Los gozos y las sombras (103 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

—Aquello no es nada claro socialmente. El mayor propietario, el amo del pueblo, el verdadero tirano, es socialista.

Gay entornó los ojos y sonrió.

—Esas cosas sólo pasan en España.

El camarero trajo el café con leche, en vaso. Llegaron dos contertulios más: un periodista, que venía de las Cortes, y un sujeto gordo, ordinario, que vendía libros y colaboraba en
Claridad
. El periodista empezó a contar lo que había oído en los corrillos. El de los libros dijo:

—La mayor responsabilidad de este Gobierno estúpido se refiere al incremento del fascismo. Mucho decir Gil Robles que él no lo es, pero, a su capa, el fascismo prospera. Tengo noticias de Valladolid.

A Juan, aquella mañana, no le interesaba la política. Parecía escuchar, pero por su memoria andaban los recuerdos de Pueblanueva.

—Únicamente se sacará algo en limpio si las izquierdas dejan a un lado sus diferencias y se unen contra el enemigo común. El defecto de los españoles es su falta de unidad. Todos queremos ser cabezas, nadie acepta una disciplina. Los únicos con sentido político son los comunistas, y eso porque los dirigen desde fuera.

—Eso se viene diciendo hace lo menos un siglo.

—Pues habrá que repetirlo hasta que nos demos cuenta de que es la única verdad que importa.

A aquellas horas, con buen tiempo, en Pueblanueva resplandecería el aire. En las mañanas claras de primavera, las casas se reflejaban en el agua, temblaban rítmicamente sus imágenes, movidas por las olas mansas. A veces, restos de la niebla nocturna, jirones blanquísimos, se demoraban sobre las olas y velaban los reflejos. Era hermoso, y en alguna ocasión había intentado ponerlo en verso.

—Pues los fascistas nos dan ejemplo de unión y disciplina.

—¡Quiá! También andan a la greña. Todos quieren ser jefes.

Inés llegó pasado el mediodía. Vestía una falda gris, una camisa blanca y, sobre los hombros, llevaba una chaquetilla negra. Estaba muy bonita, y la gravedad, la sonrisa contenida, la quietud de sus manos, ayudaban a componer una imagen elegante y tranquila. Solía recoger a Juan en el café. Cuando llegaba, se sosegaban las conversaciones y dejaban de oírse los tacos con que el vendedor de libros y colaborador de Claridad reforzaba la energía de sus afirmaciones. Se levantaron todos.

—Aquí, Inés.

—Siéntate aquí.

Ella les sonrió.

—No puedo. Tenemos prisa. ¿Verdad, Juan?

Juan asintió.

—¿Por qué no tomas un vermut? —le dijo Gay—. Yo te convido.

—No, gracias. Tenemos prisa.

Juan pagaba ya su café. Los otros se sentaron, menos Gay.

—Ya sé que, a lo mejor, os vais. Juan me ha leído una carta. Inés se encogió de hombros.

—Me gustaría que os quedaseis. Al menos, tú.

—Yo no tengo que hacer en este mundo más que ir a donde vaya mi hermano.

—¿Es que no tienes derecho a tu vida propia?

—De momento, mi vida es ésa.

Juan se puso la gabardina y el sombrero.

—Vámonos ya. Hasta la noche, Paco.

—Tráete a Inés contigo.

Salieron. Juan la cogió del brazo y se abrieron paso entre la gente de los corrillos. El sol empezaba a iluminar el borde de la acera.

A la altura del Ministerio de Instrucción Pública, Juan dijo:

—Tuve carta de Carlos.

—Yo, de Clara.

—¿Te dice lo de los barcos?

—Sí.

—¿Qué te parece?

—Lo que tú quieras.

—¿Para hablar de esto tenías tanta prisa?

—Para saber lo que decides.

—Por ahora, nada.

—Tendrás que pensarlo bien.

