Los gozos y las sombras (147 page)

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Authors: Gonzalo Torrente Ballester

Tags: #Novela

—Es mucho equipaje —dijo Carlos—. Tengo que meter otras. cosas en el coche y no cabrá. Llevaré ahora las maletas y después…

Clara le interrumpió:

—Después, nada. Yo me encargaré de mandar los cajones, y hasta pagaré a quien los lleve para que mi hermano no gaste sus millones. ¿Dónde tienes el coche?

—Cerca, aquí fuera.

—Te ayudaré.

Cogió la maleta más grande y salió a la calle. Carlos la siguió con las otras dos. El cuerpo de Clara era como una montaña recia y armoniosa en medio de la niebla.

El
Relojero
había preparado un guiso de sardinas con mucho pimentón y, para empezar, un arroz con garbanzos. La mesa estaba puesta en un rincón de la cocina, cerca del llar ardiente. Rebuscando en los vasares, Carlos había logrado hallar piezas de las mismas vajillas, y en cada puesto de la mesa había, al menos, platos iguales entre sí. Con los cubiertos cupiera peor suerte: ninguno emparejaba, y otro tanto sucedía con los vasos. El tinto lo habían echado en una jarra antigua y lo mantenían junto al fuego.

Paquito, con un mandil encima de la chaqueta, servía la mesa. En honor a Juan permanecía sin la pajilla. Comía poco. Carlos le tasaba la bebida.

Al servir el arroz empezó a hablar de Cayetano:

—Lo que yo digo de esta cuestión es que el que manda debe llevar sobre sí todas las culpas. Porque para eso manda. Cuando una persona muere, decimos que lo quiso Dios, porque creemos que Dios tiene autoridad en todas esas cuestiones. Pues yo pienso que el que manda se pone en el lugar de Dios y entonces no podemos decir que uno se muere porque Dios lo quiso, sino porque lo quiere el que manda. Si no, que no se ponga en el lugar de Dios.

Movía la mano armada del tenedor; con él pinchaba el aire enérgicamente.

—Por eso no me gustaría estar en el pellejo de Cayetano. Antes mandaba mucho. Ahora, es ya como Dios: nadie manda más que él. ¿Qué pasa cuando la tía Rosa malpare? Que lo quiere Cayetano. Yo le digo a la tía Rosa cuando está preñada: «No le ponga velas a san Cipriano, póngaselas a Cayetano». Ella me dice que soy hereje; pero ¿no tengo razón? ¿Que llueve mucho? Cayetano tiene la culpa. ¿Que suben las subsistencias? A Cayetano con el cuento. ¿Que el Gobierno de la República es una calamidad? ¡A Cayetano con las responsabilidades! Yo vi con mis ojos cómo Cayetano traía la República, y vi también cómo fue cuestión de sacar diputado a don Lino.

Se ensombreció su mirada y, en vez del tenedor, blandió el cuchillo.

—Yo leí en los Libros Santos: «No se mueve una hoja sin la voluntad del Señor». Hay que dejar al mundo que marche solo, porque es Dios el que lo mueve. Si las cosas van mal, no podemos quejarnos, porque el Señor las ordena: lluvias, calores, malos partos, muertes repentinas y, a lo mejor, también los granos que le salen a uno, aunque eso de los granos yo tengo mis dudas, porque Dios no puede fijarse en pequeñeces. La cuestión de los granos, a mi ver, es más bien cosa del cuerpo, es decir, del demonio. Porque Dios dijo al demonio en cierta ocasión: «Vamos a repartirnos lo del mundo: las chinches, las culebras y los hijos de puta, para ti. Sobre los cuerpos te doy también cierto poder, en lo respectivo a enfermedades no mortales. Porque, eso sí, a la gente la mato yo». Pero como Dios es justo y tiene piedad de los hombres, llamó también a los santos y les dijo: «A ti, Blas, te entrego las gargantas y te doy facultad para que combatas al demonio que se mete en ellas; y a ti, Amedio, te encomiendo los dolores de barriga y te concedo la misma facultad», y así sucesivamente. Por eso se recomienda encomendarse a los santos en cuestión de enfermedades, porque, aunque tengan menos poder que el demonio, como él es uno y ellos son muchos, el demonio tiene que repartir las fuerzas y siempre acaba perdiendo.

