Los gozos y las sombras (79 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Hizo una pausa, dejó el folleto encima de una mesa. —¿Cómo se llama usted?

—Rafael Salgueiro.

—¿Ha hecho estudios de filosofía? ¿Dónde? —En Bonn y en Berlín.

—Entonces hablará bien el alemán.

—Y el francés. Conozco también el latín y el griego. El hombre volvió a mirarle fijamente. Sonrió.

—Lo que se dice una formación eclesiástica.

El padre Ossorio aguantó la mirada.

—Exactamente.

—¿Cura o fraile?

—Fraile.

—¿Y ha abandonado la Iglesia?

—Sí.

—¿Una mujer?

—No.

—Mejor. La pasión amorosa es algo condenado a apaciguarse, a morir, y suele dejar un vacío que ocupan en seguida los remordimientos. Las razones ideológicas son mucho más firmes. Una discrepancia teológica o disciplinaria suele ser de gran utilidad. Entre nosotros pasa lo mismo.

Le tendió la mano.

—Me llamo García. Venga a verme la semana próxima. Seguramente encontraré algo para usted.

El padre Ossorio dijo con voz anhelante:

—Necesito trabajar.

—¡Trabajará, hombre, no pase cuidado! Hay pocos españoles que sepan bien el ruso, y usted lo sabe estupendamente. Vuelva a verme. Mientras tanto —añadió— voy a darle un consejo: si le detiene la Policía, diga usted la verdad: quién es, de dónde viene, cuándo ha llegado. De lo contrario, podría verse en un lío.

—¿La Policía? ¿Por qué?

—¡Tiene usted todo el aire de un anarquista profesional! —rió francamente—. ¿Ha leído a Bakunin?

—No.

—Pues si quiere vivir a cuenta de la FAI, váyase al Ateneo, lea a los clásicos del anarquismo e invéntese una historia de perseguido internacional. Lo pasará en grande.

Volvió a reír y dio al padre Ossorio unas palmadas en el hombro.

—Pero ya debe saberlo: el anarquismo es cosa muerta. ¡El porvenir es nuestro!

Entrar en un bar de la Gran Vía, sentarse en una mesa céntrica, pedir café y tomarlo sin prisa, y demorarse después un largo rato, mirándolo todo y no asombrándose de nada, constituyó la última prueba a que, voluntariamente, se había sometido Inés. De la anterior, entrar en un restaurante y almorzar en él sin llamar la atención de nadie, había salido relativamente airosa, porque no había podido evitar que unos estudiantes la piropeasen, y, en vez de portarse con naturalidad, había enrojecido, había apresurado el paso, había tropezado y provocado la risa de los piropeantes. Pero sacó, al menos, la enseñanza de que en cualquier momento podrían repetirse los piropos, de que debía estar apercibida y aprender a escucharlos con indiferencia.

Nadie le dijo nada en el café. Algunos hombres la miraron, insistentes, como miraban a otras mujeres. Se atrevió a quitarse el abrigo, y entonces advirtió que sus pechos, desceñidos, se movían. Lamentó haber rechazado, aquella mañana, los sostenes y se prometió a sí misma comprar unos en la primera ocasión, si su estancia en Madrid se dilataba y se veía obligada a callejear. Cuando pagó el café, preguntó al camarero si era costumbre dar propina y cuánto. El camarero le dijo que diez o quince céntimos. Se los dio.

