Los gozos y las sombras (53 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

—Ve adelante. Yo saldré a recibirle.

Mientras recorría el pasillo, calmosamente, pensó Carlos que sólo disponía de un arma para defenderse, y que acaso no fuese eficaz contra Cayetano.

—Sin embargo, tanto como para venir a matarme…

Se irguió al llegar a la puerta de la escalera.

—Hola, Cayetano.

—Buenas noches, Carlos.

Seguía con la pipa en los dientes. Subió, y repitió el saludo al cruzar la puerta:

—Buenas noches.

Carlos cerró y echó la llave. Cayetano se volvió bruscamente.

—¿Por qué cierras?

—Desconozco todavía los hábitos del
Relojero
. Puede ser de los que escuchan.

Añadió:

—Iré delante para mostrarte el camino.

Al llegar a la torre se hizo a un lado y dejó pasar a Cayetano.

—Éste es mi estudio. No tan lujoso como el tuyo, pero caliente. Siéntate.

Se acercó a un armario y sacó de beber.

—Tiene que ser coñac o nada. También hay café.

Cayetano aceptó. Mientras Carlos servía, examinó la habitación. Mientras bebía el coñac, la elogió. Carlos se había sentado también, frente a él, junto a la chimenea. Le escuchaba sonriente y se refería a los arreglos hechos y al estado de la habitación a su llegada. Empezó a contar cómo su madre la había mandado tapiar.

—Ya ves. Esta habitación tiene la culpa de que yo haya vuelto a Pueblanueva.

No parecía amedrentado. Hablaba de tonterías como la cosa más natural del mundo, y, sin embargo, nada a su alrededor podría valerle si él se levantaba y le decía: «Carlos, voy a romperte la cara». El asiento de Carlos quedaba más abajo que el suyo: bastaba con echarse encima y golpear. Pero así no tenía gracia, y, en el fondo, no estaba bien. Ni era tampoco lo que él pretendía, golpearle solamente, sin mediar palabra, sin que Carlos viese venir la agresión, sin que él se regocijase viéndole perder pie, titubear las palabras y —acaso disculparse y pedir perdón—. Porque Carlos no podría responderle, ni casi defenderse. Todas las ventajas estaban de parte de Cayetano: era más fuerte, traía un propósito y podía elegir el momento, en tanto que Carlos sólo podía sentir un miedo vago, o quizá ni eso. ¿Cómo seguía hablando con aquella tranquilidad, con aquella naturalidad, como si nada hubiese pasado entre ellos? —Dos o tres momentos difíciles, a punto de armar bronca, y lo de Rosario—. ¿Y si lo de Rosario no fuese más que una sospecha suya?

—Bien. Supongo que esta visita es de pura cortesía. Había olvidado, hasta que oí tu nombre, que me la debías.

—¿Debértela?

—Recuerda que estuve en el astillero. ¡Aquélla sí que es una bonita habitación!

—También quería hablarte.

Cayetano dejó el coñac sobre la mesa. No sabía cómo empezar. ¡Con lo sencillo que le había parecido un cuarto de hora antes! Pero todo sucedía de manera distinta de lo previsto; sobre todo, aquella tranquilidad inocente de Carlos, aquel suponer que había venido a devolverle la visita. ¿Si sería imbécil, o sólo farsante?

—Hay algo que quiero preguntarte, algo muy serio.

—Di.

Cayetano tardó unos instantes, y, hecha la pregunta, se arrepintió de cómo la había hecho.

—¿Te has acostado con Rosario?

Carlos rió, no ofensivamente, no galleando, no con esa risa que provoca el puñetazo, sino de cierto modo ingenuo y sorprendido.

—Pero, hombre, ¡qué pregunta! ¿No comprendes que no puedo contestada?