Carlos le sugirió que dejase de hablar, al menos mientras comía el arroz.

—No se preocupe, don Carlos, no me muero de hambre. Pero déjeme, porque pocas veces encuentro un público tan pacífico. Sobre todo, sé que al final no me molerán a palos. Yo soy monárquico por eso, porque entonces no pegaban. Si no, recuerden lo que pasaba en las Cortes cuando estaba el rey: llegaba un señor, decía unas cuantas tonterías y, en vez de aporrearle, le aplaudían; ahora, en cambio, ni en las Cortes dejan hablar. ¡Si pudiera llegar allí!, me digo a veces. Pero pienso luego: ¿para qué? Don Lino lleva dos meses de diputado y aún no dijo ni pío, y eso que pertenece al Frente Popular. Claro que no habla porque Cayetano no lo permite. Por eso le tiene rabia.

Se levantó del asiento y se echó el mandil al hombro. Vaciló unos instantes, como si le faltase algo. Carlos le preguntó si quería beber agua. El
Relojero
, sin contestarle, requirió la pajilla, se la puso y sonrió.

—Conviene ayudar a don Lino, ¿saben?, conviene que se reparta el poder para que las cosas vuelvan a como estaban. Dos que mandan tiene muchas ventajas. No se sabe a cuál de los dos echar las culpas, y, así, la gente vacila al llegar la hora de la justicia. Pero ¿qué sucederá si Cayetano sigue solo? Le crecerá el poder, mandará en el país, en Europa, en el mundo. Querrá llegar a los cielos y a los infiernos, y, entonces, los cielos y el infierno se pondrán de acuerdo para aniquilarlo. Porque tengo oído decir que, a veces, los cielos y el infierno hacen las paces, y que cuando Dios quiere castigar a los tiranos de este mundo, no les manda a san Miguel para que los fulmine, sino a Satanás. Estos casos son las excepciones. Uno que se llamaba César Borgia, de quien ustedes tendrán oído hablar, fue cuestión de morir así, a manos de un demonio, y otro que se llamó Atrio, a quien mató el demonio de las letrinas; y a aquella gran prostituta que fue reina de Inglaterra, Ana Bolena, por quien llamamos anabolenas a todas las casquivanas, que a ésa la mató el verdugo, que no lo era, sino un verdadero demonio disfrazado. Pero donde la cosa está más clara fue en la muerte de otro tirano, también rey de Inglaterra, que a éste nadie se atrevía a matarlo, ni los verdugos de oficio, y entonces salió de entre la gente un demonio vestido todo de negro y le cortó la cabeza. Hay muchos casos más.

Bajó la voz, la hizo confidencial, sibilina.

—Tenemos que ayudar a don Lino. Que haya bandos. Cuando son dos los qué mandan, hay gente que no obedece. El que no obedece, no tiene a quién culpar. Pero si Cayetano se apodera de mi voluntad y me duelen las muelas, me cago en Cayetano; y si a una madre se le muere el hijo en la mar, cogerá un cuchillo y matará el corazón del culpable, y ya es sabido que, muerto el corazón, muerta está la persona. Lo dice la experiencia. Yo lo he visto.

Carlos y Juan habían acabado el arroz y escuchaban al
Relojero
, los platos rebañados. Junto al fogón reposaban las sardinas, y su olor amable se extendía por el ámbito enorme de la cocina. Paquito no había tocado su arroz. Cogió el plato, lo olisqueó.

