lo regalo.

—Está mal que bromees conmigo, Carlos.

Echó las manos al cuello y forcejeó para abrir el broche.

—Quieta. Yo lo haré.

—Ya ves —dijo Clara—; creo que está mal tener eso y, sin embargo, si fuera mío…

—Va a ser de Germaine.

Carlos guardó el collar en su estuche; lo metió todo en la caja fuerte, metió también el cheque y cerró.

—¿Tú sabes para qué armó la Vieja todo ese lío de los barcos y de los pescadores? Pues para amarrarme a Pueblanueva todo el tiempo que esté aquí su sobrina y para que me case con ella. Le parecía que estando juntos y viéndonos cada día… Por eso lo puso todo en mis manos, ¿comprendes? Es un plan bien pensado. Pero yo se lo voy a desbaratar. Nadie puede exigir a Germaine que pase aquí cinco años más que yo, y yo le daré facilidades para que se vaya, ¿comprendes? Así también podré irme.

—¿Detrás de ella?

—¿Por qué lo piensas?

—Porque sería lo razonable. A lo mejor llegarías a ser feliz.

—A doña Mariana no le importaba mi felicidad ni la de nadie. Lo que ella quería es que todo esto, sus cosas, sus bienes, ese collar de esmeraldas, quedasen en manos de su sobrina y no saliesen de ellas. Y entonces se le ocurrió que, casándome con ella, fuese el guardián. ¡Y, ya ves, en otras condiciones no me importaría! Les he cobrado amor a esta casa, a estos muebles, a todo lo que hay aquí, porque son todo lo que queda de la Vieja. De buena gana haría que todo permaneciese igual, como en un museo, y entonces sí que sería su guardián. ¡Pero sin la sobrina!

—¿Es fea ella?

—No. Muy guapa.

La llevó a la sala de estar y le enseñó la fotografía de Germaine. Clara la miró curiosamente.

—Sí. Es guapa, pero yo valgo más. Esta chica, con esta cara, no me parece capaz de tener un hijo.

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