Los gozos y las sombras (112 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Retiró el puchero, vertió el agua en un barreño, lo apoyó en la cadera y salió. La habitación de su madre estaba a oscuras. Buscó a tientas una silla, dejó en ella el barreño, trajo después una vela encendida.

Su madre estaba acostada de cualquier manera, entre un revoltijo maloliente. Se acercó, la alumbró con la vela. Tenía los ojos cerrados, la boca entreabierta, y su respiración parecía un estertor. Al sentirse movida gimió y estiró los brazos.

—¡A ver, espabila!

La movió, con gesto de repugnancia, hasta dejarla encima de un trozo de hule. La vieja se removía y protestaba. Empezó a lavarla. La vieja le sujetó una mano con fuerza. Clara dio un chillido y chupó la sangre de un rasguño.

—¡Quieta, leche! ¡Tú tienes la culpa de todo! ¡Bien podías morirte de una vez!

La vieja lloriqueaba, y de su boca sin dientes salía un hedor amargo. Terminó de lavarla, la desnudó y la acostó. Recorrió luego la alcoba, contó los bultos de ropa recogidos en un rincón, abrió la ventana y respiró el aire fresco de la noche. Llegaba el perfume de una mata de madreselva; lo sorbió con calma, hondamente; alargó una mano, arrancó una rama y la acercó a las narices. Trasparecía la luna entre los pinos, y un alacrán cantaba al pie del muro; se mezcló a su canto el de la lechuza y, en seguida, otros cantos, próximos, lejanos, despertaron. Clara se inclinó fuera de la ventana, como escuchando. Después se retiró, dejó la ventana entornada. La vieja se había dormido: respiraba con un ronquido fuerte, gutural. Le arregló el embozo y la besó. Se apartó, con la vela en la mano, y cerró la puerta suavemente.

—¡Qué culpa tiene la pobre!

La luna entraba de lleno por la ventana del fregadero. Cerró las maderas y se puso a fregar. Después limpió la mesa y barrió el suelo. Un ratón acechaba las migas de pan, le golpeó con la escoba, el ratón huyó por un agujero y, en seguida, asomó el hociquillo.

—Anda, que ya te queda poco.

Se lavó las manos y echó un vistazo a la cocina: a los vasos vacíos, al canasto en que había guardado las ollas y los platos. Metió en él la loza que acababa de lavar y arrimó la mesa a la pared, junto a unos fardos.

—¡Y que una se esfuerce en ser decente para gustar a un hombre y que el hombre resulte imbécil!

Colgó de un clavo el delantal.

—También es mala suerte.

Se olió las manos y volvió a lavarlas. Enjugadas, las contempló a la °luz de la vela, las levantó, las remiró. Hizo un mohín de indiferencia y salió al pasillo. La llama trémula alargaba las sombras. Empujó la puerta de su cuarto, bruscamente, con gesto torcido. La brisa marina entraba por la ventana abierta y meneó la llama. Cerró tras sí, quedó arrimada a la puerta, con la palmatoria en la mano. Por la ventana llegaban los rurriores lejanos, los primeros rumores de Pueblanueva, y un suave resplandor.

—Y total, ¿para qué?

Dejó la vela encima de una silla, se acercó a la ventana y se acodó al antepecho. La luna alumbraba un trozo de camino, lo hacía blanquear entre las sombras inmensas. El camino estaba vacío y no se oían pasos. Del lado de la playa llegó el silbido agudo de una sirena, seguido de otros, más roncos. Y después, el rugido lejano, jadeante, de un motor. Por encima del monte, el alba clareaba, y en el borde de la oscuridad del cielo temblaba una estrella. Clara levantó la cabeza hacia lo más alto y volvió a escrutar las sombras del camino. Los ruidos del pueblo crecían, espaciados, distintos; ahora, una voz de hombre llamaba: «¡María!», sin respuesta. Pero el camino seguía vacío y silencioso.

