Los gozos y las sombras (104 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

—No importa.

Parecía inquieta. Gay la cogió del brazo y se volvieron. Pasó un coche de caballos, una berlina cerrada, de alquiler, con el letrero de «Libre» levantado. Gay sintió la tentación de detenerla, de meterse en ella con Inés, pero no se atrevió. Atravesaron la plaza de la ópera y entraron en un café frente al teatro. Gay ayudó a Inés a quitarse el abrigo.

—Perdona, pero tenía ganas de estar a solas contigo.

—¿Para qué?

Gay vaciló.

—Para hablar.

Se sentaron juntos. Inés recogió las manos y las cruzó sobre el regazo.

—Aquí podemos hacerlo.

—No es lo mismo. Hay gente, y soy bastante tímido. Ya lo habrás notado.

—¿Qué quieres decirme?

—Que si te parece bien salir conmigo… algunas veces. Ir al cine, o a merendar, o a dar un paseo, como hoy. Aunque trabajo mucho, tengo a veces un rato libre y me gustaría pasarlo contigo.

—¿Para qué? Te aburrirás. Soy de pocas palabras, ya lo sabes. —Eso no importa. Yo, cuando tengo confianza, hablo bastante. Y estoy solo en Madrid, sin nadie a quien contar mis cosas. Porque también tengo problemas.

—¿También?

—No como los de tu hermano, claro. Soy de otra manera. Pero no todo marcha, y a mí me gustaría que alguien se interesase…

—¿Por qué yo?

—Inés, porque…

Gay bajó la cabeza.

—Estoy bien contigo. Me da la impresión de que eres buena, y…

—No soy buena.

Gay la miró bruscamente, asustado. Se apartó un poco.

—Hay alguien a quien mataría, si pudiera —continuó Inés—. Supongo que eso no es ser buena.

Gay se echó a reír.

—Creí que tu maldad era de otra clase. Todos mataríamos a alguien, estoy seguro. Al que más y al que menos nos han hecho daño. Mira: hay un punto en la Universidad, uno de derechas, que desde hace dos años me viene haciendo la sombra. Me birló el premio extraordinario de doctorado, me ganó unas oposiciones a auxiliar de la Facultad. Y no es que valga más que yo, sino que es más hábil. Cuando se encuentra conmigo, me mira con tal aire de superioridad y me sonríe con tal impertinencia que le echaría las manos al cuello hasta estrangularlo.

—He aguantado muchas sonrisas así en la vida.

Gay la miró con simpatía, se acercó un poco a ella, aproximó una mano a la de Inés, pero la retiró en seguida.

—Inés, ¿a ti te engañó algún hombre?

Se apartó. Inés le miraba a los ojos con frialdad.

—Más bien me engañé yo.

—Pero ¿te abandonó? Quiero decir…, ya me entiendes.

Inés movió la cabeza, sin dejar de mirarle fijamente. Gay esquivó la mirada.

—¿Le quieres… todavía?

—No.

—Entonces, podrás querer a otro. Digo yo…

Inés se encogió de hombros.

—¿No te has dado cuenta de que vivo para mi hermano? Es lo único que me importa en el mundo. Y no quiero que vuelva a Pueblanueva. Aquí es más feliz.

—Y porque lo sea, ¿te sientes capaz de sacrificar tu vida?

—Naturalmente. Pero no me cuesta sacrificio.

—No lo entiendo. Una mujer de tu edad y tan bonita como tú… —Gay enrojecíó—, lo natural es que… En fin…, ya me entiendes.

—Sí; pero tú a nosotros, no. Tendrías que saber muchas cosas. No estaré nunca tan unida a nadie como a mi hermano, y no deseo estarlo.

Hablaba con dureza tajante, sin mirar a Gay. Él intentó otra vez aproximarse un poco y habló suave, dulcemente:

—Me gustaría casarme contigo, Inés. A pesar de todo.

—No pienses en eso.

