Los gozos y las sombras (55 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Carlos se hallaba en la habitación de la torre leyendo o acaso dormitando. Escuchó el relato con atención; hizo algunas preguntas y pidió algunas precisiones. Después dijo que la aventura de las botellas no era más que el resultado de la conversación que, la noche anterior, había tenido allí mismo con Cayetano: algo así como la pública respuesta a un desafío privado. Fue entonces don Baldomero quien preguntó, y Carlos hubo de referirle la entrevista, con todos sus detalles, y cómo había terminado. Con esto, y con la explicación médica que Carlos dio, la hazaña quedó despojada de misterio, pero no por eso don Baldomero sintió disminuida la admiración por Cayetano, sino más bien incrementada con un plus de temor, porque don Baldomero creía, contra la opinión de Carlos, que aquello no era más que un comienzo, y que el pueblo entero iba a asistir a una serie continuada de hazañas semejantes, o equivalentes, o simplemente extraordinarias; que iban a ser testigos de una exhibición de poder de la que muchos —¿quiénes, señor?— serían víctimas. Las razones de Carlos, que creía conclusa la aventura y liquidadas las consecuencias del desafío, no le parecieron válidas al boticario. «¡Hace muchos años que lo conozco, don Carlos! ¡Le vi nacer, le vi crecer, y sé cómo las gasta!»

—Yo, en cambio, puedo decir que le trato hace dos meses escasos; no mucho, y le aseguro que sé su alma de memoria, y que puedo predecirle con un mínimo error lo que hará y lo que dejará de hacer. Vaya tranquilo, que esto se habrá acabado.

De regreso a Pueblanueva el boticario, todos los elementos del suceso desaparecieron de su imaginación y de su memoria, y quedó sólo, hecha más de interrogantes que de certezas, la segunda de sus partes. Cayetano había dicho: «Pasé la noche con dos mujeres, Fulana y Zutana, que cantan en el café del Brasil, y las dejé satisfechas». No es que don Baldomero dudase de que fuera verdad; es que apetecía detalles con apetito famélico. Varias veces, a lo largo de aquella tarde, y por la noche, antes de dormir, intentó la reconstrucción de los hechos, pero su imaginación se reveló como instrumento insuficiente en materia pornográfica: sentía con toda claridad limitada su imaginación por su propia experiencia, incapaz de saltar a la experiencia ajena, porque él, durante toda su vida, no había pasado de satisfacer a una sola hembra, aunque esto lo hubiera hecho a conciencia. Casi entre sueños, se decidió a ir a Vigo al día siguiente. La idea del viaje le hizo despertar cada media hora: la idea del viaje, y la tos continua de su mujer, a la que recomendó una visita al médico. «Mañana voy a Vigo a comprar ciertas cosas. Si quieres vamos por Santiago, o te recojo a la vuelta.» Pero doña Lucía prefería ir sola.

Cogió el primer autobús; consumió la mañana en visitas de negocios y, en seguida de comer, corrió al café del Brasil y ocupó una mesa de la primera fila. Estaba el café lleno de mozalbetes y, en el escenario, se movía una mujer. Nuria, la
Catalana
, era una furcia delgadita y movida, desvergonzada de cara, pero bonita, que cantaba con el aire más inocente del mundo cuplés francamente verdes. En uno de los números salía con una especie de pijama color salmón, cortitos los pantalones, hasta dejar los muslos descubiertos, y cantaba un estribillo que coreaba el público:

Si con el pijama

me meto en la cama,

¿qué me pasará?

Si mi maridito

se pone nervioso,

¿me lo romperá?

Y espero que ustedes

me den su opinión:

si debo o no deeebooo

llevar pantalón.

Se armaba un cisco de mil demonios. Cada cliente daba su consejo particular, y don Baldomero, en éxtasis cachondo, estuvo a punto de dar el suyo. Le contuvo sólo una remota conciencia de respetabilidad. Salió después Nina de Meris, que cantaba tangos. El público, a quien Nuria había excitado, se ponía ahora sentimental, y coreaba:

… al mundo nada le importa.

Yira, Yira,

aunque te cueste la vida,

aunque te quiebre un dolor,

no esperes nunca una ayuda,

ni una mano, ni un favor.

Bien. Don Baldomero se eximió de la psicosis colectiva porque cazó al vuelo a Nuria, la convidó a su mesa, y se gastó con ella varios duros en lo que Nuria pidió: dos o tres copas de Marie Brizard. Cuando la cupletista tuvo los cascos calientes, le fue fácil sacarle los detalles que precisaba. Quedó bastante confuso: esperaba nutrir su apetencia de matices cualitativos y se halló ante un relato en que predominaba abrumadora la cantidad, pero que, por lo demás, era de una gran monotonía. Pensó que quizá Nina de Meris, la otra protagonista, fuese más sensible que Nuria para el detalle. Esperó a que el espectáculo terminase. Las convidó a champán. Nina de Meris tenía, más bien, una idea de conjunto, en que cualidad y cantidad se mezclaban en una impresión general de exaltación, satisfacción y hastío. «Fíjate tú lo aburrida que quedé, que cuando él se marchó tuve que entendérmelas con ésta, para dormir después tranquila.» Don Baldomero no lo comprendió bien, pero no se atrevió a pedir explicaciones. Y aunque el recuerdo de Lesbos pasara por su mente, se resistió a aceptar su efímera resurrección en una ciudad industrial y lluviosa.