Eran las cuatro. Todavía hubo de esperar unos minutos a la puerta de la sacristía del Carmen a que el sacristán abriese, y un rato más a que llegase un cura. Hacía frío en aquella vasta penumbra, donde el sacristán renqueaba y hablaba solo, y ni siquiera la invitaba a sentarse. Descubrió, en un rincón, un brasero, y allí se estuvo hasta que vino el cura y la mandó acercarse. Le preguntó si venía a confesarse o si quería otra cosa. Ella dijo que había llegado aquella mañana de Galicia, que carecía de alojamiento y que deseaba que la encaminasen a una pensión decente que no fuese muy cara. El cura, entonces, la miró con desconfianza y empezó a hacerle preguntas: que a qué venía a Madrid, que quién era, que si traía dinero. Ella respondió que venía a buscar a un hermano suyo que se hallaba en un mal trance; que su padre era el conde de X, ya fallecido, y que traía dinero suficiente. El cura pareció más tranquilo; la invitó a sentarse y le dijo que vería de ayudarla, y que esperase mientras él hacía algunas diligencias urgentes. Se sentó ante una mesa, hizo que escribía y, mientras lo hacía, siguió hablando con Inés y haciéndole preguntas indirectas. Inés se dio cuenta de que la confianza del cura era sólo aparente o de que, al menos, no era completa. Volvió a sentirse cohibida, le dio miedo perder en un momento la desenvoltura y la decisión tan trabajosamente adquiridas y se determinó a hacer frente al cura. Se levantó, fue hasta la mesa y se detuvo ante ella. El cura, sorprendido, quedó con la pluma en alto.

—Mire, padre…

—¿Qué desea? ¿Le sucede algo?

—No. Me doy cuenta de que usted no cree lo que le estoy diciendo o lo cree a medias. Quizá sea porque me ve vestida de esta manera y porque llevo los labios un poco pintados. Escúcheme: no visto habitualmente así. Soy una mujer religiosa y estoy a punto de ingresar en un convento. Pero esta mañana he llegado a Madrid, de donde falto hace tres años, y la gente se ha reído de mí y me ha tomado por una monja vestida de paisano. He tenido que disfrazarme. Le aseguro que estoy aquí a causa de un hermano mío descarriado. Si no me cree, dígamelo, y buscaré a alguien con más caridad que me ayude.

El cura dejó la pluma, cruzó las manos, sonrió.

—¿Por qué me supone sin caridad? ¿Se da cuenta de que eso es ofenderme?

—Ni más ni menos que usted a mí con su desconfianza.

—Yo soy un sacerdote, un miembro de la Iglesia.

—No más que yo.

El sacerdote la miró largamente antes de preguntarle:

—¿Por qué dice eso?

—Porque no ignoro que ambos pertenecemos a la Iglesia en la misma medida, es decir, en cuerpo y alma, y que su condición de sacerdote no le hace ser más de la Iglesia que yo. Si lo que usted quiso decirme es que pertenece a la jerarquía, lo acepto.

—Es usted una sabihonda, señorita; ahora lo comprendo —se levantó y alargó hacia ella una mano acusadora, severa—; es usted una de esas cristianas a la moda, con opinión propia, que quieren saber más que la Iglesia. Compadezco al capellán del convento al que usted vaya, hermana.

—Y yo le compadezco a usted por su falta de caridad.

Dio media vuelta y fue hacia la salida con paso fuerte. El sacristán la contempló con estupor.

—¡Espere! —le gritó el cura.

Inés se detuvo, sin volverse, y el cura llegó hasta ella.

—Acuérdese de que, cuando se confiese, tendrá que acusarse de soberbia.

—Y usted de haberla provocado.

Irguió la cabeza y salió, altiva, sin mirar al cura. Al llegar a la puerta de la calle le acometió una flaqueza de corazón y empezó a sollozar. Pasaba gente por la calle; alguien la miró, y, al sentirse mirada, le dio vergüenza de su congoja. Se limpió las lágrimas, se esforzó por dominarse y, más tranquila, se echó a la calle. Caminó unos minutos abstraída; no supo luego dónde se encontraba y tardó en reconocer el sitio. Al pasar por la Gran Vía compró en un almacén una maleta pequeña. Metió en ella el paquete de su ropa, que no había abandonado, y volvió al de la Corredera Baja. La portera le entregó el atadijo.

—Ya parece usted otra, ¿eh?