—La cuestión es que el arroz no me cae bien. Con marisco, sí. Ahora me callaré la boca y comeré sardinas. Lo de callar es bueno después de haber hablado, porque leí que los profetas, luego de profetizar, se marchaban al desierto, si es que escapaban con vida al furor del que entonces mandaba, que era una reina llamada Jezabel, puta ella, en quien los Santos Padres han visto prefigurada a la Gran Prostituta de Babilonia, la reina del Apocalipsis, cuya menstruación será tan pútrida que de ella saldrán pestes bubónicas y otras catástrofes sanitarias. También eso está escrito, aunque es posible que los adelantos de la higiene consigan evitarlo.

Retiró los platos usados, dejó en el medio de la mesa la cazuela de barro con las sardinas y esperó a que los otros se sirviesen. Lo hizo en silencio, cuando le llegó el turno, y entró en un mutismo sordo y preocupado.

Carlos preparó el café; buscó él mismo las tazas y lo sirvió. El
Relojero
, entonces, volvió a hablar.

—A los reyes antiguos, para que se salvasen, les aconsejó un apóstol que, al menos una vez al año y en memoria del Señor Crucificado, hicieran un acto de humildad, y de ahí viene que lavasen los pies a los pobres el día de Viernes Santo. Usted, don Carlos, también acabará salvándose, porque hace la cena todas las noches para este pobre mecánico y porque ahora me ha servido el café. Su santa madre reza por usted en la gloria, y no hay como las oraciones de las madres para mover el corazón del Señor. Así consiguió santa Mónica, viuda, madre de san Agustín, la conversión de su hijo, que era un truhán de los que encendían una vela a Dios y otra al diablo y estaba metido en amores con una cortesana. Se lo he oído contar a un abad de gran sabiduría. En cambio, no le valdrán a Cayetano los rezos de su madre, porque su madre es orgullosa y se mudó de iglesia por no cruzarse con la mujer más noble de Pueblanueva, con la Gran Calumniada.

Encaró a Juan, le miró con ojos encendidos y le apuntó con el dedo.

—Mateo Morral también era anarquista, ¿verdad? Pero se equivocó. Quería hacer justicia y no se le ocurrió más que matar al rey. «A rey muerto, rey puesto», dice el refrán. Pero si usted se atreve a hacer justicia, ya sabe a quién matar —se levantó, alzó los ojos al cielo y recitó—:
Un hombre llamado Juan fue enviado por Dios…

Quedó en pie, como en éxtasis, los ojos más desviados que nunca. Carlos lo agarró de un brazo y lo sentó.

—Te meterán en la cárcel, Paquito, por incitación al atentado político, y yo tendré que declarar que es cierto.

El
Relojero
escondió la cara.

—Usted no dirá nada, porque usted ya ha dicho bastante. Ahora tiene la palabra el ejecutor de la sentencia —besó los dedos en cruz—. Por éstas. Voy a fregar la loza.

La fuerza de la lluvia cesó con el atardecer. Roló el viento, y las rachas trajeron gotas gordas y espaciadas. Las nubes caminaban de prisa y, a veces, dejaban un espacio claro por donde asomaba la luna. Corrió la voz de que los barcos saldrían de madrugada, si amainaba. En la caleta de los pescadores se movieron chalanas y gamelas: embarcaban las redes y las barricas de cebo, y cargaban el combustible. No quedó nadie en la taberna del
Cubano
. Carmiña preguntó a su padre si podían cerrar.

—Espero una visita —dijo el
Cubano
.

—¿No será Aldán?

—¿Quién te lo dijo?

—Todo se sabe. Hay quien le vio llegar y marchar en un coche al pazo de don Carlos, pero no bajó al pueblo. A lo mejor, si trae dinero, no se acuerda de nosotros. O puede que esté cansado.

—Él es de ley.

—Antes no lo decía.

—Ahora lo digo.

Carmiña abandonó el mostrador y se acercó a la mesa de su padre.

—¿Quiere que le tenga preparadas unas sardinas? Son lo que más le gusta.

—Haz lo que quieras.

—En todo caso, si no viene, las puede comer usted.