El viaje y los convites le salieron por cuarenta duros. Nina de Meris había dicho que no tenía qué hacer de cinco a siete, y que la idea de pasar la tarde sola le asustaba; pero don Baldomero no recogió la invitación por miedo a que le pidiese mucho dinero. Marchó a las cinco y cuarto a coger, por los pelos, el autobús de las cinco y media. Iba a arrancar el coche, cuando se le ocurrió comprar
El Eco
… Se llevó una decepción. El órgano de las derechas, en una nota muy visible de la primera plana —doble recuadro—,recogía velas y culpaba a un falso informador. «La verdad de los hechos es que sólo fue rota una botella, y como resultado de una apuesta inocente.»

Fue de noche al casino. Le preguntaron dónde había estado. Respondió que en Vigo. Le preguntaron qué había hecho. Respondió que pasar un par de horas en el café cantante. Desapareció inmediatamente todo interés por las partidas en marcha.

—¿Qué fue lo de las botellas?

—Pues que compró las que había en el anaquel, más de ciento cincuenta; mandó que le apartasen la mitad, y dejasen la otra en los estantes. Una socia se las iba entregando, una a una; otra socia daba señal de disparar cada diez segundos por el reloj. Entonces, con la botella que le daban, rompía una de las que había en el anaquel. Y así hasta romperlas todas.

Don Lino comentó:

—Increíble.

—Todo lo increíble que usted quiera; pero cuarenta personas que había allí le aplaudían, y hasta hubo quien apostó si fallaría el. tiro cuando estuviese cansado. Y no falló ni uno solo.

—Sigo juzgándolo increíble. Y, sobre todo, innecesario.

—Mi querido don Lino, no sabe usted cómo cambia el mundo cuando uno se mete en un antro de ésos. Imagínese usted una FulanA de unos veinticinco años, delgada, movida y sin pizca de vergüenza. Empiezan a tocar, y sale medio desnuda, y canta así.

Saltó al medio del salón, se recogió la chaqueta por la cintura, los pantalones por media pierna. Dio meneo a las caderas y a los brazos, y cantó con voz de tiple:

Si con el pijama

me meto en la cama…

Hicieron corro.

—¡A ver, a ver!

Remedó los movimientos de Nuria, terminó el estribillo.

—¡Y cincuenta sujetos pegando voces y diciéndole que se quitase los pantalones; y ella haciendo como que se los quita, pero sin llegar a quitárselos; y venga a bajarlos y a subirlos, y al bajarlos enseñaba el ombligo, y al subirlos se daba la vuelta y tiraba hacia arriba, para que viésemos el comienzo de las nalgas! ¡Y a todo esto, dale que tienes al solomillo, por un lado y otro, y moviendo las tetas, y moviéndose toda, como si ya estuviera en la cama con el marido!

Cerró los ojos.

—Todo por una setenta y cinco.

—Parece usted pagado por los curas para hacer la propaganda de los espectáculos sucios —dijo don Lino.

—Los curas no se meten en eso.

—Pero no me negará usted que defienden la prostitución.

—La prostitución se defiende sola.

Metió baza el juez.

—No se trataba ahora de eso, sino del café cantante.

Don Baldomero había quedado en medio del corro, con la chaqueta y los pantalones remangados. Guiñó un ojo.

—Había otro número en que la socia salta en camisón, y decía que se le había perdido una llave, y que a ver si alguno de los presentes le prestaba la suya.

—Habría voluntarios a repipi.

—Todos.

—¿También usted?

Don Baldomero se arregló el vestido.

—Uno ya peina canas, y sabe que ciertas cosas no pueden hacerse donde campan los mozalbetes.

—Pero usted de buena gana lo haría.

—¡A ver!

—Pues no estaría mal poner aquí un café de ésos —opinó Carreira—. Una setenta y cinco las puede gastar cualquiera.

—¿Y habló usted con las socias? —preguntó alguien.

—Lo hubiera hecho, pero para sacarles algo habría que gastarse los cuartos, y yo, la verdad, no estaba dispuesto. Una botella de champán la venden por diez duros, y es lo menos que piden las artistas cuando alternan.

—De modo que habrá que fiarse de la palabra de Cayetano.

Hubo opinantes dispuestos a la fe; otros se resignaron al descreimiento o a la duda. Don Baldomero se limitó a escuchar. No se atrevía a revelar las confidencias de Nina de Meris, pero necesitaba contárselas a alguien. Era tarde para subir al pazo del Penedo. Lo dejó para el día siguiente, y marchó a casa. Doña Lucía se había acostado, y parecía dormir. De vez en cuando, tosía un poco. Don Baldomero no pudo evitar la comparación entre el cuerpo inerte de su mujer y el de Nuria, la
Catalana
.

