Los gozos y las sombras (113 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Tropezó con un banco y soltó un taco.

—Espere.

Carlos buscó cerillas, encendió una.

—Por aquí debe de haber un cabo de vela. Es el chiscón del
Relojero
.

Revolvió entre los cachivaches del loco. Paquito despertó con el ruido.

Abrió los ojos, miró sin decir nada, los volvió a cerrar.

—Sí. Aquí está.

Subieron. En el cuarto de la torre, Carlos encendió un quinqué. Don Baldomero se dejó caer en el sofá.

—Ya tenía ganas de sentarme.

Cerró los ojos y quedó espatarrado. Carlos volvió con vasos y una botella. Don Baldomero parecía haberse dormido. Le sacudió por un hombro.

—¿Ha venido usted a beber o a dormir?

—Abra una ventana. Hace calor aquí.

Carlos abrió la ventana. Don Baldomero, apoyándose en las paredes, llegó hasta ella. Una luz de plata, mortecina, envolvía el pueblo y la ría.

—¡Qué hermosa vista!

Le dio otra vez la risa.

—Como le decía, tengo recuerdos. Y cuando Lucía muera, será peor.

¿Sabe usted…?

Se interrumpió y miró a Carlos con espanto.

—¿… sabe usted que he deseado la muerte de Lucía? ¿Sabe usted que la deseo? ¿No se lo he contado nunca?

Carlos no le contestó. Había llenado de vino dos vasos y ofrecía uno al boticario.

—Espere, porque, si caigo, no le podré decir esto.

Carlos echó un trago del suyo y los dejó en el antepecho de la ventana.

—En el caso de que no le moleste —añadió don Baldomero.

—No. Diga lo que quiera.

—Pues le deseo la muerte. Contra mi voluntad, ¿comprende? Estoy pensando y, de pronto, la veo entre cuatro velas, vestida con el hábito de san Francisco. O me veo a mí mismo regresando del cementerio, donde acabo de dejarla bien enterrada. ¿Le molesto?

—No. Siga.

—Esas cosas me ocurren desde hace mucho tiempo, desde antes que ella estuviera tan mala. Y se me ocurría también que, muerta ella, volvía a casarme.

—¿Con su criada?

—Con una chica de veinte años.

Echó mano al vaso y lo vació.

—Eso es desear su muerte, ¿verdad?

—Sí.

—Soy un miserable.

Tendió el vaso a Carlos.

—Déme un poco más.

—¿Está dispuesto a dormir aquí?

—¿Qué más da? Mal será que alguien se ponga a morir y necesite medicinas.

Empezaba a hablar con lengua gorda. Carlos le sirvió más vino.

—El mundo sería perfecto si no existiese Dios —dijo don Baldomero—. Dios lo estropea todo.

—Sí —dijo Carlos.

—¿A usted también?

—A mí como a todo el mundo.

—Pero ¿usted cree?

—Cuando estoy borracho, sí.

—Usted no está borracho nunca.

—Pero ahora lo estoy, y creo en Dios.

—Cómo nos la ha jugado, ¿eh? Porque sin Él, ¿qué me importaba a mí desear la muerte de Lucía? Y a usted…

—A mí, ¿qué?

—A usted también le hará la puñeta de alguna manera. Y si cree usted en Cristo, peor. Porque a mí se me ocurre que si fuese como antes, en tiempo de los judíos, la cosa sería más llevadera. Pero pensar que Cristo vino a sufrir por nosotros… para esto. Lo que a mí me remuerde la conciencia es hacer sufrir a Cristo. Y que no sirva de nada, al menos en mi caso, porque voy a condenarme…

Ya está usted condenado.

Don Baldomero abrió los ojos con dificultad.

—¿Usted cree?

—Todos estamos ya condenados. Pueblanueva es el infierno y no podemos salir de él. ¿No me ve a mí? Llevo dos meses diciendo que me voy mañana, que me voy pasado, y aquí estoy, y aquí me quedo. No puedo marcharme, no podré hacerlo nunca. A veces pienso si no habré muerto y si esto no será eterno.

