Los gozos y las sombras (111 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Levantó la mano y apretó el cabello.

—Pero si mañana no despiertas a mi lado, no vuelvas jamás junto a mí. Ni para que te escuche, ni para que te consuele, ni para que te insulte. No vuelvas más porque me harías daño. Y en ese caso…

Le agarró con fuerza la muñeca. Carlos abrió la mano y dejó caer la cerilla.

—… vete de Pueblanueva. Escapa otra vez, como de la judía. Cualquier cosa menos quedarte aquí, envilecido. No dejaría de quererte, pero te perdería el respeto. Y eso sería horrible.

Trajeron una carta en la que el abogado le comunicaba la solución del asunto del Sindicato, «a falta de algunas firmas». Señalaba el primer martes como el mejor día para que Carlos se trasladase a La Coruña, con el apoderado y con la junta directiva, para dar estado legal a la situación.

Carlos se metió la carta en el bolsillo y marchó al barrio de los pescadores. Halló al
Cubano
en la taberna, le dio la carta y convinieron el viaje.

—¿Puedo decírselo a todos? —preguntó el
Cubano
.

—Debe decirlo cuanto antes. Después de tanta espera merecen esta alegría.

El
Cubano
intentaba prolongar la conversación, pero Carlos le escuchaba distraído y acabó por marcharse. Buscó a don Baldomero en el Casino. Le dijeron que se había marchado de mal humor. Fue a la botica. Don Baldomero, medio borracho, leía un libro de Vázquez de Mella sobre la Eucaristía.

—Sublime —dijo—. Sencillamente sublime. ¡Y qué prosa, amigo mío, qué admirable retórica! Esto es escribir, y no lo que hacen ahora. ¡Si yo fuera capaz…!

—¿De qué?

—De escribir un libro sobre el matrimonio cristiano. Un libro, también sublime, como éste. Tengo grandes ideas, créame, pero me da pereza ponerme.

Cerró el libro y se levantó. Dejó dos copas sobre la mesa y el aguardiente de hierbas.

—Sírvase. ¿Qué le trae por aquí?

Carlos escanció el aguardiente verde y lo miró al trasluz.

—Hermoso color, ¿no le parece?

—El color no emborracha, don Carlos. ¿Qué le trae?

—Vengo a invitarle a una boda.

—¿A la suya?

A la de Rosario la
Galana
. Voy de padrino, ya sabe. Y como después hay convite…

A don Baldomero le dio la risa: ancha, sonora, regocijada. Le temblaron el vientre y la sotabarba, le bailaba en los ojillos una luz picaresca.

—¡Buen pirandón está hecho! ¿Conque al fin la casa? ¿Y dónde van a vivir?

—No les he preguntado, pero supongo que en la Granja de Freame. Es de ella.

—Mal hecho. Tenía usted que habérselos llevado al pazo. A él le daría igual, y usted, con ella en casa, estaría mejor servido.

Volvió a reír. Riendo, se dejó caer en la silla.

—¿Para qué preocuparse mientras haya cabrones en el mundo? El cabrón es cómodo y servicial, y debería ser más considerado en la sociedad. Aunque tengo entendido que en las altas clases sociales se les estima ya en lo justo. Aquí, en cambio…

Se echó al coleto el contenido entero de la copa. Carraspeó y se limpió con el dorso de la mano el sudor de la frente.

—… Prescindo de mi caso particular. A veces, me estremezco al tocarme las sienes. Otras, las encuentro vírgenes de protuberancias. No sé si soy cabrón o no. De modo que dejemos aparte mi caso. Iba a decirle que en estas tierras al cabrón se le desprecia; pero tampoco crea usted que por mucho tiempo. Sólo al comienzo, y lo suficiente para quedar bien, para que se vea que uno respeta los principios. Después, la costumbre… ¿Sabe usted que mañana le darán una cencerrada a la
Galana
? Lo oí decir en el Casino.

—¿Una cencerrada?