Dejó recado en casa de doña Mariana de que si Carlos quería tomar café con él en la botica.

Hacía una tarde desnevada, de viento frío y nubes negras, que se perdían, veloces, detrás de las montañas. Graznaban las gaviotas, y los salseros verdosos golpeaban el pretil del muelle.

Doña Lucia dijo que iba a seguir el mal tiempo, y que el baile del Casino iba a estar deslucido.

—Pero ¿vas a ir al baile?

—Tengo que cuidar de mis ovejitas.

—¡Buena estás tú con las ovejitas, y mucho vas a cuidarlas en cuanto un tío las apriete! Lo que tenías que hacer era ir al médico y meterte en la cama.

—¿Ya quieres desterrarme de la vida?

—Quiero que te cuides y no hagas disparates. No tenías que haberte levantado.

—Pues pienso ir al cine.

—¿También?

—Tengo que saber si mis ovejitas pueden ver esa película. Me han dicho que es muy fuerte.

—De antemano te digo que no pueden.

—Aun así, tengo que verla.

Le aterró la idea de meterse con ella en el cine, y pidió a Carlos que les acompañase. Carlos estaba aburrido, y de humor hosco. Dijo que bueno.

—¿Qué es lo que le sucede hoy, hombre? ¿Riñó con alguien?

—Quizá sea el tiempo.

—No me dijo lo que le pareció el cuento de Cayetano.

—Lo que usted averiguó ayer no altera en lo más mínimo mi punto de vista. Llegó a dudar de sí mismo, y necesitó convencerse de su fuerza. Nos dejará tranquilos una temporada.

—Insisto en que se equivoca.

Cuando doña Lucía supo que Carlos les acompañaría al cine, improvisó una merienda. Don Baldomero pretextó algo de la botica, y los dejó solos. A doña Lucía se le iluminó la cara.

—Tengo que hacerle una confidencia, Carlos. Esta mañana…

Se levantó, comprobó que la puerta estaba cerrada y que la criada trabajaba en la cocina.

Antes de sentarse dijo a Carlos:

—Usted es un caballero…

Y él le respondió con un gesto.

Doña Lucía se sentó a su lado. Estuvo a punto de cogerle una mano, pero no se atrevió. Tampoco osó mirarle. Bajó la cabeza, como para ocultar el rostro.

—Esta mañana, Cayetano me salió al paso.

—¿Cómo?

—¡Es indudable que me esperaba! jamás le ha visto nadie, a las nueve, por la carretera del monasterio. Salíamos de misa, llovía fuerte, y tuvimos que abrigarnos… Entonces pasó con su coche y se detuvo.

Levantó la cabeza, con exagerada expresión de espanto; tomó a Carlos de un brazo.

—Fíjese bien. Íbamos todas. Las hay bonitas, como usted sabe. Chicas jóvenes, atractivas., Inés Aldán es una verdadera belleza y, además, ¡tan distinguida! No es como esa ordinariota de su hermana… Pues bien: nos invitó a subir al coche, y se las compuso para que yo me sentase a su lado…

—Parece natural. Es el lugar de honor.

—Y el de peligro. Por eso acepté. Me dio miedo que cualquiera de mis ovejitas pudiera estar unos minutos al lado del demonio.

Hizo una pausa breve.

—Porque Cayetano es el verdadero demonio.

—En eso, al menos, está usted de acuerdo con su marido.

—Vinimos poco a poco, con el pretexto de que la carretera está mala, pero, en realidad, para alargar el tiempo.

—¿Y qué?

—Me dijo que mañana me sacaría a bailar.

Dio énfasis trágico a las palabras, y se quedó mirando a Carlos, sin soltarle el brazo.

—A mí. A una pobre mujer casada y enferma. ¡A una tuberculosa! Porque yo, don Carlos, estoy tuberculosa…

Le asomaron las lágrimas.

—¿Qué va a pasar mañana en el baile, don Carlos?

—Que Cayetano la sacará a bailar.

—¿Y mi marido? ¿No piensa usted en lo que hará mi marido?

—Nada, supongo. Todo lo más, mirar.

—¡Nada! ¡Qué mal conoce usted a Baldomero! Me tiene abandonada; pero si Cayetano intenta bailar conmigo, habrá un escándalo.

Se decidió, por fin, a cogerle las manos.

—Yo se lo imploro, Carlos. Contenga a mi marido, evite la tragedia.

—No pensaba ir al baile.

—¡Vaya usted, por favor! Baldomero le tiene mucho respeto. Si usted le dice que en los países civilizados una dama puede bailar honestamente con un caballero que no sea su marido, le hará caso. Incluso puede usted, si quiere…

Titubeó.

—… puede usted sacarme también a bailar. ¡Hágalo, se lo suplico! Así no llamará la atención de nadie que me saque después Cayetano.

Le soltó las manos y se apartó un poco sin mirarle.

—… en el caso de que usted quiera hacerme el honor de bailar conmigo y si mi enfermedad no le causa repugnancia…

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