—He venido a saber la verdad, y no marcharé hasta saberla. Te lo pregunto de hombre a hombre. Si tú lo eres…

Carlos permanecía sentado, y el tono de Cayetano no parecía inquietarle. Quizá no se hubiera dado cuenta de que las palabras amenazaban con toda claridad…

—¡La verdad! —Carlos le miró con fijeza, no con ira ni con miedo, sólo con algo que parecía curiosidad—. ¡La verdad! Si no te la digo, no soy un hombre: ése es tu punto de vista. ¡Es curioso! El mío es justamente el contrario.

—Puedo convencerte…

—¡Ahí está la dificultad! Convencerme. Tendríamos que discutir toda la noche, tendrías que echar abajo mis principios de conducta; en una palabra, tendrías que cambiarme en otro hombre, para que yo aceptase tu punto de vista. Tendrías que transformarme en alguien semejante a ti, y eso es imposible. Me temo que no te diré nunca la verdad.

Cayetano se adelantó un poco en su asiento. Reiteró el tono duro.

—Yo le llamo a eso cobardía.

—¿Y qué? Para mí, lo cobarde sería decirte la verdad. Sería como el que confiesa un delito por temor a una amenaza. O quizá fuera algo más complicado todavía. Por ejemplo: si yo fuese uno cualquiera de Pueblanueva, te diría: «No, don Cayetano, no me acosté con ella. ¿Cómo pudo ocurrírsele?»; y lo diría para congratularme contigo. O bien: «Sí, señor, me acosté con ella. ¿Y qué?». Y lo diría para presumir de haberte puesto los cuernos, lo cual, para un habitante de Pueblanueva, debe tener cierta importancia. Ahora bien, yo no me considero capaz de sentir como uno de ésos, yo no necesito congratularme contigo ni presumir de haberte engañado. Para mí, la cuestión se plantea de otra manera; la cuestión consiste, ante todo, en que tú has pegado a Rosario creyendo que se había acostado conmigo, y después te has alabado de haberlo hecho. En estas condiciones, yo tengo que decirte que no; sea cual sea la verdad. Necesito hacerlo sólo para que te quede el remordimiento de haber sido injusto.

—¿Y si no te creo?

—¡Ah, entonces la cosa se complica! Entonces sucede que no puedes soportar el remordimiento, que tienes conciencia de haber sido culpable, y que, para justificarte, atribuyes a Rosario un delito inexistente.

—¡Yo no he pensado nada de eso! —respondió Cayetano con brío.

—No se trata de lo que piensas, ni de lo que tu voluntad acepte conscientemente de tu pensamiento, sino de algo más oscuro, más profundo, más difícil de averiguar.

—No me interesa. ¿No comprendes que mi único deseo es que me respondas que te has acostado con Rosario para romperte la cabeza?

Carlos, sin dejar de sonreír, cogió el atizador de la chimenea y se lo ofreció.

—Toma. Rómpemela cabeza, pero no esperes la respuesta que deseas.

Se levantó de un brinco sin soltar el atizador. Quedaba, de pronto, en situación ventajosa sobre Cayetano, y armado. Cayetano intentó reprimir un movimiento defensivo, un movimiento que quizá fuese sólo un parpadeo. Pero Carlos no alzaba el hierro sobre su cabeza, ni parecía dispuesto a la agresión, sino que continuaba ofreciéndolo, tranquilo.

—Tendrás que matarme, si ése es tu propósito, sin saber la verdad. Y después, para justificarte ante ti mismo, tendrás que inventarme un delito en el que cada vez creerás menos. Y todavía después…

—¿Después, qué?

—Después no sabrías responder a derechas ante el tribunal que te juzgase.

Cayetano se levantó también, y rió.

—¿Un tribunal? ¿Juzgarme a mí un tribunal? ¡No sabes quién soy ni lo que puedo!

Todavía Carlos mantenía en la mano el atizador; pero ya no lo sujetaba, sino que lo dejaba colgar. Se había arrimado a la repisa de la chimenea, y su mano libre había recobrado el coñac. Tomó un sorbo.