Se desabrochó la blusa, aflojó el cinturón. La vela, encima de la silla, enviaba al techo las sombras. Dejó caer las prendas en el suelo, una a una, conforme se las quitaba, hasta quedar desnuda. Lanzó las zapatillas a un rincón y se arrojó, de bruces, sobre la cama. Hipaba, y los sollozos le hacían temblar la espalda, como sacudidas, y resonaban en el silencio de la mañana. Poco a poco se aquietó.

Un ave nocturna cruzaba el espacio oscuro, con vuelo torcido. Tropezó en el cristal de la ventana abierta y cayó dentro de la habitación. Clara alzó la cabeza y miró al murciélago.

—¡Sus!…

El ave, deslumbrada, se arrastraba torpemente. Clara se levantó, la agarró por un ala y la arrojó a la oscuridad. Clara tenía los ojos húmedos, rojizos. Sintió, de repente, la desnudez; se llevó las manos al pecho y se lo apretó con fuerza. Luego se vistió el camisón y se sentó en el borde de la cama, los codos en las rodillas y la barbilla en las palmas de las manos. El murciélago seguía volando cerca de la ventana, rompía el silencio con su aleteo sordo. Clara miró al vacío un largo rato y después sonrió, cerró los ojos, echó el cuerpo atrás, se apoyó en las manos, dejó colgar la cabeza. Bruscamente empezó a santiguarse, pero no terminó la cruz.

—Da lo mismo.

Se acostó sobre la colcha, hecha un ovillo, la cara oculta. De repente se estiró, cruzó los brazos bajo la nuca y miró al techo. Se le entreabrían los labios, la sonrisa crecía, le arrugaba la nariz, ascendía hasta los ojos, los turbaba. El murciélago entró de nuevo, voló por encima de la cama, tropezó, salió rebotado, volvió a tropezar. Dio un chillido y se lanzó al suelo. Clara no se movió. Respiraba con anhelo creciente, se le agitaba él pecho, tentaban en el aire las manos temblorosas. Dobló las rodillas; una primero, luego otra. La mano izquierda buscó el tobillo y lo acarició; la mano diestra tentó en el aire hasta encontrar la silla y la palmatoria. Acercó la vela a los labios, sin mirarla. Sopló y se extinguió la llama.

El murciélago, en la habitación oscura, cruzaba el aire. A veces gruñía. Fuera, lejos, se oían las primeras campanas.

De la parra en que apuntaban los pámpanos colgaban las bombillas. La mesa, en forma de C, ocupaba el fondo, y la mitad del patio quedaba libre, hasta un murete de piedra y losas en que se iban dejando las botellas vacías y los platos sucios. Rosario y Ramón, sentados en el centro de la parte más larga, vestían de oscuro; quietos, mudos, la vista siempre al frente, sin mirarse y sin mirar. Un mocetón peneque, con una flor en la oreja, le dio un cachete a Ramón.

—¡Vamos, hombre, anímate, que no es para estar serio! Mujer como ésta…

Ramón hizo una mueca que pareció una sonrisa. La madre de Rosario comentó:

—Para los novios, más que una boda, parece un velatorio.

—Siempre es muy serio casarse —dijo la madre de Ramón.

Estaban juntas y habían hablado de tierras, de ganados, de dineros. En voz baja, sin que oyera el
Galán
.

La música era de gramófono, y en el medio del patio bailaban las parejas: mozos vestidos de pana negra, con las boinas muy hacia atrás o muy hacia delante y una vara en la mano, que no soltaban; y muchachas rollizas, grandonas, con trajes verdes, colorados. Una mujer madura, con los ojos encendidos de vino, se acercó á Carlos.

—¿Qué clase de padrino es éste que no saca a bailar a la novia? Dispensando…

—No sé bailar.

—¿Y el boticario? ¿Tampoco sabe bailar el boticario?

—¡Eso! ¡El boticario! ¡Que baile el boticario!

Rodearon a don Baldomero. «Que baile también.» «¡Que baile!» Le agarraron de la chaqueta y lo sacaron del asiento. Don Baldomero alzaba las manos.

—¡Bueno, bueno, bailaré!