—¿También usted piensa tonterías?

—Como cualquiera.

—¡Ah! Creí que usted no pensaba tonterías.

Con el vaso en la mano fue hacia el sofá. Tropezó, se le derramó el vino, tendió otra vez a Carlos el vaso vacío; pero Carlos había quedado en la ventana, miraba a la madrugada. Entonces se sentó en el sofá y cerró dulcemente los ojos.

—Personalmente, no me molesta que también sea usted, a veces, tonto. Un hombre que no es tonto alguna vez, no parece humano.

Carlos no se había movido. Permanecía de espaldas, acodado al antepecho.

—¿Me escucha, don Carlos?

Carlos no respondió. Don Baldomero se extendió en el sofá trabajosamente. Primero, una pierna; luego, la otra. Le quedó un brazo encima del vientre, y el otro colgando. Las puntas de los dedos rozaban el suelo. Abrió la boca y empezó a respirar: largo, fuerte, pausado. A veces se le escapaba un pequeño ronquido.

Se despedían los últimos convidados: dos mujeres de luto, un mozo pescador, un viejo. Ni Rosario ni Ramón se movieron: el cuidado de despedirles y acompañarles hasta la puerta quedó a cargo de la
Galana
y de la madre de Ramón.

—Bueno, ¿y ahora?

—Cada uno a su casa, y Dios a la de todos.

Amén.

Marcharon en grupo: las dos madres, delante; el
Galán
y sus hijos, casi pegados a ellas; Rosario y Ramón, detrás, un poco alejados. Sólo hablaban las madres. La de Ramón se despidió a su tiempo.

—Que la boda sea para bien.

—Dios la, oiga.

Hablaban con tono lúgubre. Se besaron. La de Ramón besó también a Rosario. A Ramón le dijo:

—Ya irás mañana por casa.

—Iré.

Se alejó. Los hermanos de Rosario habían entrado. Los padres se dirigieron a la puerta. Rosario tomó de la mano a Ramón.

—Ven.

Se encendió una luz en la cocina. El
Galán
se sentó en una banqueta.

La
Galana
vieja se dirigió al fregadero y sacó del barreño unos cacharros.

Rosario y Ramón llegaron al umbral y quedaron en él, de pie.

—Y ahora, a dormir todos, que mañana hay que trabajar.

—Espere, madre.

Rosario soltó la mano de su marido y entró en la cocina.

—Levántese, padre, y saque las vacas y el carro. Y usted, madre, y mis hermanos vayan bajando las cosas. No guarde la loza, que no hará falta.

—¿Qué dices?

—Lo que oye, mi madre. Que ahora mismo se marchan de esta casa, y se llevan los muebles, y el cerdo, y las gallinas, y todo lo que no es mío. Ahora mismo.

La
Galana
vieja llevó las manos, lentamente, a los ijares. Encaró a su marido.

—Pero ¿tú oyes esto?

—Claro que lo oye, y no lo voy a repetir. Ya aguantaré bastante si les permito recoger la cosecha, que también es suya. ¡Andando! ¡Y no quiero verles más en la vida, ni han de pisar mi casa, aunque me coma una centella! ¡Por éstas!

Tranquila, erguida, besó los dedos en cruz.

—Ya puede llamar a mis hermanos. Que no se acuesten.

La vieja apartó, de una patada, la banqueta en que el
Galán
había estado sentado.

—¡Claro que los llamo! ¡Pepe, Miguel, bajad en seguida! ¡A ver si con ellos te atreves…!

Le salía a los ojos una furia súbita, se le había endurecido el rostro y levantaba al aire las manos oscuras, clavaba en el aire los dedos como garfios.

El Galán
, junto al llar, blando, encogido, miraba sin entender: a Rosario, a Ramón, a su mujer.

