Los gozos y las sombras (52 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

—¿Qué quiere que le diga? ¿Que yo he sentido lo mismo que usted, y que en mi caso no me sirvió de nada? ¿Quiere que le diga que el pecado me trajo al monasterio?

—No. No quiero que me diga nada personal.

—Es que si le sirviera de ayuda, se lo diría.

Evidentemente, esperaba con temor la palabra, el gesto, la mirada de Carlos que le obligase. El temor le temblaba en las manos y en la respiración. Carlos se limitó a decirle:

—¿Piensa usted que una historia pueda servir de ejemplo?

—Antes habló usted de intimidades…

—Intimidades, no historias ejemplares. Contactos esenciales entre dos personas, no parábolas. Su historia, seguramente, no me serviría.

Fray Eugenio se tranquilizó.

—Quisiera recordar —dijo—, con las mismas palabras con que lo oí, algo dicho hace tiempo por el padre Hugo. Pero, ya ve, ni el padre Ossorio ni yo logramos recordar más que ideas vagas, palabras sueltas. ¿Por qué sucede así? No sólo usted, sino nosotros, hallaríamos solución.

—Seguimos sin avanzar un paso. También eso lo dijo el padre Ossorio.

—El padre Hugo se refería a la salvación del hombre por la mujer, y viceversa. Su modo de entender el amor y el matrimonio era sencillo y profundo, pero no puedo recordarlo, no puedo reconstruir ni una sola de sus ideas. Sólo recuerdo eso, vagamente: la salvación mutua, recíproca; una relación entre el hombre y la mujer hecha del mismo amor con que Dios ama a los hombres, o algo así —se interrumpió, como buscando en los recuerdos—; una participación, más bien, en ese amor…; pero, así dicho, sólo es una generalidad tópica. Había algo más.

—¿Y por qué no supone usted que puede servirme? No se trata ahora de salvación, ni hay mujer a la que tener en cuenta.

—Usted ha dicho…

—… que hay mujer, naturalmente; pero insisto en que no cuenta en este asunto. ¡Oh, por favor, no se asombre! Ya le dije antes que ella vino aquí libremente, y que yo la acepté porque garantizaba mi libertad; pero entre su vida y la mía no hay otras relaciones. Ella viene aquí porque le conviene, o, dicho de manera más brutal, se sirve de mí para conseguir algo que le interesa.

Doña Angustias estaba silenciosa y un poco triste. Cayetano le había sorprendido miradas de preocupación, miradas que se posaban sobre él, largas y tiernas, pero inquietas. Le miraba así cada vez que se enteraba de una nueva aventura, o de que una muchacha había sido abandonada, pero nunca con tal insistencia.

En el otro extremo de la mesa, don Jaime masticaba difícilmente una corteza de pan moreno. Estaba viejo, le caían los párpados sobre los ojos casi apagados, sobre los ojos cobardes y temerosos. Hacía treinta años que don Jaime no hablaba en la mesa, y desde que Cayetano era un hombre, no se atrevía a mirar. Cuando doña Angustias hablaba con su hijo, don Jaime parecía olvidado, arrinconado.

—No tomas café, mamá? —preguntó Cayetano.

—No, voy a acostarme.

—Espera, que te acompaño.

Rodeó la mesa y ayudó a su madre a levantarse. La cogió del brazo y salieron. Don Jaime levantó la cabeza un momento, hasta que cerraron la puerta; luego siguió masticando su corteza.

Doña Angustias quiso besar a Cayetano, al llegar a la puerta de su habitación.

—No, mamá; después. Acuéstate, que quiero hablar contigo. —¿Para qué?

—Quiero hablar contigo. Esperaré fumando a que me llames. La doncella había abierto la puerta, y la cerró al entrar doña Angustias.

Cayetano encendió uno de sus cigarrillos ingleses y paseó frente a la puerta, hasta que la criada asomó.

—Ya puede entrar, señorito.