—Tengo la impresión de que a tu hermano no le disgustaría. Cuando esta noche le pregunté si podría salir contigo, sonrió y me dio facilidades. A lo mejor se siente un poco prisionero en tu compañía, se siente obligado a ti. Si te casaras, sería mejor para él.

—Aun así…

—Conozco muchos hombres que se han frustrado, humanamente quiero decir, por una madre o una hermana a las que querían demasiado. Un hombre necesita, en ciertas ocasiones, ser absolutamente libre. Y Juan también lo necesitará, más que otro, probablemente. Sabes que Juan es anarquista. Cualquier día de éstos se armará una gorda en España, y a Juan le tocará actuar. No es lo mismo hacer poesías que pegar tiros. ¿Y cómo va a hacerlo, si es la única persona que tienes en el mundo?

—Juan me necesita —dijo Inés con calor, con la vista perdida en el fondo del café—. Tengo que trabajar para él, ¿comprendes? Juan no sabe vivir, no supo nunca. Esta mañana, al hablar de lo de Pueblanueva, le pregunté si le darían un sueldo, y él me respondió que no lo aceptaría. Después le pregunté si pensaba buscar algún empleo en Madrid; me dijo que sí, pero sin prisa. Fue una disculpa. Él no sabe pedir. En cuanto a eso que dices, yo no le estorbaré jamás. Sé defenderme sola.

Gay metió las manos en los bolsillos, bajó la cabeza, hundió los hombros.

—Es monstruoso —susurró—. Y, sin embargo, ya ves, tu hermano me es simpático y lo quiero bien. Pero yo sería incapaz de permitir que una mujer trabajase para mí. No sé, no me atrevería a salir a la calle.

—De momento, nadie trabaja para Juan. Vivimos de nuestro dinero.

—¿Sois ricos?

—Hemos vendido la casa que teníamos, un pazo.

Gay se sobresaltó.

—¿Sois gente de pazo? Ahora empiezo a comprender…

Levantó la cabeza lentamente. Miró a Inés a hurtadillas, con interés, con algo de admiración.

—… que quieras matar a un hombre y todo lo demás. Y comprendo también a tu hermano.

—Tienes que ayudarme a convencerle, ¿comprendes? Saldré contigo cuando quieras. Porque si él se va, me iré yo también, y así…

Se interrumpió, volvió el rostro hacia Gay y, repentinamente, le cogió una mano.

—Dime: ¿crees en Dios?

—¿Por qué?

—Porque de los que creen en Dios no me fío.

La pensión estaba silenciosa. Inés avanzó a tientas por el pasillo. Al abrir su habitación vio una rendija de luz bajo la puerta de Juan. Se acercó y llamó:

—Soy yo, Juan.

Entró. Juan estaba sentado ante la mesa, vuelto a medias hacia la puerta. Tenía ante sí un montón de papeles y un lápiz. Se había quitado la corbata, y el pelo revuelto le caía sobre la frente.

—Hola.

Llegó hasta él, le acarició la cabeza, le arregló el pelo.

—¿Qué tal lo has pasado con Gay?

—Bien.

—Yo he intentado trabajar. ¡Hace tanto tiempo que tengo esto abandonado! Encontrar, al cabo de dos años, una obra incompleta es como tropezarse con una persona a la que no se ve hace tiempo. Siempre da sorpresas.

—¿Serás capaz de seguir?

—Creo que sí.

Inés se apoyó en la mesa, muy cerca de su hermano.

—Juan, Gay me dijo que le gustaría casarse conmigo.

—¿Y tú?

Inés cerró los ojos.

—¿Quién sabe?

Juan le cogió las manos.

—¡Esto me alegra, caramba! ¡No sabes cómo me alegra!

—¿Por qué, Juan?

Juan dejó de sonreír.

—Es lo natural. Siempre pensé que deberías casarte. Es el destino natural de una mujer. Recuerda, hace meses, cuando llegó Carlos a Pueblanueva. Claro que entonces tenías otros proyectos.

Inés se apartó de la mesa, dio unos pasos hacia el rincón y habló de espaldas.