—¡Es curioso! —dijo luego—. Empiezo a creer que me he equivocado contigo.

Levantó la vista y miró a Cayetano como se mira a un bicho raro.

—Mi profesión consiste, entre otras cosas, en clasificar a las personas después de haberlas estudiado. Después de hablar contigo, pensé: «Cayetano es un
gentleman
a la inglesa; ha estado en Inglaterra, se ha educado allí, se porta como un perfecto inglés». No podía extrañarme: los ingleses poseen algo que atrae a cualquiera, la elegancia y el dominio de sí mismos. Un inglés es incapaz de llevar zapatos claros con chaqueta oscura y de permitir que nadie averigüe sus sentimientos por lo que él deje traslucir de ellos. Un inglés da siempre la cara…

—¡Yo estoy dando la cara! —le interrumpió Cayetano.

—Sí, pero le has pegado a Rosario y has presumido luego, delante de media docena de imbéciles, de haberlo hecho. Fue entonces cuando temí haberme equivocado. Era un hecho extraño, algo que desentonaba en el conjunto. Entiéndeme: todos los actos de una persona responden a su carácter. El modo de ser de cada cual determina lo que puede hacer y lo que no podrá hacer jamás. Yo, por ejemplo, que soy un sabio, no puedo creer en ciertas cosas. Si de pronto te dijesen: «Don Carlos Deza ha soñado con el diablo y piensa que lo tiene metido en el cuerpo», ¿lo creerías? ¿No lo hallarías absurdo? Porque, razonablemente, un hombre como yo no puede creer en el diablo, ni menos tenerlo aposentado en la mitad del alma como en su propia casa. Yo tenía que creer que habías pegado a Rosario, porque era evidente, pero lo encontraba absurdo. Y, entonces, me hice un razonamiento: O no es un verdadero
gentleman
, o sufre una peligrosa duplicidad personal. En cualquiera de los casos, mi primer juicio era equivocado. Suponerte paciente de una doble personalidad no se me había ocurrido. ¡Sería divertidísimo! Es algo enormemente destructor e implacable. Actúa desde dentro, desintegra, separa, convierte al enfermo en un pelele. Bastaría que tus enemigos se sentasen a la puerta de sus casas y esperasen a que tú mismo te destruyeses poco a poco.

Había dejado de hablar sencillamente, y daba a sus palabras un tono de convicción profunda, un tono de seguridad cuyas razones Cayetano no lograba entender, pero que empezaban a afectarle.

—No creo que nada de eso sea cierto, ni tampoco de lo que me dijiste el otro día de un complejo. Consulté con un médico y es un disparate.

—Aún no he terminado —respondió Carlos.

Arrojó el atizador sobre los morillos, y encendió un pitillo.

—Me han dicho varias veces que intentarías matarme. Me lo han dicho varias personas: que me matarías de noche, o que mandarías a alguien que me matase. Yo, por orgullo, no podía creerlo. Cuanto más me lo decían, menos precauciones tomaba para defenderme. Regreso solo a mi casa y mi puerta está siempre abierta. Una sola preocupación sería confesarme que me había equivocado en mi diagnóstico. Porque, a pesar de lo que acabo de decirte, y de esas dudas que tengo sobre ti…

Dejó el coñac sobre la repisa y miró a Cayetano sonriendo.

—… te tengo por tan capaz de matarme como a mí mismo de creer en el diablo. A traición, quiero decir, o por medio de un esbirro —añadió mientras se sentaba.

—¿Y cara a cara, como estamos ahora?

—Hace unos minutos te he ofrecido el atizador…

Espió, con mirada rápida, el rostro de Cayetano, y añadió en el mismo tono:

—… y ahora te ofrezco más coñac. Tienes la copa vacía.

—¡Eres un tío desesperante! —respondió Cayetano.

Carlos se había levantado y servía coñac en ambas copas.

—Distinto de ti, solamente. Me dedico a analizar a los demás. Es muy entretenido.