—Está bien. Vete.

La cama de doña Angustias era alta, de tres colchones. Cayetano había dormido en ella, de niño, muchas veces, y recordaba que su madre lloraba. Ahora se había puesto las gafas, y retenía en una mano un libro de oraciones.

Cayetano se acercó y le dio un beso.

—¿Qué te sucede? —dijo ella.

—A mí, nada; pero a ti…

—Estoy perfectamente, ya lo sabes. Ni siquiera siento el reuma.

Cayetano se sentó en el borde de la cama.

—Esta mañana creí que tu visita al monasterio obedecía a algún capricho, o a alguna petición que te hubieran hecho los frailes. Ahora creo que no es eso.

—¿Por qué? —doña Angustias vaciló antes de mentir—. Fue eso. El prior me hizo saber por don Julián…

—No, mamá.

—¡Te lo juro!

—No lo jures, que es pecado.

Rió Cayetano, y cogió la mano de su madre y la besó.

—Mi madre no peca nunca. Mi madre es la mejor mujer del mundo. Pero esta vez quiere engañarme.

Hizo una pausa y la miró a los ojos.

—Dime, ¿qué cuento te han traído?

—¡Ninguno, te lo aseguro!

—No te dejaré dormir si no me lo cuentas. ¿Es algo de doña Mariana?

—¡No, no! Por esta vez, no.

—¿Entonces…?

Dejó de sonreír, y su madre vio trasparecer el rostro duro de su hijo cuando mandaba o cuando castigaba. Le dio miedo.

—No te pongas así. No es nada importante. Es… lo de esa Rosario.

—¿Qué te contaron?

—Que le pegaste. Y eso no está bien. Un hombre como tú no puede hacerlo. Es una cobardía.

Cayetano la miró rápidamente y bajó la cabeza.

—¿Quién te lo dijo? —preguntó, sombrío.

—Eso no importa.

—Algún mala sangre, que quiere disgustarte.

—¿Por qué lo hiciste?

—No tuve la culpa. Fue…

Hizo un gesto violento y se puso en pie.

—¡No puedo explicártelo! Son cosas de hombres. Pero tú no debes disgustarte. No tiene nada que ver contigo.

—Todo lo tuyo es mío —dijo doña Angustias tristemente—. Y cuando haces daño, parece que Dios me castiga.

Atrajo a Cayetano, le obligó a sentarse de nuevo y le acarició el cabello.

—Ya sé que no tuviste la culpa. La culpa es mía.

—¡No digas estupideces, mamá! ¡No tienes nada que ver con esto!

—¿Qué sabes tú? ¡Cuántas veces son los padres responsables del mal que hacen los hijos! Y siempre, siempre, el mal de los hijos nos castiga.

—Pero ¿por qué hablas de castigo? ¿Quién va a castigarte a ti?

—Dios.

Cayetano se apartó de su madre y la miró duramente.

—Si Dios te castigase, tendría que vérselas conmigo.

—¡No digas blasfemias! —doña Angustias se tapó los ojos, horrorizada.

—Perdona. Pero…

Era difícil explicar con palabras, de modo que doña Angustias lo comprendiera, la razón de su blasfemia: tenía sus ideas, la hacían feliz, y no había por qué quitárselas. Prefirió, a explicar, besarla.

—Perdona, mamá. Es cierto que pegué a Rosario, y si hubiera sabido que iba a disgustarte, no lo habría hecho. Pero ya te dije que no tuve la culpa. Pasó algo, y… ¡en fin!, ella no vale la pena de que te duelas. Es una mala pécora.

—Es una criatura de Dios.

—Pero me hizo daño.

—¿A ti?

Miró a Cayetano con ternura súbita.

—¿Una mujer así? ¿Es que la querías?

—No. No fue esa clase de daño.

—¡Pobre hijo!