Miró alrededor. Tres o cuatro mozas, riéndose, se agrupaban en un rincón. Don Baldomero se acercó a ellas, con las manos por delante.

—¡Váyase! ¡Mirad el viejo! ¡Busque pareja de sus años!

—No hay que fiarse de las apariencias, muchachas, porque yo…

Agarró del brazo a una de las mozas, rubia, de trenzas gruesas, y la arrastró al medio del patio.

—¡Déjeme! ¡Rayo de boticario…!

—Vamos a demostrar a ésos que sabemos bailar y todo lo que pidan.

Se abrochó la chaqueta, enlazó a la moza por el talle y empezó a dar saltos. Los invitados reían.

—¡Y qué buena pareja hacen! ¡Puede casarse con ella cuando quede viudo!

—¡Y que tiene buenas tetas, don Baldomero! ¡Palpe, palpe! ¡Ahí hay dónde agarrarse!

Don Baldomero se detuvo y apartó un poco a la moza.

—De eso no puedo dar fe. Aquí hay algo que estorba, pero ¿quién me asegura que no son dos almohadillas?

—¡Dos almohadillas! ¡Meta la mano y vea! ¡Dos almohadillas!

Don Baldomero encaró a la moza. Ella le miraba con burla.

—Y tú, ¿qué dices?

—No digo nada, señor.

—Ésos quieren que te meta la mano.

—Usted verá.

—Habría que pedir permiso a la novia.

—La novia manda en su cuerpo, y yo, en el mío.

—Entonces, ¿no me dejas?

—¡Atrévase!

Don Baldomero, consternado, se volvió a los invitados. Se aflojó el nudo de la corbata y tendió las manos.

—No me deja.

—¡Le tiene miedo!

Reían, abucheaban. Don Baldomero alzó los brazos.

—¡Haya silencio! Está en su derecho al no dejarse tocar; pero, si no fuesen almohadillas, se dejaría.

—¡Es que le tiene miedo! ¿Dónde están los pantalones?

El gramófono seguía tocando. Las parejas hacían corro a don Baldomero y a la moza. Otros invitados se levantaban, se acercaban: con risas anchas, con palabras de aliento y desafío.

—¡Ánimo, don Baldomero!

—Si usted fuera un hombre como Dios manda, se las tocaba a la fuerza.

—¡No te dejes, muchacha! ¡Que se toque las narices!

La moza miraba, siempre riendo; miraba alrededor.

—Lo dejaré si es capaz…

La boca ancha, los ojos grandes, desafiaban. Don Baldomero pasó la mano por los labios resecos y pidió vino. Le alargaron un frasco y bebió un trago largo. La moza se había puesto en jarras y esperaba. Don Baldomero devolvió el frasco y fue hacia la moza lentamente. La miraba, y ella aguantó la mirada.

—Si es capaz…

Le empujaron. Sus manos buscaban el escote de la moza. Ella se las cogió, se las agarrotó.

—Dije que si es capaz…

El corro se había estrechado. Bocas abiertas, ojos encendidos. Don Baldomero se sintió apretado, arrojado encima de la moza.

—¡Ánimo, don Baldomero! ¡Al suelo con ella!

Los brazos de la moza le agarraron, le sujetaron; una pierna joven se metió entre las suyas, una pierna dura y poderosa, que le atenazaba la pantorrilla, que le hacía perder pie. Alrededor, jadeaban, gritaban, le animaban, le abucheaban. Se agarró donde pudo. Al caer arrastró a la moza consigo. Quedó debajo, aplastado. Las rodillas de la moza, en su vientre; los brazos, sujetos. Encima de su cara, otra cara, rojiza, sonriente, unos ojos azules que seguían burlándose y unas trenzas que le rozaban el cuello.

—Ya le dije que si podía… ¡Ande! ¡Métame mano!

Los otros reían, chillaban. Se empujaron, cayeron también. Dos, tres, cuatro mozas, todas encima de don Baldomero. Las trenzas y el pecho de la rubia le sofocaban, le ahogaban. Chilló, pero sus chillidos se perdían.