—¿No piensas que sería un estorbo para ti? ¿Que acabaría por hacerte daño si sigo soltera? Hay hombres que fracasan por una madre o una hermana a la que quieren demasiado… o que le quieren a él demasiado.

Juan se levantó y fue hacia ella. Se arrimó a la pared y atrajo a Inés hacia sí. Inés le echó los brazos, cruzó las manos detrás de la nuca de Juan. Éste dijo:

—Nunca lo he pensado. Tú no me estorbarías nunca. Y no quiero que lo pienses. Pero si Gay te gusta, sal con él, y cuando quieras, te casas. Por cierto que… —apartó la mirada— tu dinero. Hay que guardar para ti la mitad del dinero. Te hará falta para el ajuar y esas cosas… Con el mío podremos arreglarnos, ¿verdad? Tendré que buscarme algo por ahí, aceptar esas colaboraciones para ayudarnos. No será difícil.

—¿Renuncias a lo de Pueblanueva?

Juan sonrió, se soltó de ella y volvió a la mesa.

—¡Claro! Si tú y Gay… Y aunque no fuese así. Lo he estado pensando. Es mejor que se encargue a otra persona sin compromisos. Yo, a lo mejor, acabaría por perjudicar a los propios interesados. Pensándolo bien, entender de negocios de pesca, lo que se dice entender, no entiendo. Quizá de una manera teórica. Pero una cosa es planear y otra llevar los planes a cabo. ¿No lo encuentras razonable? Inés se acercó y volvió a acariciarle la cabeza.

—Me voy a dormir. Piénsalo y no te decidas hasta mañana.

Le dio un beso en la frente y salió. Abrió silenciosamente la puerta de su habitación, encendió la luz. El armario estaba entreabierto. Lo cerró, se arrimó a la cómoda y se miró al espejo de tres lunas: un espejo pequeño, con marcos de caoba; se miró a los ojos con el gesto sombrío y decidido. Después empezó a desnudarse.

«Querido Carlos: ¿Qué quieres que te diga? A pesar de todas tus seguridades, ni Inés ni yo creemos conveniente volver a Pueblanueva.

Ella no es demasiado explícita en sus razones, pero la comprendo y espero que tú la comprenderás también. En cuanto a mí, me daría mucha vergüenza comparecer ante esos camaradas por los que tanto trabajé, pero a los que abandoné en un momento decisivo. Nunca me creería perdonado, porque, en el fondo, creo que no deben perdonarme. Sin embargo, aquí sigo peleando por ellos, pero en otro frente.

Un día de éstos empezaré a escribir en la
Solidaridad
, que, como sabes, es el diario de la CNT en Barcelona. Si llega ahí, ya veréis mi firma. También tengo a la vista colaboraciones y trabajos de la misma índole, que probablemente me permitirán algún día presentarme con la frente alta ante mis antiguos compañeros de lucha, los pescadores de Pueblanueva, a los que desde aquí saludo.

Me doy cuenta de que mi negativa te traerá, momentáneamente, dificultades, pero quizá yo mismo pueda ayudarte a resolverlas. ¿No has pensado que el
Cubano
sería el mejor apoderado de esa empresa con la que tantas veces soñé? A su honradez, a su entusiasmo por la causa de los oprimidos, une una serie de excelentes cualidades, como la práctica de su negocio, la confianza de los pescadores, la reputación en el pueblo. Habla con él.

Inés está muy bien. Dentro de pocos días nos mudaremos de la pensión a un piso que vamos a alquilar. Ya te mandaré la dirección.

Aldán
.

P. D. —He vuelto a trabajar en mi poema cosmogónico. Poco a poco vuelvo a ser el que fui, como si saliera de un largo sueño. Me han convencido de que lo escriba en castellano. ¡No sabes lo difícil que resulta esta especie de traducción de mí mismo en que estoy metido! Pero, créeme, mis versos castellanos resultan excepcionalmente musicales. Estoy contento.