—Pero, mi hija, la casa…

Tendía los brazos con las palmas abiertas.

Rosario se acercó a Ramón.

—Ramón, la tranca.

Cerró la puerta y cogió una barra de hierro.

—Toma. Tú, ahí, con eso. Y que te toquen. Yo voy a desnudarme.

Miró a sus padres duramente y entró en el dormitorio. Oyó los pasos de sus hermanos en la escalera, las voces de su madre, cada vez más altas. Imprecaciones, insultos. Siguieron llantos.

—¿Y vas a dejar que tu mujer eche a sus padres de casa? ¿Vas a dejarlo?

—¡Cría cuervos! ¡Tráela regalada veinticinco años! ¡Y todos trabajando para ella!

En calma, Rosario cerró la ventana y la contraventana. A su madre le había dado un patatús. Pero en el piso se oían golpes y arrastrar de muebles. Entreabrió la puerta y vio a Ramón, armado y erguido, delante de la cocina. Fuera, el
Galán
ajetreaba con el carro, y el perro ladraba. Empezó a desnudarse. Vestida a medias, abrió el armario y sacó un camisón, lo desdobló y lo dejó encima de la cama. Quedó desnuda, se miró al espejo del armario y se vistió el camisón. Después, quitó la colcha, la dobló con cuidado, la guardó. Deshizo el embozo, arregló las almohadas.

Había ruidos en la escalera. Una vaca mugía en el corral.

Abrió la puerta del dormitorio. La
Galana
, tirada en un rincón, gimoteaba. En el suelo se mezclaban las ollas con los platos, las sábanas con las bolsas de maíz.

Pepe y Miguel, fuera, hablaban en voz alta.

—¡Ponla encima! ¡Más atrás! Luego yo ato.

—No nos va a caber todo.

Entraron, pasaron sin mirarla, sacaron una cama. La
Galana
se incorporó penosamente.

—¡Permita Dios que te salga un cáncer en las entrañas, y te vea pidiendo por los caminos, y que te escupan a la cara!

—Menos prosa, madre, y más espabilar, que estoy caliente y quiero dormir con mi marido.

A Ramón le brillaron los ojos. Apoyó la barra en la piedra del umbral y esperó en su lugar descanso.

*****

Iba el
Galán
delante, tirando de las vacas, con la aguijada en una mano y en la otra un farol encendido. Pepe y Miguel, cargados de fardos, a los lados del carro. Detrás, la
Galana
, con una cesta a la cabeza, y en la cesta tapadas, las gallinas. El cerdo la seguía, gruñendo, atado de una soga.

La noche estaba clara, sin viento. La luna había alcanzado la mitad del cielo: pegaba por la izquierda y lanzaba contra el seto de zarzas las sombras trashumantes. El campaneo de las esquilas se mezclaba al chirrido del carro.

—¡Ay,
Marela! ¡Xubenca!

La
Galana
lloriqueaba:

—¿Y adónde vamos a ir, pobriños de nosotros? ¿Quién será el alma cristiana que nos recoja en esta noche de lobos? ¡Todo por una hija sin alma, por una perra sin corazón!

—Calle, mi madre, que, llorando, se reirán de nosotros.

—¿Y qué voy a hacer más que llorar?

—Callar, mi madre. Hay que tener vergüenza.

En los bordes del cielo brillaban las estrellas, y allá abajo, en el fondo del valle, un resplandor plateado envolvía a Pueblanueva. De pronto, de las sombras, surgió un tropel de gente, hombres y mujeres con calderos de metal, con sartenes, ollas, cubos, almireces. Iban en silencio, de uno en fondo, por la cuneta, amparados en la sombra. Los grupos se cruzaron. Alguien dijo:

—¡Buenas noches nos dé Dios y la compaña!

—Buenas noches.

El tropel silencioso desapareció.

—¿Y adónde iban? —preguntó la
Galana
.

Nadie le contestó. Poco rato después se oyó un estrépito furioso.

