Los gozos y las sombras (123 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

—Tampoco. No lo he sido nunca, y Francia no me hizo feliz, ni tampoco a papá. Quiero irme a Italia con él, comprar una casa en una tierra de sol en que papá pueda esperar tranquilamente la muerte —apretó los labios y miró a Juan con firmeza—. Ha hecho tanto por mí, que es lo menos que puedo hacer por él. Esto me importa casi más que mi triunfo; pero, para conseguirlo, hace falta mucho dinero —abría los ojos, grandes y claros, y Juan se sentía envuelto en la mirada, acariciado por ella.

—Sí. Es penoso reconocerlo, pero vivimos en un orden injusto, en que el talento, sin dinero, no puede abrirse camino.

—¡Oh, yo me abriría camino de todas maneras! Lo mismo que he luchado hasta ahora, podría seguir luchando, y estoy segura de triunfar al final. Pero es por papá. Papá merece la felicidad y el descanso. Bueno, reconozco que, además, el dinero facilitará mi triunfo.

Sonrió y se le alegraron los ojos. Juan deploró la alegría, porque los ojos de Germaine dejaron de mirarle.

—Lo de Italia es el sueño de mi padre. Desde siempre. Si mi madre no hubiera muerto…

Se entristeció y su tristeza súbita se reflejó en el rostro de Juan, también súbitamente triste.

—Papá es muy viejo, no puede durar. Tengo miedo que muera sin haber sido feliz, ¿comprendes? Por eso tengo prisa, prisa de días. Personalmente, el dinero no me importa. Muerto papá, volvería a ser pobre sin pena, porque estoy segura de que algún día dejaré de serlo.

Juan hizo un esfuerzo para preguntarle:

—Y cuando tu padre muera, ¿qué piensas hacer? Porque una cantante no puede andar por el mundo sin un hombre. No quiero decir precisamente un marido, sino un secretario, alguien de confianza. Una persona noble y devota…

Los ojos de Germaine volvieron a abrirse mucho y los de Juan parpadearon y medio se cerraron.

—¿Quieres decir alguien como tú?

—No me señalaba a mí especialmente. ¿Cómo iba atreverme?

Germaine volvió a cogerle la mano.

—¿Y por qué no, Juan? Tú eres bueno. Pero no puedes renunciar a tu carrera por seguir la mía. Sería injusto.

Él rió con una risita amarga.

—¿Mi carrera? ¿Sabes lo que es en España la carrera de un intelectual? Dolor, fracaso, amargura y pobreza. Todo lo más, la gloria póstuma. España no es Francia.

—Pero no debes desanimarte. No puedes renunciar. ¿Piensas que tus dificultades son mayores que las mías? ¡Si yo te contara…!

Apretó con fuerza la mano de Juan y la soltó.

—Eres muy bueno. Te deseo la mejor suerte, pero, por si no la tienes, me acordaré de ti cuando necesite alguien a mi lado. Lo haría con alegría y confianza, porque eres el primer hombre que se ha portado conmigo noblemente.

—Esperemos que Carlos tampoco se porte mal… Por cierto…

Juan miró el reloj.

—Nos estará esperando.

—Y no podemos llegar juntos.

A Germaine le dio la risa. «Lo estamos engañando», dijo.

Juan se levantó y sacó dinero del bolsillo.

—Te estoy defendiendo de él, y en la defensa todos los engaños son legítimos —ayudó a Germaine a ponerse el abrigo—. Cogeré un taxi para llegar antes; tú entretente un poco, compra algo si te apetece, retrásate un cuarto de hora. ¿Llevas dinero?

—¡Oh, claro! Carlos me ha dado…

Salieron. Seguía lloviendo y la gente pasaba muy de prisa. Germaine abrió el paraguas. Juan la cogió del brazo y fueron hasta la Gran Vía.

