Los gozos y las sombras (125 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

Cantaba bien. Tenía una voz áspera, dramática.

—¿Te gustó?

—Sí, pero… no la había oído nunca. Al menos, no lo recuerdo. Tengo mala memoria, y como no estoy acostumbrado…

Germaine cerró el piano.

—Es muy conocido y muy difícil. Sólo una gran soprano puede cantarlo bien —miró hacia el rincón donde permanecía Carlos: apenas se adivinaba el bulto, y de la cara veía una mancha borrosa; a ella, en cambio, la alumbraba la luz de la ventana, le pegaba de lleno, y Carlos pudo ver cómo se iba creciendo mientras cantaba—. Con esto es con lo que quiero presentarme en la ópera de París.

—¿Sólo… con una canción?

Ella rió.

—No, tonto. La ópera entera. Una ópera es una obra de teatro.

—¡Ah!

—¿Nunca has visto una ópera?

—No. Quizá no. Claro que he visto alguna comedia donde la gente cantaba.

Salió de la penumbra y se acercó. Germaine le miró a los ojos y se sintió admirada.

—Pero tú estuviste fuera de España…

—Sí, pero muy poco tiempo. Como no me entendía, tuve que volverme. Fue una lástima; hubiera aprendido mucho.

Germaine giró en el asiento.

—Juan me dijo que eres muy inteligente.

—¡Bah! Siempre se exagera… No soy mal médico, y Juan es buen amigo mío. ¿Te habló también de sus hermanas?

—Vagamente.

Carlos se apoyó en la tapa del piano. Dijo, con calor:

—Una de ellas vive aquí. Tendrás que conocerla. Y un fraile… ¿Conservas cierto retrato de tu madre?

Germaine apretó las manos contra el pecho.

—Naturalmente. Es mi tesoro. ¿Lo conoces?

—Se lo pintó Eugenio Quiroga. Ahora es fraile, ¿sabes? Es él quien ha pintado la iglesia. Fue amigo de tu padre. Y hace un año, cuando estuve en tu casa, me confundió con él.

Se echó a reír.

—Tuvo gracia aquello. Pero es que los Churruchaos nos parecemos todos.

Señaló, con un movimiento circular de la mano, los retratos.

—Puedes comprobarlo si te fijas bien en esos fantasmas. Sólo uno de ellos, sin embargo, se parece a ti.

Se levantó. El retrato de Mariana Quiroga quedaba en penumbra.

—Éste. Se llamó en vida Mariana Quiroga, y debe ser tatarabuela tuya. Pero tú eres mucho más bonita. A tu tía le gustaba recordarla. Ya te contaré su historia, si alguno de estos días estás de humor para oírla.

Se oían dentro de la iglesia fuertes golpes. Carlos empujó la puerta y entró. Olía a madera. Unos obreros desmontaban el andamio. Los suelos de las naves laterales estaban ya fregados y libres de escombros, y los altares, revestidos. No se veía bien, como si la niebla se hubiera metido en la iglesia y, allí dentro, hubiera espesado más.

Preguntó por el fraile. Uno de los carpinteros le dijo:

—Por ahí andaba. Mire en la sacristía.

Lo encontró sentado en un camastro, apenas visible en la oscuridad, con una silla delante. En la silla había restos de comida y un vaso de vino. Al ver a Carlos, el padre Eugenio empujó la silla y corrió a la puerta.

—¿Ya han venido?

—La princesa queda instalada en su palacio, después de pasar con éxito todas las pruebas, menos la del garbanzo, porque aún no hubo ocasión. En cuanto al infante, su padre, hubo que acostarlo: no anda muy bien de salud. ¿Tiene usted algo que beber? Hace un frío que pela.

—Puedo hacerle café, si quiere.

—Ya veo que se ha instalado con todas las comodidades. ¡Hasta una cafetera!

—¿Ha visto las pinturas?

—No. La iglesia está en tinieblas.

El fraile encendió un infiernillo de alcohol y preparó la cafetera.