—Es la cencerrada, mi madre.

—¡Y si le ponen fuego a la casa, con ellos dentro, harán justicia!

¡Desalmados!

Habían llegado al cruce de caminos y no sabían por dónde ir.

Madrid, Mallorca, Madrid.

Enero-mayo 1960.

LIBRO III
LA PASCUA TRISTE

A María Fernanda

Durante la primavera llovió poco en el verano, ni una gota. Los maíces están desmedrados, y las viñas, canijas. Cuando sopla el Norte, el polvo invade a Pueblanueva, la envuelve en una nube, la oscurece. Parece, además, como si todas las moscas del mundo se hubieran juntado aquí. Moscas en la calle y en casa, moscas rabiosas, furiosas, que pican como avispas, que zumban todo el día, que ni siquiera en la noche se sosiegan. En el casino, los tresillistas acordaron elevar a la junta directiva una petición en regla para que comprase papeles engomados y los colgase aquí y allá, a ver si las moscas se iban. La junta lo tomó en consideración y se compraron papeles matamoscas al por mayor. Todas las mañanas, el chico del bar procede a descolgar las largas tirar amarillas donde las moscas muertas se apretujan; las lleva a quemar al patio y luego pone otras nuevas, que en seguida dejan de brillar, salpicadas de moscas que van cayendo, cientos y cientos: Sin embargo, en el aire, en las paredes, nuevas moscas ocupan el lugar de las muertas, como ejército inacabable al que las bajas no preocupan. Hay quien se pasa las horas siguiéndolas con la mirada y cuando quedan pegadas lanza un grito de triunfo y apunta: «¡Trescientas sesenta y ocho!». Las tiras engomadas dan al salón aspecto de verbena; pero como no bastan, se han traído unos recipientes de alambre, en forma de cono truncado con la parte estrecha para arriba. Se abren, se mete en el interior un terrón de azúcar y se dejan en los rincones; las moscas entran por un agujerito a comer lo dulce y ya no saben salir: se quedan allí dentro, se amontonan cada vez más bulliciosas y hacen un ruido sordo. Cuando el recipiente está lleno, el chico del bar lo recoge, le ata una cuerdecita y se lo lleva a la mar, donde ahoga a las moscas; después lo limpia, le repone el azúcar y a seguir almacenando insectos. Se dice que Cayetano ha traído de Inglaterra un líquido que las mata sólo con el olor y que en las oficinas del astillero gracias a eso no hay moscas y se puede trabajar tranquilamente.

Como todo no habían de ser males, la temporada de pesca fine superior. La sardina sobre todo se da que es una gloria: no hay más que echar el copo, y lleno. Vienen de fuera camiones a cargar la pesca; la meten en cajas con hielo y se la llevan, dicen que a Madrid. Pero como hay tanta, va barata, y el precio no cubre gastos. Lo mismo pasa en Vigo y en otros puertos pesqueros. Un día llegaron unos sujetos, se reunieron con el comité del Sindicato y acordaron pescar menos para que la mercancía suba deprecio. Cayetano dice que si en Pueblanueva hubiera una fábrica de conservas daría lo mismo que el pescado fuese tirado, porque al menos tendrían trabajo las mujeres. Pero a nadie se le ocurrió fundar en Pueblanueva una fábrica de conservas. Por esa razón, el Sindicato no va boyante y Carlos Deza ha tenido que hacer uno o dos préstamos en metálico para pagar las facturas de la raba.

Porque don Carlos Deza no se marchó. Primero dijo que lo retrasaría un par de meses; luego ya no se habló más de eso. Se supone que espera la llegada de la francesa, que algún día vendrá, pero no sabemos cuándo. A veces se habla de ella en el casino, ya sin interés. La verdad es que en el casino se habla poco. Ni siquiera jugando: las partidas son sordas, enconadas. Muchas veces un jugador, de pronto, suelta un taco, da un puñetazo en la mesa y grita que con este calor no se puede y que entre el calor y las moscas no hay nervios que aguanten. Pero como no hay mejor cosa que hacer a esas horas de la siesta o al caer de la tarde, se sigue jugando.