—Hay muchas razones para marchar, pero también para quedarse. Con el dinero que nos tocó de la casa podemos vivir un par de años.

Después de comer, Inés dijo que fuesen a su habitación, pero Juan prefirió marchar a un café.

Se metieron en uno, cerca de la Puerta del Sol, donde nadie les conocía. Había mucha gente. En una parte alta, contra la barandilla de una tarima, se apoyaba, enfundado, un violonchelo, y el piano se cubría de una tela azul ribeteada de blanco. Los camareros hacían sus pedidos en voz baja, y nadie metía ruido. Debían de ser clientes habituales y acostumbrados al silencio de los conciertos cafeteriles. Inés, al sentarse, arrastró una silla, y la miraron, airados, de tres o cuatro lugares.

Se sentó junto a su hermano en el diván.

—Esta mañana estuve viendo pisos —dijo—. Encontré uno de tres habitaciones, muy arreglado.

—¿En el centro?

—En Alberto Aguilera. Interior, con muy buena luz. No queda lejos y está bien comunicado. También fui a una casa de muebles. Con mil pesetas podremos comprar lo indispensable. La ropa, aparte, dato, y lo de la cocina. Unos cien duros más.

—¿No te parece bien lo de Pueblanueva?

—Eso depende de ti. Ya te lo dije.

—Pero ¿no me aconsejas?

—No entiendo de eso.

Juan sirvió un vaso de agua y lo bebió. Se acercó el camarero; Juan encargó dos cafés y una copa de coñac.

—A ti te pretende Gay, ¿verdad?

—Sí.

—Es un excelente muchacho y será catedrático de Universidad, seguramente.

—Eso no me importa.

—¿Te gusta?

—No más que cualquier otro.

—Es que, si te gusta Gay, no se vuelve a hablar de lo de Pueblanueva.

—Nunca he pensado en separarme de ti.

Habían llegado los músicos. Dos hombres, gordo uno de ellos, y una mujer. Subidos a la tarima, desenfundaban los instrumentos. El flaco bebía el café traído por un mozo.

—Te habrás fijado en que Carlos dice que nadie comentó tu marcha.

Suponen que te fuiste al convento.

—Ahora podrían suponer que el convento no me sentaba y que salí.

—Es decir, que por tu parte…

Inés le cogió la mano.

—¿Tú quieres irte, Juan? Porque si quieres irte…

—Lo bueno del caso es que no estoy seguro.

—Lo de los barcos fue tu ilusión.

—Ya no lo es tanto.

El músico templaba el violonchelo; la mujer, con el violín en la mano, miraba a Inés con insistencia. Había cesado todo rumor. Juan bajó la voz y habló muy cerca del oído de su hermana:

—No me tengas por veleidoso. Estábamos en Pueblanueva, la gente nos era hostil, había que pelear. Conseguir aquello hubiera sido definitivo, pero conseguido por mí. Yo sabía que la Vieja no había de ceder tan fácilmente. Hubiéramos planteado una huelga, la hubiéramos ganado. Ahora se ha logrado sin esfuerzo.

—Y ya no estamos en Pueblanueva.

—Eso.

El pianista empezó a tocar los primeros compases de una obertura, «La viuda alegre», arreglada para piano, violín y chelo; entró el violín y, en seguida, el violonchelo. La violinista miraba a Inés de vez en cuando.

Alguien hablaba en alto. Le chistaron desde un rincón:

—¡Silencio!

Juan dijo:

—Aquí, en Madrid, tengo con quién hablar. Los del café me respetan y me escuchan. Leo libros, estoy al corriente de lo que pasa en el mundo y no pienso para nada en Cayetano Salgado. Me gusta Pueblanueva, pero la gente… Aunque, claro, ahora no sería lo mismo. Tenemos dinero, y allí nos duraría más que aquí.

—Te darían un sueldo.

—¿Un sueldo? ¡De ninguna manera! Trabajaría gratis, ¡no faltaba más!