—No las vea todavía. Hay que esperar a que retiren los maderos y a que esté el altar revestido. Mañana. Ahora, cuénteme.

Señaló el camastro.

—Siéntese ahí. Estará más cómodo.

Carlos se quitó el abrigo, se lo echó por los hombros y se sentó.

—Fui a rescatar a una princesa perdida y me encontré con Adelina Patti. ¿Me comprende? ¡Una chica preciosa, elegante, en cuya garganta esperan agazapados maravillosos gorgoritos que serán, si Dios no lo remedia, deleite de filisteos! ¡Adelina Patti o algo por el estilo, muy importante, casi sublime! Hay que hablar de ella con cuidado, como un hombre de ciencia o como un crítico. En todo caso, haciendo varios distingos. Cuando oí, en la estación, sus primeras palabras, me asusté: tiene una voz grave, bien timbrada, patética hasta cuando ríe, una voz más atractiva que cualquier otra de sus buenas condiciones, pero que a mí me asustó, porque me pareció la voz de los tuberculosos a la laringe. Y ella llegó cargada de precauciones, embufandada, y sacó un aparatito y se inhaló con él. Me estremecí, palabra; le aseguro que jamás sentí mayor ternura por persona alguna. Se me ocurrió que durante todos estos años hubiera necesitado, para cuidarse, el dinero que ahora tendrá, y temí que ya fuera tarde. Todo esto lo pensaba y me dolía en el corazón, mientras ella, con la cabeza levantada y el inhalador frente a la boca, apretaba la bola de goma con la destreza que da una larga práctica.

Hizo una pausa que sólo tardó una fracción de segundo en convertirse en teatral: señaló violentamente, con el índice extendido, un lugar en el techo oscuro, y él mismo miró hacia allí, como si fueran a salir los fantasmas conjurados. El padre Eugenio seguía sus movimientos, sus actitudes, con mirada extrañada.

—Germaine es un personaje que vive para meterse en la boca un inhalador y rociarse con algo la preciosa glotis. Es la ocupación más importante de su vida. Necesita cuidar, proteger su voz: vive para su voz, alrededor de su voz, arrodillada ante su voz.

Empezó a cantar.

—¡Lanlarán, laralarán, laranlanlara, larán, larán! No hace todavía media hora me obsequió, completamente gratis, con la habanera de
Carmen
. Muy bien cantada, sí, señor. Preciosa voz, voz caliente, un poco amarga. Una voz para expresar amor y dolor, el amor de Margarita Gautier y el dolor de Aida. Pero no amor y dolor verdaderos, sino teatrales, con música de Verdi, que es la más socorrida.

El fraile puso sobre la silla el servicio del café.

—Era natural. También su madre cantaba.

—Me tiene usted que contar algo de su madre. Lo necesito para entender la situación sin que nada se me escape.

—Su madre hubiera sido una gran cantante, pero perdió la voz. ¿No se lo conté nunca?

—No recuerdo.

—Sí, se lo conté. Perdió la voz y se casó con Gonzalo Sarmiento.

—Y murió de parto. ¡Qué lástima! El mundo hubiera agradecido más a los dioses la conservación de aquella garganta, porque, entonces, su propietaria no se hubiera casado con Gonzalo Sarmiento y no existiría Germaine. Aunque, bien pensado, quizá los dioses hayan creado a Germaine, por intermedio de Gonzalo Sarmiento, para compensar al mundo de la pérdida de aquella otra garganta. Sí, sí, estoy seguro: Germaine es un presente de los dioses para deshacer un entuerto, o, si usted lo prefiere, para rectificar un error. Y perdone si meto a los dioses en esto, pero usted me ha acostumbrado.

—¿Por qué se burla?

Carlos alzó las manos.