A mediados de julio, don Carlos Deza apareció por el casino y dijo que ya se habían terminado las obras de la iglesia y que si queríamos ir a verlas porque tenían mucho mérito. Pegaba tan fuerte el sol que nadie tenía ganas de moverse; pero don Lino, por aquello de la cultura de que habla siempre, se levantó y se fue con don Carlos. Recorrieron la iglesia, ya libre de andamios por dentro y por fuera, y regresaron. Don Lino venía entusiasmado: durante más de una semana habló del estilo románico, de cómo se construía hace siete siglos y de que entonces los albañiles tenían sindicatos como ahora y que de aquellos sindicatos vienen los masones actuales. Explicó el cómo, pero nadie lo entendió bien; hay quien asegura que todas las tardes, antes de ir al casino, leía en un libro lo que había de decir después y que de eso le venía su ilustración. La verdad es que el arte románico y los masones no le importan a nadie y que lo mismo da la iglesia de una manera que de otra. Es cosa que interesa a los curas; si acaso a don Julián, el de Santa María de la Plata: se le oyó protestar muchas veces de que las obras tardasen tanto, y cuando una vez terminadas el padre Quiroga se metió allí con otros dos frailes y empezó a pintar las paredes, el cura fue a verle y a decirle que con una mano de cal bastaba y que en la iglesia nunca había habido pinturas. Pero como la Vieja mandó en su testamento que se pinten las paredes, el cura tuvo que callarse. Desde entonces el padre Eugenio con sus frailes trabaja todos los días y nadie sabe lo que hace porque no dejan entrar. Mandó poner en la puerta un cartelito: «Prohibido el paso». Allí sólo entra don Carlos de los de fuera.

Clara Aldán casi no sale de su tienda. Abre las puertas antes que nadie, cuando todavía no han montado los tenderetes de la plaza, y ya está de pie detrás del mostrador. Su clientela se compone de aldeanas sobre todo: se entiende bien con ellas. Saca las mercancías a la puerta como todo el mundo, pero las arregla de modo que resulten más llamativas, y siempre hay un par de aldeanas remirando. Dicen que vende mucho. Alguien que la vio de cerca asegura que está un poco más delgada y más guapa. Ahora viste bien. Para el verano se hizo dos vestidos, uno blanco y otro colorado, cortos y con escote. Pero no da que hablar. Suele salir de noche y pasear por el malecón; sola siempre. Ni se ha visto a don Carlos en la tienda ni con ella. Deben de andar mal las amistades.

De don Carlos Deza se dice que estudia mucho y que también escribe. Sigue viviendo en casa de la Vieja; pero cuando apretó el calor dejó a las
Ruchas
y se fue al pato, que como está en alto es más fresco. Pasó allí todo el mes de agosto sin bajar a la villa ni siquiera para ver cómo pintaba el fraile. Durante parte del verano tuvo allá a los padres de la
Galana
y a sus hermanos, que allá se aposentaron cuando la hija los echó de casa, y don Carlos les dejó un alpendre para cobijarse y unas habitaciones en el bajo más tarde. Hasta que dispuso alquilarles unas tierras y una casa de la Vieja, bastante lejos del pueblo, y allá se instalaron los Galanes con uno de sus hijos, que el otro acordó emigrar y marchó a La Habana. El pasaje se lo pagó don Carlos. Al cabo del verano el más pequeño volvió al astillero, con seis pesetas diarias de jornal. Martínez Couto contó que don Carlos le había hablado por él a Cayetano y que por eso lo admitió.