—Escúchame. Probablemente, no tendremos ocasión de hablar solos otra vez. Quiero explicarte algo… Tengo dos hermanas: una vive aquí conmigo; la otra está en Pueblanueva. La conocerás y te extrañará seguramente que sea mi hermana. No es mala chica, pero por razones largas de contar recibió una educación distinta a la nuestra. Perdónale su brusquedad. En cuanto a la otra, a Inés, no he podido presentártela ahora, pero la conocerás cuando regreses. Te gustará. Es una mujer de carácter, de mucho carácter y muy bonita. Hasta verte a ti me parecía la mujer más perfecta que había conocido. Va a casarse pronto con un profesor de literatura y se marcharán al extranjero. Quiero que seáis amigas.

Un hombre con un paraguas tropezó con ellos, se disculpó.

—Tendrás, seguramente, dificultades para llevar a Francia tu dinero. Creo, sin embargo, que podré arreglártelo. Guarda esta tarjeta con mi dirección y escríbeme cuando vayas a regresar, o si las cosas te van mal. No tengas embarazo en hacerlo, porque, si hace falta, iré a Pueblanueva y convenceré a Carlos.

Ella mantenía el brazo cogido y le daba las gracias con la mirada.

—En el fondo, Carlos es un hombre sin voluntad, incapaz de hacer frente a una persona cargada de razón. Y en relación conmigo…, ¿qué quieres que te diga?

—¿Tú crees que si le dijeras…?

—Sí, pero no debo hacerlo sino en última instancia. Somos amigos y quizá eso me obligue, si se pone terco, a romper la amistad.

Se soltó de Germaine.

—Cojo este taxi. Ya sabes. Dentro de un cuarto de hora.

El taxi se detuvo en el bordillo. Germaine le tendía la mano y Juan la estrechó fuertemente. Al arrancar, Germaine alzó el brazo y le envió una sonrisa agradecida y cómplice. El taxi arrancó y Juan cerró los ojos y permaneció con ellos cerrados mientras el taxi daba tumbos. Hasta que se detuvo. Mientras pagaba pareció contemplar algo lejano o ausente.

—La vuelta, señor.

—Quédesela.

Halló a Carlos sentado en el vestíbulo, con un montón de libros que iba abriendo y hojeando. Carlos explicó que había pasado la mañana de librerías y que los había comprado.

—Me estoy quedando un poco atrás en mi ciencia. No hace más que un año y ya ves: todo nuevo y desconocido. ¡Y muchos otros que no he podido comprar!

Los empaquetó y mandó al botones que los dejara en su cuarto.

—Germaine ha salido esta mañana y no ha vuelto aún.

—No se habrá perdido.

—Sería ridículo pensarlo. Más bien andará de compras. Como nos vamos esta tarde…

Juan se sentó a su lado y empezó a fumar.

—Siento que os vayáis. Me había acostumbrado otra vez a tu compañía.

—¿No será más bien Germaine la que…?

Juan hizo un movimiento que Carlos le desconocía, que supuso parte de sus nuevas adquisiciones mímicas: se encogió un poco de hombros, levantó un poco los brazos, abrió un poco las manos y, para rematarlo, castañeó los dedos.

—También. ¿Por qué no? Es una de esas personas de las que a uno le gustaría ser amigo, pero cuya marcha se desea por elemental precaución. Ya te dije…

—Sí.

—Sin embargo, ¿qué quieres?; me tiene un poco conmovido, sobre todo por la devoción que siente por su padre. No quiere nada para ella. Su padre es la última referencia de todas sus ambiciones. Me da la impresión de que le sacrifica su juventud, y eso, aunque en el fondo sea monstruoso, resulta siempre conmovedor.

Carlos le miró sorprendido.

—Sí. Y no es raro.

—¿No es raro?

—Al menos, entre nosotros. Yo hubiera acompañado a la Vieja años y años, y tu hermana Clara, ahí la tienes: atada a Pueblanueva a causa de tu madre. Germaine al menos, sabe que su padre lo agradece. Pero Clara…

Golpeó la rodilla de Aldán.