—Es lo normal. Para que los novios trabajen con música. Pero, pasada una semana, se habrá olvidado. Si hubiera que recordar a los cabrones del pueblo que lo son, no llegarían las horas del día.

Dejó caer la mano pesadamente sobre el libro de Vázquez de Mella. Desapareció la alegría de sus ojos, quedó como melancólico y habló con voz profunda y rota, de borracho:

—Un libro sobre el matrimonio cristiano. ¿Se lo imagina usted? Un libro caritativo, pensado con el corazón. Un libro escrito exclusivamente para los cabrones de Pueblanueva, para que aprendieran a perdonar. Porque aquí, aunque no lo crea, todo el mundo está amargado por lo mismo. No hay confianza en las mujeres. Y a mí se me ocurre que en esto hay algo de exageración. Porque, por muy gallo que sea Cayetano, acostarse con todas, lo que se dice con todas…, ¿no le parece a usted que no es posible? De algunas se sabe, claro. Y porque se sabe de ésas pensamos que las otras pueden hacer lo mismo. Aquí, los hombres viven con la mosca tras de la oreja. Le repito que prescindo de mi caso, que es dudoso…

Enmudeció de repente y miró a Carlos con ojos vidriosos, con mirada desvaída.

—Porque mi caso es dudoso, ¿verdad?

—No, don Baldomero. No es dudoso en absoluto. Puede usted estar seguro de que doña Lucía le ha sido carnalmente fiel. Se lo he dicho otras veces.

Se animaron los ojos ebrios del boticario.

—Ya lo sé. Tengo una carta de ella en que me lo asegura, y una mujer que va a morir no miente. Es una carta escrita con sangre, una carta que no me deja dormir. Pero ¿será igualmente seguro para los demás? ¿No pensarán los del Casino, cuando me ven entrar: «Ahí viene uno de los nuestros»?

—Lo pensarán, quizá, para que no haya excepciones.

—Eso. Para que no haya excepciones. Y como nadie será capaz de convencerles de lo contrario, hay que tenerlo en cuenta. Aunque sea falso, es una historia que requiere su remate. Tengo mi plan para cuando muera Lucía, un plan magnífico, bien madurado. Ya le contaré…

Quedó en silencio. Sus dedos jugaban con las hojas del libro y miraba al fondo de la habitación con una sonrisa debajo del bigote, entre pícara y feliz. De pronto:

—¿De modo que mañana? Iré, cuente conmigo. Y, si quiere, puedo servir de testigo. Habrá buena bebida, ¿verdad?

—No sé.

—¿Es que no la paga usted? ¡Está en la obligación de ser rumboso, don Carlos! Por padrino y por las otras razones que todos saben. Hasta el novio. Porque él no lo ignora. Sabe que la Rosario se acuesta con usted y que se acostó con Cayetano. No digo que no le guste también la moza. ¡Carajo! ¿A quién amarga un dulce? Pero si no estuviera usted detrás, no se hubiera casado. ¡Le sacarán los ojos, don Carlos! Es lo tradicional. Y, bien mirado, no es censurable. Ella pone el cuerpo sandunguero, y usted, la Granja de Freame, y luego tierras, y si se descuida, el pazo acabará siendo para ellos. Casos se vieron y se verán. Por eso le pregunté si no los llevaba a vivir consigo.

Se levantó pesadamente.

—Váyase. Voy a acostarme un poco. Esos hijos de puta del Casino me han sacado seis duros, y quise ahogar en vino el berrenchín. Me estoy cayendo.