—Ya ve…

Guardó sus cosas en la maleta.

—Si usted pudiera aconsejarme una pensión… Estoy desorientada.

—Una pensión. ¿Cómo? ¿Barata?

—Decente. No importa el precio. Voy a estar poco tiempo en Madrid.

La portera se disculpó y entró en la portería. Pasó un rato y volvió acompañada de una niña.

—Mi hija irá con usted. Está algo lejos. Sería mejor que cogiera un taxi, por la maleta.

El taxi la condujo a la calle del Arenal, frente a San Ginés. Allí la niña subió a un piso y regresó luego diciendo que sí, que había habitación. La acompañó, no se despegó hasta que Inés comprendió que esperaba propina, y le dio unas pesetas. La llevaron a una habitación espaciosa, fragante, con un balcón a la calle y macetas en el balcón.

—Le costará diez pesetas diarias, pensión completa. Si la quiere interior, es una peseta menos.

No. Le gustaba aquélla. La criada trajo toallas y le dijo que se cenaba a partir de las nueve. Al quedar sola se lavó un poco e intentó peinar sus guedejas cortadas, pero no sabía qué hacer con ellas; se limitó a alisarlas y a dejar que cayesen a su modo.

Salió a la calle dadas las cinco. Compró un bolso negro y, en una perfumería, una barra de carmín, cuyo color le aconsejó la dependienta. Se dio unos toques ligeros. Luego marchó a la iglesia.

Estaba vacía y a oscuras. La encontró tétrica y triste. Necesitaba, sin embargo, recogerse y meditar. Buscó un reclinatorio y lo llevó al rincón más lejano, al más tenebroso; rezó un poco y luego se sentó. Llegaba hasta ella el rumor de la calle vecina, llegaban los menudos ruidos interiores, el crujido de una madera o el eco de un mueble caído en la sacristía. Esperó a que los ruidos no entrasen en su alma, a que la rodeasen y pasasen de largo; poco a poco se le fue llenando de imágenes, de recuerdos inmediatos. Pasó revista a lo que había hecho durante el día y lo halló bueno.

El cura la había acusado de soberbia. ¿Lo había sido, verdaderamente? Recordó la escena de la sacristía, las palabras dichas. Había pedido ayuda con modestia, con humildad, con naturalidad; pero el cura la había juzgado mal, la había tornado por una mentirosa o por cualquier cosa mala. Y ella lo había aguantado, lo hubiera aguantado hasta el final de no temer la pérdida de su fortaleza, de su resolución. Sólo por eso había respondido al cura Y no lo había hecho con injusticia, sino con la verdad… Clara hubiera hecho lo mismo, hubiera respondido las mismas palabras. ¡Cómo se parecía a la de Clara su conducta! Se parecía, sólo se parecía. El cura se había equivocado al juzgar una apariencia. Lo que cuenta no son los actos, sino los motivos; no las palabras, sino los sentimientos.

Sin embargo, no estaba tranquila. Necesitaba convencerse de que no había actuado con altanería, necesitaba absolverse, perdonarse. Sólo así podría recobrar la seguridad interior, tan difícilmente alcanzada. Pero ¿no sería esta pretensión, en sí misma, otro acto de soberbia?

Decidió confesarse, recibir el perdón de otra persona, de Dios mismo. Era temprano. Tardarían en acudir los confesores, tenía por delante algún tiempo para examinar su conciencia. Repasó, entonces, su vida durante los últimos días —los actos, las palabras, los pensamientos, los deseos—. ¿Había pecado alguna vez? ¿Qué debería contar, de qué debería acusarse y arrepentirse? ¿Tendría que decir al cura por qué había venido a Madrid y para qué?