—Perdona si me he referido a algo que te duele, pero pienso que también Clara tiene su mérito y que lo que a ella le pasa es igualmente injusto y conmovedor.

Por la cristalera vieron a Germaine, de espaldas a ellos, hablando con el empleado del
comptoir
. Juan corrió hacia ella. Carlos se levantó con calma y esperó.

III

Llegaron pasado el mediodía, en un coche alquilado en La Coruña. Las
Ruchas
habían sido avisadas por telegrama y dieron la noticia en la tienda, en la carnicería y en la pescadería. Por su parte, también el repartidor de Telégrafos lo había contado en alguna taberna. La
Rucha
madre explicó, además, la comida que pensaba poner. La
Rucha
hija llevó el retrato de Germaine oculto bajo el mandil y lo enseñó a cuantos lo quisieron examinar. A don Baldomero se lo dijo el mozo de la botica, y don Baldomero se pasó media hora deliberando si debía ir o no a recibir a Carlos. A Clara se lo contó una cliente: «Hoy llega esa prima suya francesa», y Clara quedó un momento silenciosa y quieta, y después dijo: «Bienvenida. Pero no es prima mía, ni siquiera lejana».

Al astillero la noticia llegó telefónicamente: la recibió Martínez Couto. Creyó oportuno dar la novedad a Cayetano. Lo buscó en su despacho, pero había salido. Lo buscó entre los trabajadores, lo encontró —por fin— en las gradas. Llovía, y Cayetano se había puesto un impermeable. Martínez Couto, a cuerpo, se acercó corriendo.

—¿Sucede algo? —le preguntó Cayetano.

Martínez Couto se cobijó bajo la panza del buque en construcción.

—Sí, señor. Acaban de decirme que hoy llega la sobrina de la Vieja, y pensé que usted…

—¿Y a mí qué me importa, imbécil? ¿Por una estupidez así abandona usted el trabajo?

Martínez Couto le miró perplejo. Murmuró un: «Perdone. Yo creí…», y salió corriendo. En la oficina comentó que el amo estaba de mal humor y que lo encontraba muy cambiado.

A las doce y cinco, los habitantes del casino se habían congregado alrededor de la mesa de tresillo. Nadie jugaba. Don Baldomero llegó un poco retrasado. Hasta entonces nadie hablaba de Germaine.

El dueño del cine le preguntó:

—Y usted, don Baldomero, que es tan amigo de don Carlos, ¿qué sabe de la francesa?

Don Baldomero se sentó en silencio.

—No sé nada, ni tengo por qué saberlo.

—Como usted y don Carlos son tan amigos…

Cubeiro había pedido un vaso de vino y unas almejas: mojaba en la salsa un trozo de pan. Levantó la cabeza e hizo un guiño a don Baldomero.

—Es natural. Querrá guardarla de los peligros. Porque usted, don Baldomero, es un peligro para las mujeres.

—¡Váyase a la mierda!

—No se ponga así, hombre, que no digo nada malo. ¡Qué más quisiéramos todos que ser peligrosos para las hernbras!

—El peligro será —dijo don Lino— que por causa de esa señorita se altere esta paz de que gozamos desde que murió la Vieja.

—Pero ¿no era usted el que el otro día esperaba que con la llegada de la francesa se acabase la calma chicha?

—Nadie está libre de errores.

—Pues yo puedo decirles lo que va a pasar —Cubeiro apartó el plato de las almejas, vacío, e hizo señal al chico de que trajera más vino—: Que don Carlos pondrá los puntos a la muchacha y, si puede, se casará con ella.

—Les aseguro a ustedes que don Carlos marchará —dijo don Baldomero—. Me lo dijo mil veces.

—Pero, ¡hombre!, no sea tonto. Si es guapa, como dicen, ¿cómo va don Carlos a dejar que se pierda una ocasión como ésta? Y aunque fuera fea. Son muchos cuartos los que le quedaron y pocos los que tiene don Carlos.