Carlos se marchó a casa y se acostó también. No pudo dormir. Echó mano de un libro, leyó unas páginas, lo cerró. Empezaba a oscurecer, y las cosas iban desapareciendo en la penumbra. Le andaban por la cabeza Rosario y Clara, Clara y Rosario: como si cada una de ellas tirase y quisiera arrebatarlo y guardarlo para sí. Rosario y Clara, Clara y Rosario: insistentes, obsesivas, con sonrisa de miel o con mirada dramática; con palabras melosas o con palabras sollozantes. Se imaginó entre las dos, girando como un muñeco, con los brazos abiertos. ¿Era eso lo que hubiera hallado en el papel encarnado de la suerte del pajarito? Precio especial para señores. Hasta que se levantó, con la cabeza doliente, y salió al pasillo. Pidió una taza de té y se encerró en el salón. Paseó un rato. Después se sentó al piano. Le andaban ahora por la cabeza unos compases de Chopin: reconstruyó de memoria el vals entero, lo tocó, lo repitió, con ritmo rápido, con ritmo lento; alargando las frases o acortándolas. Así una hora o más. La
Rucha
vino una vez a preguntar si necesitaba algo y volvió después a enterarse de si el señor iba a cenar en casa.

—Sí, cenaré aquí.

—Pues cuando quiera.

Cenó poco, sin decir palabra. Pidió luego café y tomó dos tazas. También coñac. La
Rucha
le seguía el aire; pero en la cocina comentaba con su madre:

—No sé qué le pasa. Está como ido.

A lo mejor es por la boda de la querida. No puede gustarle.

—Pues, si quisiera, las tendría mejores y más nuevas.

La
Rucha
, hija, se miró, al pasar, en el espejo del corredor.

—Seguramente saldré esta noche. Ustedes pueden acostarse —dijo Carlos.

Mandó apagar las luces, abrió la ventana y se sentó junto a la chimenea apagada. Fumó un pitillo, y otro, y otro. A las once salió a la calle. Pasó de largo frente al Casino; pero unos metros más arriba se detuvo, retrocedió, escuchó. Se oían voces de una disputa: por encima de todas, la de don Lino. Hablaban de política. Don Lino peroraba en el centro de un corro.

—¿Que el pueblo quema iglesias? ¿Y cómo no va a quemarlas, si los curas han traicionado al pueblo? ¡Desengáñese, don Baldomero! La quema de las iglesias es un acto de fe. Si el pueblo no creyera, ¿por qué iba a quemarlas? Y eso es lo que siento, que el pueblo tenga fe todavía. Hasta que curemos a los españoles de todo atavismo, no podremos fundar una sociedad justa y pacífica. Entonces a nadie se le ocurrirá quemar iglesias. Verá en ellas lo que son, obras de arte, y no tendrá sentido la venganza, por el fuego, de la traición clerical…

Tenía el sombrero puesto, un poco echado sobre el cogote; la mano izquierda, apretada contra el pecho, y con la diestra accionaba ampliamente.

—¿Qué le trae por aquí a estas horas, don Carlos?

—Ya ve. Haciendo tiempo.

—¿Alguna cita?

—Falta de sueño.

—Pues si tiene alguna cita, procure llegar puntual. A las mujeres no les gusta esperar, aunque a veces den plantones.

Carlos se sentó en una mecedora.

—No quería interrumpirle, don Lino. Puede usted continuar.

—Es que, como va a haber elecciones, don Baldomero teme que vuelvan a quemar iglesias —explicó el juez.

—Le decía aquí, al boticario, que la quema de iglesias es un acto de religiosidad y justicia. Pero don Baldomero se empeña en que es cosa de ateos y masones. Y yo me pregunto: ¿qué sentido tiene para un ateo quemar un santo de palo, si no es más que una madera pintada? Se ha dicho muchas veces que sólo el creyente blasfema.

Patatín, patatán… Carlos dejó de percibir los conceptos: sólo le llegaba el ruido, sólo veía la gesticulación ampulosa, el brazo enérgico que apuntaba alternativamente al techo y a las planchas del entarimado… Un ruido que hacía balancear las imágenes, que daba sueño.

—Bueno, señores. Parece que ya llegó el momento…

Salió. Los disputantes quedaron en silencio. El juez dijo:

—Sería cosa de seguirle…

—¿Para qué?

—¿Adónde va a estas horas?

—Pues a dormir. ¿No lo ha oído?

—No sé por qué me da mala espina. No estaba como otras noches. Así como preocupado. ¿No lo notaron?

