Los gozos y las sombras (51 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

—¿Pretende usted que yo…?

—Cálmese.

Se levantó el prior, se acercó parsimoniosamente al monje, le cogió de los brazos.

—Le necesito a usted por dos razones. La primera, para que convenza al padre Ossorio de que no debe oponerse al proyecto. El padre Ossorio puede arrastrar, en el capítulo, a los jóvenes.

—Yo también me opondré.

—No me importa que usted se oponga, y casi me conviene que lo haga.

A usted nadie le hace caso en el monasterio, más que el padre Ossorio. Pero le mando, fíjese bien, le
mando
que convenza al padre Ossorio de que un colegio sería nuestra salvación.

—El padre Ossorio piensa por su cuenta.

—Ésa es la pena. Pero usted tiene que convencerle.

Sonrió, ensayó un gesto halagüeño.

—Basta que usted le diga, por ejemplo, que, alguna vez, el padre Hugo lo había pensado.

—¡El padre Hugo se hubiera horrorizado de semejante proyecto!

El prior volvió a mirarle con dureza, volvió a sujetarle con fuerza, a acorralarle casi en el rincón de la ventana.

—Tengo razones de sobra para creer que el padre Hugo quiso montar un internado en el monasterio. Yo se lo aseguro, y usted tiene que creerlo. El internado era uno de sus muchos proyectos… Uno de los pocos razonables.

—Está bien —intentó que el prior se apartase—. ¡Está bien! —repitió.

—Hay otro asunto más. ¿Sabe usted algo de las pinturas de la iglesia?

—No he vuelto a saber nada.

—Esas pinturas, fray Eugenio, pueden ser su despedida triunfal del arte. Si las hace usted hermosas, grandiosas, como a usted le gusta, ¿qué menos que veinticinco mil pesetas le pagarán por ellas? No alcanzo la cifra del presupuesto, pero ya hay para empezar. Quince mil duros. Habrá algunas deficiencias…

Dio unas palmadas en el hombro del monje.

—Coja en seguida la mula y váyase a casa de don Carlos. Me parece, de momento, mejor hablarle a él que abordar directamente a doña Mariana.

Fray Eugenio cabalgó en la mula y salió del monasterio por la puerta de los corrales. El hermano lego le había dado un enorme paraguas, con el que se cubrió: chorreaba el agua por las varillas, y un hilillo brillante caía sobre la cabeza del animal, justo entre las dos orejas. Venía el viento de la mar, estruendoso; te golpeaba la espalda, empujaba la cabalgadura hacia la orilla de la carretera. Fray Eugenio tuvo miedo de que la mula se despeñase, de que el viento pudiese más que el instinto de la mula, y la arrojase al fondo de la playa, donde las olas dejaban montones de algas.

Pasado el arenal pensó en la comisión que le sacaba del monasterio en tal día, y de aquella facha que imaginaba ridícula. «Debo de parecer un don Quijote con paraguas.» Era lo de menos, y, bien considerado, su facha, con paraguas o sin él, cabalgando o a pie, tenía siempre algo de ridículo.

«Querido Carlos, vengo a verle para un asunto desagradable.» Buen modo de empezar, valiente y franco, aunque pudiera haberlos mejores. Después le contaría la conversación con el prior. «Necesito que usted me diga si doña Mariana piensa todavía en pintar la iglesia, y cuánto me pagará.» ¿Se atrevería a decirlo? Imaginó, otra vez, la escena; y a Carlos escuchándole sorprendido, quizá molesto; repitió las palabras, y sintió que el rostro húmedo se le enrojecía. Tenía que haber palabras más disimuladas, palabras insinuantes que le evitasen la vergüenza. ¿Cuáles? Imaginó otro modo de empezar, otro modo de saludar, incluso otro modo de llegar. «Pasaba casualmente, y se me ocurrió…» Tampoco. Recorridos los circunloquios, se llegaba necesariamente a la declaración vergonzosa, y la casualidad de la visita, con aquel día, no parecía verosímil, aunque Carlos, cortésmente, fingiese aceptarla.

Sin embargo, tenía que seguir adelante, por mandato del prior, presentarse ante Carlos, hablarle de las pinturas. Aquella coacción le empujaba con más fuerza que el viento por la carretera de guijarros descarnados. Así llegó a la cuesta. La mula dejó de trotar y se puso al paso, y aún se detuvo un par de veces antes de coronar el repecho. Llegó ante la verja del pazo.

—A lo mejor, no está.

Deseó ardientemente que Carlos se hubiera ausentado. Podría regresar al monasterio, y decírselo sencillamente al prior. «No estaba en casa, tendré que ir otro día más temprano.»

Los yerbajos y las ramas menudas arrancadas por el viento manchaban el sendero; el agua caída de los árboles sacudía la copa del paraguas. Frente al zaguán abierto, el fraile se detuvo, paralizado por la última vacilación. Podía regresar, podía inventar un pretexto, podía…

En el zaguán apareció Paquito. Miraba al fraile y se reía. Saludó; sin dejar de reír. En seguida se ocultó. Fray Eugenio sintió sus pasos en la escalera. Ya no había remedio. Carlos bajó en seguida. Fray Eugenio se había apeado y esperaba en el umbral, con el paraguas abierto, en una mano, y las riendas de la mula, en la otra.