—A mí no me preocupa lo que haga don Carlos. Don Carlos solo no basta para armar aquí la tormenta. Pero ¿qué hará Cayetano?

—Y usted, don Lino, ¿por qué supone que Cayetano va a hacer algo?

—Lo supondría también usted si tuviese dos dedos de frente. Para Cayetano hacer algo en este caso es casi una cuestión de honor.

—¿Hacer qué? —don Baldomero empezaba a irritarse.

—Me pongo en su situación, y bien saben ustedes lo difícil que me resulta. Porque yo antepongo mi condición de ciudadano a la de sujeto particular. Para Cayetano es una cuestión de honor acostarse con ella.

—Cayetano lleva un tiempo apaciguado —intervino Cubeiro—. Prácticamente, desde que murió la Vieja está desconocido. A lo mejor…

Don Lino golpeó la mesa.

—Seamos sinceros, Cubeiro. ¿Qué pensaría usted de Cayetano si dejase madurar esa breva sin meterle el diente?

—Prohibido decir en voz alta lo que se piensa del amo. Hay chivatos.

—A mí no me lo prohíbe nadie. Yo no cobro del amo, sino de la República. Por eso puedo expresar mis pensamientos libremente. Pues lo que yo pensaría en el caso de que Cayetano no se atreviera…

—… O no lo consiguiera…

—Pensaría que toda su fachenda la gasta en aldeanas que puede comprar con regalos, o con desgraciadas a las que engaña con promesas. Eso es lo que pensaría.

El juez había permanecido silencioso, al lado de don Baldomero. Extendió la mano sobre la mesa y la golpeó.

—Un momento. Olvidan un precedente. Don Jaime no era un conquistador como Cayetano y, sin embargo, le hizo un hijo a la Vieja. Para Cayetano es cuestión de honor, como decía antes don Lino, hacer otro tanto con la francesa. Confieso que, si se rajase, le perdería el respeto y el pueblo quedaría defraudado. Porque, señores, si ustedes, en vez de charlar alrededor de esta mesa, se preocupasen de la opinión pública, sabrían que todo el mundo espera, que todo el mundo desea, que todo el mundo está seguro de que esa prenda es para Cayetano. Y yo estoy de acuerdo con la gente.

—Supongamos —dijo don Baldomero— que se casa con ella. ¿Por qué no admitir que alguna vez Cayetano se portará decentemente? Un matrimonio según las leyes de Dios y de la República: con cura y con juez.

—¡Bueno! Eso es lo mejor que podría pasar. Se habrían acabado los bandos. Después de todo, las cuestiones de rivalidad se han resuelto siempre por la cama. Hasta las políticas. Si Isabel II se hubiera casado con el conde de Montemolín, usted hoy no sería carlista.

Cubeiro dio al juez un golpecito en el hombro.

—Señor juez, es usted un ingenuo. Yo no veo las cosas tan claras. Está don Carlos. Y no sabemos lo que puede dar de sí. Pero no creo que se deje birlar la francesa sin oponer resistencia.

—Don Carlos —dijo don Lino— es un soñador. A mí me ha defraudado hace ya tiempo. Como otros muchos de este pueblo, no hace más que hablar, aunque con más cultura que los otros. Un español más de café y palabrería.

—Un soñador, sí, que le quitó la querida al amo y el amo se lo tuvo que tragar.

—A usted no le consta.

—¡Hombre! Así tuviera segura la lotería de mañana.

—A propósito de lotería —dijo don Baldomero—. Me han asegurado que el Gobierno de la República va a hacer trampa.

—¡El Gobierno de derechas, no lo olvide! Un Gobierno que usurpa la República y que hace lo posible por deshonrarla. Estoy de acuerdo con usted: mañana habrá trampa. Y, pasado, los españoles nos sublevaremos contra esa pandilla de sinvergüenzas.

Cubeiro golpeó el tapete verde con el vaso.

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