Volvió a acariciarle, y, en su corazón, creyó otra vez firmemente que Dios se había valido de Cayetano para advertirla, y como había pensado aquella mañana. ¿Por qué, después de la visita al monasterio, lo había dudado? ¿Por qué había vuelto a creer que Cayetano era culpable?

Estaba claro que había sufrido; todavía sufría. Dios quería, además, castigarla en lo más delicado de su corazón. No podía ver cómo sufría Cayetano.

—Bueno, no te pongas así. Ya no estoy triste. Me basta saber que no has tenido la culpa.

—Pero deberías decirme quién te vino con el cuento.

—Eso no te importa a ti.

Cayetano cerró los puños, airado.

—Un día haré un escarmiento.

No le dolía el recuerdo de la paliza dada a Rosario, ni siquiera la humillación recibida cuando ella había querido echarle, sino el disgusto de su madre. Todavía insistió en preguntarle el nombre del que le había acusado.

—Es que tú no comprendes, mamá, que todos esos cuentos te los traen puras envidiosas para hacerte daño.

Prometió, sin embargo, que no volvería a recordar el asunto, y ella aseguró que la tristeza le había pasado, y sonrió al despedirse. Cayetano bajó a su despacho y se sirvió coñac. Le dieron ganas de romper la botella —cristal de Bohemia— contra la pared, de salir con una fusta a la calle y golpear a quien encontrase. Todos eran igualmente culpables, porque todos le envidiaban por igual. A todos envolvía en el mismo desprecio.

—¡Pueblo de cabrones!

Los había tenido a raya, los había dominado, les había obligado a reconocer su fuerza. Se había permitido el lujo de mantener entre ellos enemigos declarados y disidentes, sólo porque los demás viesen cómo, finalmente, los dominaría también. Aquel equilibrio era obra suya; mantenerlo estaba en su mano. Podía, cuando le apeteciese, arruinar al pueblo o expulsar a los disconformes. Cuando le diese la gana.

Sí. Eso había sido. Pero, indiscutiblemente, algo había cambiado. Lo había pensado alguna vez y había rechazado el pensamiento, por estúpido; el pensamiento volvía ahora, en la soledad opaca y confortable de su despacho, y no podía ni debía rechazarlo otra vez. Algo había cambiado. Y él empezaba a ser víctima del cambio; las cosas y las personas apuntaban una rebelión. ¿Cómo, si no, se hubiera atrevido la Rosario a rechazarle?
Indiscutiblemente
. Y él había cerrado los ojos a la evidencia. Se había dejado llevar por la pasión momentánea, por un movimiento del orgullo herido. ¿Cómo no habría pensado que su madre se sentiría dolida de que pudieran decir de su hijo que había golpeado a una mujer? —porque eso era, y no el temor del castigo divino, lo que de verdad entristecía a su madre.

Algo había cambiado. Aparentemente, la única novedad del pueblo era una persona más. Y el resto, visto por encima, permanecía igual. Que unas cuenteras vinieran con chismes a su madre no era nuevo. El cambio estaba por debajo de las apariencias, era un cambio subterráneo. Las chismosas no eran nada nuevo, pero, ahora, añadían insolencia a la envidia. La causa se llamaba Carlos, y era un tipo imbécil y narigudo por quien había tenido que pegar a Rosario, por quien había tenido que vanagloriarse de haberle pegado, por quien doña Angustias había sufrido un día entero, se había atormentado, había llorado quizá. Como en el cuento que su madre le contaba de niño: «…
ferreiro a min chaves, chaves a-o hórreo
,
hórreo a min gra
,
gra a-a porta
… » Todas las cosas tenían su causa, todos los hechos su responsable; se encadenaban unos a otros:

«…
vaca a min leite
,
leite a-o ferreiro
,
ferreiro a min chaves
… » , y terminaban en Carlos.

—Voy a darle una buena paliza.