Carlos subió la calle hasta la plaza, se metió bajo los soportales, paseó. La plaza estaba vacía, las torres de la iglesia emergían del andamiaje y, en silencio, se agrandaban las voces y los ruidos. Clara se había olvidado de quitar el cartel: estaba allí, junto a la puerta cerrada. Lo cogió Carlos y estuvo tentado de escribir algo en él. Tuvo el lápiz en la mano, pero lo guardó y dejó el cartel en su sitio. Atravesó la plaza, llegó a la iglesia y se metió en las tinieblas del pórtico. Tropezaba en los cascotes, en los trozos de madera. Empujó la puerta y la halló abierta: en aquella negrura apenas se adivinaban las formas de las pilastras, más negras todavía. Crujían las maderas y, en algún rincón lejano, volaba un ave. Cerró la puerta y salió a la plaza. Dieron entonces, en el reloj, las doce menos cuarto. Arrimado a las paredes, por callejas, salió del pueblo, tomó la carretera que conducía a casa de Clara, entró en las sombras. Iba con paso sosegado, silencioso, por un lado de la carretera, bajo los árboles. Se oyó en el fondo del camino el rumor de unas esquilas; Carlos se escondió detrás de un tronco y esperó a que pasasen la sombra de un hombre, con ruido de zuecos contra el morrillo del camino, y el esquileo de unas cabras. Después continuó hasta llegar frente a la casa de Clara. Había luz en la puerta de la cocina y en una ventana: una luz débil, como remota y un poco temblorosa. Quedó junto a la puerta del corral, con la vista clavada en los rectángulos de luz. Vio aparecer una sombra, moverse, desaparecer. Entonces se apartó con sigilo, volvió a la carretera, se alejó unos pasos, silencioso, y luego echó a correr hasta llegar a un atajo. Se metió en él, se detuvo y encendió un cigarrillo. Alzó la cerilla hasta iluminarse el rostro y la apagó.

Por el atajo llegó a la otra carretera. Al pisarla acortó el paso. Asomaba la luna y, un poco más arriba, en una casa de la ladera, ladraba un perrillo.

Frente a la casa de Rosario volvió a detenerse y arrojó la colilla. Estaba todo oscuro y en silencio. Tentó la cancela y la halló abierta. Empujó, atravesó el corral, se arrimó a la ventana.

—Con cuidado, señor. Venga, déme una mano.

Las tendió abiertas. Rosario le agarró por las muñecas y tiró fuerte.

Había frito un huevo y unas patatas para cenar. Comió sin prisa, deteniéndose a cada bocado. Al terminar apartó el plato vacío, cruzó los brazos sobre la mesa y escondió en ellos la cabeza. Las brasas del hogar amortecían; en la vela, el pabilo se doblaba y daba una llama larga, temblorosa: la esperma cata en chorretones, rebasaba la copa de la palmatoria, hasta la taza del pie; allí, las gotas se cuajaban, primero tiernas, luego duras; primero brillantes; luego opacas.

Cuando el cabo se consumió, el pabilo, acostado sobre la esperma líquida, empezó a chisporrotear. Clara levantó la cabeza y contempló la llama con ojos soñolientos y tristes. Abrió el cajón de la mesa, buscó otro cabo, lo encendió y lo hincó en la palmatoria. Saltó un chorro ardiente: unas gotas le salpicaron las manos. Se la llevó a la boca y chupó la quemadura.

—¡Caray!

Se restregó los ojos; luego estiró los brazos. Con ellos abiertos contempló, en la pared blanca, desnuda, la cruz de su sombra. Recogió los brazos rápidamente. Se levantó.

—Debe de ser muy tarde.

Sacudió la cabeza, se echó atrás el cabello. Dejó el plato y el cubierto en el fregadero y caminó despacio hasta el hogar. Sobre las trébedes se calentaba un puchero de agua. Lo destapó y volvió a taparlo. Quedó de pie, inmóvil, con las manos cruzadas sobre el vientre, y así durante un rato. Las brasas se habían apagado y griseaban las cenizas.

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