Le tendió la copa llena de coñac.

—Pero, como entretenimiento, no está al alcance de cualquiera. Tú, por ejemplo, no podrías hacerlo. Para ti los hombres son como bloques que se conducen de una manera fija y que te permiten obrar. Si, de pronto, uno de ellos cambia de conducta, te molestas, porque tu conducta tiene que cambiar también. Concibes a las gentes como máquinas bien engrasadas, pero si una de ellas responde de manera inesperada, te sobresaltas y haces tonterías, pegas a Rosario y vienes a mi casa con la pretensión de que te confiese que me he acostado con ella. Yo, en cambio, prefiero averiguar las causas… Ahora, por ejemplo, intento saber por qué has venido a mi casa. ¡No espero que me lo digas, porque tú mismo lo ignoras! Pero esta noche la pasaré dándole vueltas a la cabeza, a ver si logro reconstruir el proceso que te ha traído aquí. No es muy fácil, palabra. Por lo pronto, necesito explicarme satisfactoriamente varias contradicciones en tu conducta. El motivo que te trajo no parece revelar una gran seguridad, y, sin embargo, desde tu llegada aquí, te has dominado como un
gentleman
lo haría. No lo entiendo.

Se echó atrás en el sillón y respiró fuerte.

—¡Qué felices son los hombres como tú! Si una mujer se porta de manera inesperada, con una paliza se resuelve. Yo, en cambio, me pasaría horas y horas intentando averiguar por qué Rosario…

—¡No hablemos más de Rosario! —replicó, exasperado, Cayetano.

—¡Como quieras! Creí que podría ayudarte a que la comprendieses.

Sobrevino el silencio. Cayetano daba vueltas a la copa; Carlos fumaba.

—Eres un tipo raro —dijo por fin Cayetano—. No tienes más que labia, pero sabes valerte de ella. Estoy convencido de que no tienes razón, de que no has hecho más que envolverme con palabrería, pero la verdad es que me has envuelto. Ya ves que lo confieso. Tienes lo que a mí me falta.

—Bien poco, ¿no? Si tú tienes lo demás…

—Lo tengo, pero todo es necesario. Y un tipo como tú puede ser muy útil. Hay gente muy marrullera, lo mismo en la política que en los negocios, y para defenderme de esa gente, o para convencerla, me veo en la necesidad de romper por la calle del medio, y muchas veces, por eso mismo, no saco todo el partido posible. Me hacía falta un tipo como tú. Te sacaría diputado.

Carlos se echó a reír.

—¿Yo? ¿Diputado yo? Lo fue mi padre, y lo mandó a paseo.

—El otro día, cuando te ofrecí un puesto de médico, cometí un error. Ya ves que sigo confesando mis equivocaciones. Lo que ahora te ofrezco es una alianza. Los dos juntos haríamos grandes cosas.

—Quieres decir, más exactamente, que tú, con mi ayuda, harías grandes cosas.

—Sabría compensarte.

—¿Con qué?

—Dinero, poder.

—¿Es eso lo que quieres para ti?

—Ya lo tengo, pero necesito más. Ahora mando en Pueblanueva. Un día mandaré en toda la industria gallega, y otro día…

—No me interesa.

—Un día seré ministro. No tardará muchos años. Las próximas elecciones las ganaremos nosotros, y el país cambiará. Vamos hacia un estado socialista, y en él yo seré algo muy importante. Tendré más poder todavía y seré agradecido con los que me sirven.

—Pero ¿es de veras el poder lo que te interesa?

—Claro.

—¿Para qué?

—¿Para qué? ¿Me lo preguntas? Para lo que lo quiere todo el mundo. El poder es lo único que vale la pena.

—¿Más que el placer?

—¡Desde luego! —le brillaron los ojos y sonrió desde muy arriba—. El verdadero gusto que se saca de las mujeres es dominarlas, poder con ellas. Para lo demás, no hacen puñetera falta.

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