—¿Yo? ¿Burlarme yo? ¡Dios me libre! Es el destino, es decir, los dioses, quienes se burlan. Y no de mí. Se burlan de la Vieja, que lo preparó todo tan escrupulosamente para que, muerta ella, los vivos hiciéramos su voluntad. Pero la Vieja no contaba con que los vivos mienten. Ella fue leal y verdadera. Su sobrina es una personilla mentirosa, que ocultó su vocación durante años para que la vieja loca no le retirase su apoyo. Quince años estudiando música y canto con los mejores maestros, mientras su tía la creía interna en un colegio aristocrático preparándose para sustituirla en el mundo.

El fraile acercó la cafetera humeante.

—Supongo que la chica tendrá derecho a escoger su vida.

—¿Quién lo duda? Y a mentir. Hay que cantar ópera sea como sea. Hay que recordar que los dioses le jugaron a mamá una mala pasada, y hay que engañar a los dioses, si hace falta. La cuestión es llegar a cantar ópera, que es una profesión honesta; más aún, brillante. Se sale en los periódicos, los críticos de todos los países se quedan sin adjetivos para elogiar la hermosa voz de Germaine Sarmiento, y, al final de la función, la triunfadora recibe ramos de flores; grandes, inmensos ramos de flores. ¡La triunfadora! Para triunfar hay dos caminos: uno, áspero, trabajoso, humillante, si no se tiene dinero; otro, fácil, si en un rincón perdido del mundo se le ocurre morirse a una tía rica. La señorita Sarmiento ha tenido suerte. Se le murió la tía rica. Y ahora viene a recoger el botín.

Echó azúcar al café y lo revolvió lentamente.

—Y uno, ¿qué puede hacer? La princesa es amable, encantadora; habla con una voz impresionante, una voz con la que uno desearía oírle hablar de amor; tiene esa gracia de las mujeres francesas que usted no habrá olvidado, y un encanto personal que envuelve, que aniquila, que impide decir lo que se piensa, que impide incluso pensar. No puedo decirle si es una coqueta redomada o si todavía ignora su poder de fascinación, pero puedo asegurarle que ya se considera miembro de una casta superior, la casta de los divos, y nos mira a todos desde arriba, pero disimulándolo con una cortesía irreprochable.

—Es usted injusto.

—No. Quisiera poder describir todas sus gracias… ¡Su propia tía se habría rendido a ellas! Personalmente le aseguro que me enamoré.

El fraile rió y encendió un pitillo.

—Es lo mejor que podría pasar.

—¡Dios no lo quiera, padre Eugenio! Es lo que me faltaba. ¡Enamorarme de una diva! ¿Me imagina usted siguiéndola de lejos en sus tournées, mendigando para comer, robando flores en los parques públicos para enviárselas la noche del
beneficio
?

El fraile acercó la estufilla eléctrica.

—Vamos a encender esto. No hay quien aguante el frío, y usted…, usted parece que no habla en serio.

A mí tampoco hay quien me aguante, dígalo sin rodeos. Yo mismo no puedo aguantarme.

—¿Por qué no se pone en el lugar de Germaine?

—Me resulta más fácil ponerme en el de doña Mariana. Y a doña Mariana, lo de los gorgoritos le hubiera hecho poca gracia. Comprendo que es injusto, porque a ella le gustaba la ópera, pero no cantada por su sobrina. La Vieja tenía muchos prejuicios, prejuicios anticuados e indefendibles. Como a los reyes antiguos, le divertían los bufones, pero no hubiera tolerado que nadie de su sangre fuese bufón. Y, ya ve, con toda mi habilidad dialéctica, no hubiera sido capaz de convencerla de que una cantante de ópera no pertenece al sindicato de los bufones.

—Pero usted no creerá semejante estupidez.

—Yo vengo observando, padre Eugenio, algunas variantes en mi modo de pensar. A veces temo que el alma de doña Mariana se me haya metido en el cuerpo, quizá en el lugar que ocupaba antes el diablo. No habrá habido grandes dificultades para la sustitución, porque, desde el punto de vista de Dios, ¿qué más da el diablo que doña Mariana? Es el caso que, ahora, con quien discuto, a quien intento convencer, de quien me defiendo, no es del diablo, sino de la Vieja. Pero la Vieja es más fuerte que el diablo, o, al menos, se ha aposentado en mi alma con más energía. De modo que aprenda usted a distinguir cuando hablo yo y cuando hablaella. Écheme café. ¡Si tuviera usted, además, un poco de aguardiente!