—Paz.

Se dejó arrebatar las riendas y el paraguas; se dejó conducir a la torre. Allí bebió el café preparado por Carlos, se calentó junto a la lumbre y aceptó la invitación de un poco de coñac.

—Estoy verdaderamente helado. ¡Y qué bonita es su celda! Porque es lo que parece: la celda de un monje algo más mundano que nosotros.

Todo había sucedido de manera distinta. Lo difícil, ahora, era llevar la conversación al punto apetecido. Tenía la impresión de haber llegado sin oportunidad, como si su presencia estorbase algo, aunque no fuese más que una soledad apetecida: Carlos se portaba con amabilidad, pero no parecía contento.

—Pasaba, y se me ocurrió venir a verle. Marcho en seguida.

—¿Ahora, con esta lluvia? Me atrevo a invitarle a comer conmigo.5i lo permite el prior, naturalmente.

—El prior…

El prior le había enviado a un negocio: aceptar la invitación podía considerarse como necesario para que el negocio llegase a buen fin.

—Me gustaría quedarme, pero, si no recuerdo mal, usted suele almorzar con doña Mariana.

—Me aterra bajar al pueblo con esta lluvia, pero tengo a quien enviar para que nos manden la comida.

Despachó a Paquito, con el coche y un recado. Al regresar, parecía contento. Fray Eugenio se consideraba comprometido moralmente a plantear la cuestión de las pinturas, sin escapatoria; aunque, aceptada la invitación, le pareciese más indelicado todavía. Hizo un esfuerzo y cantó de plano:

—Verá usted, don Carlos. No estoy aquí por casualidad. Tampoco estoy por mi gusto. Me manda el padre Fulgencio.

Contó la entrevista de aquella mañana. Interpoló, en la narración, comentarios y disculpas. Carlos no dio importancia a la embajada: «Hablaré a doña Mariana, y ya veremos de sacar lo más posible»; pero, en cambio le preocupó lo del colegio y, sobre todo, la situación del padre Ossorio.

—Y el padre Ossorio, ¿por qué se opondrá?

—Pero ¿no comprende— usted que nosotros no podemos, según la Regla, dedicarnos a la enseñanza?

Para Carlos, el motivo último de la divergencia escapaba, por la sutileza, a su comprensión, pero escuchó los detalles internos de la oposición sorda planteada entre el prior y el padre Ossorio.

—Un día, esto acabaráconcluyó el monje—, pero no acabará bien. El padre Ossorio es la parte más débil.

—¿Cómo no cambia de monasterio?

—No puede. Nuestra Orden no tiene más casas que ésta. Recuerde que
somos
un ensayo de restauración.

—Esta mañana, si no lloviese, hubiera ido a visitarles. Necesitaba de ustedes.

—¿De mí?

—Quizá también del padre Ossorio, o principalmente de él. Es teólogo, si no recuerdo mal.

—Sí.

—No estoy seguro de necesitar un teólogo, sino más bien un psicólogo que sepa teología. Deseo ciertas explicaciones sobre el sentimiento del pecado.

Añadió en seguida, antes de que fray Eugenio pudiera responderle:

—Explicaciones concretas sobre un caso personal, sobre el mío. Por dos veces he tenido la sensación de hallarme en pecado; la última de ellas, esta noche, ahora mismo. Y no lo entiendo bien, porque no estoy seguro de creer en el pecado. Casi puedo asegurarle que no creo. Se trata de una sensación, fíjese bien, no de una convicción.

Sonrió.

—Claro está que tampoco creo en el diablo, y, sin embargo, tengo también la sensación de que se me ha metido en el alma. No digo tampoco que lo crea, pero sí que lo siento, que lo experimento. Y puedo señalar el día y la hora en que entró y cómo lo hizo, aunque no por qué. Es un demonio apacible, no de los que hacen blasfemar y echar espumarajos por la boca. El demonio que me va bien: tranquilo, analítico, y nada apresurado. En el infierno deben saber lo que conviene a cada cual.

Reía, pero el fraile no. El fraile le escuchaba paralizado, y le miraba con ojos en que temblaba un espanto remoto o disimulado.

—¿Por qué bromea?

—¡Dios me libre de bromear! Pero no voy a rasgarme las vestiduras porque el infierno se haya dignado preocuparse de mí. Soy un hombre de ciencia, y la experiencia es nueva. Mi obligación es observarme. Insisto en que no creo en el diablo, pero es evidente que está dentro de mí. Luego, el sentimiento del pecado…

Recordó que a fray Eugenio le gustaba el tabaco, y le ofreció de fumar.

—Antes le dije que necesitaba un psicólogo que supiera teología. No es eso exactamente. Lo que necesito es un teólogo que tenga experiencia personal del pecado.

Fray Eugenio tembló y bajó los ojos.

—¿Quién no la tiene?