Salió Carmiña. El
Cubano
desplegó un periódico y se puso a leer. Se oían voces fuera, voces de marineros ajetreados, algunas lejanas. Entró una mujer a buscar aguardiente y otra a buscar pan. Lo llevaron fiado.

Cada vez que se abría la puerta, el
Cubano
levantaba la vista y la volvía después al periódico. En la segunda plana venían los discursos del Parlamento; en la tercera, noticias de la agitación social. Barcelona, Madrid, Sevilla, Valencia, Zaragoza. El
Cubano
leía en voz baja, e intercalaba comentarios a la lectura. «¡Y aquí sin hacer nada!» «¡Y nosotros, quietos!» Sacaba de la lectura la impresión de que un movimiento gigantesco preparaba la libertad de los trabajadores sin que los de Pueblanueva participasen en el esfuerzo común.

Carlos y Juan llegaron hacia las ocho. El
Cubano
se levantó y fue hacia ellos con los brazos extendidos. «¡Vaya, hombre, por fin!», dijo a Juan, mientras lo abrazaba; y Juan le respondió: «¡Por fin!». Los hizo sentar. Carmiña llegó con las sardinas calientes y, al ver a Juan, se ruborizó, y antes de darle la mano se la limpió en el mandil. El
Cubano
mandó abrir una botella de blanco.

—Bien vale la pena, ¿no? Porque yo digo: los amigos son los amigos y no hay muchas cosas como ellos.

Juan venía sin corbata y con un traje usado. El
Cubano
lo encontró más gordo y de muy buen aspecto.

—Lo que me extraña es que vengas ahora, cuando tanto hay que hacer por ahí. A juzgar por lo que dice la prensa, digo yo. Parece que la revolución es un hecho.

Cogió el periódico y mostró los titulares.

—Esto no había sucedido nunca en España. Se ve que el proletariado tiene conciencia de su fuerza, ¿no es así?

Miraba a Juan anhelante. Carlos, un poco al margen, comía en silencio.

—Pero existen más fuerzas que el proletariado, no lo olvides.

—¡No vas a decirme que podrán hacer algo contra los trabajadores unidos!

—Es que esa unión no existe. Cada grupo va por su lado, y aunque todos hagan lo mismo, en el fondo hay grandes diferencias. Antes se pondrán de acuerdo los burgueses que nosotros.

—En el Parlamento los hemos barrido.

—¿Y si ellos nos barren fuera?

El
Cubano
dobló el periódico cuidadosamente.

—Después terminaré de leerlo. Y tú parece que no vienes muy animado.

—Vengo bastante defraudado.

—¿Vas a quedarte?

—No sé…

Carlos bebió un vaso de vino y apartó un poco la lámpara.

—Soy de opinión de que debe quedarse y ver de arreglar lo de los barcos.

—Pero ¿usted cree, don Carlos, que hay esperanzas de arreglo?

La voz del
Cubano
perdiera el entusiasmo, y, ahora, se le puso súbitamente triste.

—Pienso que sí. Tenemos ahí a don Lino. ¿Por qué no valerse de él para que consiga apoyo del Gobierno? Usted mismo me ha dicho que sólo una ayuda del Estado puede sacarles adelante.

—Pero don Lino… No me parece hombre de fiar.

A Juan corresponde hablarle y convencerle. Él puede hacerlo mejor que nadie. Es diputado a Cortes y tiene ganas de lucirse.

—Si vosotros estáis conformes —interrumpió Juan.

El
Cubano
inclinó la cabeza.

—Nosotros nos agarramos a cualquier solución. Si no aparece, el veinte de abril nos embargan —empezó a jugar con el cuchillo—. Esta madrugada la gente sale a la mar. Vamos a suponer que haya buena calada y que se venda bien. ¿Podemos dejar de pagar los sueldos para pagar las deudas? Pues aunque lo hiciéramos no nos alcanzaría.

—El Gobierno del Frente Popular no puede permitir que. una empresa de proletarios sea embargada.

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