A la
Galana
se la ve muy pocas veces y para eso temprano. Se le quemó un poco el cutis con el sol, pero sigue tan guapa y repolluda. Se lleva bien con el marido, que trabaja todo el día en la finca y aún necesita de un par de jornaleros para ayudarle. Rosario cose, como antes, ropa blanca, pero en su casa, salvo cuando hubo que arreglar las sábanas de Carlos, que entonces pasó los días en el pato. A Paquito el
Relojero
le preguntan si esos días la
Galana
. se acuesta con don Carlos; pero él responde con un gruñido que cada cual interpreta como quiere, sí o no. Es de suponer que sí, que se acuesten. Y que don Carlos inventó lo de pasar agosto en el pozo con el calor como pretexto para que la cosa fuese más fácil. De todas maneras la historia ya dejó de interesar, y el marido de la
Galana
pasa por la calle, cuando pasa, sin que lo miren.

Cayetano estuvo en Inglaterra cosa de quince días y, al regreso, en otras plazas con astilleros. Trajo máquinas nuevas, además del líquido matamoscas; mucho tabaco de pipa, que regaló en parte a los aficionados, y corbatas. A su madre, galletas y mermeladas. Contó en el casino lo que había visto, y cuando le preguntaron que qué tal estaba Inglaterra de mujeres, respondió que no había pensado en esas bobadas. Con lo cual todo el mundo abrió la boca y se miró, y Cubeiro soltó en voz alta: «Éste no es mi Juan, que me lo han cambiado!». Cayetano, o no supo qué responder, o hizo como que no le oía. Sin embargo, la noche del baile del 15 de agosto apareció por el casino y bailó media docena de piezas con Julita Mariño. La gente no salía de su asombro y se cuchicheaba que, aunque tarde, venía a cobrarse del apoyo prestado al señor Mariño hace unos meses, cuando tuvo dificultades.

Todo el mundo parecía más tranquilo, como si se pensase que Cayetano volvía a ser el mismo y que así nos entenderíamos mejor. Pero al día siguiente, por mucho que Julita salió de su casa, recorrió las calles arriba y abajo y se hizo la visible, Cayetano no salió del astillero, y por la noche, que había verbena en la plaza, tampoco apareció, y la chica de Mariño no se apartó de su madre y durante toda la noche estuvo desabrida y con la frente arrugada. Al día siguiente la mandaron a Santiago, a casa de unos parientes, y estuvo allí hasta bien entrado octubre. Cuando regresó, nadie recordaba el incidente. En cuanto a Julita, hablaba de política. En Santiago se había afiliado a la juventud de Acción Popular y traía la encomienda de fundarla en Pueblanueva. Con las antiguas clientes del padre Ossorio y algunas chicas más ha llegado a reunir una veintena. Ella es la presidenta.

En fin: la gran novedad es el café. Marcelino el Pirigallo tenía un café grande y destartalado al que no iba nadie. Murió su padre, heredó unos duros y lo reformó. Pero la gente seguía sin ir. Entonces tuvo una idea genial: mandó hacer un escenario, se compró un piano viejo y alquiló de pianista a uno que había salido del Seminario y que no tenía dónde caerse muerto. Las cupletistas que van de La Coruña a Vigo y las que van de Vigo a La Coruña se desvían en Santiago y pasan una semana en Pueblanueva. Las hay de todas clases, desde las que salen en cueros a las recatadas y sentimentales. Una de éstas fue la que vino a la inauguración; el Pirigallo invitó a todo el mundo; la artista fue muy aplaudida, y al día siguiente, después de comer, el café estaba de bote en bote. Da tres sesiones; la de la tarde, para familias, y en ésta las artistas se portan comedidamente. Pero de noche sobre todo y cuando hay rumbas se descuelga en el café el mocerío de la localidad. Los curas predican en el púlpito contra el café cantante. La juventud Femenina de Acción Popular repartió octavillas dos domingos seguidos. Inútil. }á nos hemos acostumbrado, nadie protesta y muchas veces sucede que se suspende la partida de tresillo del casino y los jugadores se trasladan al café del Pirigallo a ver las piernas de las bailarinas. El café vale una setenta y cinco.

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