—Por mí me alegro —dijo Clara—; pero por ellos, no. A Juan le vendría muy bien acostumbrarse a trabajar todos los días.

Se habían ido los albañiles. Las paredes ya estaban encaladas, y los pisos, puestos. Faltaban el arreglo de la cocina y algún trabajo de carpintería.

Carlos y Clara, arrimados a los quicios de la puerta, miraban la plaza. El sol iluminaba las torres de Santa María, que parecían de oro viejo. En la plaza unos chiquillos se perseguían, saltaban por encima de las tablas y los tablones puestos allí para levantar un andamiaje, gritaban, corrían.

—Quizá sea mejor así —dijo Carlos—. Me disgustaría mucho el fracaso de Juan.

—¿Tan seguro estás de que fracasaría?

—No; pero no me gustaría que se hundiese el negocio en mis manos o en las suyas.

—En el fondo, estás convencido de que es un disparate.

—Quizá.

—En cualquier caso, tú quedas bien. Juan te estará agradecido.

Los chiquillos, en sus juegos, se metieron en los soportales. Uno de ellos llegó corriendo, tropezó con Clara, rió y se alejó.

—Bueno, voy a echar un vistazo a esto. ¿Verdad que queda bonito? Estoy decidida a mudarme. Me han dicho que el lunes. Porque los carpinteros no me estorbarán.

Sacudió un cascote que había quedado en el suelo.

—Esta mañana estuvo a verme un viajante. De parte de aquel tipo de Santiago que tanto me miraba las piernas. Ya le hice el pedido. Pasa de veinte mil pesetas. Me dijo que lo mejor sería pagar la mitad al recibir los géneros y la otra mitad a plazos. En letras, ya sabes. De todas maneras, tendrás que ayudarme.

—Si estoy aquí.

—¿Cuándo viene la francesa?

Carlos tardó en responderle.

—Le escribí hace días, le mandé la copia del testamento. Espero que vendrá en seguida.

—Tengo ganas de verla —miró a Carlos—. ¿Y tú?

Carlos hizo un gesto de indiferencia.

—Me es igual. Lo que deseo es despacharlo todo pronto. Me viene demasiado ancha y demasiado pesada esa carga de administrar la herencia.

—Y la
Galana
, ¿cuándo se casa?

—Dentro de quince días.

—Iré a la boda, ¿sabes? Siento verdadera curiosidad por ver la cara que pones de padrino.

Se oyeron, lejanos, los bocinazos de un coche y el ruido de un motor. De las tabernas, de las tiendas, salieron mujeres, mozalbetes. Formaron grupo ante la estación del autobús, hablaban a voces. Los bocinazos se repitieron más cerca, y el autobús pasó ante la iglesia.

—Me estoy acordando de mi llegada a Pueblanueva —dijo Carlos—. Fue por la mañana, un día de mercado. Llovía mucho. La
Galana
y su madre venían a mi lado, y Rosario me tapó con su mantón.

Clara no le escuchaba. Se había alejado unos pasos y hablaba con una mujer.

—Espera un momento, Carlos.

El autobús se detuvo. Clara cogió del brazo a la mujer y la metió en la casa. Empezó a explicarle cómo iba a ser la tienda. Después la mujer se fue.

—Conviene que se vayan enterando —dijo Clara—. ¿Sabes qué me preguntó? Que cómo una señorita de mi clase iba a poner una tienda. Entonces le respondí si encontraba mejor que me muriese de hambre. Se tuvo que callar.

Unos mozos empezaron a descargar el autobús. Pasó el cartero, cargado del saco de la correspondencia. Dijo: «Buenas tardes». Detrás de él llegó un chico con un paquete: una caja bastante grande, achatada.

—Don Carlos, que traen esto para usted.

Entregó el paquete y quedó esperando. Carlos le dio unas perras.

—Es tu traje, Carlos. Tu traje nuevo. ¿O es que ya lo habías olvidado? Mira, en la caja tiene la marca del sastre:

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