El fraile buscó, encima de una cómoda, una botella.

—Algo queda.

—Démelo. Mitad y mitad. Lo necesito.

Bebió seguido, y carraspeó. Quedó apoyado en la cómoda, con la taza en la mano y la vista perdida en cualquier lugar del espacio. El padre Eugenio bajaba y levantaba repetidamente la cabeza, miraba a Carlos o escondía la mirada.

—Está bueno. A la Vieja le gustaban estas mixturas. Y la Vieja, si no hubiese muerto, andaría ahora dando vueltas a la cabeza y volviéndome loco para que averiguase todo lo concerniente a esa difunta diva cuya voz, cierto día ya lejano, arrebataron los dioses. La hija tiene que haber heredado de ella algo más que la voz. Y, a lo que colijo, biológicamente esa señora fue más fuerte que su marido. Gonzalo Sarmiento es un fin de raza en medida bastante mayor que nosotros. Pasa de los setenta y engendró a su hija cerca de los cincuenta. Germaine tiene de él la figura, casi la apariencia; pero los ojos, la boca, las manos, lo sustancial, pertenecen a la otra sangre. El mentón es el de su padre, y ese mentón delicado me hacía esperar a una muchacha débil. Quizá lo sea, pero posee una terquedad que sustituye eficazmente a la energía. ¿Por qué no me cuenta usted algo de su madre? Usted la conoció, usted le pintó un retrato, usted tuvo tiempo de observarla. El retrato que le pintó es un retrato a la antigua, un espejo del alma, si no recuerdo mal. Y no recuerdo mal, porque acabo de verlo: su hija lo ha traído consigo. Se llamaba…

—… Suzanne.

—Suzanne. Un nombre muy corriente en Francia, pero ella no era corriente, salvo si usted la idealizó. Más guapa que su hija, aunque menos extraña, pero… En fin, no sé decirlo. ¿Por qué no me lo dice usted?

—Todo lo que yo pudiera decir está en el cuadro.

—Pintado. Lo quiero oír en palabras.

—Yo soy pintor.

Carlos paseó un rato en silencio. De vez en cuando sacaba las manos de los bolsillos y se soplaba las puntas de los dedos.

—Y predicador. Pero entre uno y otro no hay… ¿cómo podría decirlo?, muy buenas relaciones. Si lo que usted pintó pudiera decirse con palabras, sería inútil pintar. Y, viceversa, cosas que se pueden decir, no podrían pintarse. Por ejemplo, si a usted se le ocurriera hacer un retrato a la hija, nadie podría averiguar por el retrato que esta señorita de buena familia necesita sentirse miembro de una casta excepcional y privilegiada para compensar las humillaciones, las miserias que ha experimentado en su pobre y aperreada vida. Es curioso: reducido a esquema clínico, el caso de Germaine Sarmiento coincidiría, be por be, con el de Juan Aldán. Pero Aldán y Germaine son personas distintas, inconfundibles. Por eso me fío poco de mi ciencia. ¿Qué quiere decir complejo de inferioridad compensado? Antes, creía saberlo. Ahora, empiezo a verlo confuso. Y, lo que es más grave, conforme dejo de creer en los complejos, voy creyendo en los pecados. Todo esto, definido a la antigua, sería mucho más claro. Soberbia, envidia, resentimiento…

Se detuvo en medio de la sacristía, y acomodó el abrigo, que le había resbalado.

—Pero también estoy de acuerdo con los que dicen que no hay que definir, sino describir. La realidad no cabe en las definiciones. Pero sucede que carezco de elementos para describir a Germaine. ¿Cómo era su madre?

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