¡Para que luego dijesen en el Casino que chupábamos la sangre de los trabajadores!

—Aquí también puedes encontrar empleo.

—También. Pero sin prisas. Si nos quedamos aquí…

Inés le interrumpió:

—¿No has pensado nunca en el extranjero?

—No.

—Yo lo he pensado muchas veces. A la Argentina, por ejemplo. Allí las modistas están muy bien pagadas.

—¿A la Argentina?

Se acercó el camarero con los cafés y el coñac, y lo dejó todo sobre la mesa, silenciosamente. La orquesta había llegado al vals, y un centenar de cabezas llevaba el ritmo balanceándose. Inés rompió el papel del azúcar, puso un terrón a Juan, dos a ella. Juan se sacudió de la solapa un poco de ceniza y acercó su taza.

—Me gusta más París. Ahora que todo lo de Pueblanueva se ha olvidado, sólo recuerdo que, en un tiempo, quise ser escritor. Anoche, cuando llegué a casa, estaba desvelado y me puse a leer papeles viejos, los que escribía allá. No están mal, ¿sabes? Yo tengo talento. Debo ponerme a escribir, pero en castellano, no en gallego. Gay me dijo el otro día que escribir en gallego es condenarse al anonimato. Un año en París, poniéndose al día, y volver después y escribir en los periódicos. Podría también hacerlo ahora… Me han hablado de colaborar en la
Solidaridad
de Barcelona. Ellos necesitan gente de un nivel superior al de los obreros, gente culta. No he dicho que sí todavía… Tendría que prepararme antes…

—¿Fue Gay el que te lo ofreció?

—No. Gay es socialista. Cuando le hablo del anarquismo se ríe.

—¿Gay tampoco cree en Dios?

Juan se encogió de hombros.

—No sé. Quizá no.

Quedaron callados. El trío remató la obertura. Le aplaudieron. La violinista, con el instrumento bajo el brazo y el arco en la mano, inclinaba la cabeza.

—De todos modos, no hay que precipitarse —dijo Juan.

Inés cerró los ojos.

—El piso de Alberto Aguilera es muy bonito. Interior, pero le da el sol. Tiene un balcón a un patio. Creo que me sería fácil encontrar clientela entre la vecindad.

Cesaron los aplausos. El pianista descendió de la tarima y ayudó a la violinista a que bajase. El del violonchelo quedó arriba, sentado, liando un cigarrillo. Sujetaba el instrumento entre las rodillas y el arco bajo el sobaco. Era un hombrecillo calvo, bonachón.

Después de cenar, Juan dijo que no le apetecía salir. Se metió en su cuarto y entreabrió la ventana. La calle estaba silenciosa. Permaneció unos minutos acodado, mirando a un gato que jugaba en el portal de enfrente; un gato negro, gordo, aristocrático, de movimientos lentos y seguros. Jugaba con un burujo de papel. Hasta que una mujer salió a cerrar el portal. Llamó al gato, y el gato entró tranquilamente. Quedó el burujo al borde de la acera, junto a un montón de desperdicios. Entró la portera y salió a poco con el cajón del polvo: lo volcó y golpeó luego contra el suelo. Juan, entonces, cerró la ventana. Se sentó ante la mesa y empezó a leer sus cuartillas.

Al poco tiempo entró la criada a decirle que el señor Gay le esperaba.

—Que pase aquí.

Gay traía una gabardina puesta y sonreía.

—Iba a dar una vuelta y se me ocurrió pasar a recogeros.

—No me encuentro muy bien. Además, tenía ganas de escribir. Gay se sentó al borde de la cama y sacó tabaco.

—¿Cuándo vas a leerme algo? —tendió a Juan el paquete de cigarrillos.

Juan, sin levantarse, alargó la mano y cogió uno.

—Está en gallego, ya lo sabes —dijo Juan.