—¡Que me vais a matar!

También los viejos se habían acercado, también reían y gritaban ante el révoltijo de piernas al aire, de puntillas rotas, de faldas remangadas, de muslos desnudos. Ramón y Rosario no habían sonreído ni parecían mirar. Carlos, sentado en una esquina, se sirvió un vaso de gaseosa con tinto y se aproximó al tumulto. Los mozos, de pie, cantaban. Una muchachito intentaba esconderse.

—¡A ésa! ¡Ésa también!

Empezaba a caer la luna hacia los montes del Oeste. Desde lo alto del camino se veían sus brillos, amortiguados, en las aguas de la ría.

—¿Adónde quiere que vayamos, don Baldomero? —preguntó Carlos.

—Me da igual un sitio que otro, pero le confieso que me gustaría echar un trago.

—¿Más?

—¿Por qué no? Una vez empezado…

—Estamos cerca de mi casa. Algo habrá…

Don Baldomero se agarró al brazo de Carlos y se apoyó en su costado.

—Permítame. Empiezo a tambalearme.

Carlos rió.

—Yo también.

—¿Usted? ¿Borracho usted? ¡Por la Santa Madre de Dios, don Carlos! Es la primera vez…

—¿Qué más da?

Don Baldomero se detuvo, soltó el brazo de Carlos y se plantó delante. Espiaba su rostro a la luz de la luna.

—No será para olvidar…

—¿Para olvidar? —Carlos volvió a reír—. ¿Para olvidar qué? ¡No tengo nada que olvidar! No me gusta hacerlo. Los recuerdos olvidados hacen daño.

El boticario arrugó el ceño.

—Eso es cierto, ya ve. Lo reconozco. Pero ¡qué leñe! ¿No es verdad que hacen más daño cuando no se les olvida?

Carlos le agarró por los hombros y empezó a caminar.

—¿De qué recuerdos me habla, don Baldomero?

—No quiero ser indiscreto, pero hoy me he convencido de que está usted enamorado de la
Galana
.

—No. Se lo aseguro.

—¿Va a decirme que no fue su querida?

—Eso es otra cosa.

—¿Y no le duele que se haya casado con ese bestia?

7Yo se lo aconsejé. Le doy mi palabra.

—Lo creo. Pero ¿no está imaginando ahora a la
Galana
en la cama, con su marido encima, y no se pone triste?

—No tengo el menor interés en imaginarlo.

Llegaban al camino del pazo, estrecho y largo como una cinta clara en medio de oscuridades. Cantaba, en unos abedules, el ruiseñor. Don Baldomero tropezó en un guijarro. Carlos, al querer agarrarlo, se le echó encima. Cayeron al suelo. A don Baldomero le dio una risa aguda, alta. El ruiseñor quedó en silencio.

—Estamos como cubas, don Carlos.

—Todavía no.

—Écheme una mano, si puede.

Se ayudaron. Don Baldomero buscó otra vez el brazo de Carlos.

—Los recuerdos son una cosa jodida, créamelo. Ya ve. Bien pensé que al marcharse Lucía me quedaría tranquilo. Pues no… En cuanto estoy solo, empiezo a recordarla… Cuando éramos novios, cuando nos casamos. ¡Qué imbécil es uno, don Carlos! En mi caso, ¡qué imbéciles los dos! Lo teníamos todo para ser felices, y lo echamos a perder.

Estaban cerca de la verja. Carlos se adelantó a abrirla. Esperó a que pasara don Baldomero y volvió a cerrar.

—Bueno. Todo, no. Ya le dije una vez que mi mujer nunca tuvo tetas. Pero ¿es tan importante eso para destrozar un matrimonio? ¿No fui yo el primer imbécil? Porque echar a perder un matrimonio porque ella no tenga tetas…

Carlos empujó el postigo.

—Pero ¿tiene siempre esto abierto?

—¿Por qué no? No hay nada que robar.

El zaguán estaba oscuro. Don Baldomero empezó a andar a tientas.

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