La ocurrencia le hizo saltar del asiento, le alisó la frente ceñuda, le alegró el rostro con una sonrisa. Dejó de razonar y, mientras subía de tres en tres los tramos de la escalera, imaginaba los golpes dados en el rostro de Carlos, aquel rostro de polichinela que parecía hecho para ser pegado. Se cambió rápidamente: traje, camisa, corbata. Se vio en el espejo, complacido: de punta en blanco, como si fuese a cenar con el presidente del
Anglo South-American Bank
en un hotel de Londres. Le hervía, sin embargo, la sangre en las venas, y golpeaba el aire con los puños científicamente cerrados. Al salir se puso un sombrero, y rechazó la ocurrencia de armarse.

Se lanzó por la calle desierta y mojada; el motor rugiente del coche alborotó el sosiego nocturno y sacó varias cabezas a las ventanas. «¿A dónde irá a estas horas Cayetano?» «Ahora que no tiene querida, se irá de niñas.» Llegó frente a la verja del pazo, descendió para abrirla —el terno azul se mojó un poco—. Se sentía sereno, dueño de sí: capaz de discutir y de reírse antes de golpear. Detuvo, por fin, el coche frente al zaguán, y encendió la cachimba. Hizo sonar el claxon, después de unas chupadas. Paquito entreabrió la puerta y asomó la cabeza.

—¡Hombre, Paquito! —le dio un cachete—. ¡El tiempo que hace que no te echo la vista encima!

—Buenas noches.

—Vengo a ver a tu amo.

Empujó la puerta y entró. Los ojos asustados del loco parpadeaban.

—Yo no tengo amo —respondió con brío y un punto de enojo en la voz.

—¡Ah! ¿No? ¿Qué haces aquí entonces? ¿Curarte?

—Vivo aquí, pero no soy criado. Hago lo que me da la gana. Él puso sus condiciones y yo las mías. Eso es. Somos dos hombres libres.

Cayetano se echó a reír.

—¡Eso me gusta, mira! ¡Viva la libertad! —y añadió con seriedad irónica—: Si no eres criado, ¿quién le dirá a don Carlos que estoy aquí?

—Yo.

—Entonces, eres criado.

—¡No lo soy, leñe! ¿Es que usted no distingue entre una obligación y un favor a un amigo?

—¿A mí?

—No. A él.

A mí no me hacías favores, me obedecías. Y cuando no lo hacías, te zurraba. De manera que ahora…

Se acercó unos pasos fingiendo amenaza. Paquito huyó a la escalera.

—Sin tocarme, ¿eh? Las palizas se acabaron. Yo no obedezco a nadie.

—Anda. Dile a tu amo que quiero verle. ¡Corriendo!

Paquito desapareció en lo alto de la escalera. Cayetano pensó que aquél todavía le tenía miedo, y que quizá su amo se lo tuviera también.

Se sentó a esperar en el último escalón, de espaldas a la puerta de la escalera, y echó al aire bocanadas de humo, indiferente.

—Está aquí —dijo Paquito, asustado, sin entrar en el cuarto de la torre.

—¿Quién?

—Él, Cayetano. Está abajo.

—¿Qué quiere?

—Dice que verle, pero yo pienso…

Entró y se acercó a Carlos.

—Le diré que está acostado. Es una mala persona, y a lo mejor viene a matarle.

Carlos sonrió.

—¿Qué pensarían de mí si no lo recibiera? Dímelo: ¿qué pensarían de mí en el casino? Y tú mismo, ¿qué pensarías?

Paquito bajó la cabeza.

—Bueno. Que entre, entonces; pero yo estaré detrás de la puerta con una tranca.

—No.

—¡Don Carlos, usted no le conoce! Hay que tenerle miedo.

—¿Y quién te dice que no lo tenga? Sin embargo, hablaré con él.

El loco se encogió de hombros.

—Allá usted, pero después no diga que no fue avisado.

—Si me mata, difícilmente podré decir nada.

Le empujó hacia la salida.

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