—Lo entiendo…

—De todos modos…

Juan le pasó un montón de cuartillas manuscritas y encendió el pitillo.

—Es el poema cosmogónico del que te hablé. Quiero contar la formación del mundo sin participación de Dios. En este pasaje —arrebató a Gay las cuartillas que acababa de entregarle— describo la oquedad del cielo, el vacío del infinito. Las energías dispersas, ante la urgencia de la creación, se preguntan si necesitan un Creador, y lo buscan, lo llaman, pero el Creador no responde porque no existe. Entonces, ellas se deciden a ser creadoras. Es un pasaje largo.

Tendió a Gay unas cuartillas escogidas. Gay empezó a leer.

—Es bonito esto.

Mientras Gay leía, Juan espiaba su rostro, sus ojos.

—Lucrecio, al menos, cantó a Venus creadora —dijo Gay al devolvérselas.

—Yo, ni eso.

—Es una clase de poesía que ahora no se usa.

—Por falta de alientos. Yo mismo no sé si los tendré para acabar el poema; los tuve, pero las cosas vinieron mal. Ahora puedo recobrarlos. Por eso me pregunto si haré más servicio a la humanidad con mi poesía o dedicándome a la política. Ya ves: la humanidad necesita de vez en cuando que se le diga la verdad en verso, que se le diga con pasión y poesía. Pero ésta es una verdad terrible, y Dios, en cambio, es una mentira esperanzadora. A veces pienso que los hombres no están maduros para el ateísmo y que decirles la verdad es hacerles daño. Mi poema lo hará, indudablemente, a algunos, pero si me hago cargo de ese asunto de Pueblanueva, puedo hacer mucho bien. Estoy perplejo.

—Un comunista te diría: acepta lo de Pueblanueva, porque el mundo hay que modificarlo por la acción, no por la poesía.

—Pero tú no eres comunista.

—No.

Juan ordenó las cuartillas y las volvió a la carpeta.

—Dime, Gay: tú, ¿qué eres?

Gay se encogió de hombros.

—Un poco de todo y nada en concreto. En eso de Dios, tampoco estoy seguro, pero no me preocupo. Si existe, ya me valdrá lo mucho que mi madre reza por mí.

—Pero hay que tomar una decisión. En los tiempos que corren es una exigencia moral. Hace cuatro años cuando vino la República, se puso de moda una frase: «Hay que definirse». No sé si sigue o no de moda, pero no ha perdido vigencia.

Gay rectificó su postura en el borde de la cama; se echó un poco adentro; cruzó las piernas y buscó apoyo para la espalda.

—Yo no sería capaz de plantearme ese problema que tú te planteas, si serviré mejor a la humanidad dedicándome a la política o ganando unas oposiciones a cátedras. Por las dudas, voy a ver si gano las oposiciones.

—Pero eres republicano.

—Eso lo es todo el mundo.

—Los intelectuales —dijo Juan con cierta solemnidad— tenemos una obligación…

Le interrumpió una llamada en la puerta. Entró la criada.

—La señorita dice que, si no se ha acostado, que vaya a verla.

A Gay le resplandecieron los ojos. Arrojó el cigarrillo a un rincón.

—¿Está en casa Inés? Yo creí…

—Dígale que está aquí el señor Gay y que si podemos ir los dos.

Gay saltó de la cama.

—A lo mejor, le gustaría salir un poco conmigo.

—Díselo —le echó una mano por el hombro y lo empujó hacia la puerta. Luego repitió—: Díselo. Probablemente le gustará dar un paseo.

Habían llegado hasta el convento de la Encarnación. Estaba oscuro y silencioso. Inés se detuvo.

—¿Por qué me traes aquí?

—Es una parte muy bonita de Madrid, que quizá no conozcas.

—Me da miedo. Vámonos.

—La plaza de Oriente queda aquí mismo, a un paso. Podemos llegar hasta allí.

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