Se sintió repentinamente angustiada y perpleja. El cura, cualquier cura, no aprobaría seguramente el motivo de su viaje y le mandaría desistir de su propósito, renunciar al rescate del padre Ossorio. Y cuanto más explicase sus razones, más insistiría el cura. Le parecía oír ya las palabras conminatorias: «Le doy la absolución condicionada a que no vuelva usted a ver a ese desdichado sacerdote, a que regresa usted a su casa mañana mismo». Ni siquiera los curas podían entender a las almas verdaderamiente cristianas. La caridad heroica les daba miedo. Sin embargo, estaba escrito: «Sólo quien pierda su alma podrá salvarla».

No estaba obligada a contarlo. Tampoco a consultarlo. Tenía que arrodillarse y hacer mención de
sus pecados
, de los actos que creía pecaminosos y de aquellos sobre cuya materia tuviese dudas. Por ejemplo, lo sucedido en la sacristía con el cura. Y nada más.

—Y dígame, hija mía, ¿no tuvo usted malos pensamientos, malos deseos?

—No, padre.

—¿Conversaciones ligeras o livianas? ¿Murmuraciones?

—No, padre.

—¿Es usted casta, hija mía?

—Sí, padre.

—Y en su vida pasada, ¿lo ha sido siempre?

—Sí, padre.

—¿Es posible que nunca se haya abandonado a un pensamiento sensual, que nunca se haya entregado, aunque sólo fuera un instante, a las incitaciones de la carne?

—Jamás, padre.

—Me da usted miedo, hija mía.

—¿Por qué, padre?

—Porque son las almas corno usted las que el demonio asedia con artificios más perfectos, aquéllas en cuya perdición emplea mayor sabiduría.

—Espero, padre, que la gracia del Señor me ayude a combatirlo.

—Así sea.

Inclinó la cabeza y recibió la absolución. La iglesia se había llenado de gentes que rezaban el rosario. Volvió por un pasillo lateral a su rincón, rezó la penitencia. Pero estaba distraída. Por primera vez un confesor le había hablado de la posibilidad de su condenación. ¿Por qué?

Otra vez se sintió angustiada y perpleja. El Señor le enviaba dificultades superiores a sus fuerzas. Sin embargo, la misericordia de Dios cooperaba siempre con gracia suficiente. Aunque, en aquel caso, lo que ella necesitase fuese entender, entender… Llevaba días así, haciendo frente a situaciones que no entendía.

De nada valía insistir, emplear las propias fuerzas, intentar la explicación de lo incomprensible. Tenía que abandonarse otra vez, dejar que su alma se vaciase, entregarse blandamente a la voluntad del Señor. Sabía que al final se llenaría su alma de luz.

Hacía frío en la iglesia.

Junto a la puerta de la iglesia del Carmen un ciego leía en voz alta párrafos de un
Quijote
impreso en caracteres Braille. De los bares vecinos llegaban vaharadas de olor acre. Se cerraban las tiendas, la gente caminaba de prisa. El padre Ossorio subió los escalones y esperó. Le hubiera gustado fumar un cigarrillo: era la primera vez que le sucedía desde su marcha de Pueblanueva. Bajó a la acera y preguntó al ciego dónde había un estanco.

—Aquí al lado. En la segunda casa después de la iglesia.

Pidió una cajetilla y cerillas. Preguntó si los pitillos estaban hechos. Le dijeron que no.

—¿No tiene de los otros? No sé liarlos.

Le dieron un paquete de canarios. Encendió uno al salir y tosió, pero siguió fumando. Inés le esperaba ya. Llegó hasta ella, se miraron largamente. Inés dijo:

—Ya estamos los dos disfrazados, es decir, protegidos. Ahora…

El padre Ossorio le interrumpió.

—Venía a decirle que es inútil. No pienso volver al monasterio. He gastado de su dinero porque no tuve más remedio, pero pienso devolvérselo pronto.

Inés seguía mirándole, con una mirada que parecía venir de muy lejos, como la mirada de García, el de la editorial, al recibirle.

—¿Se niega a hablar conmigo?

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