—No del pecado en general, sino de… —se detuvo y sonrió—. Bueno, la experiencia de la soberbia, por ejemplo, no me sirve. Lo mío es más modesto. Cosa del sexto. Ya sé que, según los teólogos, es el menos grave de los pecados. Sin embargo…

Fray Eugenio le interrumpió…

—Por favor, no hable usted de moral. Si lo llevamos al terreno moral, no aclararíamos nada. La moral pertenece al orden de las consecuencias, y el pecado al de las esencias. El bien y el mal son nociones morales: el Pecado y la Gracia son mucho más hondos, pertenecen a la experiencia religiosa. Usted no se ha referido al mal, sino al pecado.

—Exactamente. ¿Puede usted decirme algo?

Fray Eugenio evitaba mirarle. Había clavado la vista en el cigarrillo recién encendido, y le temblaba la mano. Carlos creyó que le respondería: «Sí. Puedo contarle a usted mi caso», e inmediatamente comprendió que también fray Eugenio tenía una historia, de la que sólo conocía menudos detalles, como balizas de un pasado sumergido y tremendo. Recordó un instante el retrato de la madre de Germaine —sólo un instante—. El fraile alzó la vista, y en el modo triste de mirarle había como un ruego. Carlos sonrió.

—No. Lo que usted pretende, no —le respondió fray Eugenio: y había en su voz una resonancia de falsedad.

—Seguramente tampoco el padre Ossorio podrá responderme. Es difícil hallar el consultor que necesito. Para entendernos, sería menester que, no sólo conociese entera mi intimidad, sino que yo conociese la suya. ¿De qué vale, por ejemplo, que le diga a usted que esta noche una mujer pasó conmigo unas horas, y que acepté su presencia porque en ella encuentro, además de una liberación, una garantía de libertad, y que, sin embargo, cuando marchó, tuve la sensación (la sensación, le repito; no algo intelectual o espiritual, sino físico) de estar en pecado y de tener el demonio dentro? Era de madrugada y ya no pude dormir. Del mismo modo que si usted se clava una espina en una mano la siente ajena y molesta hasta que se la arranca, así me sentía, y me siento, molesto por esa sensación que me parece venida de fuera, clavada desde fuera, como una espina. La siento, y siento que no me pertenece, que está ahí como si alguien la hubiese arrojado dentro de mí. Y yo, querido fray Eugenio, no sólo necesito librarme de esa molestia, sino que necesito explicarme su presencia. Nada de lo que existe dentro de mi alma, ni lo delicado, ni lo más misterioso, me sirve para explicarme que un acto mío lo sienta como pecado.

—¿Y en su niñez? ¿No creyó usted alguna vez en el pecado?

—En mi niñez, yo llamaba pecado a la simple transgresión de la ley. Mis primeras nociones no fueron religiosas, sino morales: el corazón de mi madre, de quien las recibí, era un corazón de juez, y ese modo jurídico de entender el bien y el mal se continuó en el colegio, donde pudo haberse refinado mi conciencia moral, pero donde jamás tuve ninguna experiencia verdaderamente religiosa. Después, mi modo de entender el bien y el mal varió, y, según él, nada se ha conmovido, ni en mi vida, ni en la de ella, ni menos en el universo mundo, porque nos hayamos amado. No lo tengo por malo, aunque quizá no sea bueno; pero siento que es pecado. ¡Lo siento, ¿comprende usted?, lo siento, y perdone mi insistencia en marcar, una vez más, el carácter de sensación! Porque también eso es absurdo. El pecado, lógicamente, debe sentirse en el alma; debe ser el resultado de una comprensión súbita, de una operación intelectual, por rápida que sea, pero no un estado irracional que se siente en los nervios y en la sangre.

Había hablado de pie, sosegadamente, templando con el tono y la sonrisa el calor excesivo de sus palabras. Había un contraste demasiado evidente entre las palabras y el tono en que habían sido dichas. Se dio cuenta, y rió.

—¿Por qué se ríe?

—Porque todo esto es ridículo.

—No.

—¿Va usted a explicarme por qué no lo es? ¿Va usted a decirme que se me insinúa Dios desde fuera, que me tiene cogido, y que su manera de insinuarse, de decirme que está aquí, es esa sensación disparatada? ¿Es eso lo que va usted a hacer?

—No puedo explicárselo; no puedo explicarle nada. Pero que Dios anda en todo esto, me parece evidente.

—El padre Ossorio me dijo el otro día: también Dios ha llegado para usted, o algo parecido. No lo creo. Puesto a creer, más bien me inclinaría por el diablo. Ése, al menos, también lo siento. Lo siento y lo veo. Cuando cierro los ojos, cuando me duermo, si quiero, puedo verlo. Es un tipo fascinador.

—No bromee.

—¿Es ése su consejo, sólo ése?

—No puedo decirle más. Yo no soy…

Carlos le interrumpió.

—Entonces, todo lo hablado está de más. Fíjese en que, el otro día, el padre Ossorio había llegado a un punto semejante a éste. Si no avanzo, si usted no me ayuda a avanzar, esta conversación no viene sino a repetir lo dicho, esta escena es inútil, yo doy vueltas sobre mí mismo sin sacar nada en limpio